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Pensadores vivos: E.O. Wilson

 

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En este texto expongo parte de  lo que ha ocurrido en ¿mi? pensamiento al leer la obra de E. O. Wilson que lleva por título The Social Conquest of Earth (New York-London 2012), publicada en España por la editorial Debate bajo el título La conquista social de la tierra.

Se trata de una obra de gran belleza en la que el reputadísimo biólogo de Harvard (el “señor de las hormigas”) ofrece lo que él cree que espera recibir aquel que se hace las clásicas preguntas “¿De dónde venimos?”, “¿Quiénes somos?” y “¿Adónde vamos?”. Preguntas estas que, como todas, llevan ya dentro la presuposición de que se comparte un modelo estático de Metafísica (de la estructura visible y también invisible donde se cree que está el que las formula).

El sujeto de esos interrogatorios aparece en primera persona del plural y se auto-denomina “ser humano” (“seres humanos” mejor dicho quizás). Este libro de Wilson se abisma en el conocimiento de la esencia de lo humano. Creo que podría ser de interés que alguien (yo ahora no tengo tiempo para ello) intentará relacionar esta obra con la obra maestra de Max Scheler: La posición del hombre en el cosmos. Scheler es más profundo que Wilson porque es filósofo: digamos que es capaz de activar su conciencia por encima del proceso de pensamiento que se despliega ante ella (digamos que está más atento a los hechizos del lenguaje). Wilson es brillante, científicamente impecable (supongo), fascinante (he disfrutado enormemente leyendo su narración de la teo-génesis humana), pero su pensamiento opera imantado por una Metafísica que él no problematiza: es un delicioso (y muy saludable) pensador religioso.

Wilson ha incorporado a su narración científica un cuadro de Gauguin, quizás con la intención de mostrar que, gracias a la prodigiosa evolución de la cultura humana, estamos ya en un momento de síntesis gnoseológica que nos puede llevar a paraísos todavía no imaginados (si es que somos capaces de instaurar una nueva Ilustración, una nueva entronización de la razón empírica). Se trata de un cuadro cuyo título agrupa las tres preguntas clásicas a que antes he hecho referencia, y cuya respuesta cree Wilson haber acercado gracias a su obra. Esta obra (La conquista social de la tierra) termina por cierto de una forma algo insólita, muy bella en cualquier caso: una carta que “El señor de las hormigas” escribe al gran pintor francés. La última frase de esa carta y de esa obra la traduzco así al español:

En nuestro tiempo hemos acercado mutuamente el análisis racional y el Arte, y hemos convertido en socios las ciencias naturales y las Humanidades, y con ello estamos un paso más cerca de las respuestas que tú buscabas.

Creo no obstante que Gaugin no buscaba respuestas a preguntas filosóficas, sino un estado de conciencia pre-paradisíaco donde desplegar el misterio de la creatividad y de la belleza. D.T. Suzuki calificó el Satori (punto culminante del camino del Zen) algo así como lo que sentía Dios antes de decir “Hágase la luz”.

A finales de mayo de 2015 visité con mi hijo Nicolás y con su amigo Ari un minúsculo lago perdido que ardía en las sobrias llamas de la primavera segoviana, bajo ese cielo que, según dijo María Zambrano [Véase], tiene la altura justa. Queríamos coger ranas vivas. No cogimos ni una sola. Ellas nos observaban camufladas entre algas y flores. Las miradas de los niños quedaron muy pronto imantadas por la superficie del lago. El Ser se contemplaba a sí mismo desde todos sus infinitos puntos. Silencio. Olores a rocas, hierva casi seca, manzanillas, robles lejanos. Yo contemplaba a los niños sentados sobre una de las rocas, y contemplaba su mirada, la belleza de su mirada de ocho años; la misma que la de los grandes científicos y los grandes filósofos y los grandes teólogos y los grandes místicos. Todos en realidad siendo una misma forma de ser, de ser un ser humano: mirando con estupor maravillado el despliegue no sustativizable de lo real.

De pronto el silencio fue subrayado por el vuelo lineal de dos velocísimas libélulas. Azules. Translúcidas. Atentísimas a nuestros movimientos (incluso mentales me pareció en algún momento). Y no excluí su ubicación en otra matriz semántica (ver en ellas quasi-hadas… como nos permitiría un pensador tan aperturista como es Patrick Harpur [Véase aquí]).

El día anterior lo habíamos pasado esos dos preciosos niños y yo intentando hacer volar un dron: torpe animal todavía no nacido del todo, no asentado, es de suponer, en ninguna especie biológica. Las libélulas volaban ¿autómatas? de forma prodigiosa, creando una especie de agujero negro de belleza en esa porción de materia que sus códigos genéticos eran capaces de someter, de guiar. Utilizo estos juegos de lenguaje porque son los que permiten, creo, asomarse a lo que parece verse desde la mirada de E. O. Wilson, cuyos hallazgos en el mundo de las hormigas le han parecido de interés para un buen encauzamiento de la especie humana (la única que parece capaz de pecar, en sentido ecológico).

Según el algoritmo ideológico en el que creo que se mueve el pensamiento de E.O. Wilson, el dron y la libélula (y los niños) serían formaciones derivadas de una sola Ley: la ley de la Evolución. Todo máquina [Véase mi bailarina lógica “Máquina”].

Y dentro de ese mismo algoritmo ideológico encontramos también un esfuerzo para conservar la así llamada “biodiversidad”, lo cual exige fundamentar éticamente esa conservación. He encontrado algunos intentos en la preciosa página web de la E. O. Wilson Biodiversity Fundation.

Quizás se puedan agrupar esos intentos de fundamentación en dos ideas:

1.- La utilidad que para la especie humana tienen los millones de especies vivas que existen en este planeta (utilidad sobre todo medicinal, nutricional, etc.).

2.- La propia dignidad, digamos bio-ontológica, de esos seres, todos ellos fruto de la omnipotente e incuestionable (e invisible) Ley de la Evolución; todos ellos -supongo- amenazados de desintegración al estar mutando hacia lo que ahora no son.

Desde el punto de vista puramente ontológico la Ley de la Evolución impide otorgar un ser estático a sus criaturas. Tampoco veo posible otorgar individualidades en la Biomasa más allá de “nuestras” ocurrencias poéticas y de nuestras necesidades de disponer de esquemas útiles para bracear en el infinito.

Sí creo, no obstante, que debe apoyarse la custodia de la Biodiversidad por un sentido religioso de respeto a lo existente: todo templos mutantes, delicuescentes: pompas de jabón biológico que hay que sacralizar antes de que estallen, de que sean otra cosa.

Hace años que tenía yo la ilusión de asomarme a la mirada de E. O. Wilson. No sé muy bien cómo y cuándo llegué a él, pero enseguida me cautivó la forma en que decía beautiful mientras contemplaba una ‘simple’ hormiga. También me hechizó la narración de su infancia: un niño prodigio asomado al prodigio de la “Naturaleza” [Véase], aquietando en ideas (en modelos) la sensualísima gelatina de eso que los científicos llaman “Biomasa”.

La Filosofía, una vez más, me ha regalado algo glorioso que me permite ahora mirar con calma y con verdadero gozo la mirada de Wilson, dejar que se haga Cosmos el infinito ante mí según el Verbo que brota de este gran científico.

He pasado, por fin, varios días dejándome tomar de lleno por ese Verbo. En uno de esos días, poco antes del atardecer, salí a pasear por el campo que se infinitiza frente a mi mesa de trabajo, en Sotosalbos. Quería sentarme junto a un hormiguero y contemplarlo sin prisa, en absoluta soledad, en silencio. Hubo un momento en que la luz roja del sol se reflejó en la quasimetálica piel de las hormigas. Eran los momentos finales del día, pero seguía oliendo a planeta recién creado, recién narrado, recién ilusionado. Elegí un hormiguero especialmente grande, que parecía comunicado con otros mediante una carretera de hormigas muy negras, bastante grandes, todas hécticas, apasionadas, rápidas, sometidas a una tensión que Wilson llama “la correa genética”.

Intenté desactivar los universales [Véanse aquí], diluir los sustantivos (que habría que llamar más bien “sostentivos” porque sostienen el hechizo de que lo real corresponde a la estructura del lenguaje): diluir las fronteras ontológicas que en ese momento obligaban a mi mirada a dividir entre la hormiga individual y las demás, y entre las hormigas como conjunto y el suelo que pisaban, y el vapor invisible de las flores de manzanilla, y la placa sin fondo de un cielo que otros científicos aseguran que nos bombardea con ese tipo de materia cósmica que Aristóteles, entre otros, consideraba no corruptible. Todo junto. Todo uno. Todo nada (nada mágica). Y mi propio cuerpo, tendido en la hierba y en las flores junto al hormiguero. Y mi pensar también. El misterio del pensamiento, que Wilson ubica dentro de la biología, como un efecto más de la sacralizada Ley de la Evolución: una diosa nueva, diosa del cambio perpetuo, de la autoconfiguración infinita. ¿Hasta dónde? ¿Hasta qué?

Para mí es fascinante contemplar la cosmovisión (más bien “cosmo-creación”) de Wilson desde esa multi-cámara extrema que nos ofrece la gran Filosofía. Me parece en cualquier caso que la vía científica (aunque renuncie en la mayoría de los casos a contemplar su propia manera de contemplar, y aunque presuponga casi siempre una metafísica no cuestionada) ofrece sensaciones únicas. Ayer yo, por ejemplo, salí de mis libros, de mis apuntes, de esta pantalla, de la misteriosa sinfonía de “mi” pensamiento, y acerqué todos mis sentidos a la piel misma de la Cosa, de lo que parece presentarse como “objetivo” (de la Vorstellung de la que habló Schopenhauer), que olía por cierto a primavera extrema, a infinita posibilidad, a magia sensual y total.

Dijo Bertrand Russell [Véase aquí] que los científicos son las personas más felices. Puede que tuviera razón. Mirar su mirada mientras ellos contemplan los hechizos del Ser es realmente fabuloso. Se les enciende la cara; es decir: el alma. Puede que el científico, en su doble labor de creador y de contemplador de ideas ya hechas “mundo” (por ejemplo la idea de “hormiga”), esté sintiendo el placer de los dioses demiurgos, de los dioses que crean y contemplan sus creaciones. Todas siempre artificiales; y sacras también, mientras son amadas.

Gracias a Wilson llegué a otro gran experto en hormigas (otro científico-demiurgo). Su nombre es Laurent Keller (universidad de Lausana) y parece haber descubierto una descomunal colonia de hormigas, una especie de divinidad biológica, un no sé si mitológico monstruo con una longitud de 5.760 kilómetros, posado sobre una superficie del Planeta que llegaría desde la Riviera italiana hasta el noroeste de la península ibérica. Se habla de un monstruo formado por millones de nidos y miles de millones de hormigas, las cuales (si les queremos otorgar individualidad bio-ontológica) se reconocerían entre sí y se aceptarían como si formaran parte de un pueblo, una civilización, donde por fin hubiera reinado la paz (o un cuerpo perfectamente sano donde todos sus componentes vibraran en completa armonía). Me ha parecido leer también que esa quasi-divinidad biológica tiene réplicas de sí misma que se extienden también por la costa de California y la costa oeste de Japón.

Mi pensamiento, ahora, está incendiado por la mirada y la narración de Wilson. Él diría que mi pensamiento es una resultante casual de la Ley de la Evolución, la cual, poderosísima, manejaría incluso el fondo del abismo de mi mente (que no es sino materia muy evolucionada). Mi pensar y mi escribir de ahora mismo no serían míos, sino de esa divinidad, que estaría dentro, sometida a su vez, a esa Ley Unificada que algunos científicos esperan elevar a un posición que ninguna religión monoteísta ha conseguido alcanzar jamás. O quizás sí.

Estaríamos dando la razón al Sócrates que habla en el Ion. El propio Wilson, en un impactante experimento, utiliza el cuerpo de una hormiga, sus líquidos, para convertirlos en Verbo biológico vertido en una superficie plana en forma de línea recta, y decirles así a las demás hormigas cuál es el camino a seguir. Una hormiga utilizada por un Dios (Wilson) como instrumento para comunicarse con las demás, para decirles cuál es el camino. Parece que Wilson cree que su experimento de “hablar” con las hormigas lo estaría realizando sometido a las directrices de la diosa Ley de la Evolución (no más que una manifestación de la Gran Diosa que sería la Ley Unificada).

En La conquista social de la tierra Wilson se atreve a narrar el misterio de la irrupción del ser humano en la Materia [Véase mi bailarina lógica “Materia”]. Y se atreve también a hacerlo responsable de un desastre ecológico, negando a la vez su libertad. Estamos ante una terrible contradicción: si no somos libres, no tenemos opción para realizar o no pecados ecológicos. Sería la diosa Ley de la Evolución la que habría provocado, mediante los cerebros humanos, decisiones perjudiciales para otras especies.

Pero Wilson ofrece también un paraíso futuro: un paraíso terreno donde se desplegaría la magia ética, lingüística y artística humana en plena armonía con el resto de las especies vivas. Eso sí: desde la colaboración… desde “lo social”. Se habla de una conquista social de la tierra, aunque en realidad se debería hablar de una conquista social del cielo: una salvación colectiva gracias a la luz de la Ciencia. Preciosa luz, sin duda, para una potente inteligencia utilitarista, pero no para la “ex-teligencia”, la inteligencia que “lee” fuera de sí misma [Véase aquí].

Afirma Wilson en la obra que vengo comentando algo especialmente impactante: “Dentro de una generación habremos avanzado tanto que podremos explicar los fundamentos materiales de la conciencia”.  ¿De la conciencia de qué, de quién? ¿Del así llamado “ser humano”? ¿De así llamado “Universo”? ¿Del así llamado “Dios”? ¿Qué es exactamente eso de “conciencia”? ¿Cómo saber que algo no la tiene?

La conquista social de la Tierra lleva como subtítulo “Una historia biológica del ser humano”. Es poesía por tanto, esquema, irrealidad. Arte puro. Una maravilla. Pero la ‘realidad pura y dura’ no queda siquiera rozada por ese prodigioso (cosmizador) Verbo, precisamente porque es fuente inagotable de todos los Verbos posibles. De todos los mundos posibles.

En algunos rincones del taoísmo se afirma que somos el sueño de una libélula. Quizás todo está sostenido por la magia de su conciencia azul.

David López

 

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Pensadores vivos: Saskia Sassen

 

 

En la noche del pasado domingo tuve un sueño especial. De pronto me vi nadando entre gigantescas olas de un océano que me pareció cercano a la Antártida. No tenía miedo porque podía ver una isla llena de gente donde yo sabía que estaría a salvo; que sería especialmente cuidado, respetado y amado. Me costó mucho esfuerzo físico llegar a esa isla porque la corriente del mar me lo impedía. Finalmente pude aproximarme a unas rocas. Allí había una mujer de raza negra. Me tendió su mano. Agarré su mano salvífica. Nos miramos intensamente a los ojos. Gracias, le dije. Esto no lo olvidaré jamás.

Éramos amigos, aunque nunca nos habíamos visto; y aunque nuestro encuentro humanísimo ocurría bajo la viscosa cúpula de un sueño. ¿Cabría sustituir la palabra “Humanidad” o “Sociedad” por otra tan simple y poderosa como “Amistad”? ¿No será que somos todos realmente -secretamente- amigos, salvo que alguna estupidez discursiva lo impida?

Con ocasión de Saskia Sassen me estoy asomando al pensamiento, a la mirada, de eso que sea “la Sociología”. Esta palabra, literalmente, significa “conocimiento de la sociedad.” Y socius, en latín, significa “socio” o “compañero”. Se presupone aquí que somos socios, compañeros; todos. Todos si -como en el caso de Saskia Sassen- nos atrevemos a analizar y a pensar y a repensar una sociedad global.

En la bailarina lógica “Humanidad” [Véase] sugiero que existen unas prodigiosas algas formadas por cerebros y por corazones humanos que, en la noche, iluminan los paisajes. Hay quien se atreve a estudiar ese prodigio, como conjunto, presuponiendo que se comporta según lógicas que pueden esquematizarse, comprenderse y quizás hasta reorientarse (desde una libertad de acción que, por otra parte, les niega el determinismo materialista que muchos sociólogos profesan).

La Sociología. Se dice que el término lo acuñó Auguste Compte en 1824, quien, en su jerarquía de las ciencias, ubicó la Sociología en lo más alto, por ser la más compleja. Llegó a ver Compte en esa “nueva” ciencia algo así como una religión laica. En mi opinión toda disciplina de estudio, toda “ciencia”, termina por esencializar el objeto de su estudio y, a la vez, por confinar provisionalmente la Nada Mágica (que es lo que hay) en sus estanterías mentales.

Yo nunca he visto una sociedad (ni por supuesto un país). Sí he visto personas (como la mujer negra de esta noche) o algas de luz en la noche (los pueblos encendidos en los paisajes oscuros que suelo recorrer con mi coche). Cierto es que “persona” y, por supuesto, “alga de luz”, son también constructos poéticos que cabría deshacer bajo los focos del análisis hiper-filosófico. Pero yo he optado por sujetarlos desde una irracionalidad puramente religiosa. Son, en mi caso, nadas sublimadas por el amor.

Lo que me preocupa de esas “sociedades” de las que se ocupan los sociólogos es que raramente veo seres humanos individuales, sino números (por muy cualitativos que quieran mostrarse). Cuando se dice que alguien es “uno”, y otro alguien ya es “dos”, y así sucesivamente, se está cometiendo a mi juicio un gran error aritmético y antropológico (y físico y metafísico). Nadie es uno, sino infinito, no solo en profundidad y complejidad, sino incluso en identidad.

Estas sensaciones no me han impedido disfrutar de la mirada y de lo mirado por Saskia Sassen. Todo buen científico -como ella- muestra impactantes galerías en la ineludible -y a mi juicio sacra- caverna de Platón. La Sociología abre nuevas maravillas en Maya, nuevos hechizos, útiles, claro, por qué no. Y yo los disfruto enormemente… siempre que no minoren la grandeza, la sacralidad, la inconmensurabilidad del “ser humano”. Me remito a mi artículo sobre el paro [Véase aquí] y vuelvo a insistir en que nadie es “un parado”. Cuidado con las categorías, con las narrativas, de “lo social”. Habría incluso una acepción simple de la palabra “socialismo” que significaría culto a lo social, a lo grupal, a lo que no es exactamente “ser humano”, a lo que empequeñece lo humano al convertirlo en elemento de un comjunto que le transciende.

Los modelos de realidad que ofrecen los sociólogos (como los de los físicos) pueden ser sin duda muy útiles, serios, certeros, pero existe el peligro de que alguien se los crea por completo (como los marxistas o los neoliberales) y que sustituya lo que hay por el esquema creado por un brillante académico. De ahí surgen las necroseantes ideologías, los fanatismos y, en definitiva, la estupidez (que puede activarse por una mente brillante).

Saskia Sassen (La Haya, 1949) es una mujer con una bellísima sonrisa que dice ser “horriblemente feliz” a pesar de que, como socióloga, se ocupa de realidades muy desagradables. El pasado 15 de mayo recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales en reconocimiento a sus estudios sobre el fenómeno de la globalización.

Su vida personal, y ella misma, tienen un gran atractivo: su padre, Willem Sassen, fue nazi y miembro de las SS. Después de la guerra fue encarcelado, pero consiguió huir a Bélgica y hacerse pasar por un judío superviviente. Le pillaron y le deportaron a Holanda. También allí consiguió escapar y, con papeles falsos, salió hacia Argentina vía Dublín. En Buenos Aires Willem Sassen realizó una serie de históricas entrevistas a Eichmann (el banal genocida nazi). Saskia Sassen ha afirmado que tanto ella como su hermana odiaban a aquel tipo (a Eichmann), el cual, al parecer, irradiaba algo muy desagradable. Probablemente era simple estupidez.

Willem Sassen fue asesor del propio Pinochet. Ni más ni menos. Una derecha radical y aparentemente explícita. Saskia, su hija, parece estar ubicada en una izquierda más o menos explícitada. Su motor fundamental, como pensadora, parece ser la lucha contra la injusticia. Contra lo que ella entiende como “injusto”. Para ello estudia -fascinada, eso sí- dos planos de “la realidad” que ella parece haber conectado con brillantez: la globalización (tecnológica, electrónica, casi meta-espacial) y las ciudades (físicas, llenas de personas y calles y cafés donde sentarse a mirar lo que pasa).

Como parece que está costando superar la aburridísima (y yerma) trilogía derecha-izquierda-centro, creo oportuno señalar que el izquierdismo de Saskia Sassen es un algoritmo mental, una estructura de creencias (en el sentido orteguiano), una esfera (en el sentido de Sloterdijk), que considera que el mundo (el humano, lo social) está muy mal, que no encarna el ideal de justicia. Este ideal, según voy leyendo y escuchando a Saskia Sassen, parece ser la igualdad, al menos la igualdad de oportunidades. El mal, hoy día, sería una “lógica”, un algoritmo meta-humano que mueve mentes y manos humanas y que, sobre todo, hace mucho daño a grandes masas de población (dicho en la terminología marxista que Saskia Sassen no elude: que hace mucho daño a los “trabajadores nacionales”). Esa lógica maligna sería la del “neo-liberalismo” (o neo-neo-liberalismo), el cual, utilizando las posibilidades de globalización que ha generado la tecnología, estaría causando estragos en el planeta humano. Y no solo en el humano (pensemos en eso de la “bioesfera”). De esa lógica, que dice Saskia Sassen que es muy eficaz por su simpleza, habría surgido un capital financiero global que estaría creando niveles históricos de desigualdad y de injusticia; llevándose además  por delante los principios básicos de ese Estado liberal que se autocontrolaba en virtud del principio de división de poderes y que daba cuenta de sus actividades a los ciudadanos. La desigualdad se mediría, me parece ver, por la renta, por lo que se gana. Por números. El marxismo es un producto burgués, como lo es el propio neo-liberalismo. La gente se mide a sí misma y a los demás por lo que gana, por lo que puede comprar. Todo economías. Números. Esquemas de simplificación y de deshumanización, creo yo.

El tema de la pobreza, que es de inmensa complejidad, lo acometeré en breve a través de mi diccionario filosófico. ¿Qué hay que entender, exactamente, por “pobreza”? ¿Y por “riqueza”?

Saskia Sassen es una pensadora de un enorme interés, aunque su preciosa mirada esté demasiado tomada por un discurso demonizante que, incluso, podría incitar a cierta ira, a cierto odio (a cierta estupidez por lo tanto, aunque ella en absoluto me parece estúpida, sino todo lo contrario). Cierto es que Saskia Sassen no parece culpabilizar a nadie de los grandes males de este mundo. No habla de malos concretos, sino de “lógicas”, de procesos profundos que, moviéndose más allá de lo que se puede detectar desde los enfoques ortodoxos (pero sin ignorarlos, dice ella), pueden estar provocando cambios estructurales en la Humanidad. Saskia Sassen quiere ver esos procesos, quiere entender lo que pasa (ni más ni menos), para que podamos conducir la globalizada Humanidad hacia fines más dignos (más dignos que el enriquecimiento salvaje, el espionaje masivo o el lanzamiento de drones). Uno de esos fines más dignos, según un artículo de Saskia Sassen publicado en Aljazeera (19 feb. 2013), sería la lucha contra la pobreza global.

Doy un enlace al citado artículo: Saskia Sassen en Aljazeera

La obra quizás fundamental de Saskia Sassen es The Global City: New York, London, Tokyo (1991). Hay una segunda edición, actualizada, de 2001. La portada es impecable, bellísima (Princeton University Press). Esta obra, según el editor, es una crónica de cómo estas ciudades se convirtieron en centros de la economía global y cómo en ese proceso experimentaron una serie de cambios masivos y paralelos. También se habla de “un marco teórico que hace énfasis en la formación de dinámicas transfronterizas a través de las cuales estas ciudades, y un número creciente de otras ciudades transfronterizas, empiezan a formar redes estratégicas transnacionales”.

Lo que me preocupa de este marco teórico, de esta -honesta y erudita- forma de mirada, es que no considera a los seres humanos como nodos cruciales de cualquier red global. Veo un exceso de transpersonalización, un alejamiento -explícito por cierto en el caso de Saskia Sassen- del eje psicológico (de las “almas” humanas). Demasiadas “ciudades”. Las “ciudades” son abstracciones, creo yo, veo yo. Imposible ver sus límites interiores ni exteriores. Quizás esto explique mi toponimofobia. Una vez más sospecho que todo es mucho más complejo y más bello. Y sospecho que la bella y brillante Saskia Sassen también lo sospecha. De hecho se la ve fascinada, maravillada, cuando contempla el objeto de su estudio, por muy “malista” que sea el modelo desde el que trabaja.

Esto son primeras notas. Ofrezco a continuación algunas ideas que he obtenido de una muy inteligente entrevista realizada por Katja Gentinetta a Saskia Sassen en la televisión suiza (Sternstunde Philosophie, 24 de junio de 2012):

1.- Las ciudades juegan un papel muy importante en la globalización. En los años noventa, Saskia Sassen se preguntó qué pasa cuando esa tecnológica/electrónica globalización toca el suelo. Y descubrió que ese suelo era el territorio de las grandes ciudades: en particular Nueva York, Londres y Tokyo (aparte de fenómenos puntuales como el Silicon Valley). En 2007 Saskia Sassen hablaba ya de “unas cuarenta” ciudades globales.

2.- Admite que no analiza las cosas “psicológicamente” y que quizás por eso puede ser “horriblemente feliz”, aunque se ocupe de cosas muy malas. Afirma sin embargo tener sólidos principios que no provienen de ninguna religión.

3.- Desde niña quiso entender, investigar, ver: formas, procesos. Yo creo que Bertrand Russell [Véase] diría que por eso es feliz: porque es una científica: alguien fascinado, enamorado del objeto de su estudio.

4.- Reconoce que le gustan los números. Pero sobre todo porque permiten entender. A mí me preocupa la capacidad de hechizo simplificante y homogenizador de esos seres de tiza. Una persona no puede ser representada con el número 1, creo yo, sino con el infinito, ese ocho tumbado, tranquilo, glorioso.

5.- Los Estados no están haciendo política en “el sentido fuerte de la palabra”. La están haciendo actores políticos informales: las multinacionales, las empresas financieras, los emigrantes, los homosexuales, las minorías… Ni los Estados, ni los partidos políticos, ni los votantes, están haciendo política, según Saskia Sassen.

6.- Los actores políticos informales están haciendo verdadera política en las grandes ciudades globales, no en las pequeñas ciudades.

7.- Los EE.UU. como lugar brutal, extremo, que permite ver a lo que se puede llegar. Las desigualdades -en rentas percibidas por el trabajo- entre los habitantes de Nueva York se habrían disparado en los últimos años. Una desigualdad -económica- que Saskia Sassen considera insoportable. Saskia Sassen, como el propio Noam Chomsky [Véase], viven en ese lugar brutal, extremo.

8.- Hay un nuevo proyecto neo-liberal. El sistema financiero global estaría sostenido por los Estados. Y sería, ese pecaminoso sistema, lo que de verdad se ha salvado -no a los “trabajadores” de los Estados nacionales- y eso estaría causando enormes daños a mucha gente. Saskia Sassen se pregunta qué ocurre, a nivel profundo, cuando por ejemplo China compra miles de hectáreas de terreno en Zambia.

9. Afirma Saskia Sassen que hay distintos tipos de globalización. Y que los activistas son un fenómeno global (yo creo que los apóstoles de Jesús también fueron activistas globales… pensemos en la misiones). Pero en opinión de Saskia Sassen hay que distinguir entre global y cosmopolita. Habría muchos activistas globales que no son cosmopolitas. No sería por ejemplo cosmopolita el ejecutivo que, siempre presionado por el tiempo, ve las ciudades extranjeras desde la lujosa habitación de su hotel. Ser cosmopolita sería, según Saskia Sassen, ser consciente de que hay otras formas de ser padre o madre, de que hay tantas posibilidades como seres humanos. ¡Seres humanos por fin!

A mí me viene ahora a la memoria mi época de abogado, mis viajes a otros países como ejecutivo de maletín y corbata. Y recuerdo paseos por “lo otro” del hotel y del asunto del que me estuviera ocupando: un baño de horas o minutos en el océano de lo no modelizable. Recuerdo también el olor a insólito mar de alguna mujer local, completamente “otra”, que, alguna vez, brilló y voló sobre mi cama en algún hotel global. Creo imposible no ser alcanzado por las olas del impensable -y sacro- océano que nos envuelve y que nos constituye.

En estos días he estado leyendo una interesante obra de Saskia Sassen cuyo título original es A sociology of globalization (Nueva York, 2007). La he leído en una edición argentina (Katz, Buenos Aires, 2007, traducción de María Victoria Rodil). Ofrezco ahora algunas frases que he subrayado y algunas notas que he realizado en los márgenes del libro (en esta próxima semana completaré este texto hasta un mínimo aceptable):

1.- “Cuando se abandona la consideración de globalización en términos de la interdependencia y la formación de instituciones exclusivamente globales para concebirla como algo que también reside en el interior de lo nacional, se abre el campo para una amplia gama de posibilidades de investigación hasta hoy casi inexploradas”(p. 12). Y dice Saskia Sassen, en la misma página, que la “premisa crítica que organiza el presente trabajo no reside ni en los métodos ni en los marcos conceptuales basados en el supuesto de que el Estado-nación es una unidad cerrada con autoridad exclusiva sobre su territorio”. Y seis páginas más adelante concluye que “las estructuraciones de lo global dentro de lo nacional implican una desnacionalización de ciertos componentes particulares de lo nacional, aunque ella resulte parcial, específica y, a menudo, muy especializada” (p.18).

2.- Nuevos actores. “Las teorías existentes no alcanzan a trazar un mapa de la multiplicidad de prácticas y actores que hoy contribuyen a la reformulación de las escalas. Entre ellos se encuentra una variedad de organismos no estatales y de formas transfronterizas de cooperación y conflicto, como las redes empresariales globales, el nuevo cosmopolitismo, las ONG, las diásporas y los espacios -tales como las ciudades globales y las esferas públicas transfronterizas (p. 27). “[…] lo que en realidad se está produciendo es una multiplicación de actores no estatales y de procesos transfronterizos que generan cambios en el alcance, la exclusividad y la competencia de la autoridad estatal sobre el territorio nacional”. Me pregunto: ¿qué hemos de entender por “actor” desde un punto de vista sociológico? ¿Sujetos de una acción de relevancia social? ¿Dónde se ubica la libertad, la decisión de actuar, el foco de acción? ¿Quién-qué tiene esa capacidad de mover? Sospecho que hay un solo actor, una sola fuera básica que, autodifractada, mueve todas las demás fuerzas. La verdad es que eso mismo sospechan los físicos, cuyo modelo de materia creo que dan por válida la mayor parte de los sociólogos actuales, si no son rigurosamente marxistas y, por tanto, simplistamente newtonianos.

3.- Microambientes. “Gracias a estas nuevas tecnologías, cada empresa de servicios financieros se convierte en un microambiente con alcance global continuo, pero lo mismo sucede con los hogares y los organismos de escasos recursos, como por ejemplo las organizaciones de activistas. Estos microambientes pueden conectarse con otros microambientes ubicados en un territorio lejano, con lo cual se desestabiliza la noción de contexto, generalmente ligada al concepto de lo local, así como la noción de que la proximidad física constituye uno de los atributos de lo local. Para una reconceptualización crítica de lo local en estos términos, es necesario rechazar al menos en parte la idea de que la escala local esté inevitablemente inmersa en una jerarquía anidada en las escalas regional, nacional e internacional” (p. 33). Me pregunto dónde se ubica la escala “humana”, o “individual”. Ese “microambiente” es el crucial (y la palabra “Psicología” es poca para él). ¿Por qué no hablar de la globalización como interconexión -consciente- de esos lugares mágicos, de esos cuartos de mago?

4.- Internet. De esa “cosa” (?) se encarga Saskia Sassen con especial lucidez entre las páginas 103 y 104 del citado libro Una sociología de la globalización. Me refiero a un epígrafe que lleva por título “Internet y la regulación estatal”. Ahí leemos lo siguiente: “La idea de Internet como red de redes descentralizada ha contribuido a reforzar la noción de que posee una autonomía intrínseca con respecto al poder estatal, además de una gran capacidad para mejorar la democracia desde la base mediante un fortalecimiento de las dinámicas del mercado y del acceso a ella por medio de la sociedad civil”. Saskia Sassen ve la necesidad de “un gobierno justo para garantizar que el interés público también incida en el desarrollo de internet” (p. 110). Pero es consciente de que las “opiniones acerca de Internet y su gobernabilidad están bastante divididas” (p. 111). ¿Cómo gobernar algo que no se sabe muy bien qué es?

A mi juicio, un tema crucial que se plantea hoy con ocasión de eso que sea Internet es el del anonimato. No me gustan las máscaras, las auto-ocultaciones, sobre todo si tienen como objetivo atentar contra la dignidad del ser humano: insultarle, vejarle. El respeto es un valor crucial del proyecto humanitario. Hay que dar la cara. Y sacralizar la cara ajena (sea de quien sea). La cara es un lugar sagrado, una ventana fundamental. Creo oportuno recordar la metafísica y la teología del rostro humano que desarrolló Levinas [Véase].

No me gusta el anonimato en Internet. Ni en ningún ámbito de lo social. Es una despersonalización, una cobardía. Pienso ahora en esos seres humanos que aparecen en algunas manifestaciones ocultos tras la misma sonriente -y sin duda carismática- careta de “Anonymous”. Pienso también en la “Darknet”.

Creo que hay que dar la cara -es decir, el alma y el corazón- a esta sociedad: a este grupo de socios, de amigos.

Seguiré leyendo y escuchando a Saskia Sassen con gran interés. Lo que ofrezco por el momento en este artículo son algunas notas sueltas sobre su pensamiento.

David López

 

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El odio es estupidez

En 1959, ante las cámaras de la BBC, el anciano Bertard Russell afirmó que el amor es sabiduría y que el odio es estupidez. Está todo dicho.

En España están proliferando últimamente discursos que incitan al odio (a la estupidez). Debemos pararlos. Es urgentísimo. El odio es el infierno, la negación absoluta de cualquier posibilidad de belleza, de cualquier posibilidad de alegría. Amar no lleva al paraíso: es ya el paraíso. Odiar es lo contrario de amar. Y no nos lleva al infierno: es ya el infierno. El odio es también ceguera, sueño oscuro. El rencor, como odio sostenido, implica el absurdo de mantener con vida un infierno en el interior de nuestro propio pecho. Amar implica convertir nuestro pecho en un amanecer (en un Génesis) perpetuo. Dicen los cristianos que su Dios creó el mundo por amor.

El caso es que toda vida nace del amor, del amor a la vida. Nadie nació con rencor. Hay que regresar siempre a la luz del amanecer de nuestra vida. Hay que morir incluso con esa luz: hay que morir naciendo. Conozco a muchos ancianos (algunos “alumnos” míos incluso) que no tienen resentimiento, que no tienen rencor hacia nada ni hacia nadie. Después de todo lo vivido. Y de todo lo sufrido. Esos ancianos son fabulosos gurús que no saben que lo son. Son elegancia.

Odiar es odiar-se; porque es lógica, física y metafísicamente insostenible que “el otro” exista como tal: que “el otro” sea una sustancia claramente diferenciada de nosotros mismos. El odio envenena la ecología de nuestra mente (o corazón, o alma… o la bailarina lógica que más guste). El odio es un estúpido desastre en nuestro cosmos interior.

La Filosofía es un arte -una especie de religión también- que ama la sabiduría. Cuanto más se ama más se sabe y cuanto más se sabe más se ama. Los discursos que incitan al odio parten del odio y, por lo tanto, de la estupidez. Se podría decir que precisamente por partir del odio ya muestran que están equivocados, que parten de la no-sabiduría. Que no tienen razón.

Serpean por internet correos colectivos en los que se dicen barbaridades de los políticos: que insultan públicamente a políticos que han sido elegidos democráticamente; y que insultan incluso a los que -siendo del “pueblo”- no se movilizan en no sé qué cruzada contra el Mal. Hay otros discursos que, por el contrario, insultan y denigran a aquellos que se sienten, por así decirlo, cátaros de la democracia (el 15-M). Esto es odio, estupidez, ceguera: enrabietados videojuegos de guerra que pueden terminar provocando mucho dolor. Dolor del de verdad.

En cualquier caso es gravísimo insultar a los políticos. Todos ellos son seres humanos. Se merecen un respeto infinito. Se merecen ser amados. Todos. Sí: todos (incluidos los que insultan a otros). Eso es la sabiduría. El odio es estupidez (digámoslo infinitas veces) y la estupidez es la negación de la condición humana. Se puede criticar una gestión -con mucha contundencia-desde el amor, desde el respeto. Todo esto puede sonar cursi, manido, denteroso por excesivamente edificante; pero no hay otro camino. De verdad que no lo hay. Esta civilización tiene una clave fundamental. Me refiero a la dignidad humana. Es una religión. El ser humano es sagrado (Bin Laden incluido). No se le puede no respetar, no se le puede negar un solo derecho fundamental (a Bin Laden -ese gran creyente en el Mal- se le negaron todos los derechos humanos… desde la creencia en el Mal).

Habrá quien piense que esta civilización se está cayendo ya. Y que no merece la pena “salvarla”; porque se trataría de una civilización muy mal planteada. Yo, en cambio, creo que hay mucho hecho y mucho por hacer. Hay mucha belleza (incluso política) que ya ha llegado (aunque muchos no la vean); y hay mucha belleza por llegar. Tengo hijos. Los amo intensamente. Y haré lo que sea necesario para que vean, para que valoren, la belleza (política) que ya hay; y para que tengan un futuro cuajado de bellezas (políticas) que ahora ni siquiera podemos imaginar.

No sé si es riguroso filosofar desde la condición de padre. Me consuelo pensando que, al fin y al cabo, la Filosofía partió siempre de un intensísimo amor hacia algo.

Traigo aquí de nuevo a mi querido Bertrand Russell. De verdad que creo que merece la pena escuharle.

* * * * * *

Bertrand Russell suele estar ubicado entre los filósofos irreligiosos.  Pero, en mi opinión, si observamos con cierto detenimiento el modelo de totalidad que ofrecen sus textos, podemos apreciar una gran devoción hacia una diosa descomunal (poderosísima) llamada “Lógica”: una diosa con la que el ser humano debe fundirse, místicamente, para alcanzar el prodigio -finito- de la plenitud. De la felicidad en definitiva.

Bertrand Russell soñó un paraíso lógico -proto/matemático- para él y para esos seres que tanto amó y en que tantas esperanzas depositó: los seres humanos. Y no sólo soñó ese paraíso, sino que puso todas sus frases al servicio de su construcción. ¿Paraíso lógico-matemático? Sí. Él lo conoció en la adolescencia y ese encuentro salvó su vida. Casi literalmente. Luego, tras ese encuentro, tras ese advenimiento, se trataba de salvar al resto de los seres humanos… sobre todo a aquellos cuyas conciencias y cuyos corazones estuvieran alejados de la diosa Lógica…. la más poderosa de las divinidades concebibles por el ser humano (tan poderosa que de ella dependería, en opinión de Russell, la existencia o no de ese Dios-padre en el que creerían las religiones monoteístas… y cuya existencia habrían afirmado algunos escolásticos por culpa de la deficiente lógica aristotélica).

Algo sobre su vida

(1872-1970) Russell murió con 98 años, enamorado de la vida, hasta el punto de afirmar que volvería a vivirla encantado si se le diese la opción. Russell se consideró a sí mismo un hombre feliz. Ni más ni menos. Pero esa proclamada felicidad estuvo precedida por una infancia y una adolescencia muy tristes, muy aburridas, casi desesperadas. Así se expresa él mismo en su obra La conquista de la felicidad (Espasa Calpe, traducción de Julio Huici):

Yo no nací dichoso. De niño, mi himno favorito era: “Cansado del mundo y con el peso de mis pecados”. A los cinco años yo pensaba que si había que vivir setenta no había pasado aún más que la catorceava parte de mi vida, y me parecía casi insoportable la enorme cantidad de aburrimiento que me aguardaba. En la adolescencia la vida me era odiosa, y estaba continuamente al borde del suicidio, del cual me libré gracias al deseo de saber más matemáticas. Hoy, por el contrario, gusto de la vida, y casi estoy por decir que cada año que pasa la encuentro más gustosa. Esto es debido, en parte, a haber descubierto cuáles eran las cosas que deseaba más y haber adquirido gradualmente muchas de ellas. En parte es debido a haberme desprendido, felizmente, de ciertos deseos (la adquisición del conocimiento indudable acerca de algo) como esencialmente inasequibles.

Russell perdió a sus dos padres cuando tenía menos de cuatro años y estuvo a cargo de su abuela. Su abuelo fue ministro con la reina Victoria. Su padre fue miembro del parlamento inglés y amigo y discípulo de Stuart Mill. Russell recibió una fabulosa formación intelectual -”liberal”- pero no disfrutó del conocimiento (del mundo en definitiva) hasta que conoció las matemáticas y, a partir de ellas, quiso saber cuáles eran sus fundamentos (el fondo de ese paraíso que olía a orden, a belleza, a eternidad, a algo distinto que lo que se presentaba como “realidad”). Estudió en el Trinity College y empezó a relacionarse con hombres cuya inteligencia vibraba en la misma frecuencia que la suya. Su tesis doctoral versó sobre Leibniz. Fue profesor de Wittegenstein. Y también de Mao en Pekín. Escribió obras fundamentales de la lógica y de la matemática del siglo XX (Los principios de las matemáticas; Principia Mathematica, este último en colaboración con Whitehead). Y entre sus múltiples publicaciones creo que merece destacarse -por ser deliciosamente erudita y divertida- The History of Western Philosophy.

Se caso cuatro veces, recibió el Premio Nobel, estuvo en la cárcel por su pacifismo, fue Lord… fue un hombre excepcional, divertido. Vivió casi toda su vida enamorado del amor humano -sobre todo del femenino- y creyó en las posibilidades de la vida humana.

Ideas fundamentales

1.- La metafísica del atomismo lógico. Russell, tras escapar del idealismo de Bradley, creyó (o necesitó creer) que la realidad era objetiva -independiente, en su ser, de si es o no percibida por el ser humano-; y que estaba compuesta, esa realidad verdadera, por elementos últimos e indivisibles (atomismo lógico). El ser humano percibiría esa realidad -el mundo- mediante la experiencia. Y la experiencia -según Russell- debería ser ordenada de la misma forma como se ordenan las matemáticas, las cuales, a su vez, siendo paradisíacas, curiosamente requerirían fundamentación (deberían ser “lógicas”). Así, Russell luchará por matematizar todo conocimiento humano (llevarlo en definitiva a ese orden celestial que a él le salvo la vida, casi literalmente). Respecto de la fundamentación lógica de las matemáticas, Russell tuvo que luchar contra terribles paradojas: parecía como si la diosa Lógica (esa omnipotencia incuestionable) no reconociera del todo -no sostuviera del todo- eso que se presenta como mundo: como si le hubiera abandonado en algunos de sus puntos estructurales.

2.- Hechos y proposiciones. Una proposición es la unión de un sujeto y un predicado. Se dice algo de algo. Russell concibió lo real como compuesto por hechos atómicos (sin partes), los cuales podían ser nombrados por proposiciones también atómicas. Con las proposiciones atómicas (Sócrates es humano) cabría componer proposiciones moleculares (Sócrates fue humano y yo lo sé). Según Russell, en la realidad del mundo no hay hechos moleculares, sino simples (atómicos). Esos hechos se presentan ante la experiencia como datos sensibles y como estados mentales. Pero los hechos son en sí siempre, no dependen de la percepción, ni de la ideología, etc.

3.- La ciencia. Sólo esta forma de mirar al mundo -según Russell- proporcionaría un acceso a la verdad. El conocimiento sería la incorporación de datos verificables (los que reconoce la ciencia) a una matemática debidamente fundamentada en la Lógica (yo creo que esta palabra en Russell debe ir con mayúscula). Russell llegará a decir que, entre las clases más cultivadas, sólo el científico es feliz. Quizás porque se asoma a la objetividad, a lo otro, a lo que no es su ego hipertrofiado (caso de los artistas, según Russell). En mi opinión, la mirada de la ciencia, al ser algorítmica (al predeterminar su objeto, al llevar una teoría dentro) funciona como censura. Censura útil para ciertas necesidades no problematizadas como tales. Russell sólo aceptará como real -como “hecho”- lo que pueda bailar -y respirar- con su diosa -su salvadora de la adolescencia: la “Lógica”, la “Lógica matemática”. Y así, poco a poco, se podrá ir dibujando el corazón del mundo como un lugar de belleza, de armonía, de paz. Para todos esos seres excepcionales que son los seres humanos.

4.- La religión. En 1956 Paul Edwards publicó una antología de diversos ensayos de Russell bajo el título “Why I am not a Christian”. Todos ellos se ocupaban de temas teológicos y religiosos. En el prefacio que redactó Russell se pueden leer estas afirmaciones:

En los últimos años ha habido el rumor de que me he hecho menos contrario a la ortodoxia religiosa de lo que fui antes. Este rumor es completamente infundado. Pienso que las grandes religiones del mundo -budismo, hinduísmo, cristianismo, Islam y comunismo- son tanto falsas como dañinas.

Pero, como ya señalé al comienzo de este texto, si se observa el modelo de totalidad de Russell con cierto detenimiento lo que aparece es un esquema puramente religioso: hay una divinidad omnipotente (más aún que el Dios de los monoteísmos), un camino para fundirse con esa divinidad (el que marca la salvífica gnoseología de Russell) y una gloria alcanzable en virtud de esa fusión. Una gloria finita, sí, pero quizás por eso más gloriosa todavía. También hay en Russell una fe enorme. Y también un enorme amor hacia el ser humano (tanto que detestará explícitamente el cristiano discurso de la culpabilización, del terrible pecado, del horrible sexo). Russell amará al ser humano más de lo que desde algunas religiones monoteístas parece amar Dios a sus criaturas.

En una entrevista de la BBC (1959) Russell afirmó que el amor es sabio y el odio estúpido. Y que la caridad y la tolerancia son vitales para la continuidad de la vida humana en el planeta.

5.-  La felicidad. Russell creyó que la felicidad humana era posible. Y luchó por ella. Por la suya y por la de los demás (a los que vio en general muy desgraciados). Y todo ello a pesar de que, dentro de su modelo de totalidad, no se aprecian posibilidades de libertad, de maniobra, para esa porción temporal de materia matematizada que sería el ser humano. Creo que Russell ofreció una metafísica para fundamentar una soteriología cuya esencia sería la necesidad de una fusión mística con la Lógica del Ser. El hombre podría fundirse con el fondo omnipotente de lo real (la Lógica matemática) y, ahí, olvidado de su yo egoísta, fluir, bailar el prodigioso baile matemático que somete todo lo real. Se trataría de ser uno con la diosa venerada por el adepto-Russell. Ese sería el camino de la felicidad, de la plenitud -finita- a la que puede aspirar el ser humano. “La conquista de la felicidad”, de Russell, es una preciosa obra que termina así:

El hombre feliz es el que no siente el fracaso de unidad alguna, aquel cuya personalidad no se escinde contra sí mismo ni se alza contra el mundo. El que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que se le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se siente separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera (traducción de Julio Huici).

“La corriente de la vida”. ¿Qué es eso? Russell la conceptúa, y la siente, lógica, más lógica incluso que las no tan lógicas matemáticas con las que él quiso ordenar nuestra experiencia de lo real. Estaríamos ante una propuesta mística, de fusión, con una divinidad no problematizada. Un salto a ciegas dentro de un sol que Russell sintió salvífico en el horror de su infancia y de su adolescencia.

Su encuentro con las bailarinas lógicas (Pendiente de completar)

Lógos ([Véase].

Religión [Véase].

Dios [Véase].

Hecho [Véase].

Matemáticas [Véase].

En el vídeo que ofrezco a continuación se puede escuchar al propio Russell hablando sobre la experiencia religiosa que supuso para él su encuentro con las diosas matemáticas:

Bertrand Russell en la BBC 1959

Bertrand Russell no fue cristiano -ni comunista- porque estaba convencido de que esos credos -entre otros- eran muy perniciosos para el ser humano (un fin en sí mismo, una delicadísima y vulnerabilísima porción de la -ferozmente mecánica- materia del universo). Amó tanto al ser humano que lo puso por delante de su propia salvación “eterna”.

Creo que Russell llevó hasta sus últimas consecuencias el mensaje fundamental de Cristo: “Ama al prójimo como a ti mismo”.

David López

Sotosalbos, 13 de agosto de 2012.

Filósofos míticos del mítico siglo XX: “Bertrand Russell”

 

 

Bertrand Russell suele estar ubicado entre los filósofos irreligiosos.  Pero, en mi opinión, si observamos con cierto detenimiento el modelo de totalidad que ofrecen sus textos, podemos apreciar una gran devoción hacia una diosa descomunal (poderosísima) llamada “Lógica”: una diosa con la que el ser humano debe fundirse, místicamente, para alcanzar el prodigio -finito- de la plenitud. De la felicidad en definitiva.

Bertrand Russell soñó un paraíso lógico -proto/matemático- para él y para esos seres que tanto amó y en que tantas esperanzas depositó: los seres humanos. Y no solo soñó ese paraíso, sino que puso todas sus frases al servicio de su construcción. ¿Paraíso lógico-matemático?

Sí. Él lo conoció en la adolescencia y ese encuentro salvó su vida. Casi literalmente. Luego, tras ese encuentro, tras ese advenimiento, se trataba de salvar al resto de los seres humanos… sobre todo a aquellos cuyas conciencias y cuyos corazones estuvieran alejados de la diosa Lógica…. la más poderosa de las divinidades concebibles por el ser humano (tan poderosa que de ella dependería, en opinión de Russell, la existencia o no de ese Dios-padre en el que creerían las religiones monoteístas… y cuya existencia habrían afirmado algunos escolásticos por culpa de la deficiente lógica aristotélica).

Algo sobre su vida

(1872-1970) Russell murió con 98 años, enamorado de la vida, hasta el punto de afirmar que volvería a vivirla encantado si se le diese la opción. Russell se consideró a sí mismo un hombre feliz. Ni más ni menos. Pero esa proclamada felicidad estuvo precedida por una infancia y una adolescencia muy tristes, muy aburridas, casi desesperadas. Así se expresa él mismo en su obra La conquista de la felicidad (Espasa Calpe, traducción de Julio Huici):

Yo no nací dichoso. De niño, mi himno favorito era: “Cansado del mundo y con el peso de mis pecados”. A los cinco años yo pensaba que si había que vivir setenta no había pasado aún más que la catorceava parte de mi vida, y me parecía casi insoportable la enorme cantidad de aburrimiento que me aguardaba. En la adolescencia la vida me era odiosa, y estaba continuamente al borde del suicidio, del cual me libré gracias al deseo de saber más matemáticas. Hoy, por el contrario, gusto de la vida, y casi estoy por decir que cada año que pasa la encuentro más gustosa. Esto es debido, en parte, a haber descubierto cuáles eran las cosas que deseaba más y haber adquirido gradualmente muchas de ellas. En parte es debido a haberme desprendido, felizmente, de ciertos deseos (la adquisición del conocimiento indudable acerca de algo) como esencialmente inasequibles.

Russell perdió a sus dos padres cuando tenía menos de cuatro años y estuvo a cargo de su abuela. Su abuelo fue ministro con la reina Victoria. Su padre fue miembro del parlamento inglés y amigo y discípulo de Stuart Mill. Russell recibió una fabulosa formación intelectual -”liberal”- pero no disfrutó del conocimiento (del mundo en definitiva) hasta que conoció las matemáticas y, a partir de ellas, quiso saber cuáles eran sus fundamentos (el fondo de ese paraíso que olía a orden, a belleza, a eternidad, a algo distinto que lo que se presentaba como “realidad”). Estudió en el Trinity College y empezó a relacionarse con hombres cuya inteligencia vibraba en la misma frecuencia que la suya. Su tesis doctoral versó sobre Leibniz. Fue profesor de Wittegenstein. Y también de Mao en Pekín. Escribió obras fundamentales de la lógica y de la matemática del siglo XX (Los principios de las matemáticas; Principia Mathematica, este último en colaboración con Whitehead). Y entre sus múltiples publicaciones creo que merece destacarse -por ser deliciosamente erudita y divertida- The History of Western Philosophy.

Se caso cuatro veces, recibió el Premio Nobel, estuvo en la cárcel por su pacifismo, fue Lord… fue un hombre excepcional, divertido. Brillante. Vivió casi toda su vida enamorado del amor humano -sobre todo del femenino- y creyó en las posibilidades de la vida humana.

Ideas fundamentales

1.- La metafísica del atomismo lógico. Russell, tras escapar del idealismo de Bradley, creyó (o necesitó creer) que la realidad era objetiva -independiente, en su ser, de si es o no percibida por el ser humano-; y que estaba compuesta, esa realidad verdadera, por elementos últimos e indivisibles (atomismo lógico). El ser humano percibiría esa realidad -el mundo- mediante la experiencia. Y la experiencia -según Russell- debería ser ordenada de la misma forma como se ordenan las matemáticas, las cuales, a su vez, siendo paradisíacas, curiosamente requerirían fundamentación (deberían ser “lógicas”). Así, Russell luchará por matematizar todo conocimiento humano (llevarlo en definitiva a ese orden celestial que a él le salvo la vida, casi literalmente). Respecto de la fundamentación lógica de las matemáticas, Russell tuvo que luchar contra terribles paradojas: parecía como si la diosa Lógica (esa omnipotencia incuestionable) no reconociera del todo -no sostuviera del todo- eso que se presenta como mundo: como si le hubiera abandonado en algunos de sus puntos estructurales.

2.- Hechos y proposiciones. Una proposición es la unión de un sujeto y un predicado. Se dice algo de algo. Russell concibió lo real como compuesto por hechos atómicos (sin partes), los cuales podían ser nombrados por proposiciones también atómicas. Con las proposiciones atómicas (Sócrates es humano) cabría componer proposiciones moleculares (Sócrates fue humano y yo lo sé). Según Russell, en la realidad del mundo no hay hechos moleculares, sino simples (atómicos). Esos hechos se presentan ante la experiencia como datos sensibles y como estados mentales. Pero los hechos son en sí siempre, no dependen de la percepción, ni de la ideología, etc.

3.- La ciencia. Solo esta forma de mirar al mundo -según Russell- proporcionaría un acceso a la verdad. El conocimiento sería la incorporación de datos verificables (los que reconoce la ciencia) a una matemática debidamente fundamentada en la Lógica (yo creo que esta palabra en Russell debe ir con mayúscula). Russell llegará a decir que, entre las clases más cultivadas, solo el científico es feliz. Quizás porque se asoma a la objetividad, a lo otro, a lo que no es su ego hipertrofiado (como es el caso de los artistas, según Russell). En mi opinión, la mirada de la ciencia, al ser algorítmica (al predeterminar su objeto, al llevar una teoría dentro) funciona como censura. Censura útil para ciertas necesidades no problematizadas como tales. Russell solo aceptará como real -como “hecho”- lo que pueda bailar -y respirar- con su diosa -su salvadora de la adolescencia: la “Lógica”, la “Lógica matemática”. Y así, poco a poco, se podrá ir dibujando el corazón del mundo como un lugar de belleza, de armonía, de paz. Para todos esos seres excepcionales que son los seres humanos.

4.- La religión. En 1956 Paul Edwards publicó una antología de diversos ensayos de Russell bajo el título “Why I am not a Christian”. Todos ellos se ocupaban de temas teológicos y religiosos. En el prefacio que redactó Russell se pueden leer estas afirmaciones:

En los últimos años ha habido el rumor de que me he hecho menos contrario a la ortodoxia religiosa de lo que fui antes. Este rumor es completamente infundado. Pienso que las grandes religiones del mundo -budismo, hinduísmo, cristianismo, Islam y comunismo- son tanto falsas como dañinas.

Pero, como ya señalé al comienzo de este texto, si se observa el modelo de totalidad de Russell con cierto detenimiento, lo que aparece es un esquema puramente religioso: hay una divinidad omnipotente (más aún que el Dios de los monoteísmos), un camino para fundirse con esa divinidad (el que marca la salvífica gnoseología de Russell) y una gloria alcanzable en virtud de esa fusión. Una gloria finita, sí, pero quizás por eso más gloriosa todavía. También hay en Russell una fe enorme. Y también un enorme amor hacia el ser humano (tanto que detestará explícitamente el cristiano discurso de la culpabilización, del terrible pecado, del horrible sexo). Russell amará al ser humano más de lo que desde algunas religiones monoteístas parece amar Dios a sus criaturas.

5.-  La felicidad. Russell creyó que la felicidad humana era posible. Y luchó por ella. Por la suya y por la de los demás (a los que vio en general muy desgraciados). Y todo ello a pesar de que, dentro de su modelo de totalidad, no se aprecian posibilidades de libertad, de maniobra, para esa porción temporal de materia matematizada que sería el ser humano. Creo que Russell ofreció una metafísica para fundamentar una soteriología cuya esencia sería la necesidad de una fusión mística con la Lógica del Ser. El hombre podría fundirse con el fondo omnipotente de lo real (la Lógica matemática) y, ahí, olvidado de su yo egoísta, fluir, bailar el prodigioso baile matemático que somete todo lo real. Se trataría de ser uno con la diosa venerada por el adepto-Russell. Ese sería el camino de la felicidad, de la plenitud -finita- a la que puede aspirar el ser humano. “La conquista de la felicidad”, de Russell, es una preciosa obra que termina así:

El hombre feliz es el que no siente el fracaso de unidad alguna, aquel cuya personalidad no se escinde contra sí mismo ni se alza contra el mundo. El que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que se le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se siente separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera (traducción de Julio Huici).

“La corriente de la vida”. ¿Qué es eso? Russell la conceptúa, y la siente, lógica, más lógica incluso que las no tan lógicas matemáticas con las que él quiso ordenar nuestra experiencia de lo real. Estaríamos ante una propuesta mística, de fusión, con una divinidad no problematizada. Un salto a ciegas dentro de un sol que Russell sintió salvífico en el horror de su infancia y de su adolescencia.

En una famosa entrevista concedida a la BBC en 1959 Russell afirmó que el amor es sabio y el odio estúpido. Y que la caridad y la tolerancia son vitales para la continuidad de la vida humana en el planeta. En esa misma entrevista se puede escuchar al propio Russell hablando sobre la experiencia religiosa que supuso para él su encuentro con las diosas matemáticas. Russell no fue cristiano -ni comunista- porque estaba convencido de que esos credos -entre otros- eran muy perniciosos para el ser humano (un fin en sí mismo, una delicadísima y vulnerabilísima porción de la -ferozmente mecánica- materia del universo). Amó tanto al ser humano que lo puso por delante de su propia salvación “eterna”.

Quizás cabría resumir la propuesta de Russell en un lema simple y poderoso: “Facts and love”.

Amor al ser humano, y a la verdad, pero no a sus ideas, no a sus religiones.

Creo en cualquier caso que Russell llevó hasta sus últimas consecuencias el mensaje fundamental de Cristo: “Ama al prójimo como a ti mismo”.

David López

 

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