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Las bailarinas lógicas: “Religión”.

 

 

En el cielo de este texto aparece un paisaje del Hoggar (Argelia). Hace muchos años (1989) fui hasta allí en moto. Y de pronto, una tarde, mientras el sol convertía el mundo en fuego seco, y mientras aquel cielo se llenaba de silenciosas hogueras blancas, sentí algo descomunal: todo lo visible (cielo, montañas, rocas, desierto) se transmutó en “alguien”: “alguien” de una belleza sobrehumana e insoportable— casi letal —, que se dirigía a mí. Que me amaba. Todo el cosmos se convirtió en presencia… de “alguien”. Digo “alguien” porque yo sentí que aquello era consciente de sí mismo. Y de mí también.

Volví a sentir algo similar dos años después en Lyon, dando un absurdo y prosaico paseo por los alrededores de su aeropuerto. Otra vez, de pronto, todo era “alguien”. Irrumpió en mi conciencia una presencia que, ahora, solo puedo calificar como sagrada. ¿Por qué? Porque emanaba omnipotencia, sentimiento, cercanía, atención, magia, sublimidad…

Casi cuarenta años después (y no sé cuántas decenas de libros leídos desde entonces) creo que puedo decir que aquellos dos fenómenos fueron religiosos. Y lo fueron porque yo sentí un vínculo, una religación, con algo grandioso, con una belleza que podría ser calificada como infinita.

“Religión”. Otra bailarina lógica. ¿Nombra algo fuera de sí misma? ¿El lenguaje ha sido capaz de crear un símbolo para dar cuenta de vínculos con lo que ya no es lenguaje, con lo que ya no es social, convencional, gramatical?

Hay dos interpretaciones etimológicas de la palabra “religión”. La primera se apoya en el verbo religare: un símbolo del latín con el que se compartía un concepto que en español estaría ahora simbolizado con las palabras “religar”, “atar”, “vincular”.

¿Vincular con qué? ¿Ocurren de verdad esos vínculos? ¿Por qué? ¿Se pueden propiciar artificialmente? ¿Se pueden institucionalizar socialmente? ¿Cabe no estar vinculado con la totalidad del Ser?

La segunda interpretación etimológica parte de la voz latina “religiosus”, sinónimo de “religens”, que sería lo opuesto a “negligens”. Dice José Ferrater Mora en su (por mí tan amado) Diccionario de Filosofía que en esta segunda interpretación “ser religioso equivale a ser escrupuloso, esto es, escrupuloso en el cumplimiento de los deberes que se imponen al ciudadano en el culto a los dioses del Estado-Ciudad”.

Sugiero las siguientes lecturas para aproximarse a eso que sea “la religión”:

1.- Ludwig Feuerbach: solo hay hombre y naturaleza. Nada más. De acuerdo, pero ¿qué es eso de “la naturaleza”? Creo que debe leerse La esencia de la religión (prefacio y traducción de Tomás Cuadrado Pescador, Editorial Páginas de Espuma, Madrid 2005).

2.- Kierkegaard: el salto suicida al abismo de Dios. Temor y temblor (traducción, estudio preliminar y notas de Vicente Simón Merchán, Tecnos, Barcelona 1987).

3.- William James [Véase aquí]. The varieties of religious experience. En español hay una edición de esta obra en  Península (Barcelona, 2002): La variedades de la experiencia religiosa,  a partir de la traducción de J.F. Ybars y con un prólogo, excelente, de José Luis L. Aranguren.

4.- Michel Hulin [Véase aquí]: La mística salvaje (Siruela, 2007; traducción de María Tabuyo y Agustín López). Es una obra que merece ser leída. Da cuenta de la experiencia religiosa no civilizacional.

Comparto ahora algunas reflexiones:

1.- Creo que cabe distinguir entre religaciones cosmistas (las que presuponen vínculo con un cosmos lógico, ordenado); y religaciones —o experiencias religiosas— metacosmistas (vínculos con lo que no es lógico, con lo que no se limita a ser un cosmos). Esta división podría hacerse quizás de otro modo: religaciones con el Dios lógico y religaciones con el Dios metalógico [véase Dios]. Aquí cabría ubicar eso que hoy está agrupado bajo el símbolo “experiencia mística”. El fundamentalism cientista sería  una forma de religación puramente cosmista.

2.- Cabría hablar también de vínculos puramente lógicos: religiosidades derivadas de las auto-configuraciones de la diosa Vak (la omnipotente diosa de la palabra). Nombres/divinidad: Dios, Naturaleza, Vida, Universo, Nación, etc. Símbolos que quieren nombrar el todo, pero que requieren las varitas mágicas que son los libros, los sermones, las verdades finales. Son muy eficaces.. El Verbo se hace carne.

3.- El vínculo religioso propicia una irrupción de energía: es como si el “conectado”, de pronto, recibiera una energía que no estaba para él disponible hasta ese momento. Soprende que haya diversos cosmos energizantes (incompatibles entre sí en muchos casos). Cabría sostener quizás que la certeza da fuerza y paz. También cabría sostener, desde el materialismo cerebralista, que determinadas propuestas religiosas —poesías en definitiva— propiciarían recorridos neuronales de los que se derivaría la secreción de hormonas capaces de alterar, y de sublimar en su caso, nuestros estados ordinarios de conciencia. [véase Poesía]. Sí. Pero estos discursos son reduccionistas. Se desarrollan dentro de una caja lógica. Están ciegos. Todo es mucho más grande y complejo. Y bello.

4.- Sorprende también que dentro de cada cosmos haya una relación directa entre la felicidad y la virtud (lo que sea virtuoso dentro de ese mundo). Parecería que hay muchos dioses dispuestos a dar energía y beatitud al hombre a cambio de su entrega y de su amor.

5.- En cualquier caso, y como sostengo al ocuparme de “Parapsicología” [véase], la Filosofía, cuando se intenta practicar en serio, debe ser hiper-empirista: no debe caer en la tentación de eliminar hechos o sensaciones que no quepan en algunos de los paradigmas que luchan por ser el hogar de la totalidad. El sentimiento religioso es algo muy serio. Muy grande. Demasiado grande quizás.

6.- Y cabría quizás un vínculo muy serio, muy cercano y amoroso, con algún dios menor, como añora Salvador Paniker en esa refrescante obra que lleva por título Asimetrías (Debate, Barcelona 2008). De ella hice en su momento una crítica que se puede leer [aquí]. Mi madre rezaba a San Antonio. Decía que rezar a Dios le parecía demasiado, que ella no se merecía tanta atención. Mi madre fue un regalo del cielo para mí. Un fenómeno religioso en sí mismo.

7.- Si se soporta el pensamiento (y el sentimiento) de que somos los secretos directores de la obra de teatro de nuestra vida, cabría afirmar que el vínculo religioso sería algo así como una comunicación, un sentimiento mutuo, entre nuestro yo creador (natura naturans, el Gran Mago) y nuestro yo creado (natura naturata): el personaje, esas frágiles máscaras que aparecen en mi texto sobre “Moksa” [véase].

8.- Podríamos también imaginar a un prodigioso soñador que, consciente y omnipotente en su sueño, pudiera amar a una persona soñada por él. Soñada de forma que ella pudiera también amar a su soñador; aunque no pudiera verle… ni pensarle siquiera. Un vínculo religioso…

Algo así sentí yo, hace casi treinta años, en las montañas que presiden este texto.

David López

 

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La bailarinas lógicas: “Fe”.

 

sumatorio-de-fes

 

“Tú ten fe y verás cómo se hacen realidad tus sueños”.

¿Tenemos a nuestra disposición, en cuanto seres humanos, esa fuerza descomunal? ¿Dónde se ejerce? ¿En qué espacio? ¿Con qué arcillas? ¿Arcillas de nuestra mente? ¿Arcillas de Dios?

Salvador Paniker, en una obra titulada Asimetrías, afirmó que la fe es la confianza en la realidad. Es una preciosa definición, aunque quizás pudiera estar sugiriendo cierto quietismo.

Sí parece, en cualquier caso, que la fe podría ser lo contrario del miedo, del miedo en sentido absoluto: de la desconfianza en la esencia más profunda de lo real. Y es sabido que la necesidad de sistema (de cobijo en cabañas de dogmas), e incluso la incapacidad de amar, podrían ser síntomas del miedo, esto es: de falta de fe; de fe en la realidad.

Unamuno [Véase]  nos ofrece sorprendentes (y bellísimas) reflexiones sobre el misterio de la fe en un texto publicado en 1900 bajo el título Tres ensayos (¡Adentro!; La ideocracia; La fe):

«P.—¿Qué cosa es fe?
R.—Creer lo que no vimos.»

¿Creer lo que no vimos? Creer lo que no vimos, no! sino crear lo que no vemos. Crear lo que no vemos, sí, crearlo, y vivirlo, y consumirlo, y volverlo a crear y consumirlo de nuevo viviéndolo otra vez, para otra vez crearlo… y así; en incesante torbellino vital. Esto es fe viva, porque la vida es continua creación y consunción continua, y, por lo tanto, muerte incesante. ¿Crees acaso que vivirías si a cada momento no murieses?

Y también lo hace en un capítulo de su obra Del sentimiento trágico de la vida que lleva por título “Fe, Esperanza y Caridad”:

“La fe nos hace vivir mostrándonos que la vida, aunque depende de la razón, tiene en otra parte su manantial y su fuerza, en algo sobrenatural y maravilloso. Un espíritu singularmente equilibrado y muy nutrido de ciencia, el del matemático Cournot, dijo: ya que es la tendencia a lo sobrenatural y a lo maravilloso lo que da vida, y que a falta de eso, todas las especulaciones de la razón no vienen a parar sino a la aflicción del espíritu (Traité de l´enchainement dans les sciences et dans l´histoire, & 329). Y es que queremos vivir.

“Más, aunque decimos que la fe es cosa de la voluntad, mejor sería decir acaso que es la voluntad misma, la voluntad de no morir, o más bien otra potencia anímica distinta de la inteligencia, de la voluntad y del sentimiento. Tedríamos, pues, el sentir, el conocer, el querer y el crecer, o sea, crear. Porque no el sentimiento, ni la obediencia, ni la voluntad crean, sino que se ejercen sobre la materia dada ya, sobre la materia dada por la fe. La fe es poder creador del hombre. […] La fe crea, en cierto modo, su objeto. Y la fe en Dios consiste en crear a Dios y como es Dios el que nos da la fe, es Dios el que nos da la fe en El, es Dios el que está creando a sí mismo de continuo en nosotros”.

En su obra Sobre la voluntad en la naturaleza, Schopenhauer incluyó un sorprendente capítulo titulado “Magnetismo animal y magia”. Una sola convicción ilumina todas las frases de este capítulo: el ser humano tiene acceso en su interior a la omnipotencia; a algo capaz de dejar en suspenso las leyes de la naturaleza y de provocar fenómenos imposibles. Pero, para ello, hay que creer. Creer, por ejemplo, que una barra de metal puede curar (mesmerismo). Basta con creer. Y con imaginar. Creer en que lo imaginado puede fecundar la nada.

Imaginación. Fe. Esperanza de lo inesperable. ¿Alguien conoce los límites lógicos de lo esperable?

¿Y quién/qué cree en nuestro creer? ¿Quién sueña en nuestro soñar? ¿Cuánto hay todavía por crear? ¿Es el ser humano, como pensó Sartre [Véase], una nada que se tiene que configurar a sí misma, darse sentido a sí misma ante la (para Sartre-obvia) inexistencia de Dios?

Llegados a este punto, creo que el concepto “fe”  se despliega en tres niveles semánticos, e incluso ontológicos y hasta éticos:

1.- Fe como creencia acrítica, perezosa, tribal, cobarde incluso: creencia de que determinadas teorías, modelos, ideas, son correctos, deben ser creídos. Hay que tener fe en lo dicho por otros.

2.- Fe como confianza en la realidad (en el sentido mencionado al comienzo de este artículo). Se siente, se está convencido, de que estamos en una especie de glorioso diamante, que la omnipotencia infinita nos ama. Que el infinito misterio es, a la vez, glorioso y que está atento a cada uno de nosotros.

3.- Fe como consciencia de que se tiene acceso a la omnipotencia, de que, mediante una especie de ritual de esfuerzo, cabe conseguir cosas que parecen imposibles. Estaríamos aquí quizás ante un Tapas consciente [Véase Tapas]. Creo que en este último nivel —que, en mi opinión, es el más elevado en todos los sentidos— cabe ubicar el trabajo. La fe sin trabajo no es verdadera fe.

La foto que sobrevuela estos apuntes muestra a un grupo de hombres construyendo un andamio en un espacio que parece ilimitado. Es una imagen que me produce un extraordinario sobrecogimiento estético y metafísico. Y es que veo en ella un sumatorio que resquebraja mi mente y la deja con olor a infinito; mejor dicho: a infinita creatividad. Si efectivamente nuestra fe tiene efectos creativos (configurativos de realidades objetivas), cabría visualizar en un todo armónico la suma de los actos de fe de todos los seres humanos: de todos los que existieron y existirán (si es que insistimos en atribuirlos a ellos —a nosotros— esa facultad excepcional de creer/crear).

Uno de los obreros (uno de los creyentes) de la foto parece estar fabricando el propio sol, al propio Dios-Sol. O, quizás, el sol como esfera ígnea dentro del dibujo mítico que la ciencia hace todavía del universo. Ese obrero, en cualquier caso, parece estar creando un decisivo foco de fuerza dentro del todo en el que él cree.

Trato de imaginar el rugido final de todos los actos de fe emanados de todos los seres humanos que existieron, que existen y que existirán. Y trato de pensar cuál puede ser la energía genésica resultante de ese gigantesco coro de sueños. Quizás cabría ver ahí la Creación con mayúscula (con un solo soñador de fondo, autodrifactado). Creación siempre viva, siempre fertilizando la nada. Creación ubicua y omnipotente, pero autodifractada en cada ser humano que es capaz de creer/crear: de tener “fe”.

La fe de Dios en la posibilidad de hacer real lo que Él imagina.

Yo no sé qué se está construyendo con el soñar de todos los soñadores… con ese gigantesco andamio que están levantando, a la vez, todos los que creen en algo. ¿Qué está creando Dios a través del creer/crear de sus criaturas? ¿En qué cree Dios? ¿No sería maravilloso poder asomarse a su obra, con las manos entrecruzadas en la espalda?

Tener fe es confiar en que algo grandioso se está construyendo, siempre, a golpe de sueños. A golpe de creencias. Y que estamos implicados en esa grandiosa construcción.

Por último, quiero compartir el estupor maravillado que me produce imaginar, atisbar, el sumatorio de actos de fe de todos los seres humanos, el estruendo de esa descomunal catarata de actos de fe (de sueños).

David López