Archivo de la categoría: Diccionarios filosóficos

Las bailarinas lógicas

 

 

En el Rig Veda hay un himno (el 10.125) que ríe y deslumbra desde hace más de tres mil años. En ese himno es la propia palabra la que habla de sí misma y de todo: “Aunque ellos no lo saben, habitan en mí”. Michel Foucault dijo milenios después: “No son los hombres los que hacen los discursos, sino los discursos los que hacen a los hombres” [Véase].

Este diccionario lleva por nombre “Las bailarinas lógicas”. Y todas sus palabras/bailarinas están unidas por “manos” o “supercuerdas” que, ante mi sorpresa, están tejiendo, lentamente, apasionadamente, un organismo cuyas dimensiones no puedo prever ahora.

Supongo que dedicaré mi vida entera a este diccionario. A este organismo lógico.

Los textos que he escrito sobre cada palabra son, en muchos casos,  simples presentaciones de conferencias y, en otros, no más que borradores de artículos. Todas las entradas de mi diccionario reclaman una redacción que sea, al menos, provisional. Pero no quisiera que esa redacción -esa imagen del fértil infinito interior de cada palabra- llegara nunca a ser definitiva (finita; final por tanto). Amo la vida (la vida infinita e inefable): y también amo la vida de estas criaturas.

Espero estar siendo capaz de compartir mi estupor maravillado ante  el gran espectáculo de baile que ofrecen las bailarinas lógicas. De baile metafísico si se quiere. Mi intención es dejar que bailen muchas palabras en la pista infinita de nuestra mente. Y de nuestro corazón.

Y creo que en algunos lugares de este diccionario se puede vislumbrar la transparencia -la sublime y casi omnipotente nada- de los cuerpos de estos seres prodigiosos: su temblor ontológico.

Creo que en la fotografía que hay en el cielo de este texto se aprecia esa transparencia. La bailarina que aparece es Wilfride Piollet.

* * * *

Y las bailarinas lógicas que ya viven y sueñan en este diccionario filosófico son las siguientes:

 

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Pensadores vivos: Paul Davies

 

 

Paul Davies en su libro The goldilocks enigma (Penguin, Londres, 2006) considera la posibilidad de que una fabulosa supercomputadora, ubicada en un universo real,  esté creando ahora mismo para ti, querido lector de esta página, eso que se te presenta como universo, como realidad, como vida, sin serlo propiamente. Y también se teoriza en ese libro la posibilidad de que una consciencia sea creada artificialmente (si que quede claro qué es eso de “consciencia”).

En cualquier caso: ¿Qué es “natural”? ¿Qué es “artificial”?

Una cascada de creaciones artificiales. Según Paul Davies una máquina -máquina- podría estar fabricando nuestro mundo; y, a la vez, desde este mundo, el ser humano podría fabricar máquinas conscientes, con una consciencia similar a la que atribuimos a los seres humanos: evolucionadísimos robots, por simplificar (estamos condenados a la simplificación, al error, al maravilloso hechizo que es la vida).

Paul Davies es un pensador muy interesante -muy estimulante y nutritivo-  que pertenece a una tradición de poetas que trabaja con una determinada alquimia de hechizos lingüísticos, de mitos, de esquematizaciones de “lo real”. Y lo que esa tradición entiende por “universo”, al menos en estos diez últimos años, lo podemos leer en el libro antes citado, el cual, de forma muy didáctica, muy brillante, muy útil -muy “anglosajona”-, ofrece un listado de puntos clave al final de cada capítulo. Ese universo es, obviamente, una fantasía momentáneamente eficaz. Como todos. Pero quienes lo “fabrican” no son supercomputadoras, sino, por así decirlo, poetas de la ciencia. Y en ese poetizar hay sustancias -universales [Véase]- como eso de “Máquina”- que crean enormes despistes, que sumergen en profundísimos sueños dogmáticos. [Véase aquí mi bailarina lógica “Máquina”].

En cualquier caso creo que hay que des-dramatizar la posibilidad de que, efectivamente, estemos dentro de una máquina, que seamos incluso máquinas: que todo sea una red de máquinas, prodigiosas, sagradas, impulsadas por un calor bellísimo: máquinas alejadas por completo del tópico decimonónico (hierros y tornillos); y también del tópico cibernético (ceros y unos y cables y gélidas pantallas).

Una máquina es  una forma de canalizar o de aprovechar una fuerza. Tengo la sensación de que, efectivamente, vivimos en una máquina, y que somos máquinas; y que esas máquinas están diseñadas y movidas desde algo que podríamos llamar simplemente amor: sacralización de lo existente, del fenómeno del “existir”.

Paul Davies hace referencia en su libro a la ya mítica trilogía Matrix, la cual en mi opinión, al menos en su primera parte, presupone un esquema bogomilista (los bogomilos creían que el mundo era obra del Diablo, que el poder estaba en manos del mal, del no-amor). Algo así creen los marxistas puros respecto del mundo capitalista.

¿Dónde estamos? ¿Qué pasa aquí de verdad?

Estamos en algo muy sospechoso: una especie de videojuego en el que a veces se nota en exceso su artificialidad. Pero no dejo de constatar (como intuyó Schopenhauer) que hay algo (¿la Vida? ¿qué es eso?) que trabaja para nosotros mejor de lo que nosotros mismos lo hacemos. Parecería que somos niños dormidos, amadísimos, cuyos padres cuidan desde “fuera” dotados de no sé qué prodigiosos medios “técnicos”. Esos “padres” son capaces de fabricar sueños, mundos, universos, para su amada y dormida criatura. Probablemente Berkeley no estaría muy disconforme con este planteamiento. También vivimos pesadillas. No descartemos que sean también fruto de un amor impensable desde aquí.

Sospecho también que, en algún momento, nos veremos nosotros ubicados en ese lugar, digamos proto-físico (o post-físico si se quiere), creativo, hirviente de amor. Y haremos cosas fabulosas para los seres a los que amamos.

Paul Davies, como muchos de sus co-religionarios, habla de “multiversos”. Sí, cabe imaginar una red de mundos-regalo desplegada en el infinito de la mente de eso que a veces no nos queda más remedio que llamar “Dios”, pero que no es “Dios”. “Dios” es poca palabra, poco concepto, para ese espacio de creatividad y de amor infinito al que estoy intentando referirme. [Véase aquí mi bailarina lógica “Dios”]

Ofrezco ahora algunos lugares que me han parecido especialmente relevantes de la obra de Paul Davis que lleva por título The Goldilocks eningma (las traducciones, muy mejorables, son mías):

1.- Referencia, desde la admiración, a una idea de John Archibald Wheeler: “Mutabilidad”. Según este físico nada sería tan fundamental que no pudiera cambiar en circunstancias extremas, incluyendo las leyes del universo (p. xiii). Creo que cabe sugerir una posibilidad de cambio aún más radical: que no estemos en una totalidad legaliforme, en un algo siempre sometido a leyes (aunque se trate de leyes cambiantes), sino que estemos ( y seamos) algo libre, capaz de crear y habitar mundos ordenados con leyes, pero capaz también de dejarlas en suspenso en cualquier momento. Por otra parte, cabría también ver un cierto fijismo en esa mutación que consagra Wheeler: una mutación que se presenta como incapaz de mutar a una eterna inmutabilidad. Si todo cambia hay algo que nunca cambia: el eterno cambio. ¿Y si hubiera algo fijo, eterno?

2.- “Uno de los hechos más significativos -podría decirse que el más significante hecho- sobre el universo es que somos parte de él” (p. 2).  Se trata de uno de los presupuestos que movilizan la inteligencia de buena parte de los científicos actuales, si bien, como es el caso del biólogo Dawkins, ya empieza a ser imposible negar que eso que se denomina “mundo exterior” o “universo” es algo que ocurre en eso que los científicos llaman “cerebro” [Véase]. Podría por tanto decirse que el “universo” es una parte de nuestro cerebro (otras partes estarían ocupadas por nuestras fantasías, sueños, etc.). Y podría decirse más aún. Si la Ciencia va ofreciendo cambiantes dibujos del universo, vistos todos retrospectivamente se presentan como narraciones, fantasías, leyendas. Y, mientras parecen ser reales, en realidad forman parte de eso misterios que llamamos “lenguaje” [Véase]. Viven ahí, como nosotros; nosotros que, también, vamos siendo cosas cambiantes para ese “observador”, esa permanentemente hechizada consciencia, que tenemos dentro… ¿Dentro de dónde?

3.- Principio antrópico. El efecto “Ricitos de oro”. Davies se apoya en una idea de Brandon Carter, el cual se preguntó qué hubiera ocurrido si las leyes que rigen el universo hubieran sido otras de las actuales. Carter quiso llevar esta pregunta al misterio de la existencia de la vida y, en particular, de ese tipo de vida -la humana- que es capaz de observar la totalidad del universo. Su conclusión fue que una mínima variación en esas leyes, un no tan “fino ajuste” de las mismas, hubiera impedido nuestra existencia (y por lo tanto el prodigio de la, por así decirlo, auto-observabilidad del universo). Dice Davies que Carter creyó que, al igual que el plato de avena que se encontró Ricitos de Oro en casa de los tres ositos, las leyes de la Física están preparadas para la vida. Y Carter llamó a este ajuste “el principio antrópico”. El universo según Davies sería, en cualquier caso, “bio-friendly”.

4.- Las leyes de la Física como divinidades. Dice Davies: “Hoy, las leyes de la física ocupan la posición central de la ciencia; en realidad, han asumido un status casi deísta, frecuentemente citadas como el fundamento de la realidad física” (p. 8). Es cierto. Y es cierto también que los físicos actuales sueñan con encontrar una ley unificada: una sola “diosa”. La buscan porque creen que existe, porque la lógica que domina su pensar les induce a creer que existe esa diosa única, ubicua y omnipotente. Son teólogos.

5.- “Dios”; en concreto. Dice Davies: “En un nivel popular […] Dios es retratado de forma simplista como una suerte de Mago Cósmico, conjurando el mundo en el ser desde la nada y haciendo de vez en cuando milagros para solucionar problemas. Semejante ser está obviamente en flagrante contradicción con la visión científica del mundo. Al Dios de la teología escolástica, por el contrario,  se le atribuye el papel de un sabio Arquitecto Cósmico cuya existencia se manifiesta a través del orden racional del cosmos, un orden que es de hecho revelado por la ciencia. Ese Dios es en gran parte inmune al ataque científico”. Davies está mirando hacia la Diosa-Ley Física. Sería una Gran Arquitecta que se haría a sí misma en el fabuloso orden cósmico. Yo me temo que la realidad está más cerca de la idea del Gran Mago, el cual sería capaz de abarcar a ese “Arquitecto Cósmico” que me parece poca cosa para Dios; y para lo que me parece que hay y que está pasando.

6.- Orden revelado, descrito. En mi opinión eso de “la Ciencia” no revela un orden objetivo, sino que construye un orden aparente a partir de una selección de datos que son obtenidos desde una determinada forma de mirar al infinito misterio que se nos presenta. Se podría decir que ese “Arquitecto Cósmico” es multicéfalo: está formado por varios cerebros en red, sucesivos en el tiempo, que van creando, juntos, una narración que se presenta como “Cosmos”. Y lo es en realidad, porque se trata de una esfera -en el sentido dado a este término por Peter Sloterdijk [Véase]-; una esfera que se fabrica de forma artificial pero muy convincente. No obstante, el propio Davies da cuenta (p. 145) de una nueva realidad (nueva a partir del lanzamiento del satélite WMAP): la esfera/cosmos que parecía, digamos “aquietar” el misterio de nuestro hábitat cósmico, resulta ser solo un porcentaje ridículo del total de eso que se sigue llamando “universo”. Y es que ha aflorado algo nuevo: la “materia oscura” y, también, la “energía oscura”. Dice Davies que nadie sabe qué es eso. Pero tengo la sensación de que la potencia poético-pragmática de los científicos transformarán ese misterio en sistemas ordenados de símbolos matemáticos (con sus correspondientes metáforas en la lengua ordinaria); y que esos sistemas incluso permitirán hacer predicciones que provocarán esa crucial confusión entre los modelos útiles y lo que en realidad hay, lo que en realidad nos envuelve y nos constituye. Modelos que serán sustituidos por otros, sin piedad. Recordemos a Hilary Putnam [Véase aquí] atribuyendo a la esencia de la ciencia ese continuo negar sus propios modelos, esa inestabilidad ontológica tan fabulosa.

7.- Universo virtual. Máquinas. He empezado este artículo haciendo referencia a que Davies (pp. 203 y ss.) considera posible que lo que se nos presenta como mundo sea en realidad una realidad virtual inoculada por una super-computadora que nos estaría controlando desde “otro universo”. Y que también ve técnicamente plausible que nosotros, en cuanto seres humanos, podamos construir seres con conciencia. Cita Davies a Turing y al joven filósofo Nick Bostrom, sin olvidar por supuesto la ya canonizada trilogía Matrix. Más allá de posibles “bogomilismos” (creencias en que el poder está en manos del mal), creo que cabría decir que existe efectivamente una máquina, poderosísima, que nos inocula el mundo. Unamuno la denominó “tradición social”. Muchos filósofos han hablado del “lenguaje”, como algo que nos toma, que nos vertebra, que nos hace mirar de una forma, y hasta nos dice lo que estamos viendo. Nietzsche, en el aforismo 261 de La ciencia alegre, viene a decir que a los hombres en general las cosas se les hacen visibles por el nombre. Y en la India antigua, a través de los himnos del Rig Veda, una diosa -Vak, diosa de la palabra- afirma que habitamos en ella. En varias ocasiones he confesado que mi diccionario filosófico es, quizás, un tratado de teología cuyo objeto es esa diosa que rige incluso nuestro teorizar sobre ella misma. El propio Noam Chomsky [Véase] ha ofrecido también una imagen algo robotizada de lo que es el fenómeno lingüístico: habría una especie de “máquina gramatical” instalada en nuestra mente, la cual condicionaría todo lo que podemos decir: toda posibilidad de decir un mundo y de decirnos a nosotros mismos.

¿Quién/qué controla esa máquina prodigiosa que llamamos lenguaje? [Véase “Lenguaje”]. ¿Son las propias leyes del universo físico que, activadas en mi cerebro material, obligan a que se produzcan unas conexiones neuronales concretas de las que surgen estas frases que estoy escribiendo? Pero resulta que ese universo es a su vez fruto de opciones lingüísticas: es una narración, una preciosa y utilísima leyenda que, quizás, está siendo dictada por algo impensable en el impensable interior de la conciencia humana.

Simplemente por amor. Por sacralización del prodigio de que exista un mundo ante una conciencia. Por sacralización de la Creación y de lo Creado.

La gran mayoría de los científicos -como Paul Davies- participan de ese amor porque está fascinados con lo que van descubriendo en la Gran Obra Maestra del mundo.

David López

 

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Pensadores vivos: Patrick Harpur

Patrick Harpur

 

Patrick Harpur escribió en 2002 un libro que ofrecía, aparentemente, un gran secreto: El fuego secreto de los filósofos. Pero ya su prólogo advierte al lector de que el libro no será “un sendero directo de lucidez apolínea”, sino “un laberinto hermético”: “El secreto que demanda ser revelado de una sola vez, en una visión o en una obra de arte, sólo puede ser expuesto de manera indirecta”.

Esta obra ha sido publicada en español por la editorial Atalanta (2006) y la traducción ha sido realizada por Fernando Almansa Salomó. A esta edición se refieren las citas que realizaré en el presente artículo.

¿Cuál es el fuego secreto de los filósofos? ¿Quienes son esos “filósofos”? La respuesta a la segunda pregunta la ofrece Patrick Harpur con relativa claridad: esos “filósofos” serían los alquimistas y magos cuya casi total extinción inauguró la modernidad en Occidente. A mí me sorprende que se siga hablando de eso de “Occidente”. Es como si fuera imposible desactivar un cierto nivel de aturdimiento intelectual, de reflexión hechizada con leyendas. Y es éste precisamente uno de los grandes temas de los que se ocupa Harpur: las leyendas que, ubicuamente, parecen haber poseído la mirada y la inteligencia humanas. Pero, en cualquier caso, no tengo yo constancia de que este pensador cuestione, al menos de forma explícita, eso de “Occidente”.

La respuesta a la primera pregunta se ofrece de una forma más erótica, en un poético baile de velos que ocultan y subliman el desnudo integral de ese “fuego secreto” que todo ser humano quisiera conocer, dominar… ¿Para qué? ¿Para qué la sabiduría total? ¿Para ser más felices? ¿Es ese nuestro fin primordial? ¿Y si ese estado nos lo ofreciera una pastilla no adictiva y no perjudicial para la salud?

En la primeras páginas de este libro de Harpur encontramos ya lo que parece ser un primer destello del gran tesoro, del secreto fuego de los alquimistas: “El secreto es, ante todo, una manera de mirar”.

¿Qué manera es esa? ¿Es una manera de mirar que incendia lo que mira (o los moldes a través de los que se mira) y que nos devuelve a esa Firstness proto-paradisíaca a la que se refirió el brillantísimo Peirce? ¿Y qué es lo que hay que mirar después? ¿El Ser en su totalidad imparcelable? ¿Ocurrirá entonces que Dios mismo contemplará su propio rostro (su nada mágica) en el espejo de su propia carne imaginaria?

Quizás Harpur está proponiendo -en la línea de, entre otros, su tan citado y venerado William Blake- un desbrozamiento [Véase Karl Jaspers], una desinstalación, de ciertos modelos de mundo que, ostentando aparente objetividad, impiden ver la textura mágico-imaginativa de lo real, de todo lo que se presente como real y que se quiera oponer al mundo de “la fantasía” (entre comillas porque en realidad no habría otra cosa que fantasía).

Lo cierto es que los primeros capítulos de El fuego secreto de los filósofos se atreven a otorgar dignidad ontológica a seres como los elfos, las hadas, los duendes, los ángeles, los alienígenas, los zombis… Todos ellos “dáimones” en realidad; todos ellos, según Harpur, seres que no son ni materiales ni inmateriales: todos ellos intermediarios, uesebés, por así decirlo, entre el mundo “ordinario” (que sería en realidad una fantasía,  una leyenda capaz de auto-ocultarse) y el Otro Mundo, el cual, según Harpur, estaría construido, desde aquí, a partir de arquetipos de “este mundo”.

Para dejar espacio y otorgar legitimidad, digamos filosófica, e incluso “empírica”, a esas realidades “de fantasía” (elfos, etc.), Harpur hace un lúcido y bello esfuerzo:

“Tan fuerte es la literalidad de nuestra visión del mundo que es casi imposible para nosotros comprender que es exactamente eso: una visión, no el mundo. Pero es esa literalidad, con todas sus pretensiones de objetividad en los lugares más insospechados, lo que trataré de desmontar a lo largo de este libro” (p. 93).

Esos lugares insospechados son varias de las teorías que parecen estar nublando eso que sea “la conciencia occidental”. A saber: la teoría de la evolución de Darwin (ojo, no se presenta Harpur como creacionista), los modelos de la física moderna o el historicismo, entre otros. Merece la pena seguir a Harpur en sus mágicos razonamientos, en su heroico intento de recuperar la visión, el fuego, de esos alquimistas que se dice que fueron apartados, aunque no del todo, por la ciencia materialista y panmatematicista que, paradójicamente, huyó de la complejidad (de ahí su éxito, dice Harpur): una ideología deficitaria de formación filosófica que desde el principio no habría sabido distinguir entre lo real (?) y los modelos que van haciéndose de lo real (Harpur cita a Hawking y a Dawkings). Sugiero la lectura de mi artículo sobre Hawking, el cual no es tan cientista como parece [Véase aquí].

Alquimia. El fuego secreto de los filósofos. “Pero el fuego secreto va mucho más allá de la alquimia. Fue un secreto transmitido desde la antigüedad -algunos dicen que desde Orfeo, otros que desde Moisés, la mayoría que desde Hermes Trismegisto- en una larga cadena de eslabones que constituían lo que los filósofos llamaban la Cadena Áurea. Esta augusta sucesión de filósofos encarnó una tradición que nosotros hemos ignorado o etiquetado como “”esotérica””, incluso “”arcana””, pero que sigue discurriendo como una vena de mercurio por debajo de la cultura occidental, surgiendo de las sombras en épocas de inmensos cambios culturales” (pp. 21-22).

Sobre la tradición hermética hay una obra excepcional que necesitó diez años de trabajo de un profesor de Filosofía y de Historia en la universidad de California: Hermetica: The Greek Corpus Hermeticum and the Latin Asclepius in English Translation (Cambridge: Cambridge University Press, 1991), traducción e introducción de Brian P. Copenhaver. Se trata de una obra excepcional que ofrece una traducción de los textos fundamentales de la así llamada “tradición hermética”. En español hay una edición a cargo de Siruela (Madrid, 2000) que cuenta con una admirable traducción de Jaume Pòrtulas y Cristina Serna. Creo que merece la pena traer aquí la última frase del prefacio escrito por Brian P. Copenhaver: “Mi hijo, en particular, se convencerá por fin, cuando vea el libro publicado, de que fueron otros y no yo los que se inventaron el mito de Hermes Trismegisto”.

Mito por tanto. Fantasía que llegó a subyugar la inteligencia crítica del mismísimo Marsilio Ficino, entre otras inteligencias que suponemos acreditadas. La tradición alquímica sería ella misma mítica, legendaria, subyugante, y sería además el mito (esa cosa indefinible) su materia secreta, su fuego secreto.

En cualquier caso esa secreta tradición parece otorgar un poder excepcional a la imaginación, la cual, como bien habría visto Karl Jung, estaría siempre necesitada de arquetipos, de modelos. Sin ellos la imaginación sería impotente. ¿De dónde vienen esas formas que son necesarias para crear, para ver, mundos? ¿De dónde vienen los mitos que parecen serlo todo en el mundo humano? Levì-Strauss [Véase aquí] parece que se atrevió a acercarse a esta pregunta extrema. Él llegó a afirmar que los propios mitos se pensaban a sí mismos en los seres humanos (y el ser humano, como mito, habría que disolverlo para poder avanzar en la ciencia). ¿Quién/qué debería entonces realizar esa labor de disolución?

Lanzo ahora una respuesta más, una pincelada más, a otra pregunta. Me refiero a la pregunta de cómo es esa forma de mirar que parece coincidir con el fuego secreto de los filósofos. En mi opinión se trataría de contemplar, fascinados, la textura siempre legendaria de “lo real”. Y fascinarse también con sus transparencias: esas membranas que permiten atisbar lo que ya no es exactamente “mundo”, sino hábitat, matriz, sostén, origen y final, de todo “mundo”, entendiendo como mundo cualquier leyenda que haya conseguido tomar una conciencia.

Membranas que, según la Alquimia, creo yo, serían la extensión secreta de nuestras más secretas e invisibles manos: podemos transformar el mundo porque podemos transformarnos a nosotros mismos. La clave: una cirugía en nuestros ojos, quizás operando previamente nuestro corazón (amor, sentido de lo sagrado) y nuestra mente (lucidez filosófica… un pleonasmo).

Mi diccionario filosófico [Véase] puede ser considerado como una enamorada exposición de “transparencias”, de palabras-conceptos que luchan para que no se haga evidente su nada. Y su textura imaginativa. El mundo sería “nuestra” imaginación, “nuestra” representación. Schopenhauer inicia su magna obra así: Die Welt [El mundo] ist meine Vorstellung. “Vorstellung” es traducible como representación, imaginación, obra de teatro. ¿Quién dirige esa obra? ¿Quien la contempla? Schopenhauer dice que siempre tú, querido lector. Tú. Sí, ¿pero quién/qué eres tú en realidad?

Volvamos a Patrick Harpur: Membranas, dáimones, seres del Otro Mundo que entran y operan en éste. Patrick Harpur se ocupa con brillantez y erudición de esas realidades fronterizas (ángeles también, y vírgenes, y genios de los arroyos o de los árboles). Yo tengo la sensación de que todo, absolutamente todo lo que vemos, es fronterizo, daimónico. Así lo expresé en mi texto sobre la Cábala [Véase].

Y especialmente fronterizos me parecen los seres humanos, si se les mira, si se les escucha, des-esquematizamente, liberados de la caja sistémica donde les solemos coleccionar. Todos los seres humanos me parecen poseídos por algo inefable. Hay que escucharlos. Son chamanes que no saben que lo son. No solo hablan ellos cuando ellos hablan. No saben lo que dicen. Ni yo tampoco. Y es que nuestro hablar está tomado por lo que no es accesible al conocimiento puramente “humano”. Dice Harpur: “En cierto sentido, cada persona es Otro Mundo para las otras” (p. 88).

Siempre que se habla con alguien se está entrando en contacto con “El Otro Mundo”. Levinas diría que, a través del inefable rostro del otro ser humano, se entra en contacto con Dios [Véase Levinas].

En cualquier caso, creo que siempre que se mira en silencio cualquier rincón de “lo real” se accede a ese “Dios”, entendido en sentido metalógico [Véase aquí]. No así la televisión, la cual demoniza Harpur expresamente en su libro, y de la cual se confiesa adicto: son imágenes muertas, falsas, sin alma. Quizás por eso sientan tan mal si se las contempla en exceso. Curiosamente eso jamás ocurre si se contempla en exceso lo que no es televisivo, lo que no es puramente arquetípico (falso).

Comparto ahora una serie de notas que he tomado en distintos lugares de esta obra de Harpur (El fuego secreto de los filósofos):

1.- Los “sidhe”. Harpur se apoya en Lady Augusta Gregory, la cual describía a los sidhe de la tradición irlandesa como seres que cambian de forma: “[…] pueden mostrarse pequeños o grandes, o como pájaros, animales o ráfagas de viento” (p. 26). O también, dice Harpur, como hados o hadas. Parece que lo que hay, que es innombrable, se ofrece a encarnar cualquier sustantivo, cualquier nada lingüística. Tengo la sensación de que la mirada filosófica no cosmizada (no sometida a filtro, a ideas) termina por ver lo que hay como un gigantesco sidhe. Harpur agrupa los sidhe y todos lo demás seres “imaginarios” dentro del concepto de  “daimon”.

2.- El destierro de los dáimones. “El destierro de los dáimones en Europa empezó con el cristianismo” (p. 31). Creo que merece hacer referencia a uno de los más bellos cuentos que Margarite Yourcenar incluyó en su obra Cuentos Orientales. Me refiero al que lleva por título “Nuestra señora de las golondrinas”. Harpur (p. 32) ofrece un testimonio parecido al de Yourcenar, y que aparece en los Cuentos de Canterbury: “[…] la mujer de Bath describe cómo fue enviado un ejército de frailes […] para bendecirlo todo, bosques, ríos, ciudades, castillos, salas, cocinas y vaquerías […]”. Creo que “bendecir” es, simplemente, “decir bien”. Aquellos vehementes frailes eran algo así como un ejército de informáticos que querían apuntalar un mundo, en el sentido de narración, en el sentido de sistema ordenado de sustantivos.

3.- “Somos organismos fluidos que pasamos fácilmente de este mundo al otro, de la vida a la muerte” (p. 59). ¿Qué es “el Otro Mundo” según Harpur?

4.- El Otro Mundo. “[…] quiero examinar el reino en el que se dice que habitan los dáimones: el Otro Mundo” (p. 60). En mi opinión, desde el mito cerebralista-materialista actual cabría decir que esos seres “de fantasía” tienen un solo hábitat: el cerebro -no bien equilibrado- de quien cree en su existencia. Sugiero la lectura de mi artículo sobre el cerebro [Véase aquí]. No hay que confundir el cerebro “en sí”, con el modelo que él mismo se hace de sí mismo. Ese modelo sería una más de las fantasías que ese lugar misterioso es capaz de crear.

5.- Entrada al Otro Mundo. P. 61: Harpur habla de lugares que se suponían “puertas” de entrada a lo que no es ya este mundo. Habla del Purgatorio de San Patricio, en una cueva de una isla en el lago Derg (condado de Donegal, Irlanda). Y en la página 65 dice esto: “Pero, desde luego, existen hombres y mujeres daimónicas que pueden entrar a voluntad en el Otro Mundo”. Y también esto: “El Otro Mundo empieza donde termina éste”. Una frase que recuerda al primer Wittgenstein [Véase aquí]: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.

6.- Más sobre el Otro Mundo. P. 70: “El Otro Mundo, que nos rodea por completo, nos parecería un paraíso terrenal si simplemente limpiáramos “”las puertas de la percepción””, como dice Blake, y viéramos el mundo como realmente es, “”infinito””. Cabe no obstante preguntarse si la infinitud presupone la infinita belleza, o, más bien, el infinito horror.

7.- Imaginación como fundamento de la realidad “en la Florencia renacentista, y nuevamente entre los románticos ingleses y alemanes tres siglos después” (P. 72). Harpur parece ubicar esta metafísica en el corazón mismo de la tradición hermético-alquimista que custodiaría ese “fuego secreto de los filósofos”.

8.- “Todo está lleno de dioses”. P. 77. Harpur trae a su narración esta famosa frase atribuida a Tales de Mileto. Dioses y dáimones serían lo mismo: no del todo algo, no del todo nada.

9.- Los arquetipos. P. 79. Harpur cita las categorías a priori de Kant y las formas de Platón. Pero se apoya sobre todo en Jung, el cual habría otorgado personalidad a los arquetipos, y habría dicho que “se manifiestan como dáimones”. Hay otra cita de Jung: “Todo lo que sabemos es que sin ellos parecemos incapaces de imaginar […]. Si nosotros los inventamos, lo hacemos según moldes que ellos nos dictan” (p. 80).

10. Dáimones. El Otro Mundo. Los sueños. Dice Harpur: “Todos tenemos acceso cada noche al Otro Mundo mediante el sueño. Como los dáimones que contiene, el Otro Mundo de los sueños es movedizo, escurridizo y ambiguo” (p. 83).

11. “[…] el mundo en el que imaginamos que estamos es sólo una de las muchas maneras en que el mundo puede ser imaginado” (p. 88). De acuerdo. ¿Son mis hijos entonces seres imaginarios? ¿Podrían desaparecer si yo cambiara de mito, de filtro del infinito? Quizás. Pero el amor requiere algo existente que sea amado. El amor apuntala, ontologiza radicalmente el objeto amado. Volveré a este tema crucial al final del presente artículo.

12.- Física nuclear. Partículas subatómicas como dáimones. “Recapitulemos: los dáimones habitan otro mundo, a menudo subterráneo, que interactúa fugazmente con el nuestro. Son materiales e inmateriales, están y no están, son con frecuencia pequeños, siempre evasivos y de formas cambiantes; su mundo se caracteriza por las distorsiones de tiempo y espacio y, sobre todo, por una incertidumbre intrínseca” (pp. 103-104). “Incluso una mirada superficial al neoplatonismo, al gnosticismo y a la alquimia revelará una manera de imaginar que puede empezara resolver el dilema de los físicos nucleares. Pues tratan una realidad que puede estar ahí o no; que es subjetiva u objetiva (o quizás ambas cosas); que es literal y metafórica; que, si está ahí, sólo puede ser imaginada, y si no está, se imagina que está y por lo tanto, en otro sentido, sí que está; que es evasiva, ambigua, borrosa, que es, en pocas palabras, una realidad daimónica” (p. 108).

13.- Un dios oculto en el libro de Harpur: Hermes. Y un consejo: algo así como conócete a ti mismo pero, sobre todo, “qué ideas, que dioses nos gobiernan para que no gobiernen nuestras vidas sin que seamos conscientes de ello. Por ejemplo, el dios que está detrás de este libro es probablemente -justo es advertirlo- Hermes” (p. 123).

14.- Los mitos. Vivimos, todos, inevitablemente, en mitos. ¿Pero qué son esas “cosas”? ¿Palabras? ¿Lenguaje? Pero, ¿qué es el lenguaje “en sí”, fuera de lo que esa palabra es capaz de decir de sí misma? [Véase “Lenguaje”]. Harpur se refiere así a la posibilidad de teorizar sobre los mitos: “[…] la teorías sobre el mito son en sí mismas otras tantas variantes del mito, re-narraciones en el lenguaje del momento, aunque éste sea una jerga psicológica difícil de tragar. El mito, como la naturaleza, ofrece amablemente la “”prueba”” de la verdad de cualquier teoría que queramos mantener; pero esa teoría acabará refluyendo en las historias primigenias que giran a través de la tierra como grandes corrientes oceánicas” (p .126).

15. ¿Y entonces? ¿Estamos perdidos en la nada caótica de los mitos? “Sin embargo, en ningún caso los problemas pueden ser resueltos, porque no son problemas, sino misterios. Los mitos nos dicen que vivamos sin resoluciones, en un estado de tensión creadora con nuestra doble dimensión” (p. 133). Se refiere Harpur, creo, a nuestra imaginaria doble ubicación en lo que algunos mitos consideran “este mundo/el Otro Mundo”, o “Mundo celestial/Mundo inferior”. Pero no hay explicación. Todo es misterio. Creo oportuno mencionar ahora a María Zambrano [Véase aquí], la cual, con excepcional coherencia filosófica, vio la esencia misteriosa de lo real. Respecto a esa “tensión creadora de la que habla Harpur, sugiero la lectura de mi bailarina lógica “Tapas/Sufrimiento creativo”. [Véase aquí]. A este fenómeno, digamos “alquímico”, se refiere Harpur en la página 151: “Nos guste o no, sufrimos la enfermedad, el duelo, la traición y la angustia en medida suficiente. El secreto es utilizar esas experiencias para autoiniciarnos. Sin embargo, habitualmente se nos induce a buscarles remedio en lugar de sacarles provecho para autotransformarnos”. ¿No será ese el verdadero “fuego secreto de los filósofos”?

16.- La alquimia. La magia. Cita Harpur a Jung, el cual habría afirmado que la tarea oculta de la Obra (alquímica) sería “liberar a la materia de la opacidad del literalismo” (p. 227). Sí. Pero si se levanta el velo del literalismo (de confundir lo real con lo que se dice de lo real) entonces no queda tampoco eso de “materia” [Véase aquí “Materia“], sino, más bien, esa Nada prodigiosa sobre la que intentó filosofar, entre otros, Kitarô Nishida [Véase]. Esa Nada Mágica que algunos no tendrá problema en denominar “Dios”.

Concluyo con un tema crucial al que me he referido brevemente en el punto 11 de estas notas: el amor. Si el mundo en el que vivimos es un mito, una leyenda, una de las infinitas (?) formas posibles de imaginar un mundo, entonces mis hijos carecen de solidez ontológica. Son y no son, como los dáimones, como todo lo que se presenta como existente en mi conciencia. Creo entonces que el amor sería una fuerza capaz de solidificar existencias, encarnarlas, sublimarlas en el reino de lo indubitable: sacarlas del tembloroso muro de la caverna de Platón y llevarlas al luminoso y eterno cielo que pensó este filósofo.  El amor otorga la eternidad a lo amado. También el odio, que es lo contrario al amor, otorga esa eternidad a lo odiado, si bien confina en la eterna idiotez y en un, estúpido, infierno eternizado.

Yo haría cualquier cosa en mi taller alquímico interior con tal de que mis hijos -y otras muchas personas a las que amo sin límite- no se diluyeran en un magma onírico-imaginativo. Cualquier cosa. Se dice que Dios creó el mundo -un mundo, un solo mundo- por amor. ¿Qué amaba Dios antes de crear el mundo? ¿No será que crea un mundo en el interior de un ser al que ama (el “ser humano”), un mundo que, finalmente, condenaría a su “portador” a un inevitable paraíso final?

Gracias queridos amigos por vuestra lectura, desde tantos países del mundo.

David López

 

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Pensadores vivos: Francis Fukuyama

 

 

Francis Fukuyama (Chicago, 1952) se hizo mundialmente famoso con un artículo titulado The end of History? (The National Interest, 1989).

Durante mucho tiempo no tuve interés en leer ese trabajo. No me apetecía dedicarle tiempo de estudio y de reflexión a un pensador que yo consideraba excesivamente polarizado desde el punto de vista ideológico.

Ideología. Ideas. Pero de pronto un día lo leí con sosiego. Le escuché desde el máximo silencio que me fue posible, teniendo muy presentes las recomendaciones de Gadamer [Véase] sobre los peligros de una lectura pre-juiciada (sorda y ciega en definitiva). Y me encontré fabulosas sorpresas. La primera fue su profundidad. La última fue su inesperado final: impactante y fascinante como si el artículo entero lo hubiera escrito el mejor guionista de Hollywood.

Los años, las experiencias, las lecturas, las conversaciones con otros seres humanos, los silencios, y sin duda los salubres efectos de la Filosofía me han abierto puertas, me han dado acceso a miradores insólitos, a otros colores de amanecer y de atardecer. Los “malos”, mirados de cerca, con cariño, con lucidez, de pronto irradian una luz que abre horizontes insospechados. Creo que sigue confirmándose la tesis de que todo es más complejo y más bello de lo que podemos imaginar. De lo que podemos soportar.

Ofrezco a continuación algunas de las ideas fundamentales que he encontrado en ¿El final de la Historia?:

1.- The triumph of the West, of the Western idea, is evident first of all in the total exhaustion of viable systematic alternatives to Western liberalism. Francis Fukuyama consideró, en 1989, tras el fin de la guerra fría, tras lo que ya parecía ser el fin total de comunismo en Rusia, tras los cambios iniciados en China por Deng Xiaoping, que una única idea política se había impuesto al resto. Esta idea sería el liberalismo occidental, el cual, partiendo de un sistema de liberalismo económico, desembocaría (habría desembocado de hecho) necesariamente, en un liberalismo político: un Estado que representaría a sus miembros, que les rendiría cuentas y que garantizaría fundamentalmente su libertad (la cual sería, al parecer, el bien más preciado de la condición humana).

2.- El fin de la Historia. Francis Fukuyama se apoya en una idea de Alexandre Kojève, el cual, en el París de entreguerras, impartió una serie de conferencias sobre Hegel, pero leído sin la lente de Marx (Sartre fue uno de sus alumnos). Francis Fukuyama atribuye a Kojève — “entre otros” — la idea de que “el igualitarismo de la América moderna representa la consecución esencial de la sociedad sin clases que previó Marx”. Ojo. Todavía no hemos llegado al sorprendente final del artículo. Y no olvidemos que su título es una interrogación.

3.- Ideas y estados de conciencia. Francis Fukuyama considera, explícitamente contra Marx, que son los estados de conciencia, y las ideas que los provocan, los que condicionan los comportamientos económicos y, por tanto, los sistemas políticos. Marx, por el contrario, había afirmado que eran las formas materiales de producción las que determinaban la creación de “superestructuras” en las que había que ubicar la ideología, el pensamiento filosófico, el arte, etc. Fukuyama aprovecha en su artículo para desautorizar el materialismo determinista profesado también, según él, por la Wall Street Journal School. Fukuyama es un pensador sorprendente.

4.- Fukuyama en el fondo parece decir que lo que gobierna y determina realmente una sociedad son las ideas; y que sobrevivirán (accederán a ser un final de la Historia) aquellas que sean más adecuadas a la condición humana. Pero ¿no es también “la condición humana” una idea?

5.- Ideas y conciencia. Volvamos a ello. Hay una frase en este artículo que me parece crucial, y cuyo alcance transciende lo político para proyectarnos a las inmensidades de la Metafísica: “Pero mi propósito no es analizar acontecimientos a corto plazo, o hacer predicciones con fines políticos, sino observar las tendencias subyacentes en la esfera de la ideología y de la conciencia”. Fukuyama parece afirmar constantemente en su artículo que el liberalismo económico y político (las democracias liberales occidentales) conforman un estado de conciencia, óptimo, al que tienden todas las regiones y la mayor parte de los seres humanos inteligentes y evolucionados de este mundo. De hecho se atreve a hablar esa “parte del mundo que ha alcanzado el fin de la Historia”, y que estaría “más preocupada por la economía que por la política o la estrategia”. De acuerdo, pero: ¿De dónde salen las ideas? ¿De dónde ha salido esa idea política de que el liberalismo es capaz de organizar óptimamente la Humanidad? Sugiero la lectura de mi bailarina lógica “Idea”. Es accesible desde [Aquí].

6.- El fin de la Historia. Y el inicio del gran aburrimiento. Así concluye Fukuyama su sorprendente artículo:

The end of history will be a very sad time. The struggle for recognition, the willingness to risk one’s life for a purely abstract goal, the worldwide ideological struggle that called forth daring, courage, imagination, and idealism, will be replaced by economic calculation, the endless solving of technical problems, environmental concerns, and the satisfaction of sophisticated consumer demands. In the post-historical period there will be neither art nor philosophy, just the perpetual caretaking of the museum of human history. I can feel in myself, and see in others around me, a powerful nostalgia for the time when history existed. Such nostalgia, in fact, will continue to fuel competition and conflict even in the post-historical world for some time to come. Even though I recognize its inevitability, I have the most ambivalent feelings for the civilization that has been created in Europe since 1945, with its north Atlantic and Asian offshoots. Perhaps this very prospect of centuries of boredom at the end of history will serve to get history started once again.

Será por tanto el fin de la Historia, según Fukuyama, un tiempo muy triste, porque faltará la emoción de la lucha entre las ideologías, la cual exije atrevimiento, coraje, imaginación, idealismo. Y eso será sustituido por los cálculos económicos, la resolución de infinitos problemas técnicos, los temas ecológicos y la satisfacción de sofisticadas demandas de consumo. Cree Fukuyama que él sentirá entonces una poderosa nostalgia de cuando la Historia existía.

Y ya llegamos a la inesperada frase final: “Quizás esta perspectiva de siglos de aburrimiento al final de la Historia servirá para que empiece la Historia otra vez”.

En 2002 Fukuyama publicó un libro (titulado El fin del hombre) en el que afirmaba que en 1989 se había equivocado, que no había llegado el fin de la historia: “Al examinar con detenimiento las numerosas críticas aparecidas a raíz de aquel primer artículo, me pareció que lo único que no admitía refutación alguna era el argumento de que no podía darse el final de la historia a menos que se diera el final de la ciencia”. Fukuyama habla en el citado libro del peligro de una historia post-humana, de un posible mundo feliz pero, a la vez, atroz, porque no sería humano. Y es que la esencia del ser humano no sería la felicidad, sino “una cierta capacidad general de decidir lo que deseamos ser, de modificarnos a nosotros mismos de acuerdo con nuestros deseos”.

Cree no obstante Fukuyama que no hay que ser pesimistas, que cabe frenar el fin del hombre utilizando el poder de la Ley y del Estado (del Estado de Derecho en definitiva). En su libro encontramos un arsenal de argumentos a favor de esta legalista posibilidad de contención. Cabe pues luchar contra el fin de ese hombre que sufre y duda. ¿Es el hombre quien puede realizar esa lucha o hay algo más profundo y poderoso que “el hombre” actuando en el fondo del hombre?

Creo oportuno traer aquí el concepto de “Tapas” [Véase]: el sufrimiento creativo. El sufrimiento creativo de los dioses. Dios tuvo que sufrir atrozmente para crear este mundo. Quizás no fue un acto de placer, sino de amor.

En cualquier caso me parece que una sociedad sin sufrimiento sería un infierno. También lo sería una sociedad sin Filosofía. Cuidado con el utilitarismo puramente técnico y mercantilista que parece que se está imponiendo. Es, sobre todo, aburridísimo.

Aunque lo cierto es que el aburrimiento es un tipo de sufrimiento con enormes posibilidades de creación, de libertad, de purísima humanidad por lo tanto.

 

Algunas reflexiones adicionales con ocasión del pensamiento de Fukuyama

1.- El concepto “fin de la Historia” presupone una forma de narrar el pasado, un modelo de desarrollo y de estructuración de lo ocurrido hasta el presente (si es que alguien ha visto alguna vez eso de “presente”). Creo que siempre hay que contemplar el concepto de Historia en sentido de narración, de “leyenda”. Y no porque haya mala fe o falta de veracidad en los emisores de modelos de lo pasado, sino que ese pasado no puede ser sustituido por un modelo, por una interpretación del infinito, por así decirlo. El pasado, el presente y el futuro están igualmente abiertos. No están dichos todavía. No caben en ninguna gramática. El fin de la Historia de la que hablaba Fukuyama era el fin de las posibilidades de narración de un determinado modelo historicista (creyente en la Historia en sí, en que algo objetivo ha ido ocurriendo en virtud de una lógica que el ser humano puede decodificar y expresar). Véase “Hecho e Historia” [Aquí].

2.- El fin del hombre y la amenaza de la Biotecnología. Fukuyama es un pensador cuyo modelo de mente está forjado en el mundo anglosajón, en el cual están muy activadas las ideas de Francis Bacon sobre el poder de la tecnología: de las máquinas, de los números, de la reducción de lo real a aquello que puede ser medido. Nietzsche ya habló de un Übermensch: un “Sobre-hombre”: un ser que, brotando de las bajezas esclavistas de la condición humana, podría llegar, por fin, a jugar como un niño soberano, a ser el dios de su mundo, el legislador de los (sus) valores: un ser que ya no diría nunca “yo debo”, sino “yo quiero”. Nietzsche no pensó, creo, en las supuestas maravillas de la técnica baconiana para que llegara su Übermensch. Tampoco lo hacen diversas tradiciones que ofrecen una sublimación individual de la condición humana. Pensemos en el Yoga, el budismo, el propio cristianismo.

3.- Hay un movimiento actual que, apoyado en un culto ferviente hacia la Ciencia y la Tecnología, se autodenomina “transhumanista”. Sus representantes creen que los límites del ser humano pueden ser desplazados gracias a nuestro vínculo con esas diosas (ellos no lo dicen así). Un representante es Nick Bostrom, profesor de Filosofía en Oxford y cofundador de la Asociación transhumanista mundial. En una entrevista a la televisión suiza afirmó que un animal no puede acceder por completo a la belleza de la música por carecer de la inteligencia necesaria para entender la complejidad de ese lenguaje. Y que a los seres transhumanos que están por llegar les esperan también experiencias de belleza que no están a nuestro alcance. La citada entrevista es accesible desde el siguiente enlace: Nick Bostrom en Sternstunde Philosophie.

Creo que esas experiencias de supra-belleza son accesibles también a través de la tecnología no baconiana de la Ética [Véase] y de la Lúdica [Véase “Lila”]. La belleza se dispara mediante nuestro comportamiento ético. Básicamente se podría decir (con poca originalidad) que el mundo del que ama es otro que el mundo del que odia: otro de verdad, con otros colores, con otra estructura, con otra música, con otro guión incluso. La ética es magia pura. También lo es la lúdica: saber jugar en al gran juego del mundo.

Y creo que la clave está en la lucidez, en la astucia y en un amor ilimitado. El resultado puede ser fabuloso, porque nunca están actualizadas nuestras posibilidades. Somos mucho, individualmente. Por eso hay que propiciar una política que presuponga esa grandeza, no que necesite y proclame nuestra pequeñez, nuestra menesterosidad.

Somos mucho más de lo que podemos pensar o imaginar. Todos. De ahí que eso de los “derechos humanos” (un gran tema para Francis Fukuyama) sea algo que transciende lo puramente político y nos lleva más allá incluso de lo Teológico.

El respeto a los derechos humanos es una forma sublimada de amor. También lo es la creencia en que a cualquier ser humano se le puede exigir responsabilidad, grandeza, deberes…

David López

 

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Filósofos míticos del mítico siglo XX: Feyerabend

Feyerabend. Viena 1924/Zúrich 1994.

Un teniente del ejército alemán (en la segunda guerra mundial) que empezó hechizándose con el neopositivismo del Círculo de Viena y que terminó por pensar que la Ciencia no progresa, sino que sufre cambios. Tan válido sería el modelo de universo de Aristóteles como el de Einstein o el de los esquimales. Estamos ante el “anarquismo epistemológico”. La libertad y la lucidez extremas.

Se me ocurre ver en el esfuerzo intelectual de Feyerabend una especie de upanisádica liberación de los confinamientos, de las esclavitudes, que las sagradas escrituras de la ciencia baconiana provocan en la mente del ser humano. Y en su mirada. Y hasta en su corazón. Creo, desde Feyerabend, y no solo desde él, que la Ciencia, que es fascinante e ineludible, corre el peligro de crear un totalitarismo intelectual, una nueva escolástica, de forma que habría algo así como unas Sagradas Escrituras (en perpetuo proceso de redacción) y unas autoridades interpretativas de esas escrituras que ofrecerían el material, las verdades (ninguna de ellas probadas, ninguna realmente “racional”), a partir de las cuales debe empezarse a pensar. Habría, según la ideología cientista, unos suministradores oficiales de verdades. El filósofo, como cualquier otro obligado feligrés de la religión de la Ciencia, debería aspirar a conocer esos datos y a componer con ellos dibujos de la realidad lo más amplios que le fuera posible. Sería, el filósofo, algo así como experto en esos pasatiempos en los que se ofrecen puntos numerados y dispersos en un papel para que se descubra, uniendo esos puntos, la figura oculta: un pájaro, un león, lo que sea. Eso sí: sin cuestionar la validez de esos puntos, su numeración y, sobre todo, el porqué del juego.

La Ciencia nos exige que solo pensemos a partir de los datos, las verdades, que ella nos va suministrando y, a la vez, cambia esos datos constantemente y hasta llega a ser incapaz de dar por probado ninguno de ellos. Cada “avance” parece re-instaurar las fronteras de lo posible y lo imposible, de lo real y de lo no real, pero visto desde “fuera” el espectáculo no deja de ser estremecedor, precioso, sublime en sentido kantiano: todas las fronteras de todos los mundos se mueven sin cesar, aparecen nuevos mundos, desaparecen otros… En cualquier caso, y en contra de lo que señalaba Quine [Véase], creo que la Filosofía no debe dedicarse exclusivamente a la Ciencia. Si lo hace, cualquier proposición filosófica dejará de tener interés con el paso de los siglos, se convertirá en una curiosidad cultural pretérita. Un fósil. La Filosofía debe ocuparse del temblor que sacudirá a cualquier ser consciente que viva dentro de cinco mil años. La Filosofía debe generar textos eminentes, en el sentido que dio a este término Gadamer [Véase].

La obra fundamental de Feyerabend es Against Method [Contra el método]. La escribió en 1975. Hubo una segunda edición en 1988 y una tercera en 1993. Antes de analizar las ideas fundamentales de esta obra voy a ocuparme de unas notas preparadas por Feyerabend para una conferencia del 20 de marzo de 1973. Este texto lo he obtenido de una obra que lleva por título For and against method (el título que hubiera llevado un texto que querían escribir juntos el propio Feyerabend y su gran amigo/gran rival Lakatos, pero que no pudo ver la luz por la muerte de este último). El editor de la obra de la que yo he sacado esas notas es Matteo Motterlini (The University of Chicago Press, 1999).

Ofrezco a continuación algunos momentos especialmente elevados del borrador de conferencia que escribió Feyerabend (la traducción es mía):

1.- “La fe en la ciencia está parcialmente justificada por el papel revolucionario que la ciencia jugó en los siglos diecisiete y dieciocho. Mientras que los anarquistas predicaban destrucción, los científicos golpearon [smashed] el armonioso cosmos de las épocas anteriores, eliminaron el “conocimiento” estéril, cambiaron las relaciones sociales y ensamblaron los elementos de un nuevo tipo de conocimiento que era a la vez verdadero y beneficioso para el hombre. Esta ingenua e infantil aceptación de la ciencia (que se encuentra incluso entre izquierdistas “progresistas” como Althusser) está hoy a amenazada por dos avances: (1) por el cambio de la ciencia como investigación filosófica a negocio empresarial, y (2) por ciertos descubrimientos relativos al estatus de los datos científicos y las teorías” (PP. 113-114).

2.- “También hemos descubierto que la Ciencia no tiene resultados sólidos, que tanto sus teorías como sus enunciados sobre hechos son hipótesis que a menudo son no solo localmente incorrectas sino enteramente falsas, haciendo afirmaciones sobre cosas que nunca han existido” (P.114).

3.- “Detrás de todo este atropello [del atropello ejercido por el anarquismo epistemológico] yace la convicción de que el hombre dejará de ser un esclavo y ganará una dignidad que es más que un ejercicio de cauteloso conformismo, solo cuando sea  capaz de salirse de sus convicciones más fundamentales, incluidas esas convicciones que supuestamente le hacen humano” (P. 115).

4.- “Las personas y la naturaleza son entidades muy whimsical [este adjetivo cabe ser traducido al español como “caprichoso”, “fantástico” “improbable”] que no pueden ser conquistadas y entendidas si uno decide limitarse por adelantado” (P.116).

5.- “No hay razón para deprimirse por este resultado. La Ciencia, después de todo, es nuestra criatura, no nuestra soberana; ergo, debería ser la esclava de nuestros caprichos y no la tirana de nuestros deseos”. ¿Quiénes somos “nosotros”? me pregunto yo apoyado en el modelo de universo y de hombre que presupone la Ciencia.

Feyerabend en realidad no deja de ser un escolástico de la Ciencia. No cuestiona sus presupuestos metafísicos fundamentales. De hecho, en el prólogo a la edición china de su obra capital (Contra el método), Feyerabend afirma que la Ciencia -al menos como él la entiende- es “una de las más maravillosas invenciones de la mente humana”. ¿Qué es eso de “mente”? ¿Debemos “reducirla” a eso que esta civilización ahora llama “cerebro”? ¿Es materia el cerebro? ?Puede la materia ocuparse de sí misma “sacando” modelos de sí misma más o menos certeros? ¿Alguien se atreve a decir qué demonios es eso de la “Materia”? [Véase “Materia“].

La cuestión fundamental que me plantea pensar con Feyerabend y otros cientistas más o menos liberados es la siguiente: ¿qué es la Ciencia como fenómeno dentro de los distintos modelos de realidad que ofrece esa actividad humana? ¿Qué le ocurre a la Materia (o a la energía o a lo que sea) cuando ocurre el fenómeno de la Ciencia? ¿Qué es físicamente una teoría física?

En cualquier caso Feyerabend es un excepcional estímulo filosófico. A mí me gusta mucho leerle. Su obra Contra el método es un texto especialmente cómodo y refrescante, cuyas ideas principales se muestran en un índice analítico que sirve como esquema de sus tesis fundamentales. Ofrezco a continuación las que me han parecido más brillantes, más fertilizantes:

1. Prólogo a la edición china: “Mi principal motivo para escribir el libro era humanitario, no intelectual […] Progreso del conocimiento en muchas ocasiones significa asesinato de mentes. Hoy están siendo revividas antiguas tradiciones y hay gente que intenta adaptar sus vidas a las ideas de sus ancestros […] La Ciencia bien entendida no tiene argumentos contra ese procedimiento. Hay muchos científicos que actúan así. Físicos, antropólogos, medioambientalistas, están empezando a adaptar sus procedimientos a los valores de la gente a la que se supone que están aconsejando. No estoy contra una Ciencia así entendida. Esa Ciencia es una de las más maravillosas invenciones de la mente humana. Pero estoy en contra de las ideologías que usan el nombre la la Ciencia para el asesinato cultural”.

2.- “La Ciencia es esencialmente una empresa anárquica: el anarquismo teorético es más humanitario y más capaz de promover el progreso que sus alternativas de ley y orden”.

3.- “El único principio que no inhibe el progreso es: todo vale.” Me pregunto con Feyerabend si cabe hablar aquí de límites éticos para la Ciencia. ¿Cuáles serían? ¿Para qué queremos por cierto eso de “la Ciencia”?

4.-  Sería válido y necesario para la Ciencia “[…] usar hipótesis que contradigan teorías confirmadas”. Sí.

5.- “La Ciencia no es la única tradición, ni la mejor tradición que existe, excepto para la gente que se ha acostumbrado a su presencia, a sus beneficios y a sus desventajas. En una democracia debería estar separada del Estado de la misma forma como hoy está separada del Estado la Iglesia”.

6.- En la última de las frases de su índice analítico Feyerabend afirma que su intención es denunciar la destrucción de logros culturales de los que podemos seguir aprendiendo. Y habla de fechorías de algunos intelectuales.

¿Cuál es la amenaza contra la que lucha Feyerabend? Creo que lucha contra el confinamiento, contra los legisladores de lo posible y lo imposible. Recuerdo unas frases de Jung, escritas con ocasión de su desinhibido prólogo a la edición americana del I Ching de Richard Wilhelm: “La plétora irracional de la vida me ha enseñado a no descartar nada”.

¿Qué estaremos descartando, ahora mismo, sin darnos cuenta?

En cualquier caso tengo la sensación, creciente, de que eso que llamamos “realidad” no se va configurando por la acción de leyes que vamos conociendo más o menos. Lo decisivo no son las leyes de la Física, sino las de la Ética; y las de la Lúdica. Lo que mañana viviremos se configurará según la altura a la que seamos capaces de elevar nuestro “corazón” y nuestra “lucidez”, por decir algo (nuestra “consciencia” si se quiere). Estamos en un lugar curioso, extraño, fabuloso y atroz: una especie de descomunal videojuego donde se nos va inoculando realidad virtual (no otra puede existir) según vamos jugando mejor o peor. La Ciencia no descubre nada: recibe mundos, recibimos mundos, según nuestra ética, nuestra magia, nuestra capacidad de actuar sobre la Materia (entendida como lugar de Creación). Quizás habría que expandir el concepto de trabajo, como acción transformadora (siempre por “cuenta propia”: transformamos nuestra “mente” con trabajo, y nuestro corazón, que forman, juntos, por así decirlo, el hábitat de eso que se nos va a presentar como realidad “exterior”.

Algo prodigioso ocurre siempre. La Filosofía es un intento de decir ese prodigio indecible.

No descartemos nada. Seamos capaces de pensar y de sentir a lo grande. Cuando más a lo grande mejor.

David López

 

 

Filósofos míticos del mítico siglo XX: Marcuse

 

 

Marcuse (1898-1979).

Creo que su obra Eros y civilización (1953) puede ser relacionada con las metafísicas de Platón y de Schopenhauer. Marcuse, desde los modelos de Marx y de Freud, propuso la creación de una cultura, de una civilización, capaz de sublimar, no reprimir, el Eros: esa pulsión fundamental del “ello” que, según Freud, estaría reprimida por el “super-yo” (la civilización represiva que el individuo humano tiene instalada dentro de su psique gracias a la fuerza de la educación, del terror, etc). Así, cabría afirmar que Marcuse propuso una titánica labor, digamos informática, de programación, de ingeniería psico-social: crear, desde la sociedad, un “super-yo” que permitiera la sublimación del “ello” humano. O, al menos, eliminar todo obstáculo a esa sublimación.

A Marcuse, al menos en Eros y civilización, parece estar convencido de que las sociedades “desarrolladas” sufren un “desorden general”, el cual sería reflejo del desorden individual propiciado por la -social- represión de la pulsión erótica. Y parece asimismo convencido de que la salvación estaría en liberar el Eros, hasta el punto de dejarle traspasar su objeto inmediato (digamos la genitalidad, la sexualidad más “animal”, fría, inconsciente, limitada) hasta llegar a todos los vínculos humanos, a todas las actividades e instituciones humanas.

¿Qué es el Eros?  Deseo, vínculo, arrastre hacia lo deseado… Búsqueda del placer. Busqueda del cielo. Vuelo hacia el cielo. ¿Cabe encontrar más placer en el deseo que en su satisfacción? Creo que sí. De ahí el éxito de los mercados, capaces de venderlo todo, incluida la posibilidad de su propia aniquilación.

Platón. Siempre sorprende la lectura, y la relectura, del discurso de Diotima que aparece en Banquete. El impulso erótico, el ser atraído por lo bello, si es seguido, y si se es capaz de no concentrarlo en un solo ser (como por ejemplo la persona a la que en este momento deseamos) nos elevaría, según Diotima-Platón, hasta la belleza en sí. De alguna forma el erotismo sería un camino de salvación, de elevación, si es seguido (gozado/sufrido) hasta sus últimas consecuencias. Rilke no tendría entonces razón cuando afirmó que la belleza era el comienzo de la tragedia. Desde el Platón de Diotima se podría decir que la belleza, y su erótico poder de arrastre, nos elevarían hasta la condición de dioses (entendidos como los que ya tienen la posesión de la belleza, los que no tienen que buscarla, los que ya disfrutan de la absoluta felicidad, de la plenitud). Diotima-Platón, no obstante, apuntan a una búsqueda de la belleza que transcendería -sin rechazarla, sin ignorarla- la bella forma de los cuerpos, de la carne,  y se adentraría eróticamente en la belleza del alma virtuosa hasta llegar a lo bello en sí. La idea de la Belleza.

¿No será que, en esa ascensión, se llegaría a ver que la belleza en sí es, precisamente, lo que se presenta ubícuamente, si se mira desde la belleza?

Schopenhauer, que leyó con intensidad y lucidez a Platón, ofreció una Física y una Metafísica donde el erotismo es radical. Todo se habría creado, y se estaría moviendo, por puro deseo (“El mundo es mi voluntad” leemos en los primeros párrafos de su obra capital). El erotismo genital en ese mundo schopenhaueriano sería una manifestación (y casi una “epifanía”) del descomunal erotismo metafísico que estaría en el fondo de toda realidad visible. Incluso el pensar, el intelecto, sería para Schopenhauer fruto, marioneta mejor dicho, del impulso erótico. Él llamo a ese impulso “voluntad” (Wille).

Marcuse fue un teórico, un analista, de eso que se ha llamado post-capitalismo. Desde su credo marxista (y desde su judaísmo) presupuso que estamos en una sociedad esclavizante, represiva, capitalista, sí, pero ya carente de proletariado. El proletariado… Esa masa humana inventada por Marx en su juventud, pensada como sufriente en virtud de la explotación y la pobreza, habría alcanzado un bienestar jamás soñado por Marx y, por lo tanto, habría perdido toda capacidad de generar energía revolucionaria. Marcuse pensó que la solución del capitalismo -alienante, represivo- estaría en ponerlo al servicio de fines que transcendieran las necesidades materiales: aumentos de la producción, crecimiento económico, etc., sí, pero dirigidos a sublimar el impuso erótico. En definitiva, creo yo: a aumentar la belleza, la sensación de belleza (no otra cosa es la belleza que un estado de conciencia).

O, quizás, sueña Marcuse con una sociedad que permitiera a los individuos crear belleza, soñarla, compartirla, tocarla con los dedos, sentirla en la piel, del cuerpo y del alma…

Algo sobre su vida

1898 (Berlín)-1979 (Stramberg).

Judío. Fue soldado en la primera guerra mundial. Estudió en Friburgo con Heidegger. Más tarde reconoció que este filósofo filonazi le había enseñado a leer textos.

1933. La victoria electoral y social de los nazis le obliga a huir de Alemania. Se refugia en Suiza y después en USA. En 1940 obtiene la ciudadanía americana. Trabaja para la US Office of Strategic Services (el embrión de la CIA). Realiza trabajos de análisis sobre la situación alemana.

Miembro destacado de la exiliada Escuela de Frankfurt. Amigo y admirador de Horkheimer.

Profesa en las universidades de Columbia, Harvard, Brandeis y California.

En los años sesenta -con setenta años- se convierte algo así como en el padre espiritual de las revueltas sociales (mayo 68). Marcuse nunca creyó que aquello fuera una revolución, pues, según él, no existía ningún sujeto de dicha presunta revolución.

Muere en Berlin, al parecer atendido por Habermas.

Algunos lugares de su pensamiento

1.- Erotización del yo y de la sociedad entera. En Eros y civilización (1955) Marcuse presupone un desequilibrio social vinculado con el desequilibrio de los individuos: “Por tanto, los problemas psicológicos se convierten en problemas políticos: el desorden privado refleja más directamente que antes el desorden de la totalidad, y la curación del desorden general depende más directamente que antes del desorden individual” (P. 19, Ariel, 2010).  Y la única posibilidad de crear orden estaría, según Marcuse, en la liberación del Eros: “Propongo en este libro la noción de una “”sublimación no represiva””: los impulsos sexuales, sin perder su energía erótica, transcienden su objeto inmediato y erotizan las relaciones normalmente no eróticas y antieróticas entre los individuos y entre ellos y su medio ambiente. En un sentido opuesto, uno puede hablar de una “”desublimación represiva””: liberación de la sexualidad en modos y formas que reducen y debilitan la energía erótica” (P. 17). En esta liberación, en esta hipererotización de lo humano, Marcuse incluye el “placer del pensamiento” (Ibíd.) En la introducción a este post he vinculado el Eros marcusiano con el de Platón y el de Schopenhauer. Quisiera ahora señalar que el concepto de “desublimación represiva” del Eros podría estar teniendo lugar en los estereotipados mercados de la pornografía virtual. El individuo liberaría el Eros genital sin que de ese proceso se derivaba una elevación para él y para su sociedad. De alguna forma el proceso erótico presupone sacralización de lo deseado. Y elevación hacia ello. También implicaría desde Platón y desde Marcuse un camino de salvación, de acceso a la libertad, de superación de lo fáctico. Quizás Marcuse esté proponiendo, simplemente, que todo lo hagamos por enamoramiento, por pasión. Que no otra cosa nos mueva como individuos y como sociedad.

2.- Razón y revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social (1941). Se trata de una obra en la que Marcuse evidencia su amor a Hegel. El epílogo, escrito en 1954 (poco antes de la publicación de Eros y civilización), me parece de un interés excepcional. En la primera página de ese epílogo Marcuse afirma que, a pesar de la derrota del fascismo y del nacionalsocialismo, la “libertad está en retirada, tanto en el dominio del pensamiento como en el de la sociedad”. Habría vuelto la esclavitud, una nueva esclavitud, esta vez, paradójicamente, provocada por la productividad, por el éxito del sistema capitalista. Hegel, por su parte, habría sido capaz de ver en “el poder de la negatividad” (en dar un no a cualquier estructura de la realidad social) el elemento fundamental de la vida del Espíritu: rechazo de lo que hay, pues todo estado de cosas sería una “barrera para el progreso llevado a cabo con libertad”. “La Razón es, por esencia, contradicción, oposición, negación, en tanto que la libertad no se haya hecho real”. Marcuse cree que en ese Occidente de la segunda mitad del siglo XX la negatividad se ha perdido. No habría ya clase revolucionaria porque los trabajadores habrían alcanzado un enorme bienestar material que les habría paralizado como sujeto revolucionario: “la mayoría de las clases trabajadoras quedaron convertidas en parte positiva de la sociedad establecida”. ¿Quién es el malo, quién es el opresor, a quién señalar?, le preguntamos a Marcuse. La respuesta podría estar en este enigmático párrafo (que no recuerda a algunos planteamientos de Horkheimer): “Pero, entonces, el desarrollo de la productividad capitalista detuvo el desarrollo de la conciencia revolucionaria. El progreso técnico multiplicó las necesidades y las satisfacciones, en tanto que su utilización convirtió tanto a las necesidades como a las satisfacciones en represivas: ellas mantienen por sí mismas el sometimiento y la dominación”. Estamos por tanto ante seres meta-humanos que nos estarían esclavizando. La última página del epílogo al que estoy haciendo mención especial contiene una frase que me parece de especial transcendencia: “El precondicionamiento de los individuos, su configuración como objetos de administración, parece ser un fenómeno universal. La idea de una forma diferente de Razón y de libertad, contemplada tanto por el idealismo como por el materialismo dialéctico, se presenta de nuevo como utopía. Pero el triunfo de las fuerzas regresivas y retardatarias no invalida la verdad de esta utopía”. He utilizado la traducción de Francisco Rubio Llorente (Alianza Editorial).

3.- Es muy sugerente la visión del arte que ofrece Marcuse. En esa actividad humana, que implica al creador y al contemplador de la creación, el impulso erótico estaría liberado de la represión social sin que por ello la sociedad estuviera amenazada de destrucción. Podría decirse quizás que, según Marcuse, el Arte permitiría compatibilizar la plenitud del hombre y la subsistencia de las sociedades humanas. Arte libre, tendría que ser. Esto es: vuelos imaginativos, hiper-eróticos, hacia los horizontes infinitos de la Belleza. La Filosofía, a mi juicio, presupone ese erotismo no reprimido ni represivo. Es amor, Eros. Prefiere desear la verdad que poseerla. Prefiere el vuelo que la llegada. Por eso es Filo-Sofía y no Sofía. La Filosofía ama. La Sofía (la sabiduría) es amada. Podría decirse que la sabiduría carece de corazón, de carencia.La satisfacción del Eros tiene algo de mortal, como lo tiene un orgasmo: el cielo y la tierra (lo real y lo deseado) se aniquilan entre sí, mueren de placer, abrazados. “Acaba ya si quieres”, le dijo San Juan de la Cruz a Dios en el poema Llama de amor viva.

4.- El hombre unidimensional (1964). Marcuse en esta obra desarrolla la idea de que las “sociedades industriales avanzadas” estarían ejerciendo un sutil totalitarismo, una represión de la libertad humana, mediante la creación de falsas necesidades y la integración del individuo en el sistema de producción y de consumo. Y ese individuo, según Marcuse, tendría un “universo unidimensional”, sería un “hombre unidimensional” con “encefalograma plano”. Dura acusación, duro desprecio, me parece, muy en la línea del ¡pecadores! que ha caracterizado la tradición sacerdotal. Cree Marcuse, además, que ese conformismo ha impedido la crítica social, ineludible, al parecer, según la metafísica hegeliana-marxista, para que ocurra el advenimiento de “la Libertad” (?)

¿Qué contenido tendría la libertad a la que apunta Marcuse? ¿Poder pensar fuera de los límites de lo permitido, de lo útil, de lo que un sistema opresor necesita que sea pensado para su propia perpetuación? El enemigo se ha vuelto muy complejo. Marcuse cree que el capitalismo triunfa oprimiendo, negando la libertad. La libertad… ese sería el punto final de esa odisea del Espíritu de la que parece hablar Marcuse desde Hegel. ¿Quién/qué se libera? ¿Dios mismo?

¿Cómo sería ese hombre libre en tanto que momento final de la dialéctica del Espíritu? ¿Un dios encarnado en su propia obra? Sartre presupuso ya esa libertad infinita en el hombre: presupuso que estamos condenados a la libertad. Que somos libres, lo cual no es insoportable. Marcuse, por el contrario, está inmerso en una narrativa de la esclavitud. Quizás sea durísimo aceptar que no somos esclavos, sino que nos gusta y nos conviene (por pura economía cerebral) creer que lo somos. Quizás sea más económico proyectar siempre fuera de nosotros, de nuestro reino, las causas de nuestras frustraciones. Y de nuestras posibles plenitudes. Véase la “auto-ayuda”, que, paradójicamente, consiste en hacer lo que otro, en un libro a la venta, nos dice que hagamos.

Marcuse ha hablado también de los individuos convertidos en “objetos de administración”. Privados de libertad. Yo hablaría incluso de una auto-privación de la dignidad, de la divinidad para alcanzar la comodidad, la pequeñez. Sobre esta auto-privación reflexiono en un texto de mi tribuna política que puede leerse [Aquí].

En unos meses publicaré un texto sobre el capitalismo, y lo incorporaré a mis bailarinas lógicas. Por el momento, y con ocasión de las ideas de Marcuse, puedo adelantar que ese sistema (?), si es que no se trata de una fantasía teorética, tiene éxito precisamente porque canaliza productivamente el erotismo: el deseo de tener, de poseer, de tocar, lo que no se tiene. Lo otro. Ahí lo decisivo es el dinero: una sustancia mágica (genésica, letal también)  donde lo cuantitativo equivale a lo cualitativo: una sustancia que es nada pero que ofrece posibilidades dentro de sistema que lo ofrece. Las sociedades siempre han sido capitalistas. Todas ellas han estado integradas por focos emisores de cielos accesibles a cambio de dinero, u otra cosa: cielos materiales, o espirituales. Toda sociedad ha excitado el deseo de lo innecesario, aunque quizás lo más necesario para un ser humano sea desear lo innecesario: la ilusión.

Cabría ver toda sociedad (probablemente todas son y han sido “capitalistas”) como un conglomerado de flautistas de Hammelin, de forma que todos estarían hechizando y siendo hechizados con sus capitalistas/consumistas flautas mágicas. El más “manipulador” director de una multinacional del automóvil a su vez estaría hechizado, encendido de deseo, no solo por los publicistas de las empresas de relojes o de zapatos, sino también por la oferta de placer de un vendedor de realidades espirituales (estados alterados de conciencia, sabiduría milenaria, etc). Todo hechizo ubicuo, todo deseo. Eso es Maya. Eso es cualquier sociedad y cualquier mundo.

Cabría llevar la propuesta hiper-erótica de Marcuse a sus límites máximos y encender con ella la conciencia entera. Todo sería deseo, deseo sagrado: deseo de lo que no se tiene (un Ferrari, una sociedad perfecta, una libertad inefable, una mente en paz) y, al la vez, deseo de lo que se tiene (si es que alguien sabe lo que tiene). Más aún: cabría desear el deseo en sí: la ilusión, el sano inconformismo. Aquí el marxismo culto, el mejor marxismo, muestra su grandeza filosófica.

Hemos de suponer que Dios, cualquier Dios, creó el mundo por inconformismo. Por deseo de encarnar en la materia el mundo por Él soñado. El Arte, la Filo-Sofía, el deseo erótico-corporal, presuponen deseo, arrastre hacia la Belleza. Hacia una Belleza que previamente se ha contemplado, como desde el lado exterior de un escaparate.

Quizás la clave no esté en la demonización del deseo (consumismo, etc), sino en su sacralización, su sublimación, por la vía de la ética. No es malo desear y comprarse un bellísimo Ferrari FF, sino el método, el cómo de esa adquisición. Puede haber más nobleza, más grandeza, en la posesión de ese Ferrari que en la posesión de unas sandalias. Todo depende de cómo se hayan conseguido esos -innecesarios, pero deliciosos- objetos. Las sandalias son también innecesarias. Recordemos la reforma del Carmelo.

No hay vida humana sin ilusión, del tipo que sea. Todo rostro humano se embellece cuando, con mirada de niño,  arruga su nariz en el cristal del escaparate en el que se muestra su cielo soñado, su mundo soñado, carente aún de materia. Es cierto también que ese cristal es imaginario. Como todo. Pero así funcionan los mundos.

Así funciona, creo yo, la fascinante mente de Dios, que se autodifracta en las mentes de todos los hombres.

David López

 

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Filósofos míticos del mítico siglo XX: Derrida

 

 

Derrida (1930-2004) segregó un magma lingüístico de difícil comprensión, incómodo, carente casi siempre de esa claridad que Ortega y Gasset consideró cortesía del filósofo.

¿Qué pretende Derrida con sus escritos? ¿Qué pretende en general? ¿Quiere nombrar lo que hay, lo que pasa? ¿Lo que pasa dónde? ¿En el mundo, es decir, dentro del lenguaje (Wittgenstein)? ¿Quiere ofrecer Derrida en textos una imagen enteriza (Ortega) del mundo (en cuanto cosa que le ocurre al lenguaje)? Podría ser. Y podría ser también que en ese esfuerzo por nombrar lo que hay, Derrida hubiera querido ser extraordinariamente serio (fue Derrida, al menos el Derrida adulto, un hombre serio, grave). Quizás Derrida, al nombrar lo que hay, hubiera descubierto, con el estupor maravillado que caracteriza a los filósofos, que el lenguaje, como instrumento del nombrar, fuera a su vez el objeto decisivo del pensar filosófico, y no solo desde un punto de vista instrumental. Derrida habría llevado a límites extremos el giro lingüístico que caracteriza buena parte de la Filosofía del siglo XX.

Podría decirse que Derrida quiso liberar nuestras mentes de los confinamientos propios de la “lógica occidental” (¿), basada en el principio de identidad: lo que es, es.

Podría también decirse que Derrida, judío (¿cabalístico?), quedó apresado por las bailarinas y las sirenas que bailan y nadan en eso que sea “el lenguaje en sí” [Véase “Lenguaje“]. Su obsesión por el análisis de la escritura -por desnudar bailarinas lógicas– le convirtió en un aventurero perdido, embriagado, fascinado, por los túneles infinitos que hay detrás de cualquier palabra, de cualquier concepto… que trate de tener realidad, de ser algo en la nada hiperfertil del “lenguaje en sí”.

Se dice que Derrida quiso acabar con la Filosofía como disciplina que se ocuparía de algunos temas privilegiados, de algunas lecturas, digamos, superiores. Pero lo cierto es, en mi opinión, que absolutizó la Filosofía, en el sentido de que quiso llevar esa linterna mágica a todos los rincones del cosmos lingüístico (de todo lo escrito por todos los seres humanos de la Historia). Y encontró que ese cosmos debía ser leído desde otras lógicas, desde otras “formas de pensar”, que superaran las exigencias del principio de identidad. Derrida vio que nada era idéntico a sí mismo, sino que difería de sí, reenviaba a lo otro de sí, constantemente, inevitablemente. La palabra “Diferancia” es crucial en la propuesta de Derrida.

En 1995 Derrida escribió un devoto adiós a su amigo Levinas, recientemente fallecido (A-Dios, escribe el deconstructor). En ese texto Derrida afirma que la obra de Levinas requeriría siglos de lectura. Resistir la complejidad, la profundidad y la interconexión infinita de cualquier texto: capacidad de resistir lo otro de nuestro pensamiento, de vivir sin los asideros del principio de identidad. Esa me parece una pulsión fundamental de la obra de Derrida, la cual, dóxicamente, nos pide una extraordinaria generosidad como lectores, como escuchadores de propuestas filosóficas. Esa mística apertura al otro, al rostro del otro, que Levinas ubicaba en el corazón de la ética, y de la Filosofía toda, podría ser el camino para leer a Derrida, para entrar en “lo Otro” a través de sus enmarañados -aunque creo que honestos- textos. La carne sin fondo del rostro de Derrida podría estar expandida en sus frases, en sus obras. Pero esa carne, en realidad, ya no sería de eso que, en la narración mítica del mítico siglo XX, llamamos “Derrida”. Esa carne, esa cara expandida en frases, sería mucho más. Sería una huella de lo inexpresable. Del Otro del que precisamente habló Levinas.

Algunas de sus ideas

1.- Desconstrucción. Es el método que utiliza Derrida para desmontar los pilares conceptuales de eso que él, entre muchos otros, denomina “metafísica occidental”, la cual, como he señalado antes, se apoyaría en la lógica de la identidad (lo que es es, es igual a sí mismo, y no puede ser otra cosa). En realidad se trataría de de-construir cualquier pilar fundamental del pensamiento, cualquier estructura que se suponga ubicada por encima de otra. Derrida parece consciente de que su deconstrucción es un proceso infinito porque a cada, digamos “derribo”, le sigue una nueva construcción que debe ser deconstruida. Así hasta el infinito. Se podría decir que estamos ante una via negationis cuyo objeto es ubicuo: toda estructura desde la que se diga algo de algo debe ser de-construida, quizás para mantener siempre una ventana abierta a lo otro del lenguaje, a lo otro del pensamiento. Derrida empuja con fuerza hacia los abismos de la Mística, como todos los buenos pensadores: aquellos capaces de observar “desde fuera” su propio pensamiento, y todo pensamiento, y descubrir su mágica inconsistencia, su matriz meta-lógica: su no-verdad estructural (recordemos a Nietzsche… todo es hechizo; hechizo sagrado diría yo). ¿Nihilismo? ¿Empuja Derrida a sentir que el lenguaje es una nada que habla de la nada? Así responde él mismo: “Rechazo de plano la etiqueta de nihilismo. La deconstrucción no es una clausura en la nada, sino una apertura hacia el otro”. La cita la he obtenido del -elegante, brillante- prólogo que Manuel Garrido hizo a la obra Jacques Derrida (Cátedra). Derrida, en cualquier caso, parece querer eliminar aparentes oposiones: esencia/accidente, adentro/afuera, sensible/inteligible. Estamos ante un gigantesco Koan (técnica del Zen cuyo objetivo, como el del Yoga, es disolver cualquier forma que pueda adoptar la mente). Lo curioso es que Derrida no deconstruye eso del “viviente finito” (como esencia del ser humano). Yo he sugerido en alguno de mis textos el término “hiper-vida”. No creo que vivamos ni que muramos. Es mucho más que eso lo que nos pasa. Infinitamente más.

2.- Marginalidad. Derrida analiza todo, escribe sin medida sobre cualquier cosa, evitando, parece ser, los temas clásicos de la Filosofía. Todos los discursos, todos los textos, estarían al mismo nivel, tendrían la misma dignidad, digamos semántica: ninguno es más capaz que otro de decir lo que la Filosofía aspira a decir. Cree Derrida que en los márgenes, en las notas a pie de página, en lo que no se presenta como esencial, está lo esencial. Aquí vemos una cierta contradicción: Derrida no debería elevar lo marginal a lo esencial, porque, según sus propuestas de lectura, ningún texto debe prevalecer sobre otro.

3.- Diferancia. La “a” en lugar de la “e” supone un neografismo de Derrida. Ello le sirve en cierta forma para contradecir a Saussure, el cual puso el habla por encima de la escritura. Para Derrida la escritura no es simple grafismo. Ofrece cosas que el habla no puede ofrecer (como esa “a” de Diferancia que, al menos en francés, no se detecta con el habla). La Diferancia estaría dando cuenta de esa incapacidad que tiene cualquier cosa de ser esa cosa, su irrefrenable dispersión, digamos ontólogica. No cabría, desde Derrida, conocer/decir el ser de nada (onto-logía). Todo se esparce fuera de sí para ser lo que no es. Todo lleva dentro la apertura a lo que no es. Este diferir ubicuo impide obviamente la práctica de una Filosofía que exponga en frases las ideas eternas, las esencias eternas. Ya no habría un cielo protector, ya no habría quizás un Cosmos. ¿Qué habría, según Derrida? Creo que la respuesta sería “lenguaje”, pero “lenguaje en sí” (aquello que sea el lenguaje más allá, liberado, de lo que el lenguaje es capaz de decir de sí mismo). ¿Eso innombrable sería “lo femenino”? ¿Sería esa matriz, esa nodriza impensable de la que habla Platón en su Timeo?

4.- Hay un texto especialmente sugerente en el océano de frases que segregó Derrida. Lleva por título Khôra (1993) y parece homenajear a dos pensadores: Jean Pierre Vernant y Platón. Una cita del primero preside la escritura de Derrida. En ella Vernant, en nombre de los mitólogos, pide a los lingüistas, a los lógicos y a los matemáticos “el modelo estructural de una lógica que no sería la de la binaridad, del sí y el no, una lógica distinta de la lógica del logos”. Derrida parece recibir el encargo y vuela por, digamos el “texto absoluto”, hasta llegar a un paraje, a unos párrafos, del Timeo de Platón. Él mismo lo delimita: 48e-52a. Ahí Platón habla, con cierto brillante temblor de buen filósofo, acerca de un tercer principio del universo: una especie de nodriza que no sería ni sensible (accesible a los sentidos) ni inteligible (pensable, accesible a la lógica). Leamos a Platón, por invitación de Derrida: “Por tanto, concluyamos que la madre y receptáculo de lo visible devenido y completamente sensible no es ni la tierra, ni el aire, ni el fuego ni el agua, ni cuanto nace de éstos ni aquello de lo que éstos nacen. Si afirmamos, contrariamente, que es una cierta especie invisible, amorfa, que admite todo y que participa de la manera más paradójica y difícil de entender de lo inteligible, no nos equivocaremos.” (Gredos, traducción de Mª Ángeles Durán y Francisco Lisi).

5.- Tengo la sensación de que ese receptáculo que fascina a Derrida es el “lenguaje en sí”. Un lugar donde todo es posible. Una nada de fertilidad/sobreabundacia infinitas, capaz de dar vida a cualquier tipo de lógica. Una nada que empapa todas las frases escritas, que finalmente serían castillos de arena:  si son derribados (deconstruidos) y si se escarba en la arena de la que están hechos, aparecerá siempre el agua del mar, lo transcendente, la matriz: Kôhra. Una hembra. ¿El Tao? Y ese mar innombrable e impensable, omniabarcante, primigenio y final, estaría vivo, en movimiento. Movimiento ilógico, parece. Derrida se muestra consciente de la fuerza de arrastre que tienen las corrientes de ese mar prodigioso. En La retirada de la metáfora afirma, confiesa: “De cierta forma -metafórica, claro está, y como un modo de habitar- somos el contenido y la materia de ese vehículo: pasajeros, comprendidos y transportados por la metáfora.” Unos párrafos más adelante Derrida, atento a su propio pensar/escribir casi como si no fuera suyo, afirma: “Con esta proposición voy a la deriva”.

¿Quién/qué empuja el pensar/escribir humano? ¿Cabe contemplar ese fenómeno desde “fuera”?

No estoy seguro, pero tengo la sensación de que Derrida quiere elevar el lenguaje a la divinidad, sublimarlo en la aseidad de Dios; y que por eso lo quiere “limpiar” de toda forma. Veo un intento de abrir en ese magma impensable -el lenguaje, la escritura si se prefiere- caminos a la transcendencia, para que diga lo que no puede ser dicho, para que facilite la experiencia de lo no experimentable… hasta ahora (?). Ampliar el pensamiento hasta lo infinito (la deconstrucción sería quizás una guerra contra toda finitud conceptual) y ampliar el sentimiento humano fraternal también hasta el infinito. Estaríamos ante una ética radical en la línea de Levinas.

Parecería que Derrida, con ese de-construir apasionado, serio e hiper-culto, estaría buscando en el propio lenguaje lo otro de lo que el lenguaje -hasta ahora- parece haber dicho. Recordemos a Wittgenstein [Véase]: “Nada se pierde por no esforzarse en expresar lo inexpresable. ¡Lo inexpresable, más bien, está contenido -inexpresablemente- en lo expresado!”

¿Quiso Derrida sentir entre las manos de su cerebro esa sustancia mágica que, según Wittgenstein, inexpresablemente, estaría contenida en cualquier texto?

David López

 

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Filósofos míticos del mítico siglo XX: Jean-François Lyotard

 

 

Lyotard (1924-1998). Le veo como un desbrozador de sendas a la transcendencia, como un contemplador maravillado del gran espectáculo “biológico” de las diversas especies discursivas que conviven en eso que sea “la sociedad humana”. Y me parece un brillante pensador. El brillo en el pensamiento tiene algo sublime, siempre, porque refleja lo que el pensamiento mismo no es capaz de pensar.

Lo sublime. Kant en su Crítica del juicio (primera sección, libro segundo) afirmó que un ancho océano enfurecido por las tormentas es un espectáculo horripilante; y que para sentir lo sublime ante ese espectáculo había que tener el ánimo colmado ya con algunas ideas. Yo creo que lo sublime es lo que siempre tenemos delante, la realidad pura y dura que se presenta en cada momento. Recuerdo que Jaspers [Véase], con cinco años, cogido de la mano de su padre, frente al Mar Báltico, contempló lo transcendente, lo sublime. Las ideas, en general, finitizan, doman el impacto brutal -y sagrado- de lo sublime.

Lyotard estudió y comentó la Crítica del juicio de Kant; e intentó actualizarla desde la perspectiva del inefable arte que ocurrió en el siglo XX. Creo que merecería la pena que alguien estudiara estos vínculos con rigor y con profundidad. Me refiero al vector Kant-Arte del siglo XX-Lyotard.

La Filosofía radical, tal y como yo la entiendo, y la venero, trata de mirar a lo sublime ubicuo e hiper-real. Y lo encuentra por todas partes.  La Mística sería la experiencia de saberse Eso sublime, esa Nada Mágica y descomunal. Lyotard vio en el arte del siglo XX un intento serio de expresar lo sublime, entendido como lo que transciende cualquier concepto, cualquier idea, cualquier limitación (digamos, desde Kant, cualquier “belleza”). Creo que a Lyotard le hubiera gustado que yo hubiera elegido una obra de Barnett Newman para cubrir el cielo de este texto. Y creo que es relevante el hecho de que este pintor estudiara Filosofía en Nueva York. Suya es la idea de que el impulso de los artistas es el regreso al jardín del Edén. Ellos serían, según Barnett Newman, los primeros hombres. Otra vez. Digamos que los artistas querrían recobrar la pureza previa a la ingestión de los frutos del árbol del conocimiento (el árbol de los conceptos).

Lyotard. La postmodernidad. Se suele hablar de “pensamiento débil”. Yo creo que estamos ante un pensamiento fuerte, tan fuerte como para resistir la inconmensurabilidad.

Aprovecho para recomendar un lúcido y vigoroso artículo de Félix Duque: “El paradigma postmoderno”. Está incluido en esa gran obra colectiva que se titula El legado filosófico y científico del siglo XX (Cátedra) y que ya he recomendado muchas veces. En ese artículo hay un párrafo que eleva a Felix Duque, y a Lyotard, juntos, a donde no puede evitar elevarse la mirada del filósofo. Leamos:

“Contra el intertextualismo cerrado, pues, Lyotard alude a un stásis, a una detención –y rebelión- subitánea de las cadenas sintagmáticas, para dejar entrever en esa rotura (en ese “rasgo”) lo indecible e irrepresentable: el id, el objeto oculto de todo deseo. Quede a juicio del lector si ese Objeto (como el “Objeto” lacaniano) remite a la vida o a la muerte, o si lo hace simultáneamente a ambas, al ápeiron cantado al alba de la filosofía occidental”.

Una grieta, una ventana, la transparencia de la piel de mis bailarinas lógicas…

La mayoría de los postmodernos son también postestructuralistas. Quizás por eso les parece tan provocativa su propuesta de heterogeneidad de juegos de lenguaje y, por lo tanto, de realidades. Recordemos al segundo Wittgenstein afirmando que las leyes de cualquier juego del lenguaje son vividas por los jugadores como leyes físicas.

Los estructuralistas aspiran a dejarlo todo dictatorialmente sometido a unas leyes ocultas, profundísimas, que lo tienen todo tomado. Unitariamente. Son, como tantos otros, unos monoteístas radicales.

Foucault, en Las palabras y las cosas: “Hoy podemos pensar únicamente en el vacío que ha dejado la desaparición del hombre.” En realidad se refería a una determinada esquematización de nuestra inmensidad. [Véase “Michel Foucault aquí].

Centrémonos en Lyotard. Su obra fundamental es La condición postmoderna. Informe sobre el saber. La escribió por encargo del Conseil des Universités del gobierno de Quebec: un informe sobre el saber en las sociedades más desarrolladas. Año 1979. Ofrezco a continuación algunas ideas de esta obra que me parecen especialmente fértiles (a partir de la edición de Cátedra, trad. Mariano Antolin Rato, 2000):

1.- Las verdades, los sistemas de realidad (como el implícito en la “modernidad”, o en el “proyecto ilustrado-cientista”), son “grandes relatos”, que, si se miden con sus propios criterios, resultan meras fábulas.

2.- ¿Dónde puede residir la legitimación después de los metarrelatos?, se pregunta Lyotard. Y rechaza explicitamente ese consenso obtenido por discusión que propone Habermas [Véase]. Lo rechaza Lyotard porque, según él, “violenta la heterogeneidad de los juegos del lenguaje”. “Y la invención siempre se hace en el disentimiento”.

3.-Lyotard dictamina la crisis de los relatos legitimadores del saber “valido” con esta sencillez:

“Simplificando al máximo, se tiene por postmoderna la incredulidad con respecto a los metarrelatos. Esta es, sin duda, un efecto del progreso de las ciencias; pero ese progreso a su vez, la presupone”. (P. 10).

4.- La sociedad humana como un cañamazo, un tejido, de múltiples hebras, siendo cada ser humano un lugar por donde pasan y de donde salen millones de partículas lingüísticas, todas ellas fruto de juegos del lenguaje en el sentido del último Wittgenstein: símbolos sin significado “absoluto”. Lyotard dice que la materia social está formada por gigantescas nubes de partículas lingüísticas… y que hoy día, con el gigantesco desarrollo de las tecnología de las comunicaciones, asistimos a una atomización, heterogeneidad total, de juegos del lenguaje (yo creo que hay que hablar de juegos de mundos… con su materia propia).

5.- No hay reglas para todos… solo aquí y ahora… locales… mudables… no se pueden juzgar unos juegos con las reglas de otros… y menos con los juegos del racionalismo… que no puede legitimarse porque él mismo descubre que no es racional.

6.- Lyotard generó un gran revuelo al dictaminar que el discurso de la modernidad estaba desprestigiado, que había que buscar un tipo de justicia basada en el disenso y en la heterogeneidad más absoluta. Su rival más importante fue –y sigue siendo después de la muerte de Lyotard- Jürgen Habermas, el incansable defensor del potencial emancipatorio de la razón iluminista. Lyotard dice que el consenso obtenido por discusión que pretende Habermas violenta la heterogeneidad de los juegos del lenguaje, y “la invención siempre se hace en el disentimiento…” (P. 11)  Lyotard denuncia que ese movimiento para crear orden en todas las jugadas –lo que pretenden Habermas y otros pensadores- siempre produce desorden.

7.- El saber postmoderno hace “más útil nuestra sensibilidad ante las diferencias, y fortalece nuestra capacidad de soportar lo inconmensurable. No encuentra su razón en la homología de los expertos, sino en la paralogía de los inventores.” (P. 11).

8.- Al final del capítulo 2 (que lleva como título “El problema: La legitimación”) encontramos una pregunta decisiva y una respuesta sugerente: “¿Quién decide lo que es saber, y quién sabe lo que conviene decidir? La cuestión del saber en la edad de la informática es más que nunca la cuestión del gobierno”. Me parece crucial el tema de la decisión sobre qué hay que saber, porque saber es ver: se ve lo que se sabe. Los saberes estructuran la mirada.

9.- Lyotard se preguntó quién decide lo que hay que saber… y rechaza el saber impuesto, validado, por el poder: la legitimación del saber, tanto en materia de justicia social como de verdad científica, sería, según este pensador, optimizar las actuaciones del sistema, la eficacia… El saber es saber si es performativo: si es eficaz para el desarrollo del sistema donde se enuncie. Sí… pero, ¿alguien sabe en qué sistema estamos; y si es que estamos en un “sistema”?

10.- Saber narrativo/saber científico. “En origen, la ciencia está en conflicto con los relatos: Medidos por sus propios criterios, la mayor parte de los relatos se revelan fábulas. Pero, en tanto que la ciencia no se reduce a enunciar regularidades útiles y busca lo verdadero, debe legitimar sus reglas del juego. Es entonces cuando mantiene sobre su propio estatuto un discurso de legitimación, y se la llama filosofía” (P. 9.) “Hay, pues, una inconmensuralibilidad entre la pragmática narrativa popular, que es desde luego legitimante, y ese juego de lenguaje conocido en Occidente que es la cuestión de la legitimidad, o mejor aún, la legitimidad como referente del juego interrogativo” (P. 50). “No se puede, pues, considerar la existencia ni el valor  de lo narrativo a partir de lo científico, ni tampoco a la inversa: los criterios pertinentes no son los mismos en lo uno que en lo otro. Bastaría, en definitiva, con maravillarse ante esta variedad de clases discursivas como se hace ante la de las especies vegetales o animales” (P.55). Yo creo, a la vista de las reflexiones de Lyotard, que el saber científico es un saber narrativo, aunque con ciertas singularidades.

Me parece que la frase/lanzadera fundamental de La condición postmoderna es ésta:

“El saber postmoderno fortalece nuestra capacidad de soportar lo inconmensurable”.

¿Qué es “lo inconmensurable”? ¿Aquello que no puede compararse con nada de lo conocido? Mi sensación es que es eso precisamente lo que tenemos delante. Y dentro. Lo real de verdad (la realidad pura y dura) tiene un nivel de misterio y de prodigio y de grandiosidad no conmensurables (no comparables, no medibles) con nada dicho o sabido jamás.

¿Soportar? Relacionarse con lo inconmensurable puede suponer el acceso a una belleza insoportable.

En cualquier caso me parece imposible dar cuenta de la experiencia. De ahí ese temblor, ese desfallecimiento, de la buena Poesía; y de la buena Filosofía.

Pero, ¿cómo nombrar entonces (y por tanto ontologizar) a nuestro ser amado… a nuestros hijos, por ejemplo? ¿No tienen esencia? ¿No tienen realidad en sí, más allá del juego del lenguaje del que surjan como fenómeno puramente mítico, narrativo? ¿Amamos las resultantes fantasmagóricas de unos determinados juegos del lenguaje?

Si es así, nos vemos obligados a venerar, vencidos, a la diosa Vak: a eso que sea el lenguaje. El Verbo ese capaz de crear cualquier mundo, capaz incluso de crear eso que sean nuestro hijos.

Quizás sea un buen momento para proponer una definición del amor en cuanto vínculo con algo:

Sacralización de la mera existencia de algo (sin necesidad de fundamentarla racionalmente, ni míticamente siquiera) y vínculo religioso con esa existencia, de forma que esa existencia es un sol que aumenta la belleza de la luz interior de la conciencia: ese hábitat misteriosísimo.

Ver lo sublime ubícuo, por otra parte, nos abre al amor infinito; esto es: a la sacralización sin límite de todo lo que se presente en la conciencia (y de la conciencia misma).

Otra obra de Lyotard por la que he paseado es Lo inhumano (Charlas sobre el tiempo), 1988. En ella Lyotard da cuenta de una sospecha: “¿Y si, por una parte, los humanos, en el sentido del humanismo, estuvieran obligados a ser inhumanos? ¿Y si, por otra, lo propio del hombre fuera estar habitado por lo inhumano?”. Yo me pregunto, con ocasión de esta sospecha de Lyotard, si esa inhumanidad que puede habitar lo humano (y que según él es anterior a esa educación en la que tanta fe tiene el humanismo) es precisamente lo divino: el creativo y metamoral jardín del Edén (el momento previo a toda in-formación) en el que viven los niños, o al menos algunos niños. Yo sí estuve allí. Doy mi palabra. En la “Notas preliminares” a Lo inhumano recoge Lyotard algunas citas que yo creo que dan cuenta del sentimiento implícito en su hiperintelectualizado pensamiento. Las reproduzco:

Apollinaire: “Ante todo, los artistas son hombres que quieren llegar a ser inhumanos”.

Adorno: “El Arte se mantiene fiel a los hombres únicamente por su inhumanidad con respecto de ellos”.

Básicamente, Lyotard da cuenta de la siguiente paradoja del credo humanista: el ser humano, para serlo, tiene que ser educado, tiene que no ser “natural”, tiene que dejar de ser  lo que es de niño. ¿Y qué es de niño? ¿Un animal? Ese proyecto humanista, según Lyotard, se apoyaría en el terror de la educación: único método “humanista” para hacer posible que el hombre sea tal.

Creo que la mejor educación será aquella que active la “inhumana” magia de los niños, que la haga compatible con la de otros niños-magos, que la sublime en virtud de los valores del respeto, de la elegancia, de la generosidad. En mis textos filosófico-políticos sugiero una sociedad basada en monarcas vinculados entre sí, potenciados entre sí, por exquisitos vínculos éticos (no morales). Sugiero a este respeto la lectura de mi bailarina lógica “Moral” [Véase].

David López

 

 

 

El Apocalipsis, Kitarô Nishida y, una vez más, los desahucios

 

 

Apocalipsis (21, 5): “Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas”.

Recuerdo a los lectores que no soy cristiano, pero que siento fascinación e infinito respeto hacia esa religión.

El Apocalipsis. En realidad no es “el fin del mundo”, sino la profecía de Jesucristo sobre la mutación que va a tener lugar en el mundo. Simplificando: el mundo donde actúa el Diablo, el no-Cristo (es decir, el odio) va a ser sustituido finalmente (después de muchos sufrimientos) por el mundo de Jesús (el mundo del amor).

Con los años voy viendo con mayor claridad que el infierno no es el castigo futuro para el que odia, sino que ocurre simultáneamente al hecho de odiar. Y el cielo tampoco es consecuencia (fruto) del amor, sino que ocurre a la vez. He elegido la pintura que hizo Miguel Ángel en la Capilla Sixtina como posibilidad de visualizar todo ese proceso en un presente eterno, sin secuencia temporal.

Pero “mundo”, a su vez, no es más que una palabra, un sustantivo que designa -y coordina- una determinada combinación de palabras.

Un mundo no es más que una forma de hablar, de pensar, de ser. Cabe hablar-pensar-ser desde el odio (desde la estupidez). O desde el amor (sabiduría). Por eso la Filosofía sólo puede practicarse desde el no-odio. La Filosofía es amor a la sabiduría y, por lo tanto, puede entenderse como amor al amor (al vínculo fascinado con lo otro, a la expansión hacia la inmensidad del yo y del no-yo).

El edificio (el templo) de Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid está lleno de pintadas en las que se leen frases de odio, y de incitación al odio. La antítesis de la Filosofía en un templo de la Filosofía.

Pero sigamos con el mundo, y su posible fin (el Apocalipsis). En el cientismo (religión que me fascina tanto como el cristianismo) se habla también de una especie de cosa gigantesca y ordenada que llaman “universo”. Y de un posible fin (el Apocalipsis físico). Pero me temo que nunca llegará el fin que ellos narran, sino otro, inimaginable por esos poetas. Me refiero al fin absoluto: el fin de su modelo de fin.

Tengo la sensación creciente de que en realidad no estamos en ningún universo. Los físicos -no todos ciertamente- han confundido el sumatorio de sus -nunca demostradas ni demostrables- hipótesis con lo que de verdad hay, con lo serio. Kitarô [Véase]  dedicó los últimos años de su vida a pensar “el lugar”. El verdadero “dónde” en el que estamos. Y terminó por ver una Nada (zettai mu). Una Nada gloriosa, por la inmensidad de su vientre infinito, que hace posible todo lo que existe (los mundos). Ahí estamos, no en un mundo, no en un universo. Pero soñamos en “mundos”, es decir: en conjuntos de palabras… ¿Qué son las palabras más allá de sí mismas, más allá de la palabra “palabra”? [Véase “Lenguaje“]. Se abre el abismo de infinito misterio. No podemos entrar ahí. Ahora no, mientras queramos seguir siendo seres humanos.

Wittgenstein afirmó en su Tractatus (5.6.):

“Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt”.

Creo que esta frase puede traducirse así: “Los límites de mi lenguaje equivalen a los límites de mi mundo”.  Yo diría lo mismo, sobre todo porque “mundo” no nombra más que un determinado sumatorio de sustantivos y de otras palabras que sirven para relacionar esos sustantivos (esas cosas del mundo… de un mundo, incapaz de ver fuera de sí mismo).

Wittgenstein también escribió en su Tractatus (5.634): “Alles, was wir sehen, könnte auch anders sein.” Una traducción posible: “Todo lo que vemos podría ser también de otra manera”.

Y última cita del Tractatus (5.641): “Das philosophische Ich ist nicht der Mensch, nicht der menschliche Körper, oder die menschliche Seele, von der Psychologie handelt, sondern das metaphysische Subjekt, die Grenze- nicht ein Teil der Welt”. Traducción que sugiero: “El yo filosófico no es el hombre, o el alma humana de la que se ocupa la Psicología, sino el sujeto metafísico, el límite -no una parte del mundo-“.    Ese “yo filosófico”, que es el que se activa cuando practicamos el prodigio de la Filosofía (y que es nuestro yo más fabuloso), estaría fuera del mundo, poniendo, siendo, los límites del mundo.   No estaría por tanto afectado ese yo filosófico por el Apocalipsis. A él -al “yo filosófico” del que habla Wittgenstein- no le afectaría el fin del mundo. Ningún fin del mundo. Esos “espectáculos” (los mundos) se presentarían ahí, en lo objetivo. Schopenhauer utilizó la palabra Vorstellung, que puede traducirse como “representación”, o “imaginación”, o incluso como “obra de teatro”.

Apocalipsis. Fin del mundo. Dolor. Las destrucciones duelen. Y duelen mucho, aunque no afecten a nuestro yo filosófico (que no siempre está despierto). Sueños de pareja que se rompen, casas que hay que abandonar: mundos rotos, abandonados, arrasados.

Vuelvo al tema de los desahucios. Sé que una casa puede ser un mundo, un trozo de nuestra alma, un templo. Para mí lo es mi casa. Y me dolería enormemente tener que abandonarla. Asistimos en vida a muchos Apocalipsis. Yo los he padecido, varias veces. Y las que me quedan. El mundo entero se cae y nuestro ser es aplastado sin piedad. El dolor es inmenso, un desproposito existencial, una absurda crueldad de Dios o de la Materia o de la Nada. Pero, sorpredentemente, tras todo Apocalipsis huele a Génesis, a lluvia sobre hierba seca, a horizonte encendido con el amanecer. Y nace otro mundo. Y, braceando en nuestro naufragio, llegamos a islas inimaginables: una sucesión de nacimientos y muertes cuyo encadenamiento me parece cada vez más perfecto, como si efectivamente una inteligencia extrema lo moviera todo con sus metafísicas manos de poeta.

Dolor. Solidaridad. En mi texto sobre los desahucios hubo una frase que no supe destacar lo suficiente. Es ésta:

“Todos somos grandes señores. Monarcas que se vinculan entre ellos desde el amor y el respeto, que se exigen más a sí mismos que a los demás, que no piden… pero que están dispuestos a ayudarse entre sí, a ofrecer una mano cálida y fuerte en la oscuridad. Por amor, sin más.[…]”.

La filósofa Mónica Cavallé y psicóloga Ana Escobar (dos corazones sublimados por la inteligencia y la delicadeza), al leer mi texto sobre los desahucios [Véase], me pidieron más calor, más énfasis en la solidaridad, en la misericordia. También lo hizo el filósofo Francisco Martínez Albarracín, otro corazón encendido. Espero que en las líneas que voy a escribir a continuación se note la influencia de estas personas, de estas manos:

Una mano humana, tendida en la oscuridad del dolor, en la oscuridad del fin del mundo (un desahucio puede ser el fin de un mundo), es Jesucristo mismo, entendido como calor, como amor, como impulso hacia arriba. Hacia arriba, siempre hacia arriba. Manos tendidas. Pero cuidado (y tengo presente al Nietzsche de la Genealogía de la Moral): que sean manos que activan la grandeza del que es ayudado, que presupongan su salud primordial, que no envenenen, que no inciten al odio (a la estupidez). Manos que amen, pero de verdad. Manos enamoradas de la condición humana.

Amor. El nuevo mundo “de jaspe pulimentado” del que habla el Apocalipsis. Los seres humanos podemos llegar a convertirnos en una prodigiosa red de manos fuertes y cálidas, dispuestas siempre a estrecharse en los momentos de más dolor, de más oscuridad. Emilio Lledó, con razón, denunció  “[…] esa deleznable falacia de que el hombre es un lobo para el hombre.”. Suscribo esta denuncia; y sugiero la lectura de la crítica que hice de una antología de varios de sus artículos. [Véase aquí].

Y por amor hacia el hombre sigo sintiendo que es indigno decir (y decirse) que alguien es “un parado”, o un “empleado”. Y sigo sintiendo que nadie debe aferrarse a una casa, incumpliendo sus obligaciones. No se puede vivir con riesgo cero, con sufrimiento cero. Es insano, debilita, denigra. Los discursos que legitiman el bloqueo de los desahucios no son solidarios con la grandeza humana. En realidad se trata de -bienintencionadas, no lo dudo- manos de palabras cuya piel inocula inconscientes venenos lógicos.

Kitarô Nishida. El lugar. ¿Dónde estamos realmente? ¿Dónde vivimos realmente?

Creo que estamos en una casa inembargable. Y para no olvidarnos de ella, para no dejar de sentir, cada día, su fabulosa luz, sus muros infinitos e inamovibles, conozco dos eficacísimos caminos: la Meditación (que deja en silencio el infinito) y la Filosofía (que ama tanto el infinito como los mundos que ocurren en él).

Pero lo cierto es que, como dice el Gita, mientras estamos en Maya, mientras nos lo creemos como real, duele mucho lo que aquí ocurre. Es en Maya, y en sus tinieblas, donde necesitamos manos, cálidas, fuertes… pero que fortalezcan, que eleven. Las vamos a necesitar. Porque viviremos muchos Apocalipsis. Y muchos Génesis también.

David López

Sotosalbos, a 3 de diciembre de 2012.

 

Filósofos míticos del mítico siglo XX: “Kitarô Nishida”

 

 

Kitarô Nishida. La Escuela de Kyoto.

Esa escuela -que brilló a partir de los años veinte del siglo veinte-  fue en realidad un templo de la Filosofía. Y de la Religión con mayúscula. Es lo mismo. Allí se escucharon y se analizaron y se refertilizaron ideas de todos los mundos (todos en realidad ubicados en el mismo “lugar”), siempre desde la fascinación hacia lo otro de lo que se presenta como verdad terminada, sin miedo a lo que hay (Filosofía y miedo son conceptos incompatibles). De ahí el gran rechazo que los marxistas de vuelo bajo sintieron por aquel templo.

La Filosofía -dijo Hegel en cierta ocasión a un alumno- no es más que una forma consciente de Religión. La Filosofía y la Religión, según este impactante pensador alemán, buscarían lo mismo: buscarían simplemente a Dios. En el caso japonés la imbricación -incluso la identidad- entre Filosofía y Religión tardó mucho en deshacerse, si es que se deshizo en algún momento. De hecho, la propia palabra “Filosofía” -en japonés tetsugaku–  fue creada, digamos artificialmente, por Nishi Amane en el siglo XIX (época de la restauración Meiji, de la apertura a eso de “Occidente”).

Kitarô Nishida, en cualquier caso, terminó por olvidarse de si estaba filosofando o no y dirigió su mirada hacia lo que no puede ser pensado: “el lugar” “la nada” que hace posible todo lo existente, el “eterno ahora” que es Dios o Buda… o mejor Nada (Zettai-Mu).

Si Religión y Filosofía son difícilmente separables en el pensamiento-sentimiento japonés, creo que hay que tener presente cuál es la pulsión religiosa originaria de este sorprendente pueblo isleño. El nombre que se le puso (tardíamente) a esa pulsión, a ese primigenio sentimiento global, fue Shin-to (el camino de los dioses). Me parece fascinante que esa Religión no se hubiera puesto nombre a sí misma: que se viviera en ella (en esa “Religión”) como en una matriz silenciosa, un “lugar” ajeno a la semántica: matriz/lugar como fuente de toda semántica (de todo pensamiento). El nombre “Shin-to” se puso desde el chino, ya en plena Edad Media europea, y lo hicieron sus seguidores para diferenciarse del budismo extranjero (indio y luego chino).

Todos los seres humanos viven en una realidad que dan por válida (Lebenswelt diría Husserl), en la que sueñan, vibran, odian, aman. En algunos lugares a esa matriz final la llaman “mundo” o “lo que hay”. También en ocasiones se pone nombre a esa totalidad y a la forma de estar en ella. Shin-to fue uno de esos nombres.

Octavio Paz en su preciosa obra Vislumbres de la India, definió el hinduismo como una “boa metafísica”: capaz de devorar, sin inmutarse, si dejar de ser ella misma, todo tipo de dioses extranjeros. Creo que la boa japonesa tiene mejor hígado que la india. Y el efecto de esa prodigiosa capacidad de digestión es también sorprendente: la identidad sigue casi imperturbable: hay una especie de código genético cultural (omnívoro) que resiste lo que le echen.

Shin-to significa “el camino de los dioses”, como expresa diferenciación del “camino del Buda”. En esta “religión” se sacraliza la naturaleza entera (aunque no estoy seguro de que eso que nosotros entendemos por “naturaleza” sea lo que se entendió por tal en los orígenes de la civilización japonesa). Sea lo que sea eso de “naturaleza”, el Shin-to la siente hiperpoblada por dioses: los kami (algunos puramente locales, algo así como genios del lugar… digamos hadas, etc.). El Shin-to tiene también dioses de más tamaño y poder, como por ejemplo Amaterasu (la diosa del Sol). Maravillosa. Estamos ante una religión -una matriz absoluta- donde además se rinde culto a los antepasados, todo dentro de un jardín infinito e inmanentísimo donde lo sagrado rezuma por todos los rincones. Recuerdo una impactante referencia que Aristóteles hizo a Tales de Mileto: “para Tales de Mileto todo está lleno de dioses”. Es el animismo: la conciencia ubícua y la ubícua magia.

Mi madre, Julia Pérez, llevó parte de esa religión a nuestra casa. Julia, en silencio (desde una sincera y serena docta ignorancia), conseguía elevar hasta la materia de nuestra casa el arte japonés del Ikebana: hologramas de la sacra naturaleza: el baile cósmico inmovilizado, irradiando misterio y belleza a mi infancia, a mi jueventud y a buena parte de mi madurez. Belleza sacra recibida de la sacra naturaleza: dos ramas de ciruelo, una piedra musgosa, silencio. Belleza infinita en la nada hiperteísta de la materia.

Japón. Filosofía.

Recomiendo la lectura de la siguiente obra de Jesús González Vallés: Historia de la filosofía japonesa (Madrid, 2000).

En lengua alemana destaca esta obra de Lydia Brüll: Die japanische Philosophie: eine Einführung (Darmstadt, 1989).

Sugiero también, una vez más, esta joya de D.T. Suzuki (el pensador que tanto influyó en Kitarô Nishida): Vivir el Zen (Kairós, Barcelona, 1994).

Otra joya más:  Chantal Maillard: La sabiduría como estética. China: confucianismo, taoísmo y budismo (Akal, Madrid, 2000). No debe uno perderse lo que se siente si se piensa eso de “cabalgar el dragón”.

Y por último, una obra de Kitarô Nishida en español: Pensar desde la nada; ensayos de filosofía oriental (Sígueme, Salamanca, 2006).

El silencio. Es donde estamos. Es el “lugar”. Es lo que somos. Somos el lugar. Y cabe también encontrar ese silencio abisal, sacro, en el interior de todas las palabras, de todos los mundos. El lenguaje es esencialmente silencio. Las palabras son flores de silencio. Y cuando se agrupan para nombrar (para crear en realidad) un mundo, cabe contemplarlas como jardines lógicos plantados en la nada (en Dios si se quiere… en nuestro yo transcendental…). Ikebanas lógicos. Sugiero por el momento la lectura de la palabra “Silencio” en mi diccionario filosófico. Puede entrarse desde [aquí].

Algo sobre su vida

Kanazawa (hoy Kahoku) 1870-Kamasura 1945.

Perteneciente a una antigua familia de samurais. Es un niño enfermizo que necesita especiales cuidados de su madre (la cual era una ferviente budista).

1891. Estudia Filosofía en la universidad de Tokyo. Su pobre salud le empuja a encerrarse en sí mismo. Le salva un hombre sorprendente: Raphael von Koeber (un ruso-alemán, muy tímido, genial, músico y filósofo, con aspecto de profeta, que emigró a Japón con cuarenta y cinco años y que influyó decisivamente en el desarrollo de la Filosofía japonesa del siglo XX). Von Koeber inicia a Kitarô en la Filosofía griega y medieval. También le hace leer a Schopenhauer (el budista de Frankfourt… curioso juego de espejos…) Termina sus estudios con un trabajo sobre David Hume. El hiper-empirista. El filósofo que fue capaz de despertar al grandioso Kant de su sueño dogmático.

1895. Se casa con su prima.

1896. Profesor en su antigua escuela de Kanazawa. Se inicia en la meditación Zen, influenciado por su colega y amigo D.T. Suzuki.

1897. Tras una larga estancia de meditación Zen en Tokyo, y gracias a un profesor, consigue un puesto en la Escuela Superior de Yamaguchi.

1910. Como consecuencia de la publicación de su obra Sobre el bien, se le ofrece un puesto en la universidad de Kyoto. Allí desarrolla su Filosofía y da la vida a la Escuela de Kyoto (Kyōto-gakuha). Esta escuela no fue una institución. Incluso el nombre no está claro si se lo puso un alumno o un periodista. Tema fundamental de la Escuela de Kyoto: la Nada Absoluta.

1920. Kitarô Nishida se traslada a Kamakura. Allí desarrolla su “Lógica del lugar”.

Su tumba está en un monasterio Zen (ubicado en Tokey-ji)… ubicado realmente en la Nada. En la sacra Nada.

Algo sobre sus ideas

– Filosofía y Religión como búsqueda de la verdad. Intento de síntesis entre ambas.

-“Experiencia pura”. Se apoyó en William James [Véase], en Bergson [Véase] y en la mística cristiana. Experiencia pura. Este concepto se refiere al instante mismo de la experiencia en sí, antes de que se sea consciente del dualismo “sujeto que observa-objeto observado”, y antes de que se active el pensamiento, el juicio, la reflexión sobre qué es lo que está provocando esa experiencia. Es la percepción del color, o del sonido, sin más (sin sujeto, sin objeto, si clasificación). Es la experiencia directa y silenciosa de los contenidos de la conciencia. Kitarô desarrolla esta idea en su obra Sobre lo bueno. Recuerda a la Firstness de Peirce: lo que vio Adan en el mismo instante de abrir sus ojos en el paraíso, antes de que Dios le diera instrucciones, antes del lenguaje, del pensamiento y de la moralidad. Pienso también en Schopenhauer y en su “contemplación avolitiva” (que propiciaría especialmente la obra del genio artístico)… un adelanto de la gloria eterna.

– “Autoconciencia” (jikaku). Es la conciencia que de sí mismo tiene el yo transcendental (¿Dios? ¿Buda?). Ese yo se manifestaría en una voluntad absolutamente libre; la cual sería un movimiento creador que no puede ser pensado, pues sería precisamente (esa voluntad libre) aquello que causa la reflexión (sería la fuente de la reflexión). Esa voluntad estaría además relacionada con el “eterno ahora” (eikyu no ima). Oigo ecos de la poderosa metafísica de Schopenhauer.

-“Lógica del lugar”. Un tema fascinante del que me ocuparé intensamente en un futuro próximo. Muchas veces he confesado que para mí la Filosofía se enciende con una pregunta básica: ¿Dónde demonios estamos? “El lugar”. Para Kitarô Nishida decir que algo es algo presupone afirmar que tiene un lugar en “lo general” y, por tanto, presupone estar determinado por la estructura de esa generalidad. Pero tiene que haber, digamos, un continente (no determinado) donde ubicar el ser, cualquier ser. Ese “lugar” sería la Nada Absoluta (zettai mu). “Mu” (“Wu” en chino) son palabras de difícil traducción. En la tradición Zen equivalen a vacío, más o menos. Porque ojo, se trata de un vacío que transpira sobreabundacia. Para Kitarô Nishida el “lugar” (la Nada absoluta en la que estamos) es lo que hace posible todo lo que existe, todo lo que es “algo”. La Nada es el lugar y el lugar es la Nada. Y eso es lo religioso. Eso es lo buscado por la Filosofía y por la Religión. Eso es Buda. Eso es Dios.

Seguiré leyendo y pensando el pensamiento de Kitarô Nishida. Y será para mí un enorme placer compartirlo con vosotros en este “lugar” de la nada de internet.

David López

 

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