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Pensadores vivos: Moisés Naím

 

 

Este artículo está dentro de mi intento de contemplar -y calibrar- eso que sea el pensamiento actual: por así decirlo, los cerebros que estén emitiendo ideas, visiones, incluso sentimientos, con especial fuerza, con especial lucidez. Ahora.

A comienzos de este año leí en el texto infinito que nos envuelve (y que intenta definirnos) que el “poderoso” dueño de FaceBook (Zuckerberg) ha decidido crear un club de lectura. Para ello tenía Zuckerberg que elegir un libro/un autor. Y los agraciados por esa decisión quasi-divina han sido Moisés Naím y su obra El fin del poder. 

He entrado en esta obra con gran interés, a pesar de que no soy asiduo a los ensayos sobre política (o geopolítica, o economía política, o socio-economía-política…).

Y he leído en Internet que Moisés Naím nació en Libia, de padres judíos que emigraron a Venezuela. Que en este país llegó a ser ministro de Fomento. Que ha sido también director del Banco Mundial y director de la revista Foreign Policy. Que se doctoró en el MIT. Que ha recibido el Premio Ortega y Gasset de periodismo… Y él mismo se presenta en la introducción del libro afirmando que conoció y conoce los lugares donde se reúnen los “poderosos” (?): Davos, FMI, Bildenberg, etc. Hay que escucharle.

Sobre todo después de afirmar (tras su experiencia como ministro):

“Tardé años en comprender del todo la lección más profunda que me dejó esa experiencia. Se trataba, como ya dije, de la enorme brecha entre la percepción y la realidad de mi poder. Sin embargo, en la práctica, no tenía más que una limitadísima capacidad de emplear recursos, de movilizar personas y organizaciones y, en términos generales, de hacer que las cosas sucedieran” (p. 13-14 de la edición de Debate, 2013).

Pero pocos párrafos más adelante, tras afirmar que el poder está “sufriendo mutaciones muy profundas”, nos dice Naím:

“De ninguna manera quiero decir que en el mundo no haya muchísima gente e instituciones con un inmenso poder”.

Yo, sin embargo, siento en el corazón de mi inteligencia, de forma creciente y desde hace muchos años, que esos poderes (los “de arriba”) no son poderosos. Ni malvados. Que lo que mueve la voluntad de los “poderosos” escapa a su voluntad consciente. ¿Qué/quién mueve el mundo? Depende de lo que entendamos por “mundo” y por “mover”.

Esta página intenta ser puramente filosófica. Esto significa que cualquier realidad que entre en ella será iluminada, simultáneamente, con todos los focos que yo tenga disponibles. Lo dijo Ortega y Gasset [Véase]: la Filosofía busca una imagen “enteriza” de la realidad. De ahí su imprecisión; y (diría yo) su gran capacidad de abrir bellísimos -y sobrecogedores- horizontes en los lugares más aparentemente confinados por un esquema.

La obra de Moisés Naím es brillante, estimulante, honesta creo; pero no es filosófica. Tampoco lo pretende, aunque, al apoyarse conceptualmente en eso que sea “el poder”, al abismarse en la ontología, acude a alguna cita de Nietzsche y a algún pensamiento aristotélico. También utiliza de forma muy oportuna una expresión de un amigo de Nietzsche (Jakob Buckhart), el cual advirtió del enorme daño civilizacional que pueden causar los “grandes simplificadores”.

Durante la lectura de El fin del poder he estado condicionado por una espera. Esperaba yo que Moisés Naím citara a Michel Foucault, el cual propuso al sueño lingüístico colectivo que nos cohesiona y que nos ilusiona un concepto extraordinariamente lúcido (lúcido aunque siempre dentro de este hechizo fabuloso del que no podemos salir). Me refiero al concepto de “microfísica del poder”. [Aquí se puede leer mi artículo completo sobre Michel Foucault].

Ideas fundamentales de El fin del poder

1.- Fin del poder. Ese es el título de la agraciada obra de Naím. Pero lo cierto es que no encontramos en ella esa posibilidad, ese proclamado final. Sí encontramos la idea de que estamos asistiendo a una degradación y a una mutación del poder: el poder cada vez sería más accesible, más difícil de mantener y más fácil de perder. Las barreras que “los poderosos de siempre” tienen estructuradas para proteger su codiciado poder estarían ahora más amenazadas que nunca. Y esto (que según Naím abre grandes posibilidades a la humanidad) generaría también amenazas que hay que considerar: el caos, la inestabilidad total, la inseguridad incluso física, etc.

2.- ¿Qué entiende Naím por “poder”? Hay un epígrafe concreto en la obra cuyo título es “Pero, ¿qué es el poder?” (p. 37). Y se nos ofrece la siguiente definición: “El poder es la capacidad de dirigir o impedir las acciones actuales o futuras de otros grupos o individuos. O, dicho de otra forma, el poder es aquello con lo que logramos que otros tengan conductas que, de otro modo, no habrían adoptado”. Estamos, me parece a mí, ante una concepción del poder que se concibe exclusivamente como acción hacia fuera. Que los otros hagan lo que queremos. Me temo que eso exige menos fuerza y pericia que conseguir que nosotros ejerzamos poder sobre nosotros mismos. Que nos obedezcamos. El Yoga, por ejemplo, ofrece enormes poderes (siddhi) para ser desplegados en el universo (siempre interior) del yogui. También eso que entiende Naím por “mundo real” es una edición, un modelo, creado en su cerebro (si es que seguimos las concepciones cerebralistas actuales). Y cierto es también que eso que sea el mundo donde ejercer o detener o controlar el poder, nunca dejará de ser otra cosa que una narración, una tradición social (más o menos convincente). El verdadero poder sería la capacidad de destruir o crear mundos enteros. O incluso de conservarlos, una vez reducidos (y sacralizados) con palabras, con sagradas escrituras [Véase “Upanayana”].

(Creo oportuno reproducir aquí un Twitt de Moisés Naím en el que, inducido por la poetisa norteamericana Muriel Rukeyser, parece haber recibido en el alma de su cerebro el impacto de la mirada de la diosa Vak):

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“The universe is made of stories, not atoms” Muriel Rukeyser

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3.- ¿Qué es lo que ha cambiado en ese mundo que Naím tiene por objetivo, exterior? (disculpad por favor este exceso puntual de idealismo berkeliano). Naím habla de una triple revolución, asumiendo el riesgo de proponer una tesis hermenéutica muy forzada, pero que sin duda puede ofrecer muchas posibilidades prácticas. Y utiliza una técnica, digamos “cabalística”, para exponer esa tesis (p.89): revolución del más, revolución de la movilidad y revolución de la mentalidad. Las “tres emes”.

– Primera eme: Más. Naím dice que vivimos en una época de abundancia. Dice que hay más de todomás bienes y servicios, más gente, mucha más, más partidos políticos, más estudiantes, más armas, más medicinas, más… Mucha más gente: dos mil millones más que hace dos decenios. Y se dice que la primera década del siglo XXI, a pesar de la crisis financiera, ha sido “la mejor de todas”: bajada espectacular de la pobreza en los países en vía de desarrollo, un aumento impactante de la clase media mundial (a la vez que se contrae la clase media de los países desarrollados). Se dice incluso que en 2013, en America Latina, “el número de personas que pertenecen a la clase media sobrepasó, por primera vez, a la población pobre”. Y que el 84 por ciento de la población mundial está alfabetizada. Y que hay una rápida expansión  de la población científica.  Y que los seres humanos “gozan ahora de una vida más larga y más saludable que sus antepasados, incluso que los más recientes de ellos” (p.93). Moisés Naím ofrece una clave para entender la degradación del poder: “cuando las personas son más numerosas y viven vidas más plenas, se vuelven más difíciles de regular, dominar y controlar”.

– Segunda eme: Movilidad. Habla Naím de las transformaciones que provoca la migración en las estructuras del poder, y de todo. Y estaríamos ante una migración planetaria con una rapidez y una intensidad nunca conocidas.

– Tercera eme: Mentalidad. Cree Naím que están ocurriendo decisivos cambios en la “mentalidad”, supongo que colectiva: “La inclinación de los jóvenes a poner en duda la autoridad y desafiar al poder se ve reforzada por las revoluciones del más y de la movilidad . No solo hay más personas menores de treinta años, sino que tienen más: tarjetas de llamadas prepago, radios, televisores, teléfonos móviles, ordenadores y acceso a internet, además de posibilidades de viajar y comunicarse con otros como ellos en su país y en todo el mundo” (p. 107).  “La incapacidad de Estados Unidos y de la Unión Europea de cortar la inmigración ilegal o el tráfico ilícito es un buen ejemplo de cómo el uso del poder vía la coacción y la fuerza no da tan buenos resultados” (p. 116).

4.- Apertura a un futuro absolutamente novedoso: “No será la primera vez que esto sucede. En otras épocas también hubo estallidos de innovaciones radicales y positivas en el arte de gobernar […] Ya va siendo hora de que haya otro […] Empujada por los cambios en la manera de adquirir, usar y retener el poder, la humanidad debe encontrar, y encontrará, nuevas formas de gobernarse”.

No parece sin embargo que Moisés Naím, en su optimista apertura a esas “innovaciones radicales”, quiera cuestionarse, por ejemplo, el modelo sociológico, económico (y antropológico) que permite seguir afirmando que existen seres humanos “desempleados”. No cuestiona por tanto el en mi opinión esclavista binomio empleado/desempleado. Tampoco cuestiona los partidos políticos como instrumentos fundamentales para la participación de los ciudadanos en eso de “la Democracia”.

Yo creo que el único camino ascendente para la Humanidad es la desactivación de los discursos de identificación de ser humano con cosas como “Estados”, “Naciones”, “clases sociales”, “religiones”, “ideologías”, “partidos políticos”. Está pendiente una política planetaria basada en el puro humanismo: una red de monarcas absolutos (diamantes ontológicos absolutos) vinculados entre sí por hilos de oro ético. Una política, si se quiere, basada en el amor (Martha Nussbaum, Political emotions: why love matters for justice, The Belknap Press of Harvard University Press,  Cambridge, Massachusetts, 2013).

Lo grande de El fin del poder de Naím es que no solo ofrece un erudito, ordenado y responsable análisis del hipercomplejo mundo humano actual,  sino que es también capaz de llevarnos a un misterioso piso de arriba, a un cuarto de magos donde quizás seamos capaces de crear una sociedad a la altura de lo más alto del ser humano. Será entonces el comienzo del verdadero poder, ejercido dentro de esos diamantes, e irradiado hacia los demás en forma de amor.

Y entiendo por amor un acto de voluntad en virtud del cual el ser humano es contemplado, y es tratado, como un templo sagrado.

David López

* Vuelvo a este artículo ocho años después para recomendar esta entrevista que Adriana Amado realizó a Moisés Naím: 

Entrevista a Moisés Naim. Adriana Amado. 2023

 

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Una metafísica de la violencia

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La imagen que ocupa el cielo de este texto es un cuadro de Caspar David Friedrich titulado Abtei im Aichwald. En él se muestra un templo arrasado. Un ser humano es un templo, sagrado, por lo tanto no profanable. Ese es el principio fundamental sobre el que se construyen los sistemas jurídicos más avanzados del planeta.

Ese templo no deja de serlo aunque esté ideológicamente enfermo. A Bin Laden -ese templo incuestionable, ese “árbol de sangre”- se le asesinó de forma sacrílega. Él lo hizo con muchos más templos, con miles de templos, pero fue coherente con sus -esclavistas, miedosas, emponzoñadas- ideas. Los que le asesinaron y los que ordenaron ese asesinato no fueron coherentes con las suyas, que son justamente las que yo considero como las más avanzadas y más diamantinas de este planeta: los derechos humanos, la salvaguardia de los templos. A nadie se le ocurre derruir una pirámide de Egipto por el hecho de que en ella, o con ocasión de ella, se cometieran atrocidades.

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Pensadores vivos: Paul Davies

 

 

Paul Davies en su libro The goldilocks enigma (Penguin, Londres, 2006) considera la posibilidad de que una fabulosa supercomputadora, ubicada en un universo real,  esté creando ahora mismo para ti, querido lector de esta página, eso que se te presenta como universo, como realidad, como vida, sin serlo propiamente. Y también se teoriza en ese libro la posibilidad de que una consciencia sea creada artificialmente (si que quede claro qué es eso de “consciencia”).

En cualquier caso: ¿Qué es “natural”? ¿Qué es “artificial”?

Una cascada de creaciones artificiales. Según Paul Davies una máquina -máquina- podría estar fabricando nuestro mundo; y, a la vez, desde este mundo, el ser humano podría fabricar máquinas conscientes, con una consciencia similar a la que atribuimos a los seres humanos: evolucionadísimos robots, por simplificar (estamos condenados a la simplificación, al error, al maravilloso hechizo que es la vida).

Paul Davies es un pensador muy interesante -muy estimulante y nutritivo-  que pertenece a una tradición de poetas que trabaja con una determinada alquimia de hechizos lingüísticos, de mitos, de esquematizaciones de “lo real”. Y lo que esa tradición entiende por “universo”, al menos en estos diez últimos años, lo podemos leer en el libro antes citado, el cual, de forma muy didáctica, muy brillante, muy útil -muy “anglosajona”-, ofrece un listado de puntos clave al final de cada capítulo. Ese universo es, obviamente, una fantasía momentáneamente eficaz. Como todos. Pero quienes lo “fabrican” no son supercomputadoras, sino, por así decirlo, poetas de la ciencia. Y en ese poetizar hay sustancias -universales [Véase]- como eso de “Máquina”- que crean enormes despistes, que sumergen en profundísimos sueños dogmáticos. [Véase aquí mi bailarina lógica “Máquina”].

En cualquier caso creo que hay que des-dramatizar la posibilidad de que, efectivamente, estemos dentro de una máquina, que seamos incluso máquinas: que todo sea una red de máquinas, prodigiosas, sagradas, impulsadas por un calor bellísimo: máquinas alejadas por completo del tópico decimonónico (hierros y tornillos); y también del tópico cibernético (ceros y unos y cables y gélidas pantallas).

Una máquina es  una forma de canalizar o de aprovechar una fuerza. Tengo la sensación de que, efectivamente, vivimos en una máquina, y que somos máquinas; y que esas máquinas están diseñadas y movidas desde algo que podríamos llamar simplemente amor: sacralización de lo existente, del fenómeno del “existir”.

Paul Davies hace referencia en su libro a la ya mítica trilogía Matrix, la cual en mi opinión, al menos en su primera parte, presupone un esquema bogomilista (los bogomilos creían que el mundo era obra del Diablo, que el poder estaba en manos del mal, del no-amor). Algo así creen los marxistas puros respecto del mundo capitalista.

¿Dónde estamos? ¿Qué pasa aquí de verdad?

Estamos en algo muy sospechoso: una especie de videojuego en el que a veces se nota en exceso su artificialidad. Pero no dejo de constatar (como intuyó Schopenhauer) que hay algo (¿la Vida? ¿qué es eso?) que trabaja para nosotros mejor de lo que nosotros mismos lo hacemos. Parecería que somos niños dormidos, amadísimos, cuyos padres cuidan desde “fuera” dotados de no sé qué prodigiosos medios “técnicos”. Esos “padres” son capaces de fabricar sueños, mundos, universos, para su amada y dormida criatura. Probablemente Berkeley no estaría muy disconforme con este planteamiento. También vivimos pesadillas. No descartemos que sean también fruto de un amor impensable desde aquí.

Sospecho también que, en algún momento, nos veremos nosotros ubicados en ese lugar, digamos proto-físico (o post-físico si se quiere), creativo, hirviente de amor. Y haremos cosas fabulosas para los seres a los que amamos.

Paul Davies, como muchos de sus co-religionarios, habla de “multiversos”. Sí, cabe imaginar una red de mundos-regalo desplegada en el infinito de la mente de eso que a veces no nos queda más remedio que llamar “Dios”, pero que no es “Dios”. “Dios” es poca palabra, poco concepto, para ese espacio de creatividad y de amor infinito al que estoy intentando referirme. [Véase aquí mi bailarina lógica “Dios”]

Ofrezco ahora algunos lugares que me han parecido especialmente relevantes de la obra de Paul Davis que lleva por título The Goldilocks eningma (las traducciones, muy mejorables, son mías):

1.- Referencia, desde la admiración, a una idea de John Archibald Wheeler: “Mutabilidad”. Según este físico nada sería tan fundamental que no pudiera cambiar en circunstancias extremas, incluyendo las leyes del universo (p. xiii). Creo que cabe sugerir una posibilidad de cambio aún más radical: que no estemos en una totalidad legaliforme, en un algo siempre sometido a leyes (aunque se trate de leyes cambiantes), sino que estemos ( y seamos) algo libre, capaz de crear y habitar mundos ordenados con leyes, pero capaz también de dejarlas en suspenso en cualquier momento. Por otra parte, cabría también ver un cierto fijismo en esa mutación que consagra Wheeler: una mutación que se presenta como incapaz de mutar a una eterna inmutabilidad. Si todo cambia hay algo que nunca cambia: el eterno cambio. ¿Y si hubiera algo fijo, eterno?

2.- “Uno de los hechos más significativos -podría decirse que el más significante hecho- sobre el universo es que somos parte de él” (p. 2).  Se trata de uno de los presupuestos que movilizan la inteligencia de buena parte de los científicos actuales, si bien, como es el caso del biólogo Dawkins, ya empieza a ser imposible negar que eso que se denomina “mundo exterior” o “universo” es algo que ocurre en eso que los científicos llaman “cerebro” [Véase]. Podría por tanto decirse que el “universo” es una parte de nuestro cerebro (otras partes estarían ocupadas por nuestras fantasías, sueños, etc.). Y podría decirse más aún. Si la Ciencia va ofreciendo cambiantes dibujos del universo, vistos todos retrospectivamente se presentan como narraciones, fantasías, leyendas. Y, mientras parecen ser reales, en realidad forman parte de eso misterios que llamamos “lenguaje” [Véase]. Viven ahí, como nosotros; nosotros que, también, vamos siendo cosas cambiantes para ese “observador”, esa permanentemente hechizada consciencia, que tenemos dentro… ¿Dentro de dónde?

3.- Principio antrópico. El efecto “Ricitos de oro”. Davies se apoya en una idea de Brandon Carter, el cual se preguntó qué hubiera ocurrido si las leyes que rigen el universo hubieran sido otras de las actuales. Carter quiso llevar esta pregunta al misterio de la existencia de la vida y, en particular, de ese tipo de vida -la humana- que es capaz de observar la totalidad del universo. Su conclusión fue que una mínima variación en esas leyes, un no tan “fino ajuste” de las mismas, hubiera impedido nuestra existencia (y por lo tanto el prodigio de la, por así decirlo, auto-observabilidad del universo). Dice Davies que Carter creyó que, al igual que el plato de avena que se encontró Ricitos de Oro en casa de los tres ositos, las leyes de la Física están preparadas para la vida. Y Carter llamó a este ajuste “el principio antrópico”. El universo según Davies sería, en cualquier caso, “bio-friendly”.

4.- Las leyes de la Física como divinidades. Dice Davies: “Hoy, las leyes de la física ocupan la posición central de la ciencia; en realidad, han asumido un status casi deísta, frecuentemente citadas como el fundamento de la realidad física” (p. 8). Es cierto. Y es cierto también que los físicos actuales sueñan con encontrar una ley unificada: una sola “diosa”. La buscan porque creen que existe, porque la lógica que domina su pensar les induce a creer que existe esa diosa única, ubicua y omnipotente. Son teólogos.

5.- “Dios”; en concreto. Dice Davies: “En un nivel popular […] Dios es retratado de forma simplista como una suerte de Mago Cósmico, conjurando el mundo en el ser desde la nada y haciendo de vez en cuando milagros para solucionar problemas. Semejante ser está obviamente en flagrante contradicción con la visión científica del mundo. Al Dios de la teología escolástica, por el contrario,  se le atribuye el papel de un sabio Arquitecto Cósmico cuya existencia se manifiesta a través del orden racional del cosmos, un orden que es de hecho revelado por la ciencia. Ese Dios es en gran parte inmune al ataque científico”. Davies está mirando hacia la Diosa-Ley Física. Sería una Gran Arquitecta que se haría a sí misma en el fabuloso orden cósmico. Yo me temo que la realidad está más cerca de la idea del Gran Mago, el cual sería capaz de abarcar a ese “Arquitecto Cósmico” que me parece poca cosa para Dios; y para lo que me parece que hay y que está pasando.

6.- Orden revelado, descrito. En mi opinión eso de “la Ciencia” no revela un orden objetivo, sino que construye un orden aparente a partir de una selección de datos que son obtenidos desde una determinada forma de mirar al infinito misterio que se nos presenta. Se podría decir que ese “Arquitecto Cósmico” es multicéfalo: está formado por varios cerebros en red, sucesivos en el tiempo, que van creando, juntos, una narración que se presenta como “Cosmos”. Y lo es en realidad, porque se trata de una esfera -en el sentido dado a este término por Peter Sloterdijk [Véase]-; una esfera que se fabrica de forma artificial pero muy convincente. No obstante, el propio Davies da cuenta (p. 145) de una nueva realidad (nueva a partir del lanzamiento del satélite WMAP): la esfera/cosmos que parecía, digamos “aquietar” el misterio de nuestro hábitat cósmico, resulta ser solo un porcentaje ridículo del total de eso que se sigue llamando “universo”. Y es que ha aflorado algo nuevo: la “materia oscura” y, también, la “energía oscura”. Dice Davies que nadie sabe qué es eso. Pero tengo la sensación de que la potencia poético-pragmática de los científicos transformarán ese misterio en sistemas ordenados de símbolos matemáticos (con sus correspondientes metáforas en la lengua ordinaria); y que esos sistemas incluso permitirán hacer predicciones que provocarán esa crucial confusión entre los modelos útiles y lo que en realidad hay, lo que en realidad nos envuelve y nos constituye. Modelos que serán sustituidos por otros, sin piedad. Recordemos a Hilary Putnam [Véase aquí] atribuyendo a la esencia de la ciencia ese continuo negar sus propios modelos, esa inestabilidad ontológica tan fabulosa.

7.- Universo virtual. Máquinas. He empezado este artículo haciendo referencia a que Davies (pp. 203 y ss.) considera posible que lo que se nos presenta como mundo sea en realidad una realidad virtual inoculada por una super-computadora que nos estaría controlando desde “otro universo”. Y que también ve técnicamente plausible que nosotros, en cuanto seres humanos, podamos construir seres con conciencia. Cita Davies a Turing y al joven filósofo Nick Bostrom, sin olvidar por supuesto la ya canonizada trilogía Matrix. Más allá de posibles “bogomilismos” (creencias en que el poder está en manos del mal), creo que cabría decir que existe efectivamente una máquina, poderosísima, que nos inocula el mundo. Unamuno la denominó “tradición social”. Muchos filósofos han hablado del “lenguaje”, como algo que nos toma, que nos vertebra, que nos hace mirar de una forma, y hasta nos dice lo que estamos viendo. Nietzsche, en el aforismo 261 de La ciencia alegre, viene a decir que a los hombres en general las cosas se les hacen visibles por el nombre. Y en la India antigua, a través de los himnos del Rig Veda, una diosa -Vak, diosa de la palabra- afirma que habitamos en ella. En varias ocasiones he confesado que mi diccionario filosófico es, quizás, un tratado de teología cuyo objeto es esa diosa que rige incluso nuestro teorizar sobre ella misma. El propio Noam Chomsky [Véase] ha ofrecido también una imagen algo robotizada de lo que es el fenómeno lingüístico: habría una especie de “máquina gramatical” instalada en nuestra mente, la cual condicionaría todo lo que podemos decir: toda posibilidad de decir un mundo y de decirnos a nosotros mismos.

¿Quién/qué controla esa máquina prodigiosa que llamamos lenguaje? [Véase “Lenguaje”]. ¿Son las propias leyes del universo físico que, activadas en mi cerebro material, obligan a que se produzcan unas conexiones neuronales concretas de las que surgen estas frases que estoy escribiendo? Pero resulta que ese universo es a su vez fruto de opciones lingüísticas: es una narración, una preciosa y utilísima leyenda que, quizás, está siendo dictada por algo impensable en el impensable interior de la conciencia humana.

Simplemente por amor. Por sacralización del prodigio de que exista un mundo ante una conciencia. Por sacralización de la Creación y de lo Creado.

La gran mayoría de los científicos -como Paul Davies- participan de ese amor porque está fascinados con lo que van descubriendo en la Gran Obra Maestra del mundo.

David López

 

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Pensadores vivos: Patrick Harpur

Patrick Harpur

 

Patrick Harpur escribió en 2002 un libro que ofrecía, aparentemente, un gran secreto: El fuego secreto de los filósofos. Pero ya su prólogo advierte al lector de que el libro no será “un sendero directo de lucidez apolínea”, sino “un laberinto hermético”: “El secreto que demanda ser revelado de una sola vez, en una visión o en una obra de arte, sólo puede ser expuesto de manera indirecta”.

Esta obra ha sido publicada en español por la editorial Atalanta (2006) y la traducción ha sido realizada por Fernando Almansa Salomó. A esta edición se refieren las citas que realizaré en el presente artículo.

¿Cuál es el fuego secreto de los filósofos? ¿Quienes son esos “filósofos”? La respuesta a la segunda pregunta la ofrece Patrick Harpur con relativa claridad: esos “filósofos” serían los alquimistas y magos cuya casi total extinción inauguró la modernidad en Occidente. A mí me sorprende que se siga hablando de eso de “Occidente”. Es como si fuera imposible desactivar un cierto nivel de aturdimiento intelectual, de reflexión hechizada con leyendas. Y es éste precisamente uno de los grandes temas de los que se ocupa Harpur: las leyendas que, ubicuamente, parecen haber poseído la mirada y la inteligencia humanas. Pero, en cualquier caso, no tengo yo constancia de que este pensador cuestione, al menos de forma explícita, eso de “Occidente”.

La respuesta a la primera pregunta se ofrece de una forma más erótica, en un poético baile de velos que ocultan y subliman el desnudo integral de ese “fuego secreto” que todo ser humano quisiera conocer, dominar… ¿Para qué? ¿Para qué la sabiduría total? ¿Para ser más felices? ¿Es ese nuestro fin primordial? ¿Y si ese estado nos lo ofreciera una pastilla no adictiva y no perjudicial para la salud?

En la primeras páginas de este libro de Harpur encontramos ya lo que parece ser un primer destello del gran tesoro, del secreto fuego de los alquimistas: “El secreto es, ante todo, una manera de mirar”.

¿Qué manera es esa? ¿Es una manera de mirar que incendia lo que mira (o los moldes a través de los que se mira) y que nos devuelve a esa Firstness proto-paradisíaca a la que se refirió el brillantísimo Peirce? ¿Y qué es lo que hay que mirar después? ¿El Ser en su totalidad imparcelable? ¿Ocurrirá entonces que Dios mismo contemplará su propio rostro (su nada mágica) en el espejo de su propia carne imaginaria?

Quizás Harpur está proponiendo -en la línea de, entre otros, su tan citado y venerado William Blake- un desbrozamiento [Véase Karl Jaspers], una desinstalación, de ciertos modelos de mundo que, ostentando aparente objetividad, impiden ver la textura mágico-imaginativa de lo real, de todo lo que se presente como real y que se quiera oponer al mundo de “la fantasía” (entre comillas porque en realidad no habría otra cosa que fantasía).

Lo cierto es que los primeros capítulos de El fuego secreto de los filósofos se atreven a otorgar dignidad ontológica a seres como los elfos, las hadas, los duendes, los ángeles, los alienígenas, los zombis… Todos ellos “dáimones” en realidad; todos ellos, según Harpur, seres que no son ni materiales ni inmateriales: todos ellos intermediarios, uesebés, por así decirlo, entre el mundo “ordinario” (que sería en realidad una fantasía,  una leyenda capaz de auto-ocultarse) y el Otro Mundo, el cual, según Harpur, estaría construido, desde aquí, a partir de arquetipos de “este mundo”.

Para dejar espacio y otorgar legitimidad, digamos filosófica, e incluso “empírica”, a esas realidades “de fantasía” (elfos, etc.), Harpur hace un lúcido y bello esfuerzo:

“Tan fuerte es la literalidad de nuestra visión del mundo que es casi imposible para nosotros comprender que es exactamente eso: una visión, no el mundo. Pero es esa literalidad, con todas sus pretensiones de objetividad en los lugares más insospechados, lo que trataré de desmontar a lo largo de este libro” (p. 93).

Esos lugares insospechados son varias de las teorías que parecen estar nublando eso que sea “la conciencia occidental”. A saber: la teoría de la evolución de Darwin (ojo, no se presenta Harpur como creacionista), los modelos de la física moderna o el historicismo, entre otros. Merece la pena seguir a Harpur en sus mágicos razonamientos, en su heroico intento de recuperar la visión, el fuego, de esos alquimistas que se dice que fueron apartados, aunque no del todo, por la ciencia materialista y panmatematicista que, paradójicamente, huyó de la complejidad (de ahí su éxito, dice Harpur): una ideología deficitaria de formación filosófica que desde el principio no habría sabido distinguir entre lo real (?) y los modelos que van haciéndose de lo real (Harpur cita a Hawking y a Dawkings). Sugiero la lectura de mi artículo sobre Hawking, el cual no es tan cientista como parece [Véase aquí].

Alquimia. El fuego secreto de los filósofos. “Pero el fuego secreto va mucho más allá de la alquimia. Fue un secreto transmitido desde la antigüedad -algunos dicen que desde Orfeo, otros que desde Moisés, la mayoría que desde Hermes Trismegisto- en una larga cadena de eslabones que constituían lo que los filósofos llamaban la Cadena Áurea. Esta augusta sucesión de filósofos encarnó una tradición que nosotros hemos ignorado o etiquetado como “”esotérica””, incluso “”arcana””, pero que sigue discurriendo como una vena de mercurio por debajo de la cultura occidental, surgiendo de las sombras en épocas de inmensos cambios culturales” (pp. 21-22).

Sobre la tradición hermética hay una obra excepcional que necesitó diez años de trabajo de un profesor de Filosofía y de Historia en la universidad de California: Hermetica: The Greek Corpus Hermeticum and the Latin Asclepius in English Translation (Cambridge: Cambridge University Press, 1991), traducción e introducción de Brian P. Copenhaver. Se trata de una obra excepcional que ofrece una traducción de los textos fundamentales de la así llamada “tradición hermética”. En español hay una edición a cargo de Siruela (Madrid, 2000) que cuenta con una admirable traducción de Jaume Pòrtulas y Cristina Serna. Creo que merece la pena traer aquí la última frase del prefacio escrito por Brian P. Copenhaver: “Mi hijo, en particular, se convencerá por fin, cuando vea el libro publicado, de que fueron otros y no yo los que se inventaron el mito de Hermes Trismegisto”.

Mito por tanto. Fantasía que llegó a subyugar la inteligencia crítica del mismísimo Marsilio Ficino, entre otras inteligencias que suponemos acreditadas. La tradición alquímica sería ella misma mítica, legendaria, subyugante, y sería además el mito (esa cosa indefinible) su materia secreta, su fuego secreto.

En cualquier caso esa secreta tradición parece otorgar un poder excepcional a la imaginación, la cual, como bien habría visto Karl Jung, estaría siempre necesitada de arquetipos, de modelos. Sin ellos la imaginación sería impotente. ¿De dónde vienen esas formas que son necesarias para crear, para ver, mundos? ¿De dónde vienen los mitos que parecen serlo todo en el mundo humano? Levì-Strauss [Véase aquí] parece que se atrevió a acercarse a esta pregunta extrema. Él llegó a afirmar que los propios mitos se pensaban a sí mismos en los seres humanos (y el ser humano, como mito, habría que disolverlo para poder avanzar en la ciencia). ¿Quién/qué debería entonces realizar esa labor de disolución?

Lanzo ahora una respuesta más, una pincelada más, a otra pregunta. Me refiero a la pregunta de cómo es esa forma de mirar que parece coincidir con el fuego secreto de los filósofos. En mi opinión se trataría de contemplar, fascinados, la textura siempre legendaria de “lo real”. Y fascinarse también con sus transparencias: esas membranas que permiten atisbar lo que ya no es exactamente “mundo”, sino hábitat, matriz, sostén, origen y final, de todo “mundo”, entendiendo como mundo cualquier leyenda que haya conseguido tomar una conciencia.

Membranas que, según la Alquimia, creo yo, serían la extensión secreta de nuestras más secretas e invisibles manos: podemos transformar el mundo porque podemos transformarnos a nosotros mismos. La clave: una cirugía en nuestros ojos, quizás operando previamente nuestro corazón (amor, sentido de lo sagrado) y nuestra mente (lucidez filosófica… un pleonasmo).

Mi diccionario filosófico [Véase] puede ser considerado como una enamorada exposición de “transparencias”, de palabras-conceptos que luchan para que no se haga evidente su nada. Y su textura imaginativa. El mundo sería “nuestra” imaginación, “nuestra” representación. Schopenhauer inicia su magna obra así: Die Welt [El mundo] ist meine Vorstellung. “Vorstellung” es traducible como representación, imaginación, obra de teatro. ¿Quién dirige esa obra? ¿Quien la contempla? Schopenhauer dice que siempre tú, querido lector. Tú. Sí, ¿pero quién/qué eres tú en realidad?

Volvamos a Patrick Harpur: Membranas, dáimones, seres del Otro Mundo que entran y operan en éste. Patrick Harpur se ocupa con brillantez y erudición de esas realidades fronterizas (ángeles también, y vírgenes, y genios de los arroyos o de los árboles). Yo tengo la sensación de que todo, absolutamente todo lo que vemos, es fronterizo, daimónico. Así lo expresé en mi texto sobre la Cábala [Véase].

Y especialmente fronterizos me parecen los seres humanos, si se les mira, si se les escucha, des-esquematizamente, liberados de la caja sistémica donde les solemos coleccionar. Todos los seres humanos me parecen poseídos por algo inefable. Hay que escucharlos. Son chamanes que no saben que lo son. No solo hablan ellos cuando ellos hablan. No saben lo que dicen. Ni yo tampoco. Y es que nuestro hablar está tomado por lo que no es accesible al conocimiento puramente “humano”. Dice Harpur: “En cierto sentido, cada persona es Otro Mundo para las otras” (p. 88).

Siempre que se habla con alguien se está entrando en contacto con “El Otro Mundo”. Levinas diría que, a través del inefable rostro del otro ser humano, se entra en contacto con Dios [Véase Levinas].

En cualquier caso, creo que siempre que se mira en silencio cualquier rincón de “lo real” se accede a ese “Dios”, entendido en sentido metalógico [Véase aquí]. No así la televisión, la cual demoniza Harpur expresamente en su libro, y de la cual se confiesa adicto: son imágenes muertas, falsas, sin alma. Quizás por eso sientan tan mal si se las contempla en exceso. Curiosamente eso jamás ocurre si se contempla en exceso lo que no es televisivo, lo que no es puramente arquetípico (falso).

Comparto ahora una serie de notas que he tomado en distintos lugares de esta obra de Harpur (El fuego secreto de los filósofos):

1.- Los “sidhe”. Harpur se apoya en Lady Augusta Gregory, la cual describía a los sidhe de la tradición irlandesa como seres que cambian de forma: “[…] pueden mostrarse pequeños o grandes, o como pájaros, animales o ráfagas de viento” (p. 26). O también, dice Harpur, como hados o hadas. Parece que lo que hay, que es innombrable, se ofrece a encarnar cualquier sustantivo, cualquier nada lingüística. Tengo la sensación de que la mirada filosófica no cosmizada (no sometida a filtro, a ideas) termina por ver lo que hay como un gigantesco sidhe. Harpur agrupa los sidhe y todos lo demás seres “imaginarios” dentro del concepto de  “daimon”.

2.- El destierro de los dáimones. “El destierro de los dáimones en Europa empezó con el cristianismo” (p. 31). Creo que merece hacer referencia a uno de los más bellos cuentos que Margarite Yourcenar incluyó en su obra Cuentos Orientales. Me refiero al que lleva por título “Nuestra señora de las golondrinas”. Harpur (p. 32) ofrece un testimonio parecido al de Yourcenar, y que aparece en los Cuentos de Canterbury: “[…] la mujer de Bath describe cómo fue enviado un ejército de frailes […] para bendecirlo todo, bosques, ríos, ciudades, castillos, salas, cocinas y vaquerías […]”. Creo que “bendecir” es, simplemente, “decir bien”. Aquellos vehementes frailes eran algo así como un ejército de informáticos que querían apuntalar un mundo, en el sentido de narración, en el sentido de sistema ordenado de sustantivos.

3.- “Somos organismos fluidos que pasamos fácilmente de este mundo al otro, de la vida a la muerte” (p. 59). ¿Qué es “el Otro Mundo” según Harpur?

4.- El Otro Mundo. “[…] quiero examinar el reino en el que se dice que habitan los dáimones: el Otro Mundo” (p. 60). En mi opinión, desde el mito cerebralista-materialista actual cabría decir que esos seres “de fantasía” tienen un solo hábitat: el cerebro -no bien equilibrado- de quien cree en su existencia. Sugiero la lectura de mi artículo sobre el cerebro [Véase aquí]. No hay que confundir el cerebro “en sí”, con el modelo que él mismo se hace de sí mismo. Ese modelo sería una más de las fantasías que ese lugar misterioso es capaz de crear.

5.- Entrada al Otro Mundo. P. 61: Harpur habla de lugares que se suponían “puertas” de entrada a lo que no es ya este mundo. Habla del Purgatorio de San Patricio, en una cueva de una isla en el lago Derg (condado de Donegal, Irlanda). Y en la página 65 dice esto: “Pero, desde luego, existen hombres y mujeres daimónicas que pueden entrar a voluntad en el Otro Mundo”. Y también esto: “El Otro Mundo empieza donde termina éste”. Una frase que recuerda al primer Wittgenstein [Véase aquí]: “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”.

6.- Más sobre el Otro Mundo. P. 70: “El Otro Mundo, que nos rodea por completo, nos parecería un paraíso terrenal si simplemente limpiáramos “”las puertas de la percepción””, como dice Blake, y viéramos el mundo como realmente es, “”infinito””. Cabe no obstante preguntarse si la infinitud presupone la infinita belleza, o, más bien, el infinito horror.

7.- Imaginación como fundamento de la realidad “en la Florencia renacentista, y nuevamente entre los románticos ingleses y alemanes tres siglos después” (P. 72). Harpur parece ubicar esta metafísica en el corazón mismo de la tradición hermético-alquimista que custodiaría ese “fuego secreto de los filósofos”.

8.- “Todo está lleno de dioses”. P. 77. Harpur trae a su narración esta famosa frase atribuida a Tales de Mileto. Dioses y dáimones serían lo mismo: no del todo algo, no del todo nada.

9.- Los arquetipos. P. 79. Harpur cita las categorías a priori de Kant y las formas de Platón. Pero se apoya sobre todo en Jung, el cual habría otorgado personalidad a los arquetipos, y habría dicho que “se manifiestan como dáimones”. Hay otra cita de Jung: “Todo lo que sabemos es que sin ellos parecemos incapaces de imaginar […]. Si nosotros los inventamos, lo hacemos según moldes que ellos nos dictan” (p. 80).

10. Dáimones. El Otro Mundo. Los sueños. Dice Harpur: “Todos tenemos acceso cada noche al Otro Mundo mediante el sueño. Como los dáimones que contiene, el Otro Mundo de los sueños es movedizo, escurridizo y ambiguo” (p. 83).

11. “[…] el mundo en el que imaginamos que estamos es sólo una de las muchas maneras en que el mundo puede ser imaginado” (p. 88). De acuerdo. ¿Son mis hijos entonces seres imaginarios? ¿Podrían desaparecer si yo cambiara de mito, de filtro del infinito? Quizás. Pero el amor requiere algo existente que sea amado. El amor apuntala, ontologiza radicalmente el objeto amado. Volveré a este tema crucial al final del presente artículo.

12.- Física nuclear. Partículas subatómicas como dáimones. “Recapitulemos: los dáimones habitan otro mundo, a menudo subterráneo, que interactúa fugazmente con el nuestro. Son materiales e inmateriales, están y no están, son con frecuencia pequeños, siempre evasivos y de formas cambiantes; su mundo se caracteriza por las distorsiones de tiempo y espacio y, sobre todo, por una incertidumbre intrínseca” (pp. 103-104). “Incluso una mirada superficial al neoplatonismo, al gnosticismo y a la alquimia revelará una manera de imaginar que puede empezara resolver el dilema de los físicos nucleares. Pues tratan una realidad que puede estar ahí o no; que es subjetiva u objetiva (o quizás ambas cosas); que es literal y metafórica; que, si está ahí, sólo puede ser imaginada, y si no está, se imagina que está y por lo tanto, en otro sentido, sí que está; que es evasiva, ambigua, borrosa, que es, en pocas palabras, una realidad daimónica” (p. 108).

13.- Un dios oculto en el libro de Harpur: Hermes. Y un consejo: algo así como conócete a ti mismo pero, sobre todo, “qué ideas, que dioses nos gobiernan para que no gobiernen nuestras vidas sin que seamos conscientes de ello. Por ejemplo, el dios que está detrás de este libro es probablemente -justo es advertirlo- Hermes” (p. 123).

14.- Los mitos. Vivimos, todos, inevitablemente, en mitos. ¿Pero qué son esas “cosas”? ¿Palabras? ¿Lenguaje? Pero, ¿qué es el lenguaje “en sí”, fuera de lo que esa palabra es capaz de decir de sí misma? [Véase “Lenguaje”]. Harpur se refiere así a la posibilidad de teorizar sobre los mitos: “[…] la teorías sobre el mito son en sí mismas otras tantas variantes del mito, re-narraciones en el lenguaje del momento, aunque éste sea una jerga psicológica difícil de tragar. El mito, como la naturaleza, ofrece amablemente la “”prueba”” de la verdad de cualquier teoría que queramos mantener; pero esa teoría acabará refluyendo en las historias primigenias que giran a través de la tierra como grandes corrientes oceánicas” (p .126).

15. ¿Y entonces? ¿Estamos perdidos en la nada caótica de los mitos? “Sin embargo, en ningún caso los problemas pueden ser resueltos, porque no son problemas, sino misterios. Los mitos nos dicen que vivamos sin resoluciones, en un estado de tensión creadora con nuestra doble dimensión” (p. 133). Se refiere Harpur, creo, a nuestra imaginaria doble ubicación en lo que algunos mitos consideran “este mundo/el Otro Mundo”, o “Mundo celestial/Mundo inferior”. Pero no hay explicación. Todo es misterio. Creo oportuno mencionar ahora a María Zambrano [Véase aquí], la cual, con excepcional coherencia filosófica, vio la esencia misteriosa de lo real. Respecto a esa “tensión creadora de la que habla Harpur, sugiero la lectura de mi bailarina lógica “Tapas/Sufrimiento creativo”. [Véase aquí]. A este fenómeno, digamos “alquímico”, se refiere Harpur en la página 151: “Nos guste o no, sufrimos la enfermedad, el duelo, la traición y la angustia en medida suficiente. El secreto es utilizar esas experiencias para autoiniciarnos. Sin embargo, habitualmente se nos induce a buscarles remedio en lugar de sacarles provecho para autotransformarnos”. ¿No será ese el verdadero “fuego secreto de los filósofos”?

16.- La alquimia. La magia. Cita Harpur a Jung, el cual habría afirmado que la tarea oculta de la Obra (alquímica) sería “liberar a la materia de la opacidad del literalismo” (p. 227). Sí. Pero si se levanta el velo del literalismo (de confundir lo real con lo que se dice de lo real) entonces no queda tampoco eso de “materia” [Véase aquí “Materia“], sino, más bien, esa Nada prodigiosa sobre la que intentó filosofar, entre otros, Kitarô Nishida [Véase]. Esa Nada Mágica que algunos no tendrá problema en denominar “Dios”.

Concluyo con un tema crucial al que me he referido brevemente en el punto 11 de estas notas: el amor. Si el mundo en el que vivimos es un mito, una leyenda, una de las infinitas (?) formas posibles de imaginar un mundo, entonces mis hijos carecen de solidez ontológica. Son y no son, como los dáimones, como todo lo que se presenta como existente en mi conciencia. Creo entonces que el amor sería una fuerza capaz de solidificar existencias, encarnarlas, sublimarlas en el reino de lo indubitable: sacarlas del tembloroso muro de la caverna de Platón y llevarlas al luminoso y eterno cielo que pensó este filósofo.  El amor otorga la eternidad a lo amado. También el odio, que es lo contrario al amor, otorga esa eternidad a lo odiado, si bien confina en la eterna idiotez y en un, estúpido, infierno eternizado.

Yo haría cualquier cosa en mi taller alquímico interior con tal de que mis hijos -y otras muchas personas a las que amo sin límite- no se diluyeran en un magma onírico-imaginativo. Cualquier cosa. Se dice que Dios creó el mundo -un mundo, un solo mundo- por amor. ¿Qué amaba Dios antes de crear el mundo? ¿No será que crea un mundo en el interior de un ser al que ama (el “ser humano”), un mundo que, finalmente, condenaría a su “portador” a un inevitable paraíso final?

Gracias queridos amigos por vuestra lectura, desde tantos países del mundo.

David López

 

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Pensadores vivos: Michel Hulin.

 

 

Michel Hulin publicó en 1993 un libro excepcional: La mystique sauvage (Paris, PUF). En España fue editado por Siruela y cuenta con una exquisita traducción del francés llevada a cabo por María Tabuyo y Agustín López.

La mística salvaje, tal y como la entiende Michel Hulin, toca el nervio crucial de mi pensamiento, de mi sentimiento y de mi Filosofía toda. Yo tuve en Lyon una experiencia de “mística salvaje”. Este acontecimiento crucial en mi vida puede leerse [Aquí].

Michel Hulin fue profesor de Filosofía en la universidad Paris-Sorbonne entre 1981 y 1998. Ha estudiado especialmente de la filosofía india, pero el texto del que me voy a ocupar aquí transciende ese ámbito civilizacional y se asoma con potencia y con brillantez a lo que ya no es siquiera “humano”: la mística salvaje. No olvidemos que eso de “humano” es un sustantivo, un símbolo tribal, un confinamiento imprescindible. Buena parte de mi trabajo filosófico consiste en ampliar, dilatar, des-socializar en lo posible eso que somos: otorgarle (o, mejor, devolverle-reconocerle) una dignidad, un tamaño, que por ejemplo la sociología le niega. Nadie es “uno” y hace “dos” con otro. Somos un sacro infinito, irreductibles a ninguna aritmética, a ningún modelo psíquico o social. La experiencia mística -salvaje o no- permite conocerse, ser consciente de la inmensidad que se es.

Ofrezco a continuación algunas de las ideas que ofrece Michel Hulin en La mística salvaje (las citas se refieren a la edición española realizada por Siruela en 2007):

1.- William James [Véase aquí] y sus conferencias de 1901-1902 sobre las “variedades de la experiencia religiosa”. Michel Hulin reconoce que a partir de ahí “se han multiplicado los estudios consagrados a los diversos aspectos del misticismo, y nuestro conocimiento del fenómeno místico ha aumentado de forma considerable, al menos en extensión. Pero, ¿se ha afinado en la misma proporción nuestra comprensión íntima del fenómeno?” (P. 9). Michel Hulin cree que no, pues ve una escisión entre dos corrientes de eruditos que se ignoran y desprecian entre sí: la del historiador que “está como prisionero de las codificaciones psicológicas, teológicas, etc., que los grandes místicos utilizan inocentemente para dar forma a su experiencia y comunicarla a los otros”; y la de quienes, apoyándose en una tradición que arranca en el siglo XIX “trata de interpretar la experiencia mística siguiendo el hilo conductor de la patología mental” (p. 10). Y esta escisión, esta imposibilidad de diálogo, sería una ruina para la inteligibilidad misma del fenómeno místico. Michel Hulin es un filósofo: quiere ver, saber, qué es eso de la experiencia mística ( o, al menos, qué no es).

2.- Lo salvaje. Afirma Michel Hulin que es salvaje aquello que “surge espontáneamente, por oposición a lo que debe ser cultivado” (p.12). Habría por tanto que distinguir entre mística salvaje y místicas religiosas: “por una parte, una forma fundamental, en bruto, siempre igual a sí misma puesto que expresa ciertas posibilidades esenciales del espíritu humano; antihistórica, pues; y, por otra, una serie de variaciones sobre un mismo tema, definidas por la valoración de ciertos aspectos del tema básico en función de condiciones históricas determinadas, siempre nuevas” (Ibíd.)

3.- Mística y “estados modificados de conciencia” (EMC): “Sólo revestirán, a nuestros ojos, un significado místico aquellos EMC en los cuales el sujeto experimenta la impresión de despertarse a una realidad más elevada, de atravesar el velo de las apariencias, de vivir por anticipado algo semejante a una salvación” (pp.14-15)

4.-La beatitud como contenido del éxtasis místico. Creo que merece la pena transcribir ahora una cita algo extensa de Michel Hulin: “El enfoque que seguimos aquí implica dos aspectos. Por un lado, trataremos de mostrar que el valor propio del fenómeno místico, a saber, su poder de revelación, es indisociable de ese lado “patológico” que invoca el reduccionismo para desmitificarlo: si el místico accede, en ciertas condiciones, a una realidad de orden superior, no es “a pesar” de ese aspecto de su experiencia que comparte con los neuróticos o los delirantes, sino a través de él, y, por decirlo así, gracias a él. Esto implica que algunas estructuras del estar-en-el-mundo “normal”, “mentalmente sano” o “no alterado” conllevan de hecho un significado negativo y que la destrucción de esas estructuras, a través del desarreglo mental que prepara el éxtasis, recibe el estatuto de una “negación de la negación”, restituyendo una positividad latente. Ese positivo oculto, que se revela aprovechando la crisis extática, toma la forma de una beatitud que constituye el verdadero contenido del éxtasis, su núcleo inmutable del que nada, en el contexto de la experiencia, permite dar cuenta” (p.16). Se me ocurre sugerir que esa “beatitud” es una felicidad que se descubre como realmente eterna, subyacente, inamovible.

5.- “Freud, Romain Roland y el sentimiento oceánico”. Así se titula uno los capítulos de La mística salvaje de Michel Hulin. En él leemos la fascinación de Freud por Romain Roland a pesar de que el fundador de psicoanálisis (siempre tan cientista y recalcitrántemente decimonónico) redujo el fenómeno místico a un desequilibrio psíquico.  Fue Romain Roland, al parecer, quien inventó la expresión “sentimiento oceánico” para nombrar la experiencia mística. Freud admitió como imposible reconocer en sí mismo semejante sentimiento. Freud era un hombre frío, muy confinado en las exigencias algorítmicas de una inteligencia demasiado disciplinada. ¿Siempre? Parece que no. Michel Hulin rescata una frase de Freud escrita en 1938 (un año antes de morir): “Misticismo, la oscura autopercepción, más allá del Yo, del reinado del Ello.” Y se pregunta el propio Michel Hulin: “¿Habría ahí, en Freud, un indicio de descubrimiento tardío de una dimensión oculta del Ello?” […] “En el caso de que Freud hubiera terminado verdaderamente por pensar que la entidad situada “más allá del Yo” constituye una forma superior de ipseidad, el conjunto de las afirmaciones sobre el alcance del fenómeno místico se presentaría bajo una luz diferente” (p.58).

6.- “Paraísos e infiernos artificiales”. En el capítulo que lleva este nombre Michel Hulin se ocupa con singular brillantez de la relación entre la Mística y las drogas: sustancias que permiten cruzar una frontera “quizás prohibida” (p. 87). ¿Por qué prohibida? ¿Por quién? Michel Hulin cree en cualquier caso que “parece difícil expulsar la experiencia de la droga del campo de la mística, al menos en su versión “salvaje.” Todas las características localizables” en las formas espontáneas del éxtasis, o que parecen tales, se encuentran en efecto aquí: lo súbito, el extrañamiento radical, la sensación de ser  sustraído al curso normal del tiempo, la certeza intuitiva de haber entrado en contacto con una Realidad de ordinario oculta, la alegría superabundante, la serenidad, el maravillamiento. Pero esto no hace sino reforzar, volver todavía más intolerable para la razón, la paradoja de la que hemos partido: las experiencias más elevadas accesibles al hombre traducirían solamente la acción mecánica, o más bien química, sobre el cerebro de sustancias identificables, sintetizables, negociables” (pp. 101-102). Y cita Michel Hulin a De Quincey como “primero de una serie de exploradores ingenuos”, el cual, al parecer, gritaba: “Yo poseía el secreto de la felicidad, y ese secreto, sobre el que los filósofos habían disertado durante tantos siglos, se desvelaba de golpe. La felicidad podía comprarse en adelante por unas monedas; se podían ver encerrados éxtasis portátiles en un frasco de una pinta; la paz del espíritu se expediría por galones, por medio de un trámite”. Pero Michel Hulin sale rápido a desactivar esta euforia y escribe a renglón seguido: “Sin embargo, muy pronto debía desencantarse. ¿Por qué? ¿Cuál es la cara sombría de la droga y, ante todo, por qué implica necesariamente una cara sombría?” (P.102) Michel Hulin nos los explica así: “¿Cómo comprender entonces que la droga pueda también -y con mucha más frecuencia- hundir el espíritu en la angustia, volverlo miserable y, para terminar, arrastrarlo a la decadencia? Es que el gusano está escondido en el fruto, a saber, en esa certeza irradiante de “haber comprendido todo”, en esa manera de sentirse volar por encima de la condición humana. En realidad, no se tiene más que la ilusión de haber comprendido y no se ha superado la condición humana más que en la imaginación. No es que el discurso que la droga suscita en la estela inmediata de su rapto sea necesariamente engañoso -más adelante, trataremos, por el contrario, de establecer su validez fundamental- , pero es un discurso histriónico y sacrílego por prematuro” (pp. 108-109). “La droga deja vislumbrar al hombre lo que “podría” llegar a ser, pero lo hace siempre en el modo alucinado, escamoteando a sus ojos la inmensa distancia que todavía le separa de esa inmensa versión de sí mismo. Abandonarse a la droga es pues, en cierto sentido, vivir a crédito. Es disfrutar en lo inmediato alegrías a las que no se tiene derecho, que no se han “merecido”. Pero todo se paga.” (P. 109). Y cierra Michel Hulin este interesante capítulo con una inquietante pregunta: “Todo induce a pensar que la humanidad que ya crece bajo nuestros ojos tratará, más que nunca, de lanzar a su vez una mirada por encima de la valla del Jardín del Edén y que las prohibiciones, políticas, ideológicas u otras, no pesarán mucho frente a tal deseo. Si, por desgracia, no se hace nada para canalizar ese previsible desencadenamiento, la droga tendría todas las posibilidades de ejercer una vez más, y a una escala jamás alcanzada, sus terribles poderes de justicia inmanente. ¿Será ella la Némesis del siglo XXI?

7.- Expansión salvaje de la mística salvaje. Michel Hulin concluye su obra así (de nuevo una cita larga que creo que merece la pena transcribir): “El problema planteado por la mística salvaje es pues, ante todo, de orden cultural e histórico. Allí donde grupos sociales homogéneos -tradiciones iniciáticas o iglesias- han sabido poner a punto, generación tras generación, técnicas de inducción y códigos de desciframiento de la experiencia extática, el fenómeno “mística salvaje” no aparece prácticamente, o se encuentra confinado en zonas marginales de la existencia individual o social. Así ocurrió, por no hablar más que de Occidente, en el marco de la cristiandad entre el siglo XII y el siglo XVII. Reaparece, en cambio, desde el momento en que los códigos se desvanecen y pierden su eficacia. Es lo que se produce en todos los períodos de transición histórica y de crisis religiosa. Es lo que sucede actualmente, en un grado de profundidad y una escala que, según parece, la historia no había nunca conocido con anterioridad. Está ahí como un desafío al pensamiento filosófico y religioso. Una cosa es lamentarse por la actual explosión del sentimiento oceánico en sus formas más bastas, y otra concebir los diques y canales capaces de contener mañana su expansión salvaje”.

8.- El niño de seis años que se desmayó ante un exceso de belleza. Trae Michel Hulin a su libro la experiencia que tuvo Ramakrishna de niño ante la belleza de un cielo monzónico, cuyo azul prodigioso lleva en sánscrito el nombre de Niila. El niño vio una bandada de grullas blancas atravesando ese azul. Y cayó al suelo. Contó luego que había sentido una alegría sofocante. Ve Michel Hulin aquí los elementos de la mística salvaje: “lo súbito de la experiencia, una cierta desproporción entre su intensidad y la aparente banalidad de la señal que la desencadena, la misteriosa efusión de felicidad que la corona” (p. 13).

Todos los seres humanos hemos experimentado la sensación de belleza. Imaginemos que esa sensación se pudiera multiplicar por un millón: obviamente caeríamos desmayados. Creo que Ramakrishna simplemente vio. Vio lo que hay, y lo que hay tiene una belleza insoportable, letal si la contempla demasiado tiempo. Solo cabe acceder a pequeños destellos.

Creo que por eso existe la ignorancia (ese prodigio del que es especialista la Filosofía): para no diluirse en la Belleza Infinita, para seguir siendo algo aparentemente finito.

David López

 

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Pensadores vivos: Peter Sloterdijk

 

 

Peter Sloterdijk (Karlsruhe, 1947) es un pensador que, desde hace varios años, me ha acompañado en muchos de mis solitarios desayunos ante los indecibles horizontes de Castilla, la Vieja. Me ha acompañado Sloterdijk, sin materia, desde la pantalla de mi ordenador, sentado él en un sofá de dos plazas colocado frente a otro sofá gemelo en el que siempre estaba mi tan admirado Rüdiger Safranski. Las dos plazas restantes las ocupaban los pensadores invitados. Me estoy refiriendo al programa Philosophisches Quarttet (ZDF). Este programa se dejó de emitir en 2012, pero gracias a YouTube se pueden rescatar muchas de sus emisiones, supongo que ya por los siglos de los siglos. ¿O no? ¿Qué sustituirá a eso de “Internet”? ¿Adónde vamos?

La obra de Sloterdijk me provoca un gran interés, a pesar de que este pensador legitima plenamente a Rajneesh-Osho como gran figura espiritual del siglo XX. Llega incluso Sloterdijk a considerar que Rajneesh-Osho como el Wittgenstein de la religión. Una afirmación para mí completamente inaceptable. Sí comparto con Sloterdijk la fascinación por Nietzsche, por Deleuze [Véase] y por Foucault [Véase]. A Heidegger [Véase] le considera el filósofo más relevante del siglo XX y le ubica al nivel de Nietzsche, Hegel y Platón. Yo tengo mis dudas. 

Me parece en cualquier caso decisiva, grandiosa y crucial esta pregunta de Sloterdijk: “¿Adónde venimos cuando venimos al mundo?” Esta pregunta fue tratada con especial profundidad por Kitaró Nishida [Véase]. Él habló de una Nada prodigiosa. Pero no de una desesperante nada de corte materialista-existencialista.

Esa Nada sería nuestro hábitat real — y a la vez nuestra esencia —: una “nada relativa” diría Schopenhauer, que es tal en cuanto que no es nada de lo que se conoce, de lo que es de este mundo, de lo que se puede incluso imaginar desde este mundo. Diríamos que su inmensidad revienta por dentro cualquier sustantivo, o cualquier sistema organizado de sustantivos. Una Nada sacra y sacralizante que es más de lo que cualquier ‘algo’ puede ser jamás. Ahí es donde estamos. Y eso es lo que somos. Me parece a mí.

Ofrezco unas breves reflexiones sobre algunas ideas de algunas obras de Sloterdijk. Estas ideas las he extraído básicamente de su obra capital: la trilogía Esferas. Las citas que aparecen en el presente texto se refieren a la edición alemana de Suhrkamp (Frankfurt am Main 1998). También haré referencias a un diálogo entre Sloterdijk  y Hans-Jürgen Heinrichs publicado en 2001 bajo el título Die Sonne und der Tod [El sol y la muerte]. Mis citas se refieren a la edición española de Siruela (Madrid 2003), la cual ofrece la traducción de German Cano. 

Estas son algunas de las ideas de Sloterdijk que burbujean por el momento en eso que sea mi mente (las traducciones de la trilogía Esferas, siempre muy mejorables, son mías):

1.- La metáfora de las esferas.

Esferas está compuesta por tres libros, tres metáforas esféricas: Burbujas, Globos y Espumas. Esferas… Serían hábitats geométricos artificiales — digamos míticos— pero imprescindibles para la vida humana. Creo que debe prestarse especial atención al prólogo que Sloterdijk ofrece como puerta de entrada a su trilogía, y en el que recuerda la famosa inscripción que, según se dice, se podía leer en la entrada de la academia de Platón: “Manténgase alejado de este lugar quien no sea geómetra”. Sloterdijk termina su prólogo afirmando que él redactaría así el cartel de entrada a su trilogía: “Manténgase alejado quien no esté dispuesto a elogiar la transferencia y a rechazar la soledad”.

2.- Transferencia [Übertragung]. Y Filosofía.

Oigamos a Sloterdijk en Burbujas (Primera parte de su trilogía): “De los excedentes del primer amor, el cual se desprende de su origen para, recomenzando libremente, avanzar en otro lugar, se nutre también el pensamiento filosófico, del que debe saberse especialmente que es un caso de transferencia de amor al todo. Nada ha dañado tanto el pensamiento filosófico como esa patética reducción temática que con razón y sin razón se basa en modelos psicoanalíticos. Por el contrario, hay que insistir en que la transferencia es la fuente formal de los procesos creadores, los cuales dan alas al éxodo de los seres humanos hacia lo abierto. No transferimos tanto incorregibles afectos [unbelehrbare Affekte] a personas extrañas, como tempranas experiencias espaciales a nuevos lugares y movimientos primarios a escenarios lejanos. Los límites de mi capacidad de transferencia son los límites de mi mundo” (p. 14).

3.- Estar en lo inmenso.

Así termina Burbujas: “De este modo cambia otra vez el sentido de En; teniendo en cuenta las guerras de globalización y los avances técnicos que darían su carácter a nuestro siglo, Ser-En significa: habitar lo inmenso. Kant había enseñado que la pregunta con la que el ser humano se asegura su lugar en el mundo debía ser: ¿Qué podemos esperar? Tras las des-fundamentaciones [Entgründungen] del siglo XX sabemos que la pregunta suena así: ¿Dónde estamos cuando estamos en lo inmenso?” (Burbujas, p. 644).

3.- Vida, construcción de esferas y pensamiento como distintas expresiones para lo mismo (Burbujas, p. 12). Me viene a la cabeza el comentario que Vivekananda hizo al segundo Yoga-Sutra de Pantañjali. Vivekananda afirmó en su ineludible obra Raja-Yoga (Ramakrishna-Vivekananda Center, Nueva York 1956) que el Yoga busca la eliminación de las formas de la mente, llamadas en sánscrito “Writtis” (literalmente “burbujas”). La eliminación de esas burbujas permitiría la contemplación de nuestro verdadero yo, el que es eterno, omnisciente, todopoderoso, libre… Cabría incluso confundirse, identificarse, con unas burbujas concretas de las que se forman en nuestra mente: identificarse con el yo ‘artificial’, el yo pensado, construido, burbujeante… Pero: ¿Quién/Qué fabrica esas burbujas tan hechizantes? Si, según Sloterdijk, la vida y el pensar y el construir esferas (burbujas) es lo mismo, ¿no podría apuntar el Raja Yoga a un estado de conciencia carente de vida?

4.- Esferas II (Globos).

Dice Sloterdijk: “Si te tuviera que expresar en una sola palabra el motivo dominante del pensamiento europeo en su época metafísica, dicha palabra solo podría ser: globalización”. “Tener un lugar en la Naturaleza significa, ahora, a partir del encuentro entre Ser y Círculo, tener un lugar en una gran bola, sea central o periférico” (Globos, pp. 47-48). Parecería, no obstante, que Sloterdijk fomenta una salida de cualquier modelo de “gran bola”: la libertad y el vuelo del pensamiento y del sentimiento humanos hacia “lo abierto”: lo no abarcado por geometría alguna, terrenos vírgenes para… ¿Crear nuevas esferas?… ¿Siempre por transferencia de ese primer amor sentido dentro del seno materno?

La Edad Moderna como cambio de situación cósmica del hombre. El modelo antiguo, según Sloterdijk, consideraba al planeta Tierra como la cloaca del cosmos en cuyo centro final estaría el infierno. Sloterdijk señala que la antigua imagen europea de mundo  sería “infernocéntrica”. Copérnico habría emancipado la Tierra, la habría sacado de esa miserable situación central. La Era Moderna, a diferencia de lo sostenido por Freud, no habría herido el narcisismo del ser humano al proclamar que la Tierra no era el centro del universo. La herida, según Sloterdijk, habría venido de la “incesante expansión del mecanismo, en detrimento de la ilusión del alma” (El sol y la muerte, pp. 187-193). Una humillación producida por las máquinas. 

Desaparición del firmamento, de la imagen de universo-contenedor. Según Sloterdijk la historia de las ideas en Europa habría dejado el globo terráqueo solo, en mitad de lo indefinible, del caos. Se perdería así “el confort del contenedor”, “la idea confortable de habitar en una casa bien organizada para todos”. Sloterdijk cree que con estas pérdidas — motivadas por las “evidencias” de la Ciencia — se “agudiza el problema de adónde vamos realmente cuando nosotros venimos al mundo”. Yo creo que creemos que venimos a la leyenda que nos cuenten los que nos acojan al nacer. Las leyendas serán nuestra comida, nuestra segunda matriz nutricia, en este caso puramente lógica. Esas leyendas quizás puedan ser ubicadas en una Biología, en un gran sistema secretor de fantasías. Pienso en una síntesis entre Levi-Strauss [Véase] y Humberto Maturana.

Máquinas enemigas del hombre. Sugiero aquí la lectura de mi aún no bien perfilada bailarina “Máquina” [Véase]. Yo creo que todo mundo (en cuanto conjunto ordenado de sustantivos) es una fantasía poética, una máquina poética, capaz de encajar en la primera definición que de máquina ofrece la Real Academia Española: “Artificio para aprovechar, dirigir o regular la acción de una fuerza”. Esa fuerza es la ilusión humana (ilusión de grandes placeres futuros, alcanzables, programables). Y es también el Eros. Ambos (Ilusión y Eros) requieren siempre un mundo montado y dado por real, una estructura de ideas ya convertida en cielo, algo que amar, un foco al que dirigir ‘nuestra’ energía. Cualquier arte-facto (si es que son obra del hombre, si es que son artificiales) sería un producto de esa gran máquina ilusionante, erotizante. No creo, por otra parte, que haya diferencia ontológica entre lo que Sloterdijk llama “máquina” o “mecanismo” y lo que llama “Naturaleza”. Bailarinas lógicas. La magia de Vak.

La globalización. “La globalización actual es la consecuencia del movimiento del capital especulativo que circunda la tierra bajo la forma de noticias a la velocidad de la luz. De ahí que este tipo de globalización equivalga a una suerte de destrucción del espacio. El concepto de globalización actual tiene, pues, connotaciones amenazadoras, por mucho que sea alabado por los retóricos del neoliberalismo como una gran oportunidad para la humanidad (El sol y la muerte, pp. 196-197). No veo yo claro que exista realmente algo novedoso en la historia de la humanidad que deba ser denominado “globalización”. En cualquier caso, Sloterdijk parece ser un filósofo del espacio, como Heidegger lo fue del tiempo. El problema es que no es fácil detener nuestra inteligencia en qué sea exactamente eso de “Espacio” o “Tiempo”. Son dos realidades que se presuponen, pero que no se pueden pensar, ni mirar, ni sentir siquiera, por mucho que leamos a Kant. E, incluso, a Newton.

4.- Esferas III (Espumas).

Según Sloterdijk este tercer libro ofrece “[…] una teoría de la época actual bajo el punto de vista de que la vida se despliega de forma multifocal, multiperspectivista y heterárquico. Su punto de partida está en una no-metafísica y no-holística definición de la vida: su inmunización ya no puede ser pensada con los medios de la simplificación ontológica, del resumen en la pulida bola total. Si la Vida opera sin límite formando múltiples imágenes espaciales, no es solo porque cada mónada tiene su propio medioambiente, sino más bien porque todas están entrelazadas con otras formas de vida y están compuestas por incontables unidades [de vida]” (Espumas,  pp. 24-25).

“La alegre imagen mental [Denkbild] espuma nos sirve para recuperar postmetafísicamente los descubrimientos premetafísicos del mundo” (Espumas, p. 26)

5.- El seno materno.

Según Sloterdijk los seres humanos vienen “de dentro”, y vienen demasiado pronto. En la medida en que son criaturas entregadas al éxtasis del mundo, los seres humanos quedan marcados por su nacimiento prematuro y por su inmadurez. “Las madres humanas conceden a sus descendientes un mecenazgo biológico al poner a su disposición sus propios cuerpos como refugios originarios, o a modo de un arca íntima, una ciudad previa a la ciudad; es más, incluso, como yo trato aquí de mostrar, como un cosmos previo al cosmos”. “¿Cómo puedo arrojar luz sobre el hecho de que tengamos que vérnolas con la sustitución de una forma pequeña relativamente maternal por otra forma más grande, relativamente no maternal? Y es que, a decir verdad, nunca podemos tener constancia del momento en el que comenzó a despuntar nuestra propia vida”. Ese misterioso momento estaría, según Sloterdijk, “lejos del recuerdo lingüísticamente organizado […]”. La más importante de todas las tesis filosóficas sería, para Sloterdijk: “el hombre viene al mundo”. Las citas anteriores pueden encontrarse en las páginas 199-201 de El sol y la muerte

6.- Biotecnología.

Sloterdijk considera la idea de que la creación, digamos, ‘natural’, fuera obra de un Dios chapucero, y se remite a teologías mediterráneas de los siglos II. y IV. a.C. “A partir de ese momento resultaba factible la idea de que lo existente podía haberse creado de la mano de un Dios chapucero […] Los modernos ingenieros genéticos argumentan aquí, dicho sea de paso desde una posición de fuerza, pues ellos pueden con toda razón apuntar al hecho, que los hombres aquejados de enfermedades hereditarias no representan buenos ejemplos de un arte divino de creación. Si estos hombres son simples productos defectuosos de una mano azarosa, ¿por qué no han de ser legítimas a priori las medidas encaminadas a la compensación del azar? […] Los cabalistas fueron los primeros a los que quedó claro que Dios no era ningún humanista, sino un informático. Él no escribe textos, escribe códigos. Quien pudiera escribir como Dios, daría al concepto de escritura un significado que ningún escribiente humano ha entendido hasta el momento. Los genetistas y los informáticos escriben ya de otra manera. También en este sentido ha comenzado una época poshumanística” (El sol y la muerte, pp. 133-136).

En 1999 Sloterdijk generó una polémica en Alemania con ocasión de su posicionamiento respecto de las cuestiones éticas que plantea la ingeniería genética. Ante la posibilidad de que el ser humano sea “chapucero” en sus obras, en la creación de sus “homúnculos”, propone Sloterdijk una moratoria; algo así como un tiempo prudencial para que la tecnología se desarrolle lo suficiente. Es interesante la forma cómo Sloterdijk conecta este debate con los clásicos debates teológicos. Los monoteísmos creacionistas considerarían que Dios despliega la Creación de forma perfecta, que no cabe la chapuza. Otras líneas teológicas sí considerarían la posibilidad de dioses chapuceros. La ingeniería genética convertiría de alguna forma al hombre en un Dios que podría mejorar las “chapuzas” que hace la Naturaleza (enfermedades hereditarias, v.gr.) pero que, a su vez, aun siendo ya Dios,  tendría que tener cuidado con sus propias chapuzas. Sí considera Sloterdijk que estamos en el fin de una civilización, de un mundo, y el comienzo de otro (una síntesis entre Naturaleza y tecnología). Y considera como fecha decisiva para ese cambio la clonación de la oveja Dolly (el primer mamífero clonado a partir de una célula adulta; 1996).

7.- Un conocimiento “extrafilosófico, preferentemente poético o mítico”.

“De ahí que Esferas sea, en términos generales, y a pesar de sus rasgos narrativos e imaginativos, una empresa que no descuida la argumentación y que no puede renunciar a tomar parte en el envite que se desarrolla en la cúspide de esa pirámide legitimadora de los juegos de la verdad” (El sol y la muerte, p. 202). Sloterdijk parece estar desplegando lo que María Zambrano [Véase] llamó “razón poética” (ya desplegada explícitamente por Nietzsche, entre otros, e inconscientemente por todos). En cualquier caso, creo yo, no habría posibilidad de salir de la gramática, de ese infinito reglado del que habla Chomsky [Véase]: ahí dentro — en el infinito modulado por la Gramática — debería ocurrir, si ocurre, que sea dicho lo que es, lo que hay, lo que pasa, y a quién le pasa, y dónde le pasa: que acontezca, por fin, el advenimiento de una semántica perfecta: que alguien diga el Ser. Hegel lo intentó.

8.- ¿Dónde estamos?, se pregunta Sloterdijk con genuino temblor filosófico.

Vuelvo a los primeros párrafos de este texto. Kitaró Nishida [Véase] se ocupó con brillantez de “la lógica del lugar”. Y propuso la expresión Zettai Mu. Estaríamos en la Nada, sí, pero esa nada superaría cualquier “algo” pensable o imaginable.

9.- Cuerpos sociales vertebrados por los grandes medios de masas como conjuntos dispuestos a autoexcitarse.

“Es precisamente aquí donde cabe cifrar la misión del filósofo en la sociedad […]: demostrar que un sujeto puede ser interruptor de la información, y no un simple canal de transmisión que sirva de paso a las epidemias traumáticas y oleadas de excitación. Los clásicos expresaban esto con la palabra reflexión”.

10.- Crítica de la razón participativa.

La cuestión de cómo pertenece el hombre al mundo, o a lo que sea que le envuelve y transciende. Sloterdijk está en contra de la recuperación de modelos pretéritos, de ideas históricamente pasadas, que sirvan para dar sentido a la participación del hombre en lo que le transciende, en el todo, por decir algo. A este respecto hace una lúcida referencia a la necesidad de simplificación (recordemos a María Zambrano afirmando que cuanto más miedo tiene el ser humano, más busca el sistema). Sloterdijk, por su parte, afirma que en “las reducciones de la complejidad solo cabe elegir entre lo terrible y lo no tan terrible del todo”. ¿Por qué terrible? Mi opinión es justamente la contraria. A más empatía con la complejidad, más belleza, hasta llegar a empatizar con la complejidad infinita que nos subsume y que nos nutre, lo cual implicaría la empatía con la belleza infinita, que es lo que hay; creo yo. Pero sigamos oyendo a Sloterdijk: “Lo que aquí está en liza no es sino una participación en la complejidad como tal”. “Al fin y al cabo, no podemos vivir en ninguna otra parte que no sea el caos, en una caos compensado, eso sí, con ordenaciones”. “En realidad, no son los dioses los que nos faltan, ellos no son más que grandes simplificadores; lo que falta es un arte del pensar que sirva para orientarnos en un mundo dotado de complejidad. Lo que falta es una lógica que fuera suficientemente poderosa y dúctil para empezar a acoger la complejidad, la ausencia de definición última y la inmersión”. “Yo preferiría hablar a este respecto de inteligencia informal, toda vez que bajo este epígrafe se incluyen las filosofías poéticas y el pensamiento ligado a las obras artísticas”. El sol y la muerte,  pp. 345-347.

Pero esa lógica que añora Sloterdijk para que el ser humano pueda por fin decir el mundo, no podrá ser otra cosa que una forma de hacer frases gramaticalmente correctas. Quizás Nietzsche se equivocó y sí cabe librarse de Dios aunque no nos hayamos librado de la Gramática. Del Dios contra el que lucha Nietzsche quizás sí, al menos en su versión menos profunda. Pero hay una Diosa de la que no podrá librase nunca la Filosofía, entendida como actividad lingüística. Me refiero a la diosa Vak: la Palabra consciente de sí misma. Quizás toda Filosofía no es más que una Teología cuyo objeto es esa diosa.

Novalis dijo que la Filosofía tradicional era Logología. Él quiso proponer otra: una Filosofía mágica, creadora de mundos, no ‘conocedora’ de mundos previos a la propia actividad filosófica.

Y el mundo ‘creado’ en los textos de Sloterdijk tiene una luz especial, tiene algo salvaje, gigantesco, muy atractivo y subyugante, en la línea salvaje de Heidegger. A mí me gusta leerle y escucharle, casi siempre, a pesar de lo mucho que discrepo con él.

Creo en cualquier caso que Sloterdijk es un pensador realmente vivo. Y vivificante. Es un placer leerle y escucharle, casi siempre, porque es realmente un filósofo.

David López

 

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Conferencia sobre el Yoga desde una perspectiva histórica y filosófica


 

Este próximo viernes 18 de octubre impartiré una conferencia sobre el Yoga contemplado desde una perspectiva histórica y filosófica. Lo haré en la escuela de Yoga de mi hermano Alfonso, en Torrelodones (Madrid), a las siete de la tarde. Durará dos horas, supongo.

Siento haber avisado con tan poca antelación. Lo siento de verdad.

Ofrezco a continuación la estructura de mi conferencia:

 

1.- La civilización del Indo. ¿Origen del Yoga? Imagen de un proto-Shiva en meditación. Las investigaciones de Asko Parpola.

2.- La invasión de los arios: la cultura védica. Primeros prodigios del pensamiento filosófico universal. El Rig Veda y su Nasadiya Sukta o “Canto a la Creación”.

3.- El ataque de los heterodoxos. Los charvakas. El jainismo. El budismo.

4.- La culminación del pensamiento filosófico hindú. El Vedanta. Las Upanishads. El Baghavad Gita.

5.- El Yoga. ¿Un chamanismo excepcional? Los Yoga-Sutras de Pantanjali. El Yoga como uno de los seis sistemas ortodoxos del hinduismo. El Raja-Yoga según Vivekananda. El Yoga como forma de conocimiento y de amor “absoluto” “hiper-erótico” hacia todo, hacia el absoluto que está en todo.

6.- El Hathayoga-pradiipikaa. Análisis y reflexiones físicas y metafísicas.

7.- El Yoga hoy y su adaptación al fenómeno de la inhibición religiosa.

 

Para inscribirse basta con entrar en la página web de mi hermano (que es, por cierto, un gran profesor de Yoga). Éste es el enlace:

http://runningyoga.es

 

Os espero,

 

David López

Sotosalbos, a 16 de octubre de 2013

 

Filósofos míticos del mítico siglo XX: Gilles Deleuze

 

 

Gilles Deleuze (1925-1995).

Me encontré con su pensamiento, con su deliciosa escritura, por primera vez, al leer su libro sobre Nietzsche. Lo leí en francés y lo disfruté enormemente. Deleuze tiene magia lingüística: tiene un poder y una belleza expresivos que se aflojan, que se contraen, con la traducción. Más de lo normal.

Deleuze no viajó. No salió apenas de París, donde nació, vivió y murió, como un sabio taoísta (el Tao Te Ching desaconseja los viajes), o como un chamán urbano: un salvaje en una jungla de edificios, de personas y de frases. Tenía una mirada humanísima, inteligente, serena, limpia, aparentemente omnicomprensiva, que contrastaba prodigiosamente, monstruosamente, con unas uñas larguísimas, salvajes, terribles. Se podría decir que los extremos de las manos de Deleuze eran hendiduras, sangrantes, en el concepto estético de hombre, de ciudadano. Ojos sin límite y uñas sin límite unidos por  un cerebro humanísimo, es decir: filosófico.

Deleuze estuvo cerca de las palpitaciones del mayo del 68. Fue incluso un inspirador de aquellas tormentas que sacudieron, una vez más, los prístinos cielos platónicos. Pero lo cierto es que más tarde se distanció de cualquier transgresión que pudiera convertir al ser humano en un loque (un harapo, un naufragio). Y llegó a afirmar que él mismo había abandonado la bebida porque esa adicción le impedía trabajar. Y es que, según este filósofo mítico del mítico siglo XX, trabajar sería lo principal.

No se refería, obviamente, a esa esclavista identificación entre el trabajo y el servicio por cuenta ajena: eso que esta civilización sigue entendiendo por “empleo”. Se refería, creo yo, a que ese mago que es el ser humano tiene la obligación —suya, no exigible a ningún otro— de mover sin cesar su varita mágica: hacia afuera, hacia adentro, sin dejarse caer, sin abandonarse, siempre resistiendo, siempre luchando. ¿Contra qué? Yo creo que, desde Deleuze, se podría decir que el ser humano debe luchar contra toda desvitalización del impulso creador. Contra toda tendencia profana. Contra todo desencanto. Deleuze leyó y amó mucho a Nietzsche. De él quizás sacó la idea de que el filósofo (que es un artista de los conceptos) tiene la misión de aumentar los hechizos del mundo. Más Creación, más libertad, más independencia, más soledad creativa, plenipotenciaria. Todo para alcanzar, para hacer posible, un pueblo todavía no pensando, que vibre en conceptos todavía no construidos.

En los próximos párrafos me ocuparé principalmente de cómo pensó Deleuze, cómo sintió, ese pensamiento extremo, ese sentimiento extremo, que llamamos “Filosofía”. Puede leerse [Aquí] el homenaje que hice en su momento a esa bailarina crucial en mi vida. Deleuze, cuatro años antes de morir, escribió un libro con su amigo Guattari en el que ambos intentaron decir qué era esa cosa (la Filosofía) que parece atreverse a decir lo que hay, el todo de lo que hay. Y no solo eso: también parece que se atreve a pensar qué es pensar; y qué significa que algo sea.

Ese libro lleva por título Quést-ce que la philosophie? En español hay una edición en Anagrama (¿Qué es la filosofía?, traducción de Thomas Kauf). Estamos ante la filosofía de la Filosofía. Nos queremos abismar en qué sea la Filosofía en sí. Filosofamos (todos, creo yo) pero en realidad no llegamos a contemplar el fondo del corazón de esa actividad prodigiosa.

¿Qué es filosofía? da título a una obra ambiciosa, sofisticada, difícil en ciertos momentos, que quiere decir por fin lo que puede ser dicho en el ámbito filosófico (Deleuze afirmó alguna vez que no hay que intentar entender todo lo que dice un libro). En ¿Qué es filosofía? hay momentos fabulosos, experiencias intelectuales que convierten lo real (incluido ese sujeto que ve lo real) en un huracán de mundos infinitos. Deleuze/Guattari empiezan el libro sublimando gnoseológicamente su propia vejez: “A veces ocurre que la vejez otorga, no la juventud eterna, sino una libertad soberana, una necesidad pura en la que se goza de un momento de gracia entre la vida y la muerte, y en el que todas las piezas de la máquina encajan para enviar un mensaje hacia el futuro que atraviesa las épocas [….]”. El libro arranca literalmente anunciando esta posición sublimadora de la vejez. Su primera frase es ésta:

“Tal vez no se pueda plantear la pregunta ¿Qué es la filosofía? hasta tarde, cuando llegan la vejez y la hora de hablar concretamente.”

Poco más abajo leemos:

“No estábamos suficientemente sobrios. Teníamos demasiadas ganas de ponernos a filosofar y, salvo como ejercicio de estilo, no nos planteábamos qué era la filosofía; no habíamos alcanzado ese grado de no estilo en el que por fin se puede decir: ¿pero qué era eso, lo que he estado haciendo durante toda mi vida?”

Respuesta que nos da el libro: la Filosofía es el arte de formar, de inventar, de fabricar conceptos. Vemos aquí, una vez más, ecos de Nietzsche (explicitados por Deleuze). Y yo veo al poderosísimo Novalis, creador del idealismo mágico: quizás uno de los seres humanos que con más seriedad, con más concreción, ha filosofado jamás.

Sigamos con Deleuze. Filosofar sería crear conceptos. Sería Neo-logía.

Pero el concepto de concepto que nos ofrece este filósofo al final de su vida (siempre cogido de la mano de su amigo Guattari) no es fácil de asimilar. Aun así, el erótico impulso de acompañar a Deleuze en su pensamiento, de entrar en su mirada cuando en ella parece estarse reflejando el infinito, ese impulso erótico, decía, ofrece un placer incalificable que, en mi opinión, solo es capaz de ofrecer la Filosofía.

A continuación trataré de ordenar algunas notas que he tomado con ocasión de la lectura de ¿Qué es filosofía? (con ocasión de los placeres sin adjetivo que me han provocado algunas de sus frases):

1.- La vejez como momento privilegiado para plantearse la gran pregunta. Recordemos que los Upanisad estaban básicamente destinados a las personas que ya habían cumplido todas las etapas de la vida y que se preparaban para salir de ella. El objetivo no era tanto pensar, como contemplar el pensamiento y, transparentado en él, y en el todo de eso que ahora llamamos “Naturaleza”, contemplar a Nirguna Brahman: lo no conceptuable, la inmanencia/transcendencia infinitas, el verdadero yo, el ser, la nada… la nada mágica, diría yo.

2.- La filosofía como arte de formar conceptos. Deleuze (con Guattari) se apoya expresamente en esta cita de Nietzsche: “Los filósofos ya no deben darse por satisfechos con aceptar los conceptos que les dan para limitarse a limpiarlos y a darles lustre, sino que tienen que empezar por fabricarlos, crearlos, plantearlos y convencer a los hombres de que recurran a ellos. Hasta ahora, en resumidas cuentas, cada cual confiaba en sus conceptos como en una dote milagrosa procedente de algún mundo igualmente milagroso”. Fin de la cita de Nietzsche. Retumba el martillazo contra el esencialismo platónico: no habría por lo tanto un orden previo, una verdad previa, un firmamento de ideas eternas, eternamente verdaderas, que el filósofo debería ser capaz de alcanzar, de pasar a palabras, de comunicar a la tribu. El filósofo debería crear conceptos, sería de hecho un experto en conceptos. Se me ocurre decir que sería un experto en mundos, porque Deleuze, al pensar su concepto de concepto, parece que está pensando en mundos, en mundos reales, es decir virtuales, mutantes, delicuescentes, creados, mantenidos, destruidos, con el movimiento de la varita mágica de los filósofos. Sí, pero qué/quién crea en el crear de conceptos/mundos de los filósofos.

3.- La labor filosófica como actividad solitaria (yo diría incluso “eremítica”, aunque sea de forma disimulada). Deleuze se distancia expresamente de las propuestas de Habermas [Véase]: “La idea de una conversación democrática occidental entre amigos jamás ha producido concepto alguno” (P. 12). Quizás tenga razón aquí Deleuze. La conversación tiende a la homogeneidad, a la búsqueda inconsciente de lugares comunes donde asentar un vínculo humano, placentero, cariñoso, confinado. Quizás la Filosofía requiera una capacidad de puntual des-humanización, un baño solitario en los océanos meta-sociales y meta-cósmicos. No obstante, creo que cabe sentarse de vez en cuando entre amigos,  y mostrar, compartir, lo que se ha encontrado en esos océanos.

4. La Filosofía como actividad precisa. Ofrezco a continuación una larga cita: “Conocerse a sí mismo —aprender a pensar— hacer como si nada se diese por descontado -asombrarse, “asombrarse de que el ente sea”…, estas determinaciones de la filosofía y muchas más componen actitudes interesantes, aunque resulten fatigosas a la larga, pero no constituyen una ocupación bien definida, una actividad precisa, ni siquiera desde una perspectiva pedagógica. Cabe considerar decisiva, por el contrario, esta definición de la filosofía: conocimiento mediante conceptos puros. Pero oponer el conocimiento mediante conceptos, y mediante la construcción de conceptos en la experiencia posible o en la intuición, está fuera de lugar. Pues, de acuerdo con el veredicto nietzscheano, no se puede conocer nada mediante conceptos a menos que se los haya creado anteriormente, es decir construido en una intuición que le es propia: un ámbito, un plano, un suelo, que no se confunde con ellos, pero que alberga sus gérmenes y los personajes que los cultivan” (P.13). Veremos más adelante qué es eso del “plano”. Merece la pena pensar este fascinante pensamiento de Deleuze (y de Guattari).

5.- Sentido práctico de la Filosofía. Dice Deleuze que la afirmación de que la grandeza de la Filosofía estriba en que no sirve para nada “constituye una coquetería que ya no divierte ni a los jóvenes”. ¿Para qué entonces hay que fabricar conceptos? La respuesta la encontramos en la página 15: “Cuando de lo que se trata es de hacerse cargo del bienestar del hombre […].” Me parece ver aquí un intento de recuperación del filósofo-mago-sacerdote-médico presocrático. Nietzsche mismo se consideró a sí mismo médico, no filósofo. Se trataría de componer conceptos, mundos, planos de realidad -virtual siempre- donde el ser humano pudiera alcanzar su plenitud.

6.- “¿Qué es un concepto?” Así se titula uno de los capítulos del libro de Deleuze/Guattari que estoy tratando de descifrar. Y de amar. “No hay concepto simple. Todo concepto tiene componentes, y se define por ellos.” “Forma un todo, porque totaliza sus componentes, pero un todo fragmentario. Solo cumpliendo esta condición puede salir del caos mental, que lo acecha incesantemente, y se pega a él para reabsorberlo” (P.21). “En un concepto hay, la más de las veces, trozos de componentes procedentes de otros conceptos, que respondían a otros problemas y suponían otros planos. No puede ser de otro modo ya que cada concepto lleva a cabo una nueva repartición, adquiere un perímetro nuevo, tiene que ser reactivado y recortado” (P. 24).

7.- “El plano de inmanencia”: “Los conceptos filosóficos son todos fragmentarios que no ajustan los unos con los otros, puesto que sus bordes no coinciden. Son más productos de dados lanzados por azar que piezas de un rompecabezas. Y sin embargo resuenan, y la filosofía que los crea presenta siempre un Todo poderoso, no fragmentado, incluso cuando permanece abierta: Uno-Todo ilimitado, Omnitudo, que los incluye a todos en un único y mismo plano. Es una mesa, una planicie, una sección. Es un plano de consistencia o, más exactamente, el plano de inmanencia de los conceptos, el planómeno”. “La filosofía es un constructivismo, y el constructivismo tiene dos aspectos complementarios que difieren en sus características: crear conceptos y establecer un plano” (P. 39).    Más citas directas: “El plano de inmanencia no es un concepto pensado ni pensable, sino la imagen del pensamiento, la imagen que se da a sí mismo de lo que significa pensar” (P. 41). Por el momento parece que no sería un concepto, ni el concepto de todos los conceptos, sino algo así —diría yo— como el huerto infinito (pero artificial) que cualquier concepto necesita para crear apariencia de existencia, de verdad, de totalidad. También me falta pensar con Deleuze/Guattari qué es para ellos el pensamiento: “Lo que el pensamiento reivindica en derecho, lo que selecciona, es el movimiento infinito o el movimiento del infinito. Él es el que constituye la imagen de pensamiento”. Creo que merece la pena traer más citas, seguir dejando que bailen la bailarinas de Deleuze y de Guattari: “Pero, pese a ser cierto que el plano de inmanencia es siempre único, puesto que es en sí mismo variación pura, tanto más tendremos que explicar por qué hay planos de inmanencia variados, diferenciados, que se suceden o rivalizan en la historia, precisamente según los movimientos infinitos conservados, seleccionados” (P. 43). “Evidentemente el plano no consiste en un programa, un propósito, un objetivo o un medio; se trata de un plano de inmanencia que constituye el suelo absoluto de la filosofía, su Tierra o su desterritorialización, su fundación, sobre los que crea sus conceptos” (P. 45). “El plano de inmanencia es como una sección del caos, y actúa como un tamiz. El caos, en efecto, se caracteriza menos por la ausencia de determinaciones que por la velocidad infinita a la que éstas se esbozan y se desvanecen […] El caos caotiza, y deshace en lo infinito toda consistencia. El problema de la filosofía consiste en adquirir una consistencia sin perder lo infinito en el que el pensamiento se sumerge (el caos en este sentido posee una existencia tanto mental como física). Dar consistencia sin perder nada de lo infinito es muy diferente del problema de la ciencia, que trata de dar unas referencias al caos a condición de renunciar a los movimientos y a las velocidades infinitas y de efectuar primero una limitación de velocidad […]” (PP. 46-47). Los planos de inmanencia… Deleuze/Guattari se atreven a afirmar que existe algo así como el mejor plano que ningún filósofo haya instaurado jamás. Su autor sería Spinoza -“el Cristo del los filósofos”- y así lo intentan pensar los autores de ¿Qué es filosofía?: “Podría ser lo no pensado en el pensamiento. Es el zócalo de todos los planos, inmanente a cada plano pensable que no llega a pensarlo. Es lo más íntimo dentro del pensamiento, y no obstante el afuera absoluto. Un afuera más lejano que cualquier mundo exterior, porque es un adentro más profundo que cualquier mundo interior […]”. “Lo que no puede ser pensado y no obstante debe ser pensado fue pensado una vez, como Cristo, que se encarnó una vez, para mostrar esta vez la posibilidad de lo imposible. Por ello Spinoza es el Cristo de los filósofos, y los filósofos más grandes no son más que apóstoles, que se alejan o acercan a este misterio. Spinoza, el devenir-filósofo infinito. Mostró, estableció, pensó el plano de inmanencia “mejor”, es decir el más puro, el que no se entrega a lo transcendente ni vuelve a conferir transcendencia, el que inspira menos ilusiones, menos malos sentimientos y percepciones erróneas” (P. 62).

Se me ocurre recordar que Spinoza hizo equivaler a Dios con ese plano, con esa radicalísima inmanencia, con ese fertilísimo e hiperordenado caos. Pero para verlo -a Dios- quizás habría que liberarse de todo concepto (¿se puede ver Él a Él mismo?). O, quizás, cabría ver cualquier concepto creado por cualquier filósofo como un fruto prodigioso, tembloroso, delicuescente, de ese Huerto Infinito.

Un concepto artificial (como todos) por el que lucharé mientras pueda es el de “ser humano”. Sujetaré la mano de todo aquel que pretenda deconstruirlo, de todo aquel que ose evidenciar su nada amenazada por las olas del infinito caos (del infinito, monstruoso, maravilloso Dios).

Deleuze insistió mucho en que la Filosofía consistía en la creación de conceptos. Y de planos de inmanencia. De acuerdo, pero ¿qué es crear? En una conferencia del 17 de marzo de 1987, impartida dentro del marco “Mardis de la Fundation“, Deleuze afirmó que “un creador solo hace lo que necesita absolutamente”. ¿Y de dónde le brota al creador esa necesidad absoluta? Quizás del propio Absoluto, cabría decir, que usa al creador como un pincel de carne para fabricar mundos, esto es: grupos entretejidos de conceptos artificiales, siendo ese artificio -ese Maya- la sublimación del propio Dios. Porque quizás un Dios no auto-limitado sería un loque: un harapo, un naufragio, un lugar donde no ocurre el prodigio creativo del trabajo.

Pensar, en cualquier caso, sería mucho más de lo que esa palabra es capaz de definir, precisamente porque la materia del pensamiento sería el infinito. Y, en mi caso, ese infinito estaría especialmente iluminado por el concepto de “ser humano” (eso que yo pienso que son mis hijos… Lucía y Nicolás). Todo por ellos. Todo por todos los hijos del mundo.

David López

 

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El Apocalipsis, Kitarô Nishida y, una vez más, los desahucios

 

 

Apocalipsis (21, 5): “Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas”.

Recuerdo a los lectores que no soy cristiano, pero que siento fascinación e infinito respeto hacia esa religión.

El Apocalipsis. En realidad no es “el fin del mundo”, sino la profecía de Jesucristo sobre la mutación que va a tener lugar en el mundo. Simplificando: el mundo donde actúa el Diablo, el no-Cristo (es decir, el odio) va a ser sustituido finalmente (después de muchos sufrimientos) por el mundo de Jesús (el mundo del amor).

Con los años voy viendo con mayor claridad que el infierno no es el castigo futuro para el que odia, sino que ocurre simultáneamente al hecho de odiar. Y el cielo tampoco es consecuencia (fruto) del amor, sino que ocurre a la vez. He elegido la pintura que hizo Miguel Ángel en la Capilla Sixtina como posibilidad de visualizar todo ese proceso en un presente eterno, sin secuencia temporal.

Pero “mundo”, a su vez, no es más que una palabra, un sustantivo que designa -y coordina- una determinada combinación de palabras.

Un mundo no es más que una forma de hablar, de pensar, de ser. Cabe hablar-pensar-ser desde el odio (desde la estupidez). O desde el amor (sabiduría). Por eso la Filosofía sólo puede practicarse desde el no-odio. La Filosofía es amor a la sabiduría y, por lo tanto, puede entenderse como amor al amor (al vínculo fascinado con lo otro, a la expansión hacia la inmensidad del yo y del no-yo).

El edificio (el templo) de Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid está lleno de pintadas en las que se leen frases de odio, y de incitación al odio. La antítesis de la Filosofía en un templo de la Filosofía.

Pero sigamos con el mundo, y su posible fin (el Apocalipsis). En el cientismo (religión que me fascina tanto como el cristianismo) se habla también de una especie de cosa gigantesca y ordenada que llaman “universo”. Y de un posible fin (el Apocalipsis físico). Pero me temo que nunca llegará el fin que ellos narran, sino otro, inimaginable por esos poetas. Me refiero al fin absoluto: el fin de su modelo de fin.

Tengo la sensación creciente de que en realidad no estamos en ningún universo. Los físicos -no todos ciertamente- han confundido el sumatorio de sus -nunca demostradas ni demostrables- hipótesis con lo que de verdad hay, con lo serio. Kitarô [Véase]  dedicó los últimos años de su vida a pensar “el lugar”. El verdadero “dónde” en el que estamos. Y terminó por ver una Nada (zettai mu). Una Nada gloriosa, por la inmensidad de su vientre infinito, que hace posible todo lo que existe (los mundos). Ahí estamos, no en un mundo, no en un universo. Pero soñamos en “mundos”, es decir: en conjuntos de palabras… ¿Qué son las palabras más allá de sí mismas, más allá de la palabra “palabra”? [Véase “Lenguaje“]. Se abre el abismo de infinito misterio. No podemos entrar ahí. Ahora no, mientras queramos seguir siendo seres humanos.

Wittgenstein afirmó en su Tractatus (5.6.):

“Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt”.

Creo que esta frase puede traducirse así: “Los límites de mi lenguaje equivalen a los límites de mi mundo”.  Yo diría lo mismo, sobre todo porque “mundo” no nombra más que un determinado sumatorio de sustantivos y de otras palabras que sirven para relacionar esos sustantivos (esas cosas del mundo… de un mundo, incapaz de ver fuera de sí mismo).

Wittgenstein también escribió en su Tractatus (5.634): “Alles, was wir sehen, könnte auch anders sein.” Una traducción posible: “Todo lo que vemos podría ser también de otra manera”.

Y última cita del Tractatus (5.641): “Das philosophische Ich ist nicht der Mensch, nicht der menschliche Körper, oder die menschliche Seele, von der Psychologie handelt, sondern das metaphysische Subjekt, die Grenze- nicht ein Teil der Welt”. Traducción que sugiero: “El yo filosófico no es el hombre, o el alma humana de la que se ocupa la Psicología, sino el sujeto metafísico, el límite -no una parte del mundo-“.    Ese “yo filosófico”, que es el que se activa cuando practicamos el prodigio de la Filosofía (y que es nuestro yo más fabuloso), estaría fuera del mundo, poniendo, siendo, los límites del mundo.   No estaría por tanto afectado ese yo filosófico por el Apocalipsis. A él -al “yo filosófico” del que habla Wittgenstein- no le afectaría el fin del mundo. Ningún fin del mundo. Esos “espectáculos” (los mundos) se presentarían ahí, en lo objetivo. Schopenhauer utilizó la palabra Vorstellung, que puede traducirse como “representación”, o “imaginación”, o incluso como “obra de teatro”.

Apocalipsis. Fin del mundo. Dolor. Las destrucciones duelen. Y duelen mucho, aunque no afecten a nuestro yo filosófico (que no siempre está despierto). Sueños de pareja que se rompen, casas que hay que abandonar: mundos rotos, abandonados, arrasados.

Vuelvo al tema de los desahucios. Sé que una casa puede ser un mundo, un trozo de nuestra alma, un templo. Para mí lo es mi casa. Y me dolería enormemente tener que abandonarla. Asistimos en vida a muchos Apocalipsis. Yo los he padecido, varias veces. Y las que me quedan. El mundo entero se cae y nuestro ser es aplastado sin piedad. El dolor es inmenso, un desproposito existencial, una absurda crueldad de Dios o de la Materia o de la Nada. Pero, sorpredentemente, tras todo Apocalipsis huele a Génesis, a lluvia sobre hierba seca, a horizonte encendido con el amanecer. Y nace otro mundo. Y, braceando en nuestro naufragio, llegamos a islas inimaginables: una sucesión de nacimientos y muertes cuyo encadenamiento me parece cada vez más perfecto, como si efectivamente una inteligencia extrema lo moviera todo con sus metafísicas manos de poeta.

Dolor. Solidaridad. En mi texto sobre los desahucios hubo una frase que no supe destacar lo suficiente. Es ésta:

“Todos somos grandes señores. Monarcas que se vinculan entre ellos desde el amor y el respeto, que se exigen más a sí mismos que a los demás, que no piden… pero que están dispuestos a ayudarse entre sí, a ofrecer una mano cálida y fuerte en la oscuridad. Por amor, sin más.[…]”.

La filósofa Mónica Cavallé y psicóloga Ana Escobar (dos corazones sublimados por la inteligencia y la delicadeza), al leer mi texto sobre los desahucios [Véase], me pidieron más calor, más énfasis en la solidaridad, en la misericordia. También lo hizo el filósofo Francisco Martínez Albarracín, otro corazón encendido. Espero que en las líneas que voy a escribir a continuación se note la influencia de estas personas, de estas manos:

Una mano humana, tendida en la oscuridad del dolor, en la oscuridad del fin del mundo (un desahucio puede ser el fin de un mundo), es Jesucristo mismo, entendido como calor, como amor, como impulso hacia arriba. Hacia arriba, siempre hacia arriba. Manos tendidas. Pero cuidado (y tengo presente al Nietzsche de la Genealogía de la Moral): que sean manos que activan la grandeza del que es ayudado, que presupongan su salud primordial, que no envenenen, que no inciten al odio (a la estupidez). Manos que amen, pero de verdad. Manos enamoradas de la condición humana.

Amor. El nuevo mundo “de jaspe pulimentado” del que habla el Apocalipsis. Los seres humanos podemos llegar a convertirnos en una prodigiosa red de manos fuertes y cálidas, dispuestas siempre a estrecharse en los momentos de más dolor, de más oscuridad. Emilio Lledó, con razón, denunció  “[…] esa deleznable falacia de que el hombre es un lobo para el hombre.”. Suscribo esta denuncia; y sugiero la lectura de la crítica que hice de una antología de varios de sus artículos. [Véase aquí].

Y por amor hacia el hombre sigo sintiendo que es indigno decir (y decirse) que alguien es “un parado”, o un “empleado”. Y sigo sintiendo que nadie debe aferrarse a una casa, incumpliendo sus obligaciones. No se puede vivir con riesgo cero, con sufrimiento cero. Es insano, debilita, denigra. Los discursos que legitiman el bloqueo de los desahucios no son solidarios con la grandeza humana. En realidad se trata de -bienintencionadas, no lo dudo- manos de palabras cuya piel inocula inconscientes venenos lógicos.

Kitarô Nishida. El lugar. ¿Dónde estamos realmente? ¿Dónde vivimos realmente?

Creo que estamos en una casa inembargable. Y para no olvidarnos de ella, para no dejar de sentir, cada día, su fabulosa luz, sus muros infinitos e inamovibles, conozco dos eficacísimos caminos: la Meditación (que deja en silencio el infinito) y la Filosofía (que ama tanto el infinito como los mundos que ocurren en él).

Pero lo cierto es que, como dice el Gita, mientras estamos en Maya, mientras nos lo creemos como real, duele mucho lo que aquí ocurre. Es en Maya, y en sus tinieblas, donde necesitamos manos, cálidas, fuertes… pero que fortalezcan, que eleven. Las vamos a necesitar. Porque viviremos muchos Apocalipsis. Y muchos Génesis también.

David López

Sotosalbos, a 3 de diciembre de 2012.

 

Filósofos míticos del mítico siglo XX: “Kitarô Nishida”

 

 

Kitarô Nishida. La Escuela de Kyoto.

Esa escuela -que brilló a partir de los años veinte del siglo veinte-  fue en realidad un templo de la Filosofía. Y de la Religión con mayúscula. Es lo mismo. Allí se escucharon y se analizaron y se refertilizaron ideas de todos los mundos (todos en realidad ubicados en el mismo “lugar”), siempre desde la fascinación hacia lo otro de lo que se presenta como verdad terminada, sin miedo a lo que hay (Filosofía y miedo son conceptos incompatibles). De ahí el gran rechazo que los marxistas de vuelo bajo sintieron por aquel templo.

La Filosofía -dijo Hegel en cierta ocasión a un alumno- no es más que una forma consciente de Religión. La Filosofía y la Religión, según este impactante pensador alemán, buscarían lo mismo: buscarían simplemente a Dios. En el caso japonés la imbricación -incluso la identidad- entre Filosofía y Religión tardó mucho en deshacerse, si es que se deshizo en algún momento. De hecho, la propia palabra “Filosofía” -en japonés tetsugaku–  fue creada, digamos artificialmente, por Nishi Amane en el siglo XIX (época de la restauración Meiji, de la apertura a eso de “Occidente”).

Kitarô Nishida, en cualquier caso, terminó por olvidarse de si estaba filosofando o no y dirigió su mirada hacia lo que no puede ser pensado: “el lugar” “la nada” que hace posible todo lo existente, el “eterno ahora” que es Dios o Buda… o mejor Nada (Zettai-Mu).

Si Religión y Filosofía son difícilmente separables en el pensamiento-sentimiento japonés, creo que hay que tener presente cuál es la pulsión religiosa originaria de este sorprendente pueblo isleño. El nombre que se le puso (tardíamente) a esa pulsión, a ese primigenio sentimiento global, fue Shin-to (el camino de los dioses). Me parece fascinante que esa Religión no se hubiera puesto nombre a sí misma: que se viviera en ella (en esa “Religión”) como en una matriz silenciosa, un “lugar” ajeno a la semántica: matriz/lugar como fuente de toda semántica (de todo pensamiento). El nombre “Shin-to” se puso desde el chino, ya en plena Edad Media europea, y lo hicieron sus seguidores para diferenciarse del budismo extranjero (indio y luego chino).

Todos los seres humanos viven en una realidad que dan por válida (Lebenswelt diría Husserl), en la que sueñan, vibran, odian, aman. En algunos lugares a esa matriz final la llaman “mundo” o “lo que hay”. También en ocasiones se pone nombre a esa totalidad y a la forma de estar en ella. Shin-to fue uno de esos nombres.

Octavio Paz en su preciosa obra Vislumbres de la India, definió el hinduismo como una “boa metafísica”: capaz de devorar, sin inmutarse, si dejar de ser ella misma, todo tipo de dioses extranjeros. Creo que la boa japonesa tiene mejor hígado que la india. Y el efecto de esa prodigiosa capacidad de digestión es también sorprendente: la identidad sigue casi imperturbable: hay una especie de código genético cultural (omnívoro) que resiste lo que le echen.

Shin-to significa “el camino de los dioses”, como expresa diferenciación del “camino del Buda”. En esta “religión” se sacraliza la naturaleza entera (aunque no estoy seguro de que eso que nosotros entendemos por “naturaleza” sea lo que se entendió por tal en los orígenes de la civilización japonesa). Sea lo que sea eso de “naturaleza”, el Shin-to la siente hiperpoblada por dioses: los kami (algunos puramente locales, algo así como genios del lugar… digamos hadas, etc.). El Shin-to tiene también dioses de más tamaño y poder, como por ejemplo Amaterasu (la diosa del Sol). Maravillosa. Estamos ante una religión -una matriz absoluta- donde además se rinde culto a los antepasados, todo dentro de un jardín infinito e inmanentísimo donde lo sagrado rezuma por todos los rincones. Recuerdo una impactante referencia que Aristóteles hizo a Tales de Mileto: “para Tales de Mileto todo está lleno de dioses”. Es el animismo: la conciencia ubícua y la ubícua magia.

Mi madre, Julia Pérez, llevó parte de esa religión a nuestra casa. Julia, en silencio (desde una sincera y serena docta ignorancia), conseguía elevar hasta la materia de nuestra casa el arte japonés del Ikebana: hologramas de la sacra naturaleza: el baile cósmico inmovilizado, irradiando misterio y belleza a mi infancia, a mi jueventud y a buena parte de mi madurez. Belleza sacra recibida de la sacra naturaleza: dos ramas de ciruelo, una piedra musgosa, silencio. Belleza infinita en la nada hiperteísta de la materia.

Japón. Filosofía.

Recomiendo la lectura de la siguiente obra de Jesús González Vallés: Historia de la filosofía japonesa (Madrid, 2000).

En lengua alemana destaca esta obra de Lydia Brüll: Die japanische Philosophie: eine Einführung (Darmstadt, 1989).

Sugiero también, una vez más, esta joya de D.T. Suzuki (el pensador que tanto influyó en Kitarô Nishida): Vivir el Zen (Kairós, Barcelona, 1994).

Otra joya más:  Chantal Maillard: La sabiduría como estética. China: confucianismo, taoísmo y budismo (Akal, Madrid, 2000). No debe uno perderse lo que se siente si se piensa eso de “cabalgar el dragón”.

Y por último, una obra de Kitarô Nishida en español: Pensar desde la nada; ensayos de filosofía oriental (Sígueme, Salamanca, 2006).

El silencio. Es donde estamos. Es el “lugar”. Es lo que somos. Somos el lugar. Y cabe también encontrar ese silencio abisal, sacro, en el interior de todas las palabras, de todos los mundos. El lenguaje es esencialmente silencio. Las palabras son flores de silencio. Y cuando se agrupan para nombrar (para crear en realidad) un mundo, cabe contemplarlas como jardines lógicos plantados en la nada (en Dios si se quiere… en nuestro yo transcendental…). Ikebanas lógicos. Sugiero por el momento la lectura de la palabra “Silencio” en mi diccionario filosófico. Puede entrarse desde [aquí].

Algo sobre su vida

Kanazawa (hoy Kahoku) 1870-Kamasura 1945.

Perteneciente a una antigua familia de samurais. Es un niño enfermizo que necesita especiales cuidados de su madre (la cual era una ferviente budista).

1891. Estudia Filosofía en la universidad de Tokyo. Su pobre salud le empuja a encerrarse en sí mismo. Le salva un hombre sorprendente: Raphael von Koeber (un ruso-alemán, muy tímido, genial, músico y filósofo, con aspecto de profeta, que emigró a Japón con cuarenta y cinco años y que influyó decisivamente en el desarrollo de la Filosofía japonesa del siglo XX). Von Koeber inicia a Kitarô en la Filosofía griega y medieval. También le hace leer a Schopenhauer (el budista de Frankfourt… curioso juego de espejos…) Termina sus estudios con un trabajo sobre David Hume. El hiper-empirista. El filósofo que fue capaz de despertar al grandioso Kant de su sueño dogmático.

1895. Se casa con su prima.

1896. Profesor en su antigua escuela de Kanazawa. Se inicia en la meditación Zen, influenciado por su colega y amigo D.T. Suzuki.

1897. Tras una larga estancia de meditación Zen en Tokyo, y gracias a un profesor, consigue un puesto en la Escuela Superior de Yamaguchi.

1910. Como consecuencia de la publicación de su obra Sobre el bien, se le ofrece un puesto en la universidad de Kyoto. Allí desarrolla su Filosofía y da la vida a la Escuela de Kyoto (Kyōto-gakuha). Esta escuela no fue una institución. Incluso el nombre no está claro si se lo puso un alumno o un periodista. Tema fundamental de la Escuela de Kyoto: la Nada Absoluta.

1920. Kitarô Nishida se traslada a Kamakura. Allí desarrolla su “Lógica del lugar”.

Su tumba está en un monasterio Zen (ubicado en Tokey-ji)… ubicado realmente en la Nada. En la sacra Nada.

Algo sobre sus ideas

– Filosofía y Religión como búsqueda de la verdad. Intento de síntesis entre ambas.

-“Experiencia pura”. Se apoyó en William James [Véase], en Bergson [Véase] y en la mística cristiana. Experiencia pura. Este concepto se refiere al instante mismo de la experiencia en sí, antes de que se sea consciente del dualismo “sujeto que observa-objeto observado”, y antes de que se active el pensamiento, el juicio, la reflexión sobre qué es lo que está provocando esa experiencia. Es la percepción del color, o del sonido, sin más (sin sujeto, sin objeto, si clasificación). Es la experiencia directa y silenciosa de los contenidos de la conciencia. Kitarô desarrolla esta idea en su obra Sobre lo bueno. Recuerda a la Firstness de Peirce: lo que vio Adan en el mismo instante de abrir sus ojos en el paraíso, antes de que Dios le diera instrucciones, antes del lenguaje, del pensamiento y de la moralidad. Pienso también en Schopenhauer y en su “contemplación avolitiva” (que propiciaría especialmente la obra del genio artístico)… un adelanto de la gloria eterna.

– “Autoconciencia” (jikaku). Es la conciencia que de sí mismo tiene el yo transcendental (¿Dios? ¿Buda?). Ese yo se manifestaría en una voluntad absolutamente libre; la cual sería un movimiento creador que no puede ser pensado, pues sería precisamente (esa voluntad libre) aquello que causa la reflexión (sería la fuente de la reflexión). Esa voluntad estaría además relacionada con el “eterno ahora” (eikyu no ima). Oigo ecos de la poderosa metafísica de Schopenhauer.

-“Lógica del lugar”. Un tema fascinante del que me ocuparé intensamente en un futuro próximo. Muchas veces he confesado que para mí la Filosofía se enciende con una pregunta básica: ¿Dónde demonios estamos? “El lugar”. Para Kitarô Nishida decir que algo es algo presupone afirmar que tiene un lugar en “lo general” y, por tanto, presupone estar determinado por la estructura de esa generalidad. Pero tiene que haber, digamos, un continente (no determinado) donde ubicar el ser, cualquier ser. Ese “lugar” sería la Nada Absoluta (zettai mu). “Mu” (“Wu” en chino) son palabras de difícil traducción. En la tradición Zen equivalen a vacío, más o menos. Porque ojo, se trata de un vacío que transpira sobreabundacia. Para Kitarô Nishida el “lugar” (la Nada absoluta en la que estamos) es lo que hace posible todo lo que existe, todo lo que es “algo”. La Nada es el lugar y el lugar es la Nada. Y eso es lo religioso. Eso es lo buscado por la Filosofía y por la Religión. Eso es Buda. Eso es Dios.

Seguiré leyendo y pensando el pensamiento de Kitarô Nishida. Y será para mí un enorme placer compartirlo con vosotros en este “lugar” de la nada de internet.

David López

 

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