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Una metafísica de la violencia

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La imagen que ocupa el cielo de este texto es un cuadro de Caspar David Friedrich titulado Abtei im Aichwald. En él se muestra un templo arrasado. Un ser humano es un templo, sagrado, por lo tanto no profanable. Ese es el principio fundamental sobre el que se construyen los sistemas jurídicos más avanzados del planeta.

Ese templo no deja de serlo aunque esté ideológicamente enfermo. A Bin Laden -ese templo incuestionable, ese “árbol de sangre”- se le asesinó de forma sacrílega. Él lo hizo con muchos más templos, con miles de templos, pero fue coherente con sus -esclavistas, miedosas, emponzoñadas- ideas. Los que le asesinaron y los que ordenaron ese asesinato no fueron coherentes con las suyas, que son justamente las que yo considero como las más avanzadas y más diamantinas de este planeta: los derechos humanos, la salvaguardia de los templos. A nadie se le ocurre derruir una pirámide de Egipto por el hecho de que en ella, o con ocasión de ella, se cometieran atrocidades.

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Pensadores vivos: Rüdiger Safranski

 

 

Rüdiger Safranski. Romanticismo. En esta obra narra cómo Herder a finales del siglo XVII salió de viaje por el mar, y cómo, en lo Inmenso, en lo Otro, se encontró a sí mismo. La subjetividad como lugar de prodigios, inmenso también, radicalmente humano, capaz de crear en esa Inmensidad mundos enteros.

Quiero traer aquí una vivencia personal. Ocurrió hace veinticinco años, en la cubierta de un barco que me llevaba a África, a mí y a mi moto, los dos dispuestos a atravesar el desierto de Sahara, una galaxia de mitos para mí en aquella época. Y sentí de pronto una brisa en la piel del cuerpo y del alma que no provenía de eso que, simplificando, mutilando, llamamos “mar”.

Volvamos a Rüdiger Safranski. En mi larga investigación sobre el poder de la magia en la Metafísica de Schopenhauer he tenido la suerte de leer una brillante obra de Rüdiger Safranski: Schopenhauer und die wilden Jahre der Philosophie. Eine Biographie (Carl Hanser Verlag, 1987) [Schopenhauer y los años salvajes de la Filosofía. Una biografía]. Hay una edición en español realizada por Tusquets (2008) y cuyo traductor es José Planells Puchades.

Mis tesis fundamentales sobre la piedra angular de la -bellísima- Metafísica de Schopenhauer discrepan completamente de las que Safranski expone en esta obra, pero no por ello dejo de aplaudir su enorme valor académico y estético, sobre todo por su energía filosófico-lingüística, por su singular pulso narrativo y reflexivo, por la limpieza y, a la vez, la capacidad de hechizo que tienen sus frases, muchas de las cuales son insólitamente cortas y simples para lo que es habitual en el lenguaje alemán. Y hay una frase en particular que irradia algo inefable sobre todas las demás. Es la primera:

“Este libro es una declaración de amor a la Filosofía”.

Es por tanto Rüdiger Safranski, como lo soy yo mismo, un enamorado de la Filosofía. ¿Cómo no serlo?

Más tarde disfruté también de forma excepcional con otra obra de Safranski: Romantik. Eine deutsche Affäre (Carl Hanser Verlag, 2007). La edición en español es una vez más de Tusquets (2009). La traducción la ha realizado Raúl Gabás.

También he disfrutado mucho escuchando a Safranski junto a Peter Sloterdijk en el programa televisivo Philosophischer Quarttet (ZDF). Este programa se emitió en la televisión alemana entre los años 2002 y 2012. Ahora hay mucho material disponible en YouTube. Desconozco si hay algo traducido al español.

Rüdiger Safranski (Rottweil, Alemania, 1 de enero de 1945). Estudió en Frankfurt y en Berlín Germanística, Historia, Historia del Arte y Filosofía. Tuvo entre otros profesores a Theodor Adorno. En 1976 se doctoró en la Universidad Libre de Berlín con una tesis cuyo título es Estudios sobre el desarrollo de la “Arbeiterliteratur” en la República Federal (Studien zur Entwicklung der Arbeiterliteratur in der Bundesrepublik). No sé cómo traducir “Arbeiterliteratur”. Quizás debería ser Literatura de/sobre los trabajadores. En cualquier caso no he tenido todavía el placer de leer la tesis de Safranski.

Es relevante señalar que fue Safranski uno de los socios fundadores del Partido Comunista alemán (Kommunistischen Partei Deutschlands).

Safranski se ha destacado internacionalmente como escritor de biografías. Aparte de la ya citada sobre Schopenhauer (1988), ha escrito sobre E.T.A. Hoffmann (1984), Heidegger (1994), Nietzsche (2000), Schiller (2004), Schiller y Goethe como amigos (2009) y, la última publicada, es sobre el propio Goethe individualmente (2013), el cual se presenta como un maestro de la vida, de la obra de arte que sería la vida. Estas biografías son una delicia para el lector, y en ellas Safranski ofrece mucho más que información: filosofa en privado, pero en voz alta, con gran elegancia, y con gran fuerza.

Aparte de su tesis doctoral, ha publicado también Safranski otras dos obras no biográficas: ¿Cuánta verdad necesita el ser humano? Sobre lo pensable y lo vivible [Wieviel Wahrheit braucht der Mensch? Über das Denkbare und das Lebbare. Hanser, München u. a. 1990]; y ¿Cuánta globalozación soporta el ser humano? [Wieviel Globalisierung verträgt der Mensch? Hanser, München u. a. 2003].

Expongo a continuación algunas consideraciones sobre las dos obras de Safranski con las que he dado comienzo a este artículo:

1.- Schopenhauer y los años salvajes de la Filosofía (Las citas que ofrezco se refieren a la edición alemana: Carl Hanser Verlag, 1987).

Tras su declaración de amor a la Filosofía, Safranski nos ofrece en esta obra una extensa y vibrante biografía de Schopenhauer y, a la vez, una imagen de su sistema filosófico. Esa imagen forma parte de una tradición hermenéutica que atribuye a Schopenhauer la idea de que el mundo, lo inmanente, agota lo existente, el ser en su totalidad.

Rüdiger Safranski afirma (p. 229) que la frase clave de Schopenhauer es de 1815 (“de la que todo lo demás se deriva”):

El mundo como cosa en sí es una gran voluntad, que no sabe lo que quiere; pues ella no sabe sino que simplemente quiere, justamente porque ella es una voluntad y no otra cosa.

Y dice Safranski:

Aunque Schopenhauer también partió de una filosofía trascendental, no llega a ninguna transparente trascendencia: el Ser no es sino ciega voluntad, algo vital, pero también opaco, que no señala hacia nada con sentido ni con designio. Su significado está en que no tiene significado, solo es. La esencia de la vida es deseo de vida, una frase que es confesadamente tautológica pues la voluntad no es nada sino vida. “Voluntad de vivir”, contiene solo una duplicidad lingüística. El camino hacia la “cosa en sí”, que también transita Schopenhauer, termina en la más oscura y espesa inmanencia: en la voluntad sentida en el cuerpo (p. 313).

En 2010 Rüdiger Safranski ha editado una selección de textos de Schopenhauer bajo el título Arthur Schopenhauer. Das große Lesebuch (Fischer Verlag, Frankfurt am Main, 2010). Y, sorprendentemente, en las páginas 23-24 encontramos a Safranski diciendo algo muy distinto a lo que acabamos de leer, dudando, arrastrado -supongo que gozósamente- por la enormidad todavía no bien medida de la metafísica de Schopenhauer:

El mundo de la voluntad quizás no es todo. Schopenhauer aclaró en un comentario a su obra principal: “que en mi filosofía el mundo no completa la total posibilidad del Ser”. Se trata de una sorprendente afirmación, pues significa que la negación [de la voluntad] no conduce a un muerto no-Ser [ersterbendes Nichtsein], sino a otro Ser. Cada gran filosofía tiene su inefabilidad, su misterio informulable. En el caso de Schopenhauer me parece que está en esta frase insinuado: “que en mi filosofía el mundo no completa la total posibilidad del Ser” [bei mir die Welt nicht die ganze Möglichkeit alles Seyns ausfüllt].

Esta crucial afirmación de Schopenhauer la encontramos en la página 740 de la segunda parte de su obra capital: El mundo como voluntad y representación (Sämtliche Werke, edición de Arthur Hübscher revisada por su mujer Angelika Hübscher, 7 volúmenes, F. H. Brockhaus, Mannheim, 1988).

En la Metafísica de Schopenhauer el “mundo” (lo que Schopenhauer entendía por mundo) es una parte minúscula de la totalidad, de lo que se es (de lo que somos) más allá de la puntualmente mundanal condición humana. De hecho, esa metafísica, ese modelo de totalidad construido con palabras que nos regalo Schopenhauer, tiene espacio semántico suficiente como para afirmar que somos en realidad una “Nada Mágica”, capaz, desde su omnipotencia, desde su libertad radical, de autoconfigurarse en cualquier modelo de mundo, en cualquier modelo de voluntad ya determinada.

La expresión “Nada mágica” es una propuesta mía, no de Schopenhauer: una herramienta hermenéutica que puede ser útil para vislumbrar el imponenente tamaño que tiene su sistema metafísico.

En cualquier caso esa herramienta hermenéutica ha sido decisiva para desarrollar mi trabajo Die Magie in Schopenhauers Metaphysik: ein Weg, um uns als „magisches Nichts“ zu erkennen [La Magia en la Metafísica de Schopenhauer: un camino para conocernos como “Nada mágica”]. Este trabajo, como ya he anunciado en posts anteriores, está a punto de ser publicado en Schopenhauer-Jahrbuch (Königshausen & Neumann, Würzburg). Muy pronto espero traer aquí ese texto -que está escrito en alemán- y una traducción al español. Creo que merece la pena. Es una delicia filosófica, un lujo para la mirada, seguir a Schopenhauer en su intento de legitimar recíprocamente la Magia y su sistema filosófico. Y creo, honestamente, que es precisamente la Magia la mejor puerta de entrada a esa soprendente galaxia de frases, la mejor perspectiva para contemplar lo que ahí emerge.

2.- Romanticismo.

Esta obra me ha ofrecido algunos contenidos interesantes sobre los vínculos entre la Magia y la Filosofía. Estos contenidos están en el sexto capítulo, que es el que Safranski dedica a Novalis. No es éste el momento de que exponga mi visión sobre la filosofía mágica de Novalis y su impactante similitud con el fondo del sistema filosófico de Schopenhauer (ambos quizás igualmente hechizados por ideas muy extremas del kantianamente hechizado Fichte).

Sí creo, no obstante, que merece la pena traer aquí una deslumbrante afirmación de Novalis:

“El mago más grande sería aquel que pudiera también hechizarse a sí mismo, de manera tal que sus hechizos se le presentaran como fenómenos autónomos creados por otros. ¿No será ese nuestro caso?”

La cita está disponible en: Novalis Schriften [Escritos de Novalis], edic. Richard Samuel-Paul Kluckhohn, 4 volúmenes, Bibliographisches Institut, Leipzig, 1928, vol.II, p. 394.

Sí, Novalis. Podría ser ese nuestro caso. Podría ser que estuviera ahí todo dicho. ¿Dicho por quién, a quién? ¿Por “qué” a “qué”?

Volvamos a Safranski. Romanticismo. Quisiera ofrecer ahora mis reflexiones sobre unos momentos de esa obra (la traducción es mía, y es dudosa):

– “El romanticismo es una época deslumbrante del espíritu alemán, con gran irradiación sobre otras culturas nacionales. El romanticismo como época ha pasado, pero lo romántico como mentalidad [Geisteshaltung] permanece […] Lo romántico es fantástico, ingenioso, metafísico, imaginario, impulsivo, exaltado, abismal. No está obligado al consenso, no necesita ser socialmente provechoso, ni siquiera estar al servicio de la vida. Puede amar la muerte. Lo romántico busca la intensidad hasta llegar al dolor y la tragedia. Con todo esto no es lo romántico especialmente adecuado para la Política. Cuando se derrama en la Política, debería estar unido a una fuerte dosis de realismo. Y es que la Política debería basarse en el principio de prevención del dolor, del sufrimiento y de la crueldad. Lo romántico ama lo extremo, una Política racional el compromiso” (p. 392).

– “Por otra parte no deberíamos perder lo romántico, pues la racionalidad política y el sentido de la realidad es demasiado poco para la vida. […] El romanticismo provoca curiosidad hacia lo completamente otro. Su desatada fuerza imaginativa nos ofrece el espacio de juego que necesitamos, si es que consideramos, con Rilke, que:

en el mundo interpretado

no nos sentimos confiados en nuestro hogar.

Es una traducción mía, muy criticable, incluso por mí mismo. Ofrezco el original:

daß wir nicht sehr verläßlich zu Haus sind

in der gedeuteten Welt.

Con esta frase de Rilke (que es un recorte sacado de la Primera Elegía de Duino) concluye la obra de Safranski. Cabría afirmar que es precisamente ese “mundo interpretado” lo que el propio Safranski denomina “realidad”, como algo contrapuesto a “lo romántico”. Tengo la sensación de que esos “mundos reales” son productos poéticos puntualmente aquietados por el consenso de las tribus humanas (por decirlo de alguna manera). El romanticismo como actitud filosófica, epistemológica incluso, intensifica la potencia de la mirada hasta el punto de dejar traslúcidos los tejidos de fantasía que constituyen las “realidades puras y duras”; y hasta el punto de tomar conciencia de la autoría de esos tejidos cosmizadores.

Parecería que Safranski quiere proponer una medida de higiene poética. Parecería que quiere crear un traje de máxima protección anti-vírica que impidiese la entrada de los virus imaginativos propios del romanticismo en el ámbito de la Política, esfera ésta donde solo habría que estar a los hechos de la realidad pura y dura y trabajar por un consenso destinado a la “prevención del dolor, del sufrimiento y la crueldad” (p.392).

No veo que el objetivo de la Política deba ser la prevención del dolor, del sufrimiento. Cuidado. El sufrimiento no voluntario es fuente de sublimación, de creatividad, de elevación. Sugiero la lectura de mi bailarina lógica “Tapas (Sufrimiento creativo)”. Se puede entrar en ella desde [Aquí].

El desafío, creo, no sería tanto crear ese himen entre dos mundos, como iluminarlos, ambos, con la luz de la Filosofía: saber que la Política está hechizada con bailarinas lógicas [Véanse aquí], saber que podemos analizar las consecuencias que su baile puede provocar en el sacro ser humano (mi humanismo es conscientemente irracional, y no puede fundamentarse a sí mismo), saber que contamos con una gran fuerza poética capaz de construir, de custodiar, de desinstalar si acaso, mundos enteros.

Afirma Safranski (p. 393) que la “tensión entre lo romántico y lo político pertenece a la todavía más abarcante tensión entre lo imaginable y lo vivible”. He traducido la palabra alemana “Vorstellbaren” como “imaginable”. “Vorstellung” puede traducirse al español, efectivamente, como “imaginación”, aunque también como “presentación”, “representación” o, incluso, como “obra de teatro”. Schopenhauer da comienzo a su obra capital afirmando “Die Welt ist meine Vorstellung“. Normalmente esta famosa frase se traduce como “El mundo es mi representación”. Podría traducirse también como “El mundo es mi imaginación”. No creo que el “mundo vivible” al que se refiere Safranski sea distinto que el imaginado. El peligro, en Política, está en dejarse atrapar por mundos imaginados por otros, sobre todo si esos mundos no son creados desde el amor, sino desde odio (es decir, desde la estupidez). La Filosofía sería experta en mundos, en tejidos de mundos. Y en amor también.

Por ello la Filosofía es ineludible para la Política.

Eso de “mundo” cabe también pensarlo como un sumatorio de sustantivos, una tradición social (Unamuno), una ficción que no ha nacido de un engaño deliberado sino de una multimilenaria epidemia de hechizos. No hay demonios conspiratorios, solo hombres de buena fe que no son lo suficientemente lúcidos como para saber que no hay demonios.

Sospecho, en cualquier caso, que lo que de verdad hay -la realidad pura y dura- nos es inimaginable.

“El mundo” es algo así como un dibujo, o una programación (autolimitación/protección) de la mirada. Por eso, en el fondo, lo vemos con cierta extrañeza, porque todos somos románticos, todos sentimos algo que no queda simbolizado en ningún sistema-mundo (“el mundo interpretado” al que parece que se refirió Rilke).

Todos, en algún momento, hemos sentido en la piel del alma la brisa de lo Inefable, de lo no interpretado. Por eso filosofamos con estupor maravillado.

Safranski filosofa con ese estupor, pero desde la calma. Es un gran placer tanto leerle como escucharle. Gracias amigo por tu precioso trabajo.

David López

 

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Filósofos míticos del mítico siglo XX: Miguel de Unamuno

 

 

 

Unamuno. “Don Miguel”. Con este distintivo de nobleza quiso María Zambrano [Véase] que se recordara a un pensador poderoso, sorprendente. Y escribió sobre él desde una admiración que nunca quiso ser objetiva, ni falta que le hacía. Don Miguel fue grande. Brillante. Y doña María lo sabía.

Unamuno. Sus frases para mí tienen el olor de las pétreas, secas, duras -pero vivísimas, y a la vez mágicas- sendas del circo de Gredos: ese templo glauco que él amó. Unamuno es -como casi todos los grandes filósofos españoles- un escritor descomunal. Y en sus textos (en sus novelas sobre todo) hay algo que para mí tiene un valor y una elegancia excepcionales: mucho espacio, poca gente, ideas grandes. Unamuno tiene mucha potencia y emite esa misteriosa armonía de fondo -esa luz única- que caracteriza a los genios. A los creadores.

Unamuno creyó que creer es crear; y que “la fe no es creer en lo que no vimos, sino crear lo que no vemos” (como si alguien supiera qué es lo que sí se ve, diría yo). Él, en cualquier caso, quiso creer que la fe creaba: que ese acto volitivo podría reventar desde dentro los inasumibles muros de la mortalidad, de ese confinamiento temporal en el que, con fe ciega, creyeron los existencialistas (Unamuno incluido). Porque -ésta es mi opinión al menos- creer en la finitud del yo es un acto de fe.

Un querido alumno mío -Juan Durán Dóriga- me dijo en cierta ocasión algo excepcional: “Tan inasumible me parece la mortalidad como la inmortalidad”.

Unamuno (existencialista, fruto del siglo XIX, culto en exceso) se creyó lo de la mortalidad del “yo” y luchó contra todas sus bailarinas lógicas (sus creencias, su universo) para dejar un espacio mágico-creativo donde pudiera ocurrir, mediante la fe, lo que la razón no permitía (según él… aunque luego fue capaz de razonar la eternidad de todo lo existente).

Unamuno tradujo -muy mal por cierto- una obra esencial de Schopenhauer: Ueber den Willen in der Natur (Sobre la voluntad en la naturaleza). En esta obra crucial el filósofo alemán se ocupó de la magia desde la razón filosófica y reconoció la autoridad de Paracelso. Este médico-mago insitió en el poder de la fe y de la imaginación (de la magia en definitiva). Unamuno por su parte creyó en que puede materializarse lo imaginado aunque la razón no lo permita (aunque no lo permitan las leyes que parecen regir la realidad pura y dura). Él imaginó que su yo mundano pudiera vivir eternamente; pero no se trataría de una estancia “espiritual” en la gloria eterna, sino en un seguir palpitando en su carne, con sus mismos huesos, con sus gafas, con sus dolores, con su radical humanidad (una completa “resurrección del a carne”, en plan judío, no griego). Unamuno (lector de Nietzsche) elevó a la categoría de gloria eterna la propia vida (con toda su carne), tal cual es, anterior a toda “salvación”, a todo “estado superior de conciencia”. Unamuno dio un sí a vivir tal cual; pero eternamente.

Se podría decir que Unamuno fue un sacerdote del Dios-poeta que hizo la vida. En cualquier caso quiso eternizar esa obra, vivirla siempre, tal y como es, como si ya fuera el mayor paraíso posible, a pesar de su dolor. Enorme a veces. No quiso Unamuno -como tampoco lo quiso Nietzsche- eliminar el dolor de la obra maestra de la vida. El dolor generaría por otra parte algo prodigioso:

“Jamás desesperes, aún estando en las más sombrías aflicciones, pues de las nubes negras cae agua limpia y fecundante” [Véase “Tapas”].

Algunas de sus ideas

1.- La muerte.  El sentido trágico de la vida. El ser humano se enfrenta a la inasumible tragedia de su muerte. Unamuno no quiere esa muerte, la rechaza a lo bestia, saltándose la inteligencia incluso: “Es cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte[…]”. Cree Unamuno que la fe puede transmutar lo mortal en inmortal, lo imposible en posible. Magia. Bergson [Véase] también lo creía: el Élan Vital puede saltarse lo que quiera. Tiene demasiada fuerza y es demasiado libre. Yo creo que esa fuerza puede también convertir lo inmortal en mortal.

2.- El hombre. Unamuno denuncia las teorías abstractas sobre el hombre, las cuales estarían definiendo realmente un “no-hombre” (el “hombre-idea”). Él quiere filosofar desde y para el hombre “de carne y hueso”. Pero finalmente no se nos dice qué es eso de “la carne y el hueso” (nadie es capaz de hacerlo si ha leído algo de Física contemporánea). En cualquier caso Unamuno instaura en eso que sea “el hombre” una especie de taller donde todo es posible; mediante la fe. Podría decirse que para Unamuno el hombre es el taller de Dios.

3.- El mundo. “Lo que llamamos el mundo, el mundo objetivo, es una tradición social. Nos lo dan hecho”. Aquí Unamuno supera a Wittgenstein. Al menos al Wittgenstein del Tractatus.

4.- La fe. Palabra crucial en Unamuno. Magia pura. Magia sagrada deberíamos decir. Así  la describe en su obra La agonía del cristianismo (1925):

“La fe nos hace vivir mostrándonos que la vida, aunque depende de la razón, tiene en otra parte su manantial y su fuerza, en algo sobrenatural y maravilloso. Un espíritu singularmente equilibrado y muy nutrido de ciencia, el del matemático Cournot, dijo: ya que es la tendencia a lo sobrenatural y a lo maravilloso lo que da vida, y que a falta de eso, todas las especulaciones de la razón no vienen a parar sino a la aflicción del espíritu (Traité de l´enchainement dans les sciences et dans l´histoire, & 329). Y es que queremos vivir.

“Más, aunque decimos que la fe es cosa de la voluntad, mejor sería decir acaso que es la voluntad misma, la voluntad de no morir, o más bien otra potencia anímica distinta de la inteligencia, de la voluntad y del sentimiento. Tedríamos, pues, el sentir, el conocer, el querer y el crecer, o sea, crear. Porque no el sentimiento, ni la obediencia, ni la voluntad crean, sino que se ejercen sobre la materia dada ya, sobre la materia dada por la fe. La fe es poder creador del hombre. […] La fe crea, en cierto modo, su objeto. Y la fe en Dios consiste en crear a Dios y como es Dios el que nos da la fe, es Dios el que nos da la fe en El, es Dios el que está creando a sí mismo de continuo en nosotros”.

Algo similar djo el Maestro Eckhart a comienzos del siglo XIV: “Que exista yo y que exista Dios es porque yo lo he querido”. ¿Quién habla? El Maestro Eckhart apuntaba a una divinidad, a una Nada abisal, que sería nuestro verdadero yo. El vedanta hindú por su parte  afirma la identidad entre la esencia del hombre (Atman) y la esencia del Todo (Nirguna Brahman). Esa esencia -omnipotente- se activaría por la fe: y fabricaría cualquier mundo posible e imposible al servicio del hombre… O al servicio de Dios. Sería lo mismo metafísicamente.

5.- Dios. “Hay quien vive del aire sin conocerlo. Y así vivimos de Dios y en Dios acaso, en Dios espíritu y conciencia de la sociedad y del Universo todo, en cuanto éste también es sociedad”. “¿Y no somos acaso ideas de esa Gran Conciencia total que al pensarnos existentes nos da la existencia? ¿No es nuestro existir ser por Dios percibidos y sentidos?”. “¿No se dice en la Escritura que Dios crea con su palabra, es decir, con su pensamiento, y que por éste, por su Verbo, se hizo cuanto existe? ¿Y olvida Dios lo que una vez hubo pensado? ¿No subsisten acaso en la Suprema Conciencia los pensamientos todos que por ella pasan de una vez? En El, que es eterno, ¿no se eterniza toda existencia?” Unamuno y Dios. Una relación fascinante, un espectáculo de palabras. Las que acabamos de leer son el fruto de un ataque de amor hacia lo existente, hacia lo vivido: para que no arda -eternamente- en la nada de un tiempo pasado.

San Manuel Bueno Mártir

El sacro sueño de la vida.

Unamuno concluye su novela San Manuel Bueno Mártir así:

[…] bien sé que en lo que se cuenta en este relato no pasa nada; más espero que sea porque en ello todo se queda como se quedan los lagos y las montañas y las santas almas sencillas, asentadas más allá de la fe y de la desesperación, que en ellos, en los lagos y las montañas, fuera de la historia, en divina novela, se cobijaron.

Almas sencillas cobijadas en una divina novela. Eso sería quizás la vida humana óptima según el modelo metafísico que ofrece el último Unamuno (1930): un sacerdote del sueño: un enamorado del ser humano. El mensaje fundamental de la soteriología unamuniana sería simple: hay que vivir, lo que significa que hay que soñar. Soñar lo que sea, pero con plenitud, con ilusión. Y habría, por así decirlo, dos tipos de conciencia “humana”, dos “condiciones humanas”: unas plenamente dormidas (“el Pueblo”) y otras, incapaces de dormir (digamos las “insomnes”), se pondrían al servicio de las que duermen y les inocularían mundos (es decir palabras, relatos, mitos) para que fueran felices, para que estuvieran “contentas”). Las insomnes pondrían su sufrimiento al servicio de la felicidad ajena: y la felicidad no sería otra cosa que la fe, la esperanza: creer en la vida eterna (en plan radical, con resurrección de la carne incluso). Cabría pensar en una gran conspiración, una gran manipulación, basada en el amor infinito, no en la depredación. Imaginemos que algo/alguien nos estuviera cubriendo con una manta invisible, para protegernos del frío, como hacemos nosotros con nuestros hijos dormidos.

San Manuel Bueno Mártir, según la majestuosa novela de Unamuno, fue un cura que no creía en la vida después de la muerte, pero que, por amor a su pueblo, ocultó su secreto: le bastaba con sufrir él solo: por amor quería que su pueblo siguiera disfrutando del opio sagrado de la fe en lo que no es real: la “vida eterna”.

¿En qué creía entonces San Manuel Bueno Mártir? En la vida, en el hombre, en el amor… y en la nada que aguardaba a sus queridos seres humanos -y a él mismo- tras la muerte. Creía por tanto en algo concreto: la nada, que rodearía con su límpido vacío metafísico la física del vivir en el tiempo (de vivir en un concreto -matemático- vector de tiempo). Se podría decir que Unamuno parte ya de donde quiso llegar Buda: la nada. La liberación budista estaría ya incorporada en la narrativa de ese mecanicismo nihilista que parece producirle tanto dolor a Unamuno.

Se suele afirmar que las reliciones surgieron, entre otras cosas, para paliar el miedo a la muerte. Las Upanisad (dentro de la tradición védica) o el budismo (ya como negación de los Vedas) apuntarían a todo lo contrario: salir de la vida eterna, de ese juego cósmico-ético que iría arrastrando al ser humano (al alma humana) por un tiempo infinito. La salvación sería caer, como un copo de nieve, lentamente, en un lago: el lago de la Nada (de Dios)… sería lo mismo. Unamuno ofrece en su novela una bellísima imagen de esa nevada de almas (vidas) finitas sobre el lago metafísico de Valverde de Lucerna.

Voy a traer aquí algunos momentos excepcionales de San Manuel Bueno Mártir; y trataré de enfocarlos desde esa cámara infinita que es la Filosofía. Yo disfruto de una edición de 1966 (Alianza Editorial). Se trata de una novela con capítulos muy cortos, muy poderosos, con mucho peso atómico y mucha belleza concentrada. Creo que será fácil localizar las citas en cualquier edición:

1.- Capítulo tres. Se nos ofrece una anécdota que sirve para medir la grandeza del corazón -y la inteligencia, es lo mismo- de San Manuel Bueno. La narra Ángela Carballino, cuyas imaginarias memorias sirven de cobijo (de divina novela) para San Manuel y creo que para el propio Unamuno. Disfrutemos de la belleza de la anécdota:

Me acuerdo, entre otras cosas, de que al volver de la ciudad la desgraciada hija de la tía Rabona, que se había perdido y volvió, soltera y desahuciada, trayendo un hijito consigo, don Manuel no paró hasta que hizo que se casase con ella su antiguo novio Perote y reconociese como suya a la criatura, diciéndole:

– Mira, da padre a este pobre crío, que no le tiene más que en el cielo.

-¡Pero, Don Manuel, si no es mía la culpa…!

-¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe!… Y, sobre todo, no se trata de culpa…!

Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico, tiene como báculo y consuelo de su vida al hijo aquel que, contagiado de la santidad de Juan Manuel, reconoció por suyo no siéndolo.

2.- Capítulo cuatro. La preocupación de Unamuno por España. Curioso:

Le preocupaba, sobre todo, que anduvieran todos limpios.

3.- Capítulo cinco. San Manuel Bueno/Unamuno ante la teodicea (el -a veces feroz- comportamiento de Dios):

-Un niño que nace muerto o que se muere recién nacido y un suicidio -me dijo una vez- son para mí los más terribles misterios: ¡un niño en la cruz!

4.- Capítulo seis. Unamuno insiste en darlo todo por la felicidad “del pueblo”.

– Lo primero -decía- es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo primero de todo. Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera.

5.- Capítulo diez. Inteligencia igual a bondad:

Pero como era bueno, por ser inteligente, pronto se dio cuenta de la clase de imperio que don Manuel ejercía sobre el pueblo, pronto se enteró de la obra del cursa de su aldea.

6.- Capítulo once. Dios.

– Usted no se va -le decía don Manuel-, usted se queda. Su cuerpo aquí, en esta tierra, y su alma también aquí, en esta casa, viendo y oyendo a sus hijos, aunque éstos ni la vean ni la oigan.

– Pero yo, padre -dijo- voy a ver a Dios.

– Dios, hija mía, está aquí como en todas partes, y le verá usted desde aquí. Y a todos nosotros en El, y a El en nosotros.

7.- Capítulo catorce. Unamuno -muy antibudista- sigue creyendo que es mejor creer en la eternidad de la vida individual. Dice que hay que vivir… en decir, “soñar”. Pero, ¿quién sueña?:

– Pero tú, Angelina, tú crees como a los diez años, ¿no es así? ¿Tú crees?

– Sí creo, padre.

– Pues sigue creyendo. Y si se te ocurren dudas, cállatelas a ti misma. Hay que vivir.

[…]

– Y ahora -añadió- reza por mí, por tu hermano, por ti misma, por todos. Hay que vivir. Y hay que dar vida.

8.- Capítulo quince.  Los sacerdotes del sacro sueño de la vida: dar la vida a la vida:

Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra y en nuestro pueblo, y que sueñe éste vida como el lago sueña el cielo.

9.- Capítulo dieciséis. Inteligencia y caridad. Borrado de la lucha de clases (de clases en realidad):

[…] y también el pobre tiene que tener caridad para con el rico. ¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ya ni ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio de la vida?

[…] No Lázaro, no; nada de sindicatos por nuestra parte. Si lo forman ellos, me parecerá bien, pues que así se distraen. Que jueguen al sindicato, si eso les contenta.

10.- Capítulo dieciocho. La posibilidad de que ni el mismo Jesucristo creyera en su propio mensaje:

Y luego, algo tan extraordinario que lo llevo en el corazón como el más grande misterio, y fue que me dijo con voz que parecía de otro mundo: “… y reza también por Nuestro Señor Jesucristo…”

11.- Capítulo diecinueve. El “segundo Unamuno” (San Manuel Bueno) no quiere más vida, no quiere soñar más. Y olvidar el sueño de lo vivido:

¡Qué ganas tengo de dormir, dormir, dormir sin fin, dormir por toda una eternidad y sin soñar! ¡Olvidando el sueño!

En el mismo capítulo nos habla de “el pueblo” como una “unaminidad de sentido”:

– Recordaréis que cuando rezábamos todos en uno, en unanimidad de sentido, hechos pueblo, el Credo, al llegar al final yo me callaba.

Y ahora nos habla de Dios como lo que no debe ser visto por el pueblo: ¿Una Nada no dualista que elimina la existencia misma del observador individual?

Como Moisés, he conocido al Señor, nuestro supremo ensueño, cara a cara, y ya sabes que dice la escritura que el que ve la cara de Dios, que el que le ve al sueño los ojos de la cara con que nos mira, se muere sin remedio y para siempre. Que no le vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva, que después de muerto ya no hay cuidado, pues no verá nada…

– ¡Padre, padre, padre!- volví a gemir.

Y él:

– Y tú, Ángela, reza siempre, siempre rezando para que los pecadores todos sueñen hasta morir la resurrección de la carne y la vida perdurable…

Cabe preguntarle a Unamuno: ¿De verdad cree usted que es eso lo que necesita creer el ser humano?

12. Capítulo veintiuno. Dios: los ojos del sueño de la vida:

– ¿Y el contento de vivir, Lázaro, el contento de vivir?

– Eso es para otros pecadores, no para nosotros, que le hemos visto la cara a Dios, a quienes nos ha mirado con sus ojos el sueño de la vida.

13.- Capítulo veintitrés. Unamuno se acerca a la belleza infinita. Nevadas de luz sobre todos los sueños:

Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja casa materna, a mis más que ciencuenta años, cuando empiezan a blanquear con mi cabeza mis recuerdos, está nevando, nevando sobre el lago, nevando sobre la montaña, nevando sobre las memorias de mi padre, el forastero; de mi madre, de mi hermano, de mi pueblo, de mi San Manuel, y también sobre la memoria del pobre Blasillo, y que él me ampare desde el cielo. Y esta nieve borra esquinas y borra sombras, pues hasta denoche la nieve alumbra.

Todo esto lo ecribió Unamuno en 1930. Seis años después empezó a caer barro del cielo de España. Ahora debemos esforzarnos, creo yo, para que caiga nieve generosa e inteligente sobre aquel barro. Todos debemos convetirnos en sacerdotes del sacro sueño de la vida.

* * * *

El 14 de octubre de 21012 paseé con mi hijo de seis años, los dos solos, bajo la lluvia, dentro de un bosque incendiado por las llamas verdes de los helechos. Olía a eternidad. En ese mismo bosque hay un hospital donde mi padre sufrió mucho antes de morir (de desaparecer de lo que ahora se me presenta como “mundo”). Mientras caminaba de la mano con mi hijo sentí en esa piel prodigiosa la mano de padre. Fue como recibir una puñalada con un arco iris en el centro del pecho. Tuve la sensación de que podría habérseme permitido una visita rápida al Paraíso puro y duro: un lugar donde la esperanza es casi cegadora.

Unamuno, como Bloch [Véase], fue un sacerdote de la fe en “el hombre”: un ser inefable cuyos límites de expansión interna y externa son impensables. En realidad, la fe en el hombre es fe en el universo entero.

Espero que se me disculpe la extrema incompletitud de estas notas sobre Don Miguel de Unamuno (que me disculpe él sobre todo).

David López

 

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“Filósofos míticos del mítico siglo XX”: Heidegger.

 

 

Heidegger. El monstruo político y ético. El genio filosófico y poético.

Hasta donde yo sé, Heidegger fue nazi. No fue en absoluto un hombre ejemplar. Para leerle, para pensar con él, para admirarle como filósofo, sobre todo tras la publicación reciente de sus Cuadernos negros (que la editorial Trotta comenzó a ofrecer en español a partir de 2015), tenemos que sacar de nosotros mismos una gran generosidad; o transcender el principium individuationis y considerar que Heidegger no pensó, sino que lo hizo el Ser: el Ser fue nazi: el Ser lo es todo, lo hace todo).

Debo reconocer que a mí me gusta leer a Heidegger. Mucho más que a Wittgenstein [Véase], cuyas frases de acero me dejan las pupilas heladas. Heidegger tiene un logos erótico. Wittgenstein no. Caminar por las frases de Heidegger me recuerda mucho el caminar por las frases de María Zambrano [Véase] (salvando todas las distancias obvias). El caminante va entre nieblas/hadas/palabras, retorciéndose entre las frases, reptando, volando, soñando, viendo esencias y transparencias, dicciones y contradicciones. Y, a veces, ocurre un fogonazo de luz, y se ve más de lo que soporta la condición humana; y, otras veces, la oscuridad es absoluta, y uno atisba la nada (el “Ser”) que recorta nuestra existencia (finita según cree Heidegger).

Heidegger. Estamos ante un surtidor de frases filosóficas que repugnan tanto como atraen. Pero leer y pensar su pensamiento es una experiencia excepcional. Él mismo vivió su propio pensar como un gran acontecimiento, con alegría, con euforia: pensando a veces su propio pensamiento como proveniente de algo que no era él mismo, sino el Ser. El Ser…

Tengo la sensación de que estamos ante un chamán paleolítico capaz de desarticular el mundo entero (nuestro entero poetizar) y ofrecer uno nuevo: claro/oscuro, fértil y mágico como la propia Selva Negra donde nació ese mago de la gramática filosófica.

Pero, en realidad, si asumimos sus ideas y razonamos desde ellas, Heidegger nunca pensó ni escribió nada. Y nosotros no podemos pensar lo pensado por él, salvo que, quizás, lo sintamos en nuestro “hueco”: dejando que el Ser se piense, y se extasíe con su Poesía, dentro de nosotros, que seríamos “momentos”, finitud angustiada, donde podría mostrarse el Ser a sí mismo. Seríamos algo así como lugares del encuentro, consigo mismo, de algo que no es ni siquiera metafísico porque no es “cosa”. No está ahí ante ningún sujeto.

Para Heidegger, para aquel “in-der-Welt-sein” (estar en el mundo), para aquel Dasein (estar ahí), el fragmento poético que voy a reproducir a continuación proviene del Ser mismo; y ha tenido que fulminar a otro Dasein  (el poeta Hölderlin) para escucharse. Según Heidegger, lo que vamos a leer ahora es lenguaje sagrado, algo que no proviene de un ser humano sino del Ser mismo. Vamos a oír la energía con la que se constituyen las cosas, con lo que se crea y se da nombre a los dioses. El Logos del Logos. La Poesía. La Poesía de Hölderlin (un pararrayos del Ser):

Derecho es nuestro, de los poetas, de vosotros

los poetas, bajo las tormentas de Dios afincarnos,

desnuda la cabeza;

para así con nuestras manos, con nuestras

propias manos robar al Padre sus rayos;

robárnoslo a Él mismo;

y, envuelto en cantos,

entregarlo al Pueblo, cual celeste regalo.

Este fragmento lo he sacado de la siguiente obra: Heidegger, M., Holderlin y la esencia de la poesía (traducción, comentario y prólogo de Juan David García Bacca), Antropos, Barcelona 1989, p. 34.

Acabamos de vislumbrar el estatus metafísico que Heidegger otorga al lenguaje poético y al poeta (como ser humano-pararrayos abierto Ser; y reventado por su omnipotencia y su ansia creadora, creadora por la palabra: “al comienzo fue el Verbo”).

Heidegger es también un poeta, digamos, genésico: crea un Maya de significantes y significados que, si se lo deja vivir en la inteligencia del lector, se presenta como un universo fabuloso. Pero Heidegger es también un Shiva en la historia de la Filosofía: un destructor que quiere regresar al origen, a un mítico momento en la historia del pensamiento humano en el que este pensamiento no se habría perdido en las preguntas por los entes (no se habría denigrado a pensar solo lo útil). Heidegger pretende acabar de una vez por todas con lo que él entiende por Metafísica: el pensamiento que se ocupa del qué de las cosas, o del qué de la suma suprema de cosas (Cosmología), o de la cosa suprema (Teología). Heidegger reivindica un regreso a la pregunta por el ser; el hecho de ser: aquello en lo que participan todos los entes. Todos los entes (las cosas) son. Sí. ¿Pero que es ser? ¿En qué consiste el Ser (con mayúscula ahora si se quiere)? Porque, obviamente, hay algo en lugar de nada. ¿Qué es el Ser (en cuanto sustantivización del verbo “ser”)?

¿Estamos ante una pregunta absurda, como creen muchos? ¿Se ha sustantivizado un verbo -el verbo ser- de forma artificial para crear un falso problema en la Filosofía?

A Heidegger sus alumnos le apodaron “El mago secreto del pensamiento”. Pero, siendo coherentes con ese pensamiento, Heidegger nunca pensó, pues, si lo hubiera hecho, su pensamiento, desde los presupuestos de su propio pensamiento, no valdría nada. La buena Filosofía que Heidegger pudiera habernos aportado solo lo sería en la medida en que fuera Poesía. Poesía del Ser, no suya, lo que le exigiría apartarse. Silenciarse. Un pararrayos silencioso. Suicida. Un Dasein crucificado en un poetizar que no es suyo, sino de lo Impensable. De la Nada si se quiere.

Heidegger fue, como todos los grandes filósofos, un poeta. Y, como todos los grandes poetas, un filósofo.

Machado dijo: “Los grandes poetas son metafísicos fracasados. Los grandes filósofos son poetas que creen en la realidad de sus poemas”.

Y es que para Heidegger el ser humano (el Dasein) no puede acceder a la verdad, no puede conocer el Ser, lo que hay siempre (la base de las finitudes). Es el Ser mismo el que quiso desvelarse, a sí mismo, en Heidegger… a quien, según nos dijo este filósofo, solo debemos leerle si es poeta, porque solo la Poesía es Filosofía. Esta concepción de la Filosofía se acentúa en el “segundo Heidegger”… a partir de Sein und Zeit (1927). Se oye latir el corazón de Novalis. Y el de Nietzsche también.

Heidegger. El filósofo-nazi. El monstruo. El gran chamán de la Selva Negra. El poeta del Ser. Los nazis también fueron y son epifanías del Ser. No hay nada que no sea en el Ser.

Todo es en el Ser. Es prodigioso que haya algo en lugar de nada.

Algo sobre su vida

Messkrich 1889-Friburgo 1976. Nació el mismo año que Wittgenstein (el año en que el cerebro de Nietzsche se apagó para siempre… hacia el exterior al menos). Se dice que ambos — Heidegger y Wittgenstein — se disputan el primer puesto en la filosofía del siglo XX. Ambos tienen una biografía impactante. Ambos son grandes mitos del mítico siglo XX.

Familia católica. Él abandonó pronto el catolicismo (pero se enterró finalmente en este credo). Estudió Filosofía y Teología. Yo me atrevería a decir que estamos ante un caso claro de teólogo oculto, como lo son la mayor parte de los filósofos, incluidos por supuesto Marx y Sartre. Todos los poetas y filósofos son teólogos; y muchos luchan toda su vida para no serlo. O para no parecerlo, al menos.

El libro con el que Heidegger accede  a la docencia universitaria (titulado La doctrina de las categorías y del significado de Duns Escoto) concluye con una frase de Novalis que ya he traído aquí alguna vez:

En todas partes buscamos lo incondicionado, y lo único que encontramos siempre son cosas.

Discípulo de Edmund Husserl [Véase] le dedicó Sein und Zeit [Ser y Tiempo]: una obra fundamental del siglo XX. Inconclusa, como quizás lo está todavía ese siglo prodigioso.

Se afilió a partido nazi; y en 1933 — cuando Hitler ganó las elecciones — fue nombrado rector de la universidad de Friburgo. Abandonó su cargo muy pronto. En su “época nazi” escribe obras de enorme interés filosófico.

Es importante su relación (extramatrimonial) con Hanna Arendt. Su alumna y amante judía. Su musa. Una mujer hiperlúcida a la que debemos ideas  como la de “totalitarismo” (hizo equivaler a Stalin con Hitler en una época en la que la intelectualidad europea estaba hipnotizada por la escolástica marxista). Acuñó también lo de los “crímenes contra la humanidad” y lo de la “banalidad del mal”. Hanna Arendt, la filósofa judía, veneró a su maestro-amante nazi hasta su muerte.

Finalizada la segunda guerra mundial, y aniquilado el régimen nazi, Heidegger es apartado del mundo universitario. Está bajo sospecha. En los años cincuenta empieza poco a poco a ser rehabilitado, perdonado en parte, diríamos.

En su Selva Negra construyó una cabaña donde solía retirarse a pensar. Estamos ante un chamán, no hay que olvidarlo: retiro, silencio, soledad salvaje, desactivación del hechizo colectivo que es toda sociedad, fascinación ante el sublime espectáculo de su propio pensamiento. Heidegger, según Gadamer, tenía algo primitivo: le gustaba partir leña, vestirse como los granjeros, hablar como ellos. Heidegger quizás fue un salvaje. De ahí su fuerza. Su irresistible atractivo poético. La pre-socrática ambición de su mirada. Gadamer destacó la fuerza imaginativa que irradiaban los ojos de su maestro.

Murió en 1976. Está enterrado en su ciudad natal (Messkirch) y, al parecer, pidió que se oficiara una misa católica en su funeral.

Algunas de sus ideas

– ¿Tiene “ideas” Heidegger? A este filósofo se le acusa de realizar un uso extremo del lenguaje, que llega incluso a retorsiones y violencias intolerables. Karl Popper le agrupa, con Hegel, en un tipo de pensador deshonesto, que, al no expresarse inequívocamente, tampoco puede ser refutado inequívocamente. Lo cierto es que Heidegger expresamente calificó el afán de hacerse entender como el suicidio de la Filosofía. Él dijo que escribía para “los pocos”, “para los raros que tienen el valor supremo de la soledad para pensar la nobleza del Ser”. En realidad esos “pocos” serán los que quiera el Ser utilizar para autodesvelarse. La influencia del Maestro Eckhart aquí es enorme.

– La gran pregunta. Heidegger fue ayudante de Husserl, filósofo al que se tiene por fundador del método fenomenológico. Su máxima fue Zu den Sachen selbst [a las cosas mismas]. Se pretendía instituir un método de limpieza y organización del proceso del conocer, un poco al estilo de Descartes. Husserl al final lo reduce todo a una conciencia (que es lo último que queda incuestionable, mucho más allá del yo pienso de Descartes): una conciencia que recibe contenidos aquetipizados. El fenomenólogo pretende encontrar en la masa de contenidos de conciencia (el material a conocer) las esencias, los tipos de repetición… los quids… desencarnados de los hechos sin más. Heidegger afirma que ha utilizado este método para solucionar la pregunta que se hace al comienzo de su obra fundamental (El ser y el tiempo). La pregunta es sencilla y descomunal… ¿Qué es el Ser? O, planteada de otra forma: ¿Cuál es el sentido del ser, eso que no es ningún ente pero en lo que participa todo ente?

– El Dasein. Heidegger, en su esfuerzo por pensar el Ser, empieza por analizar fenomenológicamente (como contenido arquetipizado de conciencia) al ente que se hace esa pregunta: un ente que solemos llamar “ser humano”, pero que él bautiza con el nombre Da-sein. El “estar ahí”. La esencia fenomenológica del ser humano es que está ahí, arrojado al mundo… a que se las componga como pueda. Su ser es “in-der-Welt-sein”. Ese ente arrojado es el que se hace la pregunta por el Ser. Y no es un ente sin más, no es un ente más: su ser (su esencia como ente) es una posibilidad: puede actualizarse o no: es una trascendencia, un esencial salir de sí mismo para desplegar su proyecto en el tiempo, hacia el futuro, que es lo decisivo. El tiempo. El hombre debe conquistarse, actualizarse, en un brevísimo vector de tiempo. Puede también perderse. Aunque al final todos los Dasein se pierden en la nada de la muerte. El Dasein no es un ente como los demás, sino un existente: en su ser le va el ser.

– ¿Por qué hay algo? Ante la pregunta clave de la metafísica, planteada por Leibniz, de por qué hay algo, y no la nada, Heidegger considera que lo que hay que comprender es que es la nada la que sostiene todo y en la cual sobrenada todo ente.

– El conocimiento. ¿Para qué? Heidegger quiere rectificar a su maestro Husserl y a toda la filosofía occidental eliminando la posición cognoscitiva del ser humano en el mundo… No, para el Dasein el mundo no es algo para ser conocido objetiva y desinteresadamente, sino para ser utilizado: es utensilio. Algo tendrá sentido cuando sepamos qué hacer con ello. Hay que trascender el conocimiento útil y acometer el conocimiento del Ser.

– La muerte. El Dasein, que es esencialmente proyecto, posibilidad de actualización, se encuentra con que el mundo se le resiste. Pero, sobre todo, se encuentra con la evidencia de la muerte: el fin de toda posibilidad. La nada. Tomar consciencia de esa nada que determina por fuera toda existencia individual produce angustia. Y así debe ser, según Heidegger. La muerte. Ante ella todos los proyectos humanos son iguales: nada. Hay que soportar la verdad de la nada de la muerte que nos espera. Con angustia. Ese es el estado auténtico que nos permitirá vislumbrar quizás lo completamente otro de todo proyecto. El silencio.

– El Ser. Heidegger al final afirma que el Dasein, aunque sea un ente privilegiado (que se pregunta por el Ser y tiene esa cosa hiperpeligrosa del lenguaje) no puede decir-pensar el Ser. El segundo Heidegger, sin embargo, nos da algunas “indicaciones” sobre el Ser:

  • La existencia es una determinación inesencial del Ser.
  • Lo mejor para aprehender el Ser es no aprehenderlo.
  • El Ser es como una especie de luz, alojada en el lenguaje poético o creador.
  • Acceder al Ser no es conocerlo, sino habitarlo.
  • No es el fondo de las cosas, ni algo escondido.
  • Es la realidad misma.

El Ser de Heidegger… Muchos han sufrido mucho para atisvarlo. Él avisa no obstante que no hay nada que hacer si el Ser no quiere desvelarse a sí mismo.

¿Cómo? Puede hacerlo en la finitud del hombre mediante el rayo de la poesía. Eso sí: calcinando de plenitud a los poetas.

En 1947 en Carta sobre el Humanismo, Heidegger afirmó:

“Dicho sencillamente, el pensar es el pensar del Ser.” Se refiere al pensar de verdad, no al de Platón y sus seguidores. Es el Ser el que piensa en nuestro pensar.

Lo he recordado párrafos arriba: Heidegger leyó y veneró a Eckhart. Y estudió mucha mística.

Aquí está la clave de la denuncia que Heidegger hace a toda la metafísica occidental desde Platón. Fue este filósofo el que creó el equívoco. No es el ser humano, su mente finita y lingüística, quien accederá a la verdad, al Ser, finitándolo y cosificándolo por tanto. Parménides, Anaximando y Heráclito sí lo vieron claro: es el propio Ser el que se desvela, a sí mismo, o no, en esa finitud que es el Dasein, mediante el lenguaje sagrado de la Poesía, que puede incluso decir el Ser: lo que no puede ser dicho. La Poesía, que brota del Ser, lo puede acoger para que el propio Ser se lea, se escuche, en esos entes extraordinarios que son los poetas.

– Propuesta soteriológica de Heidegger: callarse, para escuchar al Ser. Mejor dicho quizás: callarse para que el Ser se escuche a sí mismo en el Dasein. Asumir la nada que se es en cuando ente. Dejar que la Poesía del Ser rellene nuestro silencio con el infinito del que proviene.

– Silencio. El paraíso soñado por los esclavos, y por los sacerdotes, de la diosa Vak.

Produce enorme angustia el final de El Acantilado de Hölderlin. El poeta se dirije así al dios del mar:

y si el tiempo impetuoso conmueve demasiado violentamente mi cabeza,

y la miseria y el desvarío de los hombres estremecen mi alma mortal,

¡déjame recordar el silencio en tus profundidades”.

Porque la locura no es silencio. Como no hay silencio en los sueños. Según Heidegger a Hölderlin el silencio le llegó con la muerte (lo cual es mucho suponer).

La nada. Dijo Heidegger: “Somos elipsis de la nada” (omisiones que no alteran su sentido)

Frutos de la nada, como dijo Eckhart.

Creo que la mejor imagen de un Dasein (de un ser humano) es la flor de un almendro: la nada reventada de belleza.

David López

 

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Filósofos míticos del mítico siglo XX: “Bergson”.

 

 

Henri Bergson ¿pensó? que la inteligencia -aun siendo un fruto de la vida- se opone a la vida, porque pretende cortarla, medirla, mutilarla, falsearla en definitiva. Y se propuso entender lo que se presenta en la conciencia, sin reducir ese “presentarse” a los hechos que proporciona el método científico (cegado por la inteligencia); y sin reducir la conciencia a los confines del cerebro. Dijo Bergson que “en una conciencia humana existen infinitamente más cosas que en el cerebro correspondiente”.

Infinitamente más…

Bueno, creo que es obvio que eso de “cerebro” es uno de los contenidos de nuestra conciencia. Podemos “pensar”, y “visualizar”, el cerebro [Sugiero la lectura de “Cerebro” en mi diccionario filosófico].

Lo que a Henri Bergson se le presentaba en la conciencia (o que, según él, constituía la conciencia misma) era la duración: el tiempo: esa sensación de estar constantemente inundado por las incesantes olas del pasado, y de estar caminando hacia un futuro que, según este gran filósofo francés, es completamente imprevisible… porque estaríamos inmersos en un impulso vital (élan vital) creativo y libre, no sometido a ningún mecanismo (a ninguna estructura fija de causa y efecto). En verdad estaríamos inmersos en una “evolución creadora” que nada tendría que ver con el determinismo de Darwin ni con el de Herbert Spencer. Nada se movería en realidad ni por una causa eficiente ni por una causa final. Lo que mueve la vida  sería pura creatividad, y pura libertad (ambas -creatividad y libertad- en realidad siendo lo mismo).

Ese élan vital sería captable con la intuición humana, no con la inteligencia humana (la cual aspiraría en realidad a salir, a transcender su cegador utilitarismo). Y cabría vincularse parcialmente a él -a ese élan– por medio de la Mística. Eso sería la Mística. El místico sería aquél ser humano que, en virtud de su propia experiencia, proporcionaría la evidencia de la existencia de Dios (porque esa existencia se habría convertido en un hecho de su propia conciencia, un hecho privilegiado, una especie de visión indubitable… y en un vínculo inefable).

Dios mismo, según Bergson, podría llegar a ser identificado con un esfuerzo: un esfuerzo creador (libre por tanto) cuya manifestación sería la propia vida. Me parece bellísimo identificar a Dios con un esfuerzo creativo.

Fruto de ese esfuerzo sería el propio ser humano que, según los textos de Bergson, podría llegar a una especie de divinización: algo así como a una plena identificación con el flujo creador que es la sangre de lo real y que le convertiría -al ser humano- en una especie de Dios, creado y creador a la vez. Creador incluso de moralidades y de religiones. Me viene a la cabeza la metafísica del arte en el romanticismo alemán y, también, cómo no, algunos momentos de una de mis obras preferidas de Nietzsche: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música.

En cualquier caso, Bergson es otro gran enamorado de la vida (de este espectáculo creado y creador; e inefable). Un gran enamorado de Maya como lo fue Nietzsche o como lo fue Russell [Véase]. Los tres capaces de perfilar el universal -“vida”- con frases prodigiosas: con Poesías de belleza extrema.

Henri Bergson la perdió -eso de “la vida”- por una pulmonía derivada del frío que pasó haciendo una cola en París. Era una cola de judíos que debían inscribirse en un registro especial por orden del Gobierno de Vichy. A Bergson -demasiado famoso, demasiado prestigioso y demasiado enfermo- se le había dispensado de semejante trámite. Y él mismo, desde hacía tiempo, había tenido la intención de convertirse al catolicismo. Pero afirmó que no era ese el momento de cambiar de credo. Y se dejó la vida -al menos la vida “espacializada”, “mecánica”, “exterior”- en un espectacular ritual de ética, de solidaridad, de fuerza.

El propio Bergson afirmó alguna vez que el élan vital tiene tanta fuerza que se puede saltar la muerte misma (la finitud de una de sus creaciones). No es descartable que este gran filósofo siga vivo. En realidad no es descartable que todo lo que parece que “fue” siga viviendo eternamente (aunque no está muy claro qué sea eso de “vivir”).

El océano del pasado puede que siga mandando sus olas a los infinitos “presentes” que nos esperan (o que le espera a “Eso” que Bergson denominó “El Espíritu”) y cuya obra maestra sería -es de suponer que “por el momento”- el ser humano.

 

Algo sobre su vida

Nació en Paris en 1859. Un mes antes de que se publicara “Sobre la evolución de las especies” de Darwin. Él aportará más tarde una obra que puede ser considerada como un gran análisis filosófico de las hipótesis de Darwin (no olvidemos que la ley de la evolución es una “hipótesis”… hay que tener cuidado aquí). Su padre era judío, de origen polaco. Y músico. Su madre era también judía, pero inglesa. Pronto se trasladaron a Inglaterra. Henri Bergson fue educado en inglés y en francés. Regresaron a Paris cuando el futuro filósofo tenía nueve años.

A los dieciocho años ganó un premio por resolver un problema matemático. Pero no quiso seguir por el camino de eso que llaman “Ciencias”, sino que se dirigió hacia eso que llaman “Humanidades” (como si las matemáticas no fueran “humanas”) Vaya lío… Y tuvo la suerte de estudiar en la prestigiosa École Normale Superiore. Allí leyó y sintió a Herbert Spencer.

Accedió Bergson a la cátedra de Filosofía Moderna del College de France. Fue miembro de la Real Academia Francesa. Presidió la “Comisión de Colaboración Intelectual” de la Liga de las Naciones (institución antecesora de la UNESCO en la que también estaban Einstein y los Curie).

En 1908 conoció a William James [Véase aquí]. Se hicieron muy amigos. James estaba fascinado con la obra de Bergson. La influencia de este gran pensador francés en el pragmatismo americano parece que fue enorme.

Como en su día hiciera William James, Bergson aceptó impartir conferencias dentro de las Gifford Lectures. La guerra del catorce lo impidió. La guerra: esa diosa heraclitiana que mete su arado a fondo en el pecho de los hombres y de sus sociedades.

Se casó Bergson con una mujer llamada Louise Neuberger y tuvo una hija -Jeanne- que nació sorda (que no pudo escuchar la magia verbal, musical, que, según los testimonios de que disponemos, era capaz de irradiar aquel poeta de la Filosofía). Vivió Bergson con su mujer y su hija, los tres juntos, en una casa modesta de Paris, como profesor de Filosofía entregado a sus obras (una maravilla de vida, en mi opinión). Allí supo que le habían concedido el Premio Nobel de Literatura por su obra más conocida: “La evolución creadora”. Henri Bergson no pudo acudir a Estocolmo debido a sus fuertes dolores reumáticos: unos dolores que le dejaron medio cuerpo paralizado.

Murió por un exceso de frío y de grandeza. Murió en un Paris ocupado por los nazis, los cuales, creo, desde el propio modelo de totalidad de Bergson, podrían ser visualizados como un fruto de la creatividad vital que se habría condensado demasiado, que se habría agarrotado, que habría perdido creatividad. Porque el nazismo, como la inteligencia cuando está muerta, quiso esquematizar, mutilar, simplificar, ordenar en exceso, ese gran fruto del élan vital que sería “la humanidad” [Véase “Humanidad” en mi diccionario filosófico].

Se podría decir que Bergson murió rodeado por un exceso de “materia”, según este concepto fue desarrollado en su filosofía.

En cumplimiento de la voluntad de Bergson, fue un sacerdote católico el que ofició en su funeral: un poeta católico segregó el lenguaje que Bergson quiso que se oyera en ese momento crítico del élan vital que sería la “muerte”.

Bergson dejó muy vivas -y muy vivificantes- cuatro obras fundamentales:

“Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia”. 1889.

“Materia y memoria”. 1896.

“La evolución creadora”. 1907.

“Las dos fuentes de la moral y de la religión”. 1932.

 

Algunas de sus ideas

– La Filosofía. Bergson parece que la hizo equivaler a la Metafísica. Estaríamos ante una actividad que debe dirigirse a lo datos inmediatos de la conciencia y, desde dentro, ensayar una expresión de lo que ahí se presenta, más allá de los esquematismo de la inteligencia. Este es el sentido del título de su primera obra fundamental (Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia). Pero la Metafísica solo sería practicable si se transciende la inteligencia, la cual sería una facultad humana imprescindible para vivir en la vida, pero insuficiente para visualizar el corazón, la palpitante esencia, de la propia vida. Podríamos decir, desde Bergson, que la inteligencia permitiría vivir, pero no ver: no ver lo que es, lo que pasa de verdad. Inteligencia. Como vimos al comienzo de este texto, Bergson pensó la inteligencia humana como enemiga de la vida. ¿Por qué? Porque funcionaría exclusivamente con esquematizaciones de lo real (del flujo de la vida): se aproximaría a ese flujo con conceptos (lo cual sería un falseamiento de la verdadera realidad). Todo -en la inteligencia- sería distancia y abstracción, clasificación, distinción… todo con fines prácticos (imprescindibles, pero insuficientes). La realidad, en definitiva, no sería divisible ni esquematizable. La Filosofía (la Metafísica), que aspiraría a ver de verdad lo que se presenta en la conciencia, tendría que transcender la inteligencia (desde la inteligencia) y practicar la “intuición”, que sería algo así como instinto (animal) consciente: una cercanía animal -no abstractiva ni conceptual- al flujo de la vida, pero con conciencia (algo de lo que, según Bergson, carecen los animales). La intuición sería el órgano fundamental que activaría el metafísico (y que abriría la Metafísica como ciencia). Sólo la inteligencia sufriría las paradojas de Zenón de Elea (tortuga, flecha, etc.). Porque ese tiempo matematizado no sería el que en realidad percibe la conciencia. Y como en Filosofía se trataría de vislumbrar el todo de la conciencia (lo que de verdad ahí ocurre) habría que silenciar la inteligencia para dejar paso a una especie de instinto puramente animal pero vibrante de conciencia. Eso sería la Filosofía. Y eso, según Bergson, elevaría al ser humano por encima de sí mismo.

– El tiempo. Dijo Bergson que aquí “nos esperaba una sorpresa” y que los positivistas no eran consecuentes porque no eran fieles a los hechos. El tiempo real, según Bergson, entendido como el tiempo tal y como es experimentado (como se presenta en la conciencia), no coincide con el tiempo de la mecánica (del mecanicismo de las ciencias naturales, que es fruto de la inteligencia utilitaria). En el tiempo de verdad los instantes no se yuxtaponen (no están unos junto a los otros), no se “espacializan” como parece indicar la esfera de un reloj. En realidad se trata de un flujo no divisible, y de piezas que no son separables entre sí porque estarían imbricadas unas en otras, como “por dentro”, de forma inefable, inaccesible a los conceptos con los que funciona la inteligencia. Habría -en el tiempo real- instantes que podrían prolongarse en la conciencia para siempre, y otros, de la misma duración -mecánica, o “física”- que desaparecerían para siempre. Los instantes del tiempo de la conciencia (que sería el tiempo real) estarían interpenetrados, siempre vivos: nuestro pasado nos estaría siguiendo, como parte del presente, fecundando el presente. Los momentos de la conciencia no serían medibles, no cabría identificarlos como unidades homogéneas, y menos sistematizables tal como lo haría la matemática y la mecánica. La ciencia -que presupone ese tiempo homogéneo, divisible, ordenable, espacializable- sería útil, pero no veraz: comprimiría y falsearía lo que de verdad, empíricamente, se presenta ante la conciencia humana… Podríamos decir, desde Bergson, que el positivismo del método científico no sería realmente “positivista”; pero que no cabría la vida humana sin ese fruto del élan vital que es propiamente la “inteligencia” (un fruto que aspiraría a sublimarse en intuición filosófica).

Así poetiza Bergson eso del “tiempo” en su Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia (Conclusiones):

“¿Qué es la duración dentro de nosotros? Una multiplicidad cualitativa, sin parecido con el número; un desarrollo orgánico que sin embargo no es una cantidad creciente; una heterogeneidad pura en virtud de la cual no hay cualidades distintas. En resumen, los momentos de la duración interna no son exteriores entre sí”.

“Así, en la conciencia, encontramos estados que se suceden sin distinguirse; y, en el espacio, simultaneidad que, sin sucederse, se distinguen”.

“El error de Kant ha sido considerar el tiempo como un medio homogéneo. Él no pareció haberse dado cuenta de que la duración real se compone de momentos interiores los unos a los otros, y que cuando adopta la forma de un todo homogéneo es cuando se expresa en el espacio […] olvidando que un medio donde los hechos se yuxtaponen, y se distinguen unos de otros, es necesariamente el espacio y no el tiempo”.

Yo realmente no veo tampoco la homogeneidad del espacio. Ni su propia existencia o protoexistencia. Como no la veo del tiempo. No sé en realidad qué es eso del espacio y del tiempo, más allá de su propios conceptos.

– La libertad. En el prólogo a su primera obra fundamental –Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia– Bergson afirma que el problema del que se va a ocupar es común a la Psicología y a la Metafísica: el dichoso problema de la libertad. Su conclusión es la siguiente:

“El problema de la libertad ha nacido por tanto de un malentendido: ha sido para los modernos lo que fueron, para los antiguos, los sofismas de la escuela de Elea, y como esos mismos sofismas, tiene su origen en la ilusión por la que se confunde sucesión y simultaneidad, duración y extensión, cualidad y cantidad”.

En cualquier caso, Bergson hizo equivaler la libertad a la creatividad, y quiso nombrar con estas dos palabras el fondo mismo que opera en lo real (lo cual, a mi juicio, significaría, desde la escolástica medieval, meter a Dios mismo -pura aseidad- en el fondo mismo de lo que se despliega en la conciencia humana).

– Evolución creadora. Bergson (tras una exhaustiva puesta al día en la Biología de su época) ofreció un importante análisis filosófico de las dos teorías (o grupos de teorías) evolucionistas básicas: 1.- Darwin (todo cambio en la evolución de las especies tendría, como causa eficiente, un azarosa mutación que propiciaría la supervivencia); y 2.- Teorías teleológicas (todo tiende a un fin ya predeterminado). Para Bergson todas estas hipótesis explicativas del cambio adolecerían del mismo defecto: el mecanismo, el determinismo: la falta de libertad y de creatividad ubicuas. Contra Descartes, propuso Bergson una espiritualización del universo (reacción que encontramos ya en Leibniz; e idea que sintió como real el propio Moore [Véase]). La vida biológica estaría abierta a la novedad, a lo imprevisible: estaríamos dentro de un flujo vital del que cabría esperar lo inimaginable porque no estaría sometido ni al poder de una causa eficiente ni al poder de una causa final. Habría, por tanto, un “esfuerzo” (de “Dios”, o siendo “Dios mismo”) del que surgirían formas incesantes e imprevisibles. Eso sería la evolución creadora. Una idea que dio título al más conocido de los libros de Bergson. Un auténtico bestseller (con una media de dos ediciones al año durante diez años) que propició -¿como causa eficiente? ¿por pura libertad creativa del “espíritu”- que Bergson recibiera el premio Nobel de Literatura. Bergson -desde el antropocentrismo de Darwin y de otros- pensó que esa evolución creadora había realizado una especie de camino ascendente -desde la materia inerte, pasando por las distintas especies vegetales y animales- hasta el hombre, que es donde habría nacido la conciencia. Bergson no problematizó este modelo. Yo sí. Me es inevitable. Un borrador de mis ideas a este respecto están en el artículo “Inteligencia” de mi diccionario filosófico. Es importante tener presente que Bergson quiso construir su sistema filosófico sin dejar fuera las aportaciones de la Ciencia de su época.

– Sociedad/Moral. Ya casi final de su vida (1932) -y ya muy apaleado por sus dolores artríticos- Bergson escribió una obra titulada “Las dos fuentes de la moral y de la religión”. En ella sostuvo que la moralidad tenía dos fuentes. Una sería la presión del propio grupo humano que querría mantenerse consolidado (como un grupo animal), inmune al cambio. Ahí el individuo haría suyos los ideales del grupo, los proclamaría y coadyuvaría a su solidificación y perpetuación. Sería la “sociedad cerrada”. Habría otra fuente de moralidad: la creatividad de algunos de los individuos de la sociedad cerrada. Aquí cabría quizás recordar el “tiempo axial” de Jaspers [Véase aquí]. Bergson consideró que la innovación moral tenía como contenido concreto el amor a todos los hombres. Es una idea hermosa pero contraria, en mi opinión, al concepto mismo de “innovación” o “apertura moral”. Cabría considerar nuevas moralidades no basadas en el amor a todos los hombres (que funcionarían como anti-sistémicas dentro de una sociedad “cerrada” en torno al ideal de amor hacia todos los hombres.

– Religión/Mística.  Bergson consideró que la Mística sería una religión “dinámica” (liberada de mitos y fábulas, no protegida frente a la fuerza del pensamiento filosófico) La religión “dinámica” sería una religión “intelectual”; esto es: capaz de someterse al derribo de los dogmas. La religión propuesta por Bergson se basaría, entera, en una simple toma de contacto con ese esfuerzo de creación permanente e inagotable que se manifiesta en la vida (algo similar encontramos en Russell [Véase aquí]). Ese esfuerzo, como vimos antes, sería para Bergson de Dios… o, incluso, Dios mismo.

 

Lo que me hace sentir Bergson

Bergson ejerce una presión -elegantísima- sobre mi mirada. Me obliga a estar atento, muy atento, a lo que de verdad ocurre en esa caja mágica que llamamos conciencia (haciéndola mucho más grande que eso que llamamos “cerebro”). Esa caja será básicamente “duración”. Un pasado ilimitado se inclina y fecunda -y aplasta casi- a un presente que se siente caminando hacia lo que todavía no es. Y en ese flujo de formas y sentimientos evanescentes se estaría desplegando una fabulosa creatividad. Un esfuerzo. La conciencia humana sería una galería de Arte para el Gran Artista (cuyo nombre creo que, para Bergson, sería “Dios”).

Creo que cabría decir, desde Bergson, que el buen filósofo sería aquel que, sublimando la inteligencia, puede contemplar en su plenitud la gran obra de arte que está ocurriendo en su conciencia “humana”. Y el místico sería aquel que ha visto, que ha sentido, y que ya se ha identificado (en virtud de un amor/identidad extremos) con El Gran Artista.

El artista quizás -el verdadero artista-, visto desde el modelo de totalidad de Bergson, sería un momento en el que el élan vital se mostraría en estado puro: un ser humano dispuesto a configurar lo inimaginable, lo imprevisible; pero siempre al servicio de “la vida”.

Digamos al servicio de lo que, para mí, es un sacro espectáculo para un sacro espectador.

Lo último. Bergson -amigo-: impresionante lo que hiciste en aquella cola de judíos.

 

 

David López

Madrid, a 21 de noviembre de 2011

 

Filósofos míticos del mítico siglo XX: Husserl

 

 

Husserl. Un gran filósofo cuya gigantesca obra quizás todavía no ha sido leída y pensada por nadie en profundidad (bueno, quizás nadie lo ha hecho del todo con ningún gran filósofo). Está todo por ser leído y pensado otra vez. Todo.

Husserl quiso ver. ¿Ver qué? Los “fenómenos”:  lo que se manifiesta ante nuestra conciencia. 

Y, para ver eso, quiso poner todas las creencias entre paréntesis, no para negarlas sin más, sino para que no impidieran la visión. 

Desde los planteamientos que estoy desarrollando en esta especie de diccionario filosófico (“Las bailarinas lógicas”), Husserl, aunque enamorado de esas bailarinas, finalmente les pidió por favor que se sentaran, que se apartaran, para poder contemplar con serenidad el lugar donde todas ellas bailan: la infinita pista de baile. Nuestra conciencia subjetiva. Esa pista de baile sería, creo, para Husserl, la única realidad evidente. Y la realidad absoluta. Siempre está ahí, acogiendo bailarinas lógicas. O no.

Pero, ¿de dónde vienen esas bailarinas lógicas capaces de vertebrar un mundo entero dentro de una conciencia?

Husserl, al principio, quiso ir a “las cosas mismas”. Aspiró a una ciencia radical que ofreciera un conocimiento limpio e indubitable, más limpio e indubitable que el que daba por verdadero la propia ciencia físico-matemática (demasiado ingenua, objetivista, dogmática, esquematizadora, alejada de la vida de verdad). Y, al final, terminó Husserl contemplando su propia sala de baile: eso que, desde su propio Lebenswelt (su propio mundo vital), él denominó “conciencia transcendental” (la que transciende cualquier cosa que pueda ocurrir en ella). La “subjetividad absoluta”. 

Pero antes de llegar a tanto, Husserl contempló esencias, arquetipos: las formas  como se presentan los hechos en nuestra conciencia. Porque habría algo robotizado en el espectáculo de nuestra vida, tanto interior como exterior. La existencia de arquetipos identificables, describibles, nos permite clasificar todo lo que nos ocurre: un hecho psíquico (o emocional si se quiere) lo denominamos “esperanza”, otro lo denominamos “tristeza”, otro “nostalgia”, otro “pasión sexual”, otro “lago”… Impresiona sin duda la estructuración arquetípica de nuestro ver y de nuestro sentir.

Son arquetipos. Robots metafísicos que vertebran nuestra mente y nuestro corazón. Pero yo renunciaría a mi consciencia entera a cambio de que no se retiraran nunca algunos de ellos (como el arquetipo “hijo”, por ejemplo).

Las obras completas de Husserl (más de 40.000 folios escritos taquigráficamente) fueron rescatadas de la destrucción nazi por un franciscano: Hermann Van Breda. La lucha de este franciscano por salvar los textos de Husserl, por conservarlos y por iniciar su publicación creo que es sintomática de algo especial. ¿Por qué ese interés? ¿Qué ofrecían los textos de Husserl a un franciscano? No lo sé. Espero tener tiempo algún día para investigarlo en profundidad. Si alguien quiere ir empezando, que tenga en cuenta esta obra:

Jörgen Vijgen: Hermann Leo Van Breda (Biographisch-Bibliographisches Kirchenlexicon (BBKL), Band 25, Norhaussen 2005, 1405-1407.

¿A qué se puede llegar, finalmente, si se realiza la “reducción fenomenológica”? ¿Qué queda? ¿La conciencia subjetiva absoluta? Pero, ¿qué es eso? ¿Dios? ¿Eso que yo he denominado “Dios metalógico” en mi diccionario? [Véase aquí].

Algo sobre su persona y sobre su vida

Un concepto fundamental del último Huserl es “Lebenswelt” [“mundo-vital”, o “de la vida”]. Se trataría del mundo asumido sin más por el ser humano no filosofante. El mundo-vital de Husserl, tal y como lo narran los textos de que dispongo, y mostrado como flujo temporal, fue más o menos así:

1859-1938. Nace en Prossnizt (Moravia, actual República Checa). Segundo hijo de una familia judía. Pertenecer a esta raza (si es que hay razas de verdad) le costaría luego muy caro. Estudia Matemáticas, Astronomía, Física y Filosofía en Leipzig. En Berlín estudia Matemáticas con el famoso matemático Karl Weierstrass. Se doctora en Viena. Allí estudia Filosofía con Brentano.

La influencia de Brentano en Husserl es decisiva (sobre todo su concepción intencional de la conciencia… la conciencia siempre se refiere a algo distinto de sí misma). Husserl se convierte en Privatdozent en Halle. Allí adquiere fama gracias a su obra Investigaciones lógicas.

En 1887 se bautiza en la iglesia evangelista. Lo hace junto a su prometida: Malvine Steinschneider.

En 1891 publica Filosofía de la aritmética. Esta obra llama la atención de Frege, uno de los grandes lógicos del momento.

Muere su hijo en la primera guerra mundial. 1916. Husserl comienza su carrera como profesor en Friburgo. En 1918 funda la Freiburger phänomenologische Gesellschaft [Sociedad fenomenológica de Friburgo].

En la última fase de su vida Husserl se centra en el concepto de Lebenswelt [Mundo-vital]. Y acomete una dura crítica de las —antivitales— perspectivas de las ciencias naturales, que serían las responsables de la crisis de sentido que padecería la modernidad.

El 6 de abril de 1933 Husserl es suspendido de su cargo en la universidad de Friburgo por decisión del ministro de Educación del gobierno nazi. Ortega y Gasset [Véase], que había introducido muy pronto a Husserl en España, visitó al gran filósofo en 1934. Momento terrible en ese gran país de Filosofía.

Husserl muere en 1938. En 1939 aparece el franciscano (Hermann Van Breda).  Estaba realizando un trabajo de doctorado cuyo tema era la reducción fenomenológica en Husserl. Y fue a por los escritos del gran filósofo. Van Breda consiguió sacarlos de Alemania gracias a la ayuda de su propio gobierno. Luego fue capaz de protegerlos en mitad de la segunda guerra mundial. Y, ya llegada la paz, dio comienzo a un proceso de edición que todavía no ha terminado. Son más de 40.000 folios. Esa galaxia de símbolos filosóficos se denomina ahora “Husserliana” y lo está publicando el Instituto Superior de Filosofía de la Universidad de Lovaina (una preciosa universidad, por cierto).

Algunas de sus ideas fundamentales

1.- La fenomenología. Fue Spiegelberg quien habló por primera vez del “movimiento fenomenológico”. Husserl fue su fundador. Estaríamos ante uno de los movimientos cruciales del  pensamiento filosófico del siglo XX. Una gran aventura del pensamiento y del sentimiento. Se trataba de ir a lo concreto, a “las cosas mismas”, para ver de verdad lo que hay, superando la fe en la ciencia físico-matemática y superando también  una Filosofía apoyada en conceptos no evidentes. Y, a partir de ahí, construir un sólido edificio filosófico (radicalmente “científico” en realidad). Se trataría de poner en cuestión -entre paréntesis- mucho más de lo que ponía en cuestión el credo cientista, el cual no problematizaba sus dogmas (como el de la objetividad del mundo exterior, por ejemplo).

2.- El fenómeno. Es lo que aparece ante la conciencia. Pero no como contrapuesto a la cosa en sí, en sentido kantiano. Lo que aparece -el azul/verde de un lago italiano, por ejemplo- es ya la cosa misma, no reflejo ni efecto de una realidad escondida tras lo fenoménico. Husserl afirmó que todo había que cogerlo, gnoseológicamente, como se presenta en la conciencia. Fue un estudioso de Maya.

3.- Hechos y esencias. La intuición eidética. Husserl estuvo atento a los fenómenos que se presentan en la conciencia. Y consideró que todo lo que se presenta en esa sala lo hace de un modo típico. El objetivo del filósofo sería contemplar esas formas típicas de aparición: esas “esencias”: ese kosmos noetos platónico convertido a su vez en -legítima- sombra de la caverna. A través de los hechos, y tal y como se presentan en la conciencia, cabría ver ese cielo eidético. Husserl no pensó esas esencias como reales, pero tampoco como externas, objetivas. Yo, al menos, no sé muy bien dónde las ubicó.  Se habla de un “tercer reino”. El caso es que cabría contemplar esos arquetipos, esas esencias, desapasionadamente, como desde fuera (Schopenhauer, por cierto, consideró esa contemplación de ideas como un placer similar al que nos espera en la gloria eterna).

4.- La “epojé”.  Significa “suspensión” en griego. Suspensión de los juicios sobre la verdad. Husserl utilizó este término como puesta entre paréntesis. Es un método, un camino, hacia algo. Algo que se supone muy deseable y muy necesario. Es un desocultamiento. Es un desnudar bailarinas lógicas hasta dejarlas convertidas en la -sacra- nada que son en realidad. La “epojé” tiene cierto parecido con la duda escéptica de Descartes (de hecho a Husserl hay que entenderle desde Descartes y desde Kant). Pero no se trataría tanto de dudar -de un escepticismo radical, que por otra parte Descartes no practicó- sino de silenciar el juicio: dejar las verdades en suspenso, todas, pero sobre todo las que conforman la actitud “natural” de la tribu donde, por otra parte, vive y siente el propio filósofo. Esas creencias son útiles, irrenunciables, pero el filósofo fenomenólogo no quiere partir de ahí: necesita evidencias radicales para ver lo que hay de verdad. La “epojé” -o “reducción fenomenológica”- finalmente solo permite la evidencia de una sola realidad: que hay conciencia. Sin más. Nada más. Una conciencia subjetiva que lo abarca todo. Nada menos.

5.- “Lebenswelt” [Mundo-vital]. Lo señalé antes: estaríamos ante el concepto fundamental del último Husserl. Lo desarrolló en su obra Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie [La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología transcendental]. Sería el mundo “circundante vital” que se considera válido de forma natural. Las ciencias modernas habrían surgido de ese mundo. Y habrían olvidado ese origen. Ingenuamente. El mundo-vital no sería un hecho, sino un horizonte de hechos… y ahí ubicaría los hechos esa ciencia que no es consciente de su propia limitación. De su propia ingenuidad. Estudiar ese “mundo-vital” sería una fenomenología también. Habría que desenterrar ese mundo antes de la reducción fenomenológica. Habría que saber dónde sentimos y pensamos. Yo diría que se trataría de un estudio del propio hechizo colectivo -del sueño en red- en el que está ubicado todo filósofo… y desde donde debe iniciar su labor investigadora. Aquí cabe una conexión con el trabajo de Moore [Véase]. Este filósofo también quiso ver -ver- el mundo normal en el que vivía, y creyó que lo encontraría reflejado, con mucha nitidez, en el lenguaje corriente. Husserl no tuvo una visión estática del “mundo-vital”. Creyó en que era cambiante. Cabría decir desde Wittgenstein [Véase aquí] que esos “mundos” -hiperreales para el pensar/sentir no filosófico- serían, cada uno de ellos, el fruto genésico de un determinado juego del lenguaje: de una determinada coreografía de bailarinas lógicas.

Voy a concluir muy provisionalmente este texto con una sensación. Creo que Husserl estuvo fascinado por los dos niveles de sabiduría que presupone el concepto “Apara-vidya” [Véase]. En el nivel inferior cabría contemplar el propio mundo y sus hechizos. Y cabría ubicarse y vivir en él con plenitud: jugarlo, con sentido de lo sagrado incluso.

En el nivel superior cabría ‘contemplar’ -sin dualismo posible- la propia conciencia, la propia subjetividad omniabarcante: la verdad radical. Estamos ante un auto-conocimiento abisal que, una vez más, incinera nuestras frases en la fabulosa hoguera de la Mística [Véase]. Para llegar a esa visión habría que despejar del todo nuestra pista de baile. Nuestro cielo.

Vivir bajo un cielo completamente despejado. Sin protección. Dicho de otra forma, desde otra metáfora: estar, en silencio, sentado, en la pista de baile infinito, con todas las bailarinas sentadas, quietas, transparentes.

Es probable que Hermann Van Breda estuviera dispuesto a vivir ahí, y a dejarse incinerar -a dejarse ser uno- con el sol (con el Dios) que él amaba como franciscano.

Yo, en este momento, no renunciaría del todo a mi onírico “mundo-vital”, ni a sus dolientes arquetipos ideales, ni siquiera por ese cielo azul. Hay arquetipos como “hijo” o “amigo” o “amor de pareja” por los que vale la pena seguir hechizado. Eternamente si fuera necesario.

David López

 

 

Las bailarinas lógicas: लीला (“Lila”).

 

लीला

“Lila”. Las dos vocales se pronuncian largas, sin prisa, como si estuviéramos en un ritual de magia sacra. Es una palabra que en sánscrito significa, entre otras cosas, juego. Juego sagrado. ¿Juego de quién? ¿Dónde? ¿Juego de Dios en la mente del hombre? ¿Por qué y para qué ese juego?

¿Y qué es, exactamente, eso de “jugar”?

Una pregunta fundamental en Filosofía es la siguiente: ¿Qué pasa aquí? ¿Qué es todo esto que se nos presenta como mundo ante la conciencia? ¿Cuál es el gran secreto del mundo? Por cierto: ¿Lo queremos saber?

Quizás esta preciosa palabra sánscrita nos ofrezca una sobrecogedora  inmersión en el  corazón del mismísimo Dios.

“Lila”. Ella quiere decirnos que estamos dentro de un juego: dentro del juego de Brahman. Dentro de nuestro propio juego. Porque somos, en realidad — en nuestro ser verdadero — un mago descomunal auto-ocultado que opera en su propia carne/mente.

Me encontré por vez primera con una versión escrita de esta idea leyendo un libro de Luis Renou (El hinduismo, Paidós, Barcelona 1991). Y leí lo siguiente:

“El Linga-purana hace hablar a éste [a Brahman] en los siguientes términos: ‘La conciencia fue creada por mí, y también la noción-de-yo en sus tres formas, la cual proviene de la conciencia; de ahí los cinco elementos sutiles, de ahí el espíritu y los sentidos corporales, el éter y las demás esencias, y lo que de ellas ha surgido: todo eso lo he creado yo, jugando” (p. 64).

Jugando.

Y pensé entonces en la seriedad y la inmensidad de mis juegos de niño. Yo recuerdo haber permanecido eternidades en mi habitación, con no más de cuatro años, sintiendo que estaba en el taller de los dioses: una zona muy seria, seria de verdad, fabricando realidad: entrando y saliendo de ella, con mis soldados y mis indios y mis vaqueros de plástico.

Un niño jugando en solitario es un Dios visible, disfrazado de animal vulnerable, que opera (que oficia) en un mundo invisible para los adultos.

Muchos años más tarde — ya autoexpulsado de ese taller sagrado — me sorprendí, casi me asusté, leyendo estas frases de Novalis:

“La naturaleza es, por tanto, puramente poética, y así el cuarto de un mago, de un físico, un cuarto de niños, un trastero y una despensa” (Novalis; Escritos escogidos, edición de Ernst-Edmund Keil y Jenaro Talens, Visor, 1984, p.120).

Y, finalmente, creo que debo decir que he sentido algo inexpresable ante los fenómenos de Second Life o los SIMS.

Este diccionario lo he ido denominando “Las bailarinas lógicas”. El término lo tomé precisamente de la mitología hindú: quería visualizar las palabras-bailarinas como sacerdotisas de un juego que Vak (la diosa de la palabra) juega en nuestra mente. Pero ¿es nuestra nuestra mente?

“Lila”. Antes de exponer mis ideas sobre esta palabra crucial, creo que debemos detenernos en los siguientes lugares:

1.- “Lila” en en el hinduismo. Se dice que como concepto aparece, por primera vez, en el Brahmasutra 2.1.33. El Gita, por su parte, en mi opinión, explicita una especie de videojuego sagrado. Hay que jugar al karma, pero con distancia, con conciencia de su sagrada artificialidad. Brahman sería el gran mago que se transforma a sí mismo en el mundo. La fuerza dinámica del juego-mundo sería karma (acción condicionada y condicionante… todo conectado con todo en el gran juego del universo). Hay instrucciones para jugar bien. Instrucciones que se envía el Gran Jugador a sí mismo.

2.- El libro de Job (en mi opinión, un desagradable juego entre Dios y el Demonio). Estudié este libro de la Biblia con especial profundidad gracias a un brillante curso de doctorado que impartió la profesora Isabel Cabrera en la Universidad Complutense de Madrid (“Un modelo para el estudio de la mística”). Hoy creo que, dentro de la narración cristiana, la histórica entrada de Dios en el mundo — Jesucristo — podría significar un insólito acto de amor (compasión, identidad incluso) hacia simples criaturas de su propio juego creativo.

3.- Novalis. En el fondo del mundo habría un mago jugando. Recomiendo, aparte de la ya citada, estas dos publicaciones:

  • Novalis (Plilosophical writings), traducción de Margaret Mahony Stoljar, State University of New York Press, Albany, 1997.
  • Novalis (Gesammelte Werke), edición de Hans Jürgen Balmes, Fischer Verlag, Frankfurt, 2008.

4.- Schiller. “Expresado con toda brevedad, el ser humano sólo juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es enteramente ser humano cuando juega”. Esta frase de Schiller la recoge Rüdiger Safranski en su obra Romantik (Eine deutsche Affare). Edición española: Rüdiger Safranski: Romanticismo (Una odisea del espíritu alemán), Tusquets, Barcelona 2009. Schiller cree que en el juego del arte el ser humano es verdaderamente libre. La belleza -el arte bello- conduce a la libertad porque aumenta la sensibilidad. Y el juego crea distancia, perspectiva, civilización en su grado máximo. El hombre como “homo ludens”. Safranski utiliza estas palabras: (p. 43 edición española): “Por ejemplo, la sexualidad se sublima como juego erótico, ya así deja de ser meramente animal para volverse verdaderamente humana”. Sobre Schiller, aparte la ya citada de Safranski, creo que pueden ser interesantes las siguientes publicaciones:

  • Schiller: Cartas sobre la educación estética del hombre (trad. J.Feijóo y J. Seca), Anthropos, Barcelona 1990. Esta obra está disponible, gratis, y en su versión original aquí: http://gutenberg.spiegel.de/buch/3355/1
  • Rüdiger Safranski: Friedrich Schiller, oder die Erfindung des deutschen Idealismus, Munic, Hanser, 2004. Edición española: Rüdiger Safranski: Schiller o la invención del idealismo alemán, Tusquets, 2006.
  • F. C. Beiser: Schiller as philosopher, Oxford University Press, 2008.
  • Schiller: arte y política, Antonio Rivera García (editor), Editum (Ediciones de la Universidad de Murcia), 2010.

* Mi artículo sobre Rüdiger Safraski puede leerse [Aquí].

5.- Kierkegaard. Dios creó el mundo por aburrimiento. Más adelante me ocupo brevemente de esta sorprendente palabra (y del sorprendente concepto que ella simboliza)

6.- Sartre. En su obra “La náusea” este filósofo expresa el hastío ante un determinado cosmos, ante una determinada configuración de universales [Véase “Universales”]. Le acecha un aburrimiento pre-creacional. Necesita un juego que le estimule para seguir jugando el juego de la vida. Necesita un nuevo mundo con sus desafíos lúdicos. [Véase “Ser/Nada”].

7.- Emilio Lledó [Véase]. En su obra Ser quien eres (Ensayos para una educación democrática), este autor apuntaba la necesidad de un nuevo discurso.  Nuevos hechizos en realidad (nuevos juegos en nuestra mente). Sugiero la lectura de la crítica que en su día hice de la citada obra de Emilio Lledó. Se puede acceder a ella desde [Aquí].

Lo que el baile -el juego- de la palabra “Lila” provoca en mi mente y en mi corazón es más o menos lo siguiente:

1.- ¿Qué es, exactamente, “jugar”? Creo que con esa palabra nos referimos a la creación de dificultades artificiales, inexistentes, para generar determinadas emociones. Se juega para emocionarse (para provocar determinadas secreciones hormonales, dirían quizás los materialistas/hormonalistas). Quizás no se pueda vivir, en un cuerpo físico, sin determinadas secreciones. El sistema humano no estaría preparado para la ausencia de peligros, desafíos, conquistas, victorias, etc. Estamos ante creaciones de realidades virtuales. Jugar sería huir del aburrimiento, del horror del no-horror, del no-estímulo, de la no-vida. Una definición de juego podría ser esta: “creación artificial de situaciones estimulantes”. En cualquier caso, no debemos olvidar que los animales también juegan.

2.- La clave de un buen juego estaría en ilusionar. La vida es ilusión en el sentido más amplio que pueda tener esta palabra. El mejor juego es el que más ilusiona: el que permite entrar -virtualmente- en un mundo de promesas y de amenazas.

3.- Pero creo que también se juega cuando no se juega. El juego meramente artificial supliría carencias del juego de la vida. ¿Qué juego es ese? ¿A qué estamos jugando? Creo que se trata de la lucha, constante, fascinante, por fabricar nuestro cosmos soñado, por hacerlo visible, habitable, para nosotros, y para nuestros seres queridos. Jugamos a cosmizar el infinito, el caos que nos amenaza. Jugamos el gran juego de la vida, que es jugar con Dios a que se perfeccione su Creación.

4.- La palabra española “aburrimiento” lleva dentro  el prefijo ab (que suele significar la idea de separación o abstracción respecto de algo) y el verbo horrere (que significa “tener miedo”). “Separase, abstraerse del miedo”. No emociones ante algo supuestamente amenazante. Quizás lo único de lo que carece Dios es de carencia, y de amenaza, y de otredad. Quizás todo esto, para recibir existencia, requiere una fabuloso acto de auto-engaño, de auto-olvido: la omnipotencia quiere sacar de sí un lugar donde jugar a la impotencia. Y crea un mundo, que no es sino un fabuloso juego sagrado.La gran amenaza (decía Schopenhauer). Creo que dentro de no muchos años habrá seres humanos bostezando de tedio -sufriendo de absurdidad- frente a los ventanales de una casa construida en algún anillo de Saturno, al atardecer. El ser humano rutiniza, banaliza, cualquier prodigio. Por eso tiene que crear nuevos mundos, para no aburrirse. Tiene que crear nuevos cielos y nuevos infiernos muy ilusionantes. Las grandes narraciones de las ideologías políticas juegan ahí: creando grandes malos, grandes amenazas, grandes causas… para jugar, para seguir vibrando de emoción en el juego sagrado de la vida.

5.- En estados de meditación profunda no existe el aburrimiento, quizás porque no hay separación de nada [Véase “Meditación“]. Se podría decir entonces que solo se aburre la mente, o una determinada función del cerebro. Pero siempre regresamos al mundo -yo al menos-porque amamos este juego, esta ilusión. Lo cierto es que si convertimos la meditación en un elemento fundamental de nuestra rutina diaria, el juego de la vida aumenta su capacidad de fascinarnos. Y no sólo eso, sino que aumentan también nuestras capacidades de jugar bien. Es curioso: el juego de la vida se puede jugar mejor o peor. Si se juega bien, hay grandes premios: grandes experiencias. Y las instrucciones del juego están repartidas en varios soportes. Recordemos el Gita, entre otros manuales de ayuda.

6.- Las bailarinas lógicas. Los hechizos de las palabras. Los juegos del lenguaje. Creo sostenible que el mundo entero que se presenta como tal ante “nuestra conciencia” -el universo, todos los dioses o no dioses, materia o energía, etc.- no es más, ni menos, que un juego del lenguaje: un gran juego de bailarinas lógicas a las órdenes de Vak (que sería uno de los avatares de Brahman; o de Dios, si se quiere). Nuestro mundo es un juego de palabras. Un juego del lenguaje, si se quiere evocar a Wittgenstein.

Y creo que cabe crear nuevos juegos, nuevos mundos, nuevos cielos bajo los que seguir ilusionándose sin perder el respeto al principio de veracidad. Caben honestas irrupciones de prodigios todavía por estrenar. Me refiero a nuevas ilusiones para ser compartidas por eso que llamamos “Humanidad” [Véase].

Porque creo que sin ilusión no hay sacralidad; y que sin sacralidad no hay Humanidad.

David López

 

Las bailarinas lógicas: “Silencio”.

 

 

Silencio.

Hamlet muere diciendo: “The rest is silence”. El resto es silencio.

Suponemos que se refiere a esa muerte en la que el príncipe danés cree estar ingresando; a que la muerte será un silencio radical tras el bullicio del vivir.

Hölderlin, en mi opinión, no lo tenía tan claro. Al final de su obra El acantilado parece sospechar algo terrible: que la muerte -como la locura, como los sueños, como la vida misma- no fuera silencio: que el silencio, ese prodigio físico y metafísico, fuera algo suplicable a los dioses; y algo sublime si pudiera ser recordado en las profundidades del horror. Pensemos el horror sonoro de la locura que tuvo que padecer el poeta Hölderlin al final de su vida. La locura -como la Filosofía, o como samsara–  podría ser la antítesis del silencio. Los locos, en las calles, en las calles de su mente, no paran de hablar, están atrapados en la tela de araña de un lenguaje -un cosmos hostil; un Matrix no benevolente- que les tritura el alma. La mente de un loco es un avispero de palabras.

Leamos esa aterradora súplica que escribió Hölderlin al final de El Acantilado (Alianza Editorial, Madrid 1979; estudio y traducción de Luis Díez Corral):

Pero tú, inmortal, aunque ya no te festeje la canción de los griegos,

como entonces, resuena a menudo, ¡oh dios del mar!,

con tus olas en mi alma, para que prevalezca sin miedo el espíritu

sobre las aguas, como el nadador, se ejercite en la fresca

dicha de los fuertes, y comprenda el lenguaje de los dioses,

el cambio y el acontecer; y si el tiempo impetuoso

conmueve demasiado violentamente mi cabeza, y la miseria y el desvarío

de los hombres estremecen mi vida mortal,

¡déjame recordar el silencio en tus profundidades!

Algunas de mis ideas fundamentales sobre lo que podría ser una metafísica del silencio están planteadas en una crítica que hice de la siguiente obra: Ramón Andrés: No sufrir compañía; Escritos místicos sobre el silencio (Siglos XVI y XVII), editorial El Acantilado, Barcelona, junio de 2010. Creo que puede ser de utilidad reproducir aquí dicha crítica íntegramente:

* * * *

Ramón Andrés y eso que sea el silencio

Silencio. Ramón Andrés se ocupa de lo que se esconde tras esta palabra en un libro que lleva por título No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio (siglos XVI y XVII), editorial El Acantilado. Esta antología va precedida por un ensayo del propio Ramón Andrés que lleva por título “De los modos de decir en silencio”.

En la nómina de enamorados del silencio que ofrece esta obra se encuentran García Jiménez de Cisneros, Bernardino de Laredo, Francisco de Osuna, Juan de Valdés, Pedro de Alcántara, Juan de Ávila, Juan de Bonilla, Alonso de Orozco, Luis de Granada, Teresa de Jesús, Luis de León, Baltasar Álvarez, Juan de los Ángeles, Alonso Rodríguez, Juan de la Cruz, Antonio de Molina, Luis de la Puente, Juan Falconi, María de Ágreda y Miguel de Molinos.

De Juan de la Cruz proviene la expresión en la que se ha inspirado el título de esta obra: “No sufrir compañía”. Es un título feo, en mi opinión, para un libro editado con una elegancia excepcional.

Elegancia para agrupar palabras sobre eso que sea el silencio, sobre lo absolutamente otro del lenguaje. Y las palabras que Ramón Andrés ha elegido para hablar sobre lo que no se puede hablar son, en muchas ocasiones, especialmente bellas y lúcidas. Quizás sea porque el lenguaje (esa sublime cárcel de la mente) alcanza sus más prodigiosas retorsiones cuando trata de palpar aquello que él no es. Y quizás sea también porque el autor de esta obra haya sentido alguna vez la brisa del silencio en la piel de su cerebro.

El ensayo introductorio de Ramón Andrés se presenta visualmente como una sucesión de párrafos muy espaciados entre sí (separados por el silencio de la página en blanco) y geométricamente limpios (sin sangrado tras el punto y aparte). En esos curiosos bloques de palabras encontramos una gran cantidad de citas, las cuales, sin saturar al lector, se entrelazan con las propias ideas de Ramón Andrés para demostrar, entre otras, la siguiente hipótesis:

A pesar de ciertos matices, casi nunca muy acusados, existe, como se ha visto en los capítulos precedentes, una veta profunda que sostiene la espiritualidad de la mayor parte de las culturas, un tenor que mantiene una analogía de creencias aunque expresadas de forma distinta[p. 20].

Esa veta profunda es la convicción de que es el silencio el único camino para enterarse realmente de algo (lo cual exigiría, paradójicamente, una radical renuncia al conocimiento):

Debemos sospechar, tras ser asediados por los grandes sistemas filosóficos, sazonados de racionalismo y empirismo, tan reduccionistas, que la lógica a veces puede actuar como una alucinación de la mente. De ahí el silencio, el negarse a explicar los pormenores de algo que no admite, por definición, el detalle, puesto que es totalidad [p. 40].

Pero, ¿qué es exactamente ese silencio salvífico? ¿De dónde nos saca y a dónde nos lleva? ¿Cómo propiciarlo? ¿Es tan maravilloso lo que nos ofrece? ¿Qué se oye en ese estado mental? Veamos algunas de las respuestas que ofrece Ramón Andrés sobre lo que no puede ser preguntado:

El silencio…

Es, antes que otra cosa, un estado mental, una mirada que permite captar toda la amplitud de nuestro límite y, sin embargo, no padecerlo como línea última. Estar sosegado en lo limitado es tarea del silencio. No viene a transformar ni a desplazar la realidad, sino a sembrar vacíos en ella, aberturas, espacios en los que cifrar lo que por definición es intangible y que, pese a todo, nos alberga [p. 11].

Esa necesidad de vivir ensordecido es uno de los síntomas reveladores del miedo. Kierkegaard afirmaba que, de profesar la medicina, remediaría los males del mundo creando el silencio para el hombre. No es extraño que buscara un fármaco de esta índole, atenazado como estaba ante el umbral de un tiempo inigualado en la producción del ruido físico, pero también mental, un clamor al asalto de la apacibilidad acústica y del no anhelo [p. 13].

El verdadero silencio no está necesariamente en la lejanía ni en la neblina de una vaguada ni en una cámara anecoica, sino, con probabilidad, en la intuición de un más allá del lenguaje […] [Ibíd.]

Pero ese más allá del lenguaje no parece ser exactamente el silencio del que hablan algunos místicos. En uno de los textos que aparecen en esta antología, Miguel de Molinos explica así las diferencias entre la meditación y la contemplación:

Cuando el entendimiento considera los misterios de nuestra santa fe con atención para conocer verdades, discurriendo  sus    particularidades y ponderando sus circunstancias para mover los afectos en la voluntad, este discurso y piadoso afecto se llama propiamente meditación.

Cuando ya el alma conoce la verdad (ora sea por el hábito que ha adquirido con los discursos o porque el Señor le ha dado particular luz) y tiene los ojos del entendimiento en la sobredicha verdad, mirándola sencillamente, con quietud, silencio y sosiego, sin tener necesidad de consideraciones ni discursos ni otras pruebas para convencerse, ya la voluntad la está amando, admirándose y gozándose en ella, ésta se llama oración de fe, oración de quietud, recogimiento interior o contemplación [p. 369].

Aquí no se está proponiendo una salida absoluta del lenguaje, sino la quietud y la contemplación dentro de un cosmos rigurosamente vertebrado por una verdad: una verdad que ya no se va a tocar, una verdad que se va a custodiar con el antivirus del silencio. Estaríamos ante una especie de paraíso lógico, un silencio intralingüístico, y sin duda delicioso: pero no ante un silencio total, no en un estado de conciencia en el que la mente está libre de formas, preparada para oír aquello que el lenguaje ni siquiera puede imaginar.

Otro texto de los antologados en esta obra muestra con mayor claridad el camino a ese beatífico encierro lógico también denominado “silencio”. Es una carta que San Juan de la Cruz escribió a las carmelitas descalzas de Beas. En ella encontramos estos consejos [p. 310]

Jesús María sea en sus almas, hijas mías en Cristo.

Mucho me consolé con su carta; págueselo nuestro Señor. El no haber escrito no ha sido falta de voluntad, porque de veras deseo su gran bien, sino parecerme que harto está ya dicho y escrito para obrar lo que importa; y que lo que falta, si algo falta, no es el escribir o el hablar, que esto antes ordinariamente sobra, sino el callar y el obrar.

Porque, demás de esto, el hablar distrae, y el callar y el obrar recoge y da fuerza al espíritu. Y así, luego que la persona sabe lo que le han dicho para su aprovechamiento, ya no ha menester oír ni hablar más, sino obrarlo de veras en silencio y cuidado, en humildad y claridad y desprecio de sí; y no andar luego a buscar nuevas cosas, que no sirve sino de satisfacer el apetito en lo de fuera, y aun sin poderle satisfacer, y dejar el espíritu flaco y vacío sin virtud interior.

Así, parece que hay silencios carcelarios, aunque esas cárceles sean paradisíacas: silencios de sumisión absoluta a un logos cerrado: a una verdad estructuradora de lo visible y de lo invisible. El que calla y contempla ahí dentro no está en silencio, sino hechizado por el rugido algorítmico (aparentemente silencioso) de un cosmos de palabras que se ha cobijado en su mente. Pero Ramón Andrés sí parece considerar que el silencio al que se han referido Miguel de Molinos y Juan de la Cruz es un verdadero silencio místico. Recordemos esta enigmática frase:

Estar sosegado en lo limitado es tarea del silencio [p. 11].

Creo no obstante que el tipo de silencio que intenta palpar el ensayo de Ramón Andrés es más radical. Es un silencio al que se accede tras la renuncia absoluta a cualquier estructura lingüística (a cualquier sistema de preguntas y respuestas/a cualquier verdad). Es el silencio que quedaría tras tirar la escalera a la que se refirió Wittgenstein al final de su Tractatus:

Mis proposiciones esclarecen porque quien me comprende las entiende finalmente como absurdas, cuando a través de ellas –sobre ellas- ha salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que tirar la escalera tras haber subido por ella).

Yo he disfrutado mucho subiendo por esta escalera de Ramón Andrés. Y, por el momento, no pienso tirarla. La renuncia a la Poesía me parece una mortificación excesiva.

* * * *

A partir de esta crítica voy a tratar de exponer algunas notas muy provisionales todavía sobre la metafísica del silencio:

1.- El silencio sería lo absolutamente otro del lenguaje, de cualquier lenguaje. Sería una vía de acceso a la Nada [Véase “Ser/Nada“]. Esto es: sería el camino para ver/escuchar lo que hay aquí de verdad. Lo que pasa de verdad aquí mismo, ahora mismo (por decir cosas desde un lenguaje que no problematiza las categorías del tiempo y el espacio).

2.- Otra forma de acercarse a eso que sea el silencio sería escuchando el sonido que produce el poetizar de la Física. Según su actual descripción del universo (de lo que hay), el silencio no existe. En todos los rincones de esa inmensidad panmatematizada estaría retumbando el eco del Big Bang: esa explosión primigenia de la que habría surgido el universo entero.  Nos dicen incluso los físicos que esa radiación, ese rugido ubicuo, aparece en los televisores analógicos cuando su antena no está sintonizada (sería ni más ni menos que un 1% del total de las interferencias que chisporrotean ante nosotros). Nos dicen también que esa radiación de fondo (Cosmic Microwave Background) se manifiesta en ondas cuya longitud sería de 1,9 milímetros. Todo los que nos rodea y nos compone estaría vibrando con esa música, con ese grito inicial que precedió al nacimiento del universo. En el universo en el que la Física cree que estamos no hay silencio. Hamlet, según la Física actual, se equivocó. No hay silencio posible dentro de ese universo de cualidades primarias que empezó a dibujarse mientras Shakespeare escribía sus obras. Y Hölderlin estaría como un alma en pena buscando silencios imposibles por todos los rincones del Ser: un alma condenada al ruido eterno.

3.- Algunos pensadores, como Simone Weil, podrían tranquilizar quizás a Hölderlin asegurando que el universo de las leyes físicas es desconectable, que cabe apagar su sonido aparentemente eterno. Simone Weil habló de la Graçe como irrupción en lo físico de lo no físico, de lo no legaliforme. Ahí estaría, en mi opinión, la intuición fundamental -y la vivencia fundamental- de eso que desde el lenguaje se denomina “Mística”: cabe el silencio; un silencio radical que desactiva incluso ese cielo mental (ese kosmos noetos platónico) que hace creer, por hechizo, que existiera -en sí- un universo, el tiempo, el Big Bang, las microondas, y las longitudes. Estaríamos ante el silencio abisal, ante lo que oiría Dios antes de crear el mundo.

4.- Pero habría otro tipo de silencio, también sublime a mi juicio. No sería místico, sino estético. Podría llamarle “silencio intra-cósmico”. Es el silencio “interior” (el “silencio mental”) que es necesario para contemplar la belleza del mundo, de un mundo: del que sea, del que haya sido capaz de configurar el cielo de nuestra conciencia en una de sus infinitas autodifractaciones. Cuando, por ejemplo, se camina en silencio por un paisaje ordenado en función de un determinado sistemas de universales [Véase “Universales“] ocurre una plenitud estética, un gozo inefable que parece estar siendo sentido por el propio Creador dentro de su propia obra.

5.- La música. Se podría afirmar quizás que la música es una ordenada negación del silencio. O también, mejor, que la música es un sistema de embalsamiento de silencios, una hiper-ordenada red de silencios. Buena parte de este diccionario filosófico lo estoy escribiendo mientras escucho los conciertos para piano de Beethoven. Me ayudan a concentrarme. ¿Por qué? No lo sé muy bien, pero quizás sea que esa obra tiene muchos silencios ordenados, muchos lagos de silencio entrelazado donde puedo permanecer sosegado. “Estar sosegado en lo limitado es tarea del silencio”, afirma Ramón Andrés en su obra sobre el silencio. Una composición musical es un sistema de limitación de silencios.

6.- La imagen que silencia el cielo de este texto pertenece a una película excepcional: Die große Stille (El gran silencio), de Philip Grönig. Ese gran silencio es intra-cósmico, ocurre dentro de una música, de un ritmo muy riguroso que incluye rutinas, movimientos corporales, rezos, ideas, etc… La película nos permite observar algo del silencio que embalsa esa música invisible…  pero más sólida que los muros del propio monasterio. Considero no obstante que ese silencio intra-cósmico en el que vibran las conciencias y los corazones de los cartujanos abre ventanas al otro silencio, al extra-cósmico: el que permite sentir la brisa de la Nada (de “Dios” si se quiere) en la piel del alma (otra nada, obviamente). Por eso me ha parecido oportuno elegir una imagen en la que aparece uno de los cartujos asomado a una ventana.

7.- Cuando practico Yoga tengo que esforzarme para mantenerme en silencio dentro del monasterio de mi propio cuerpo. Hay momentos en los que, incluso, me digo a mi mismo que, por favor, guarde silencio. En realidad se lo digo a eso que llamamos “mente”, y lo digo desde un lugar que quizás Mircea Eliade denominaría “conciencia testigo”. El caso es que ese silencio es posible; y es glorioso cuando se consigue. En ese silencio se escucha la propia respiración como un mar calmado, vital, poderoso. Y se siente algo que podríamos denominar “lo sagrado”: una especie de infinito “interior” (aunque, en rigor, ya trasciende el dualismo interior/exterior). En meditación (tras la sesión de Yoga) intento aumentar la extensión y la profundidad de ese silencio. Ocurre entonces que ya no hay cuerpo-monasterio, ya no hay asanas (posturas, dinámicas esculturas de carne): ya se ha abierto del todo la ventana que comunica con la Nada. Después de la sesión de Yoga y de la meditación trato de mantener ese silencio sagrado: de estar en silencio -grave, respetuoso- bajo el cielo artificial -pero sagrado también- en el que vivo cobijado. Bajo algún cielo hay que vivir. No otra cosa es vivir.

Y ese vivir en silencio más allá de mis sesiones de Yoga y de meditación, cuando lo consigo, aumenta la belleza del mundo (de este mundo desde el que escribo) hasta niveles que no dejan de sorprenderme. También aumenta el caudal y la limpieza de todos mis manantiales interiores.

El silencio sublima la vida y aporta una misteriosa energía con la que podemos hacer prodigios.

Creo que es aconsejable aumentar los niveles de silencio, interior y exterior, de esta curiosa civilización en la que vibramos. Creo que aumentaría nuestra salud -global- de forma sorprendente. Kierkegaard acertó.

Por último: ¿por qué filosofar? ¿Por qué practicar esa sistemática negación del sublime silencio? Para mí la Filosofía, entre otra cosas, abre ventanas en el monasterio de nuestra mente. Ventanas a lo “sagrado”. Al “silencio extra-cósmico”. A la “Nada”. La Filosofía permite también visualizar, con estupor maravillado, el propio monasterio mental en el que se cobija nuestra conciencia. Y quizás también nos ubica en una posición desde la que cabría plantearse la construcción de nuevos monasterios: nuevas músicas donde habitar: nuevos discursos: nuevas bailarinas lógicas.

David López

 

Las bailarinas lógicas: “Hermenéutica”.

 

 

“Hermenéutica”.

Otra palabra. Otra bailarina que quiere vida en nuestra mente. Esta, al parecer, nos dirá cómo debemos contemplar los grandes ballets que nos ofrecen las demás… para que se queden bailando dentro de nosotros, tal y como bailan “fuera”. Yo no creo que las bailarinas lógicas -las palabras- puedan vivir fuera de una mente humana. Ese es su único hábitat posible. Su cielo y su tierra.

Una primera aproximación a la palabra “hermenéutica” podría ser considerarla un simple sinónimo de “interpretación”. La Real Academia da varios significados a este vocablo. El cuarto es el que considero más relevante desde un punto de vista filosófico:

“4. tr. Concebir, ordenar o expresar de un modo personal la realidad.”

Interpretación. Inter-penetración. Quizás la hermenéutica estudie un fenómeno vital extraordinario: el hombre y el texto inter-penetrándose, fecundándose recíprocamente, reconfigurándose el uno al otro hasta el infinito. Son los hombres los que hacen los discursos y los discursos los que hacen a los hombres.

Hermenéutica. Vamos a centrarnos, por el momento, en la interpretación de textos (de esas particulares configuraciones de lo real, de la Materia en definitiva). Pero, ¿qué es un texto en sí? ¿Qué es un texto más allá de lo que hace con él esa maquinaria de generación de realidades virtuales que es nuestro cerebro biológico? Si es que sabemos, a su vez, qué esa esa cosa -el cerebro- en sí.

La hermenéutica, según nos dicen muchos textos, sería, entre otras cosas, la ciencia de la correcta interpretación de lo dicho por un ser humano. Y cabe sospechar que en ese decir haya cosas que escapen a su propio emisor. Gadamer [Véase] afirmó que el autor no es el mejor intérprete de su propia obra. ¿Que/Quién se expresa entonces en lo expresado por un ser humano? ¿Es esa “inteligencia social” a la que se refiere José Antonio Marina en su obra Culturas fracasadas? ¿Es el Ser que se habla a sí mismo a través de los poetas que configura para ese propósito? ¿La Materia [Véase] se habla a sí misma, se interpreta a sí misma, a través de símbolos que ella misma fabrica con su propio cuerpo físico?

¿No tendrán los textos una profundidad y una vitalidad que se nos escapa en este nivel de conciencia?

Creo oportuno reproducir aquí algunas de las ideas que expuse con ocasión de la palabra “Cábala” [Véase]:

“1.- Transparencia. Transparencias. El modelo del Ser (el modelo de totalidad) desde el que parece pensar y sentir el cabalista está construido con transparencias. Todo lo que se presenta ante el hombre -textos incluidos- sería transparente: sería una epidermis lógico-material que recubriría una especie de magma de mensajes: todo estaría hablando a través de transparencias: cualquier hecho, cualquier relación entre cosas, tendría significado, si se es lo suficientemente sabio para atravesar su epidermis: su velo lógico”.

“2.- Y transparentes serían también los textos, cualquier texto. Por ejemplo el Nuevo Testamento: según algunas escuelas cabalistas en ese texto Dios habría condensado toda la Verdad con mayúscula, y también todas las verdades con minúscula, incluidas las leyes de la Física y de la Política. Así, bastaría con retirar los velos lógicos que cubren ese texto absoluto para ser absolutamente sabio, o todo lo sabio que se puede ser desde la condición humana, que supongo que no será mucho (hay niveles de sabiduría que, según afirma la tradición cabalística, incineran al sabio en la hoguera del infinito).”

Hermenéutica. Queremos saber qué es lo que nos dicen los textos. Saberlo absolutamente. Queremos que sus símbolos sean capaces de reconstruir en nuestra mente los mundos que ellos llevan dentro. Queremos entrar en el texo y que el texto entre en nosotros (la inter-pretación). Y también queremos interpretar los hechos que configuran la trama de nuestra vida. ¿Para qué? ¿Cuántos hechos conforman nuestra vida? ¿Cómo aislarlos? Sugiero entrar en estas bailarinas: Hecho e Historia [Véanse aquí].

Antes de exponer mis propias ideas sobre esta bailarina, creo que es necesario hacer el siguiente recorrido:

1.- Schleiermacher: la interpretación no es algo externo a lo interpretado. Dilthey: con la hermenéutica, como ciencia, se puede entender a un autor mejor de lo que él se entiende a sí mismo (o una época histórica). Heidegger: el hombre va desarrollándose, creciendo, a través de la interpretación que realiza de sus experiencias.

2.-  Hans-Georg Gadamer: Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philosophischen Hermeneutik, (Tübingen, 1960). En español: Verdad y método (Ediciones Sígueme, Salamanca, 1997). Gadamer -cuya imagen está en el cielo de este texto- reflexiona sobre lo que Heidegger entendió por “círculo hermenéutico”. El obstáculo mayor que debe superar el intérprete son sus prejuicios, sus precomprensiones y sus expectativas. Debemos ser conscientes de nuestros prejuicios (aunque será imposible eliminarlos del todo). Al entrar en un texto tenemos un proyecto hermenéutico -una primera hipótesis de sentido- que se va confrontando con la verdad de ese texto, y que va cambiando con las perspectivas desde las que ese texto va a ser visualizado. El intérprete debe estar lo más atento y desprejuiciado posible para escuchar lo que dice el texto. Gadamer cree en la alteridad del texto, en su objetividad, en su verdad accesible a través de una progresiva depuración de la ciencia hermenéutica. Yo también lo creo. Pero se necesita mucho silencio, mucha apertura, mucho amor incluso (amor entendido como capacidad de vínculo con lo otro, con lo que no se es, con lo que todavía no se ha pensado). [Véase aquí mi Gádamer dentro de mis “Filósofos míticos del mítico siglo XX”].

3.- Harold Bloom. How to read and Why (Scribner, New York, 2000). En español: Cómo leer y por qué (Anagrama, Barcelona, 2000; traducción de Marcelo Cohen). Este gran intérprete de las sagradas escrituras que se agrupan dentro del “Canon occidental” afirma lo siguiente en las pp. 26-27 de la citada edición española:

“Sin embargo, el motivo más profundo y auténtico para la lectura personal del tan maltratado canon es la búsqueda de un placer difícil. Y no patrocino precisamente una erótica de la lectura, y pienso que “dificultad placentera” es una definición plausible de lo sublime; pero depende de cada lector que encuentre un placer todavía mayor. Hay una versión de lo sublime para cada lector, la cual es, en mi opinión, la única trascendencia que nos es posible alcanzar en esta vida, si se exceptúa la trascendencia todavía más precaria de lo que llamamos “enamorarse”. Hago un llamamiento a que descubramos aquello que nos es realmente cercano y podamos utilizar para sopesar y reflexionar.  A leer profundamente, no para creer, no para contradecir, sino para aprender a participar de esa naturaleza única que escribe y lee. A limpiarnos la mente de tópicos, no importa qué idealismo afirmen representar. Sólo se puede leer para iluminarse a uno mismo: no es posible encender la vela que ilumine a nadie más”.

Creo que sí cabe. Y que, de hecho, Harold Bloom nos ha iluminado con muchas velas de palabras: nos ha mostrado caminos de tinta donde, yo al menos, he encontrado sublimes placeres.

Voy a exponer a continuación algunas reflexiones personales en torno a los textos y su interpretación:

1.- Como he adelantado al comienzo de estas notas, creo que hay que asumir que todo texto -propio o ajeno- es virtual: una secreción realizada por nuestra “mente”; o, si se quiere, por eso que sea la cerebro “en sí” [Véase “Cerebro“]. Toda lectura sería por tanto “interior”. El propio texto tendría una materia virtual (como así nos exigen pensar hoy los cientistas, v. gr. Richard Dawkins). No hay que olvidar que el texto es algo que le ocurre a la materia según ésta es visualizada por un materialista. El texto está ya “dentro” cuando se lee.

2.- Cómo sea el texto en sí es un fabuloso misterio (como todo, por otra parte). Y el autor mismo es un espectador -estupefacto- de lo que parece ser su propia secreción lingüística. El autor no sabe qué es eso que está brotando de su aparente interior. Como tampoco sabe ni podrá saber jamás qué es él mismo.

3.- Los cabalistas miran a través de los símbolos de los textos, a través de su aparente realidad, y encuentran verdades decisivas: mensajes de Dios… y hasta al propio Dios, o casi, toda vez que, según esta tradición, contemplar a Dios implica dejar de ser. Los textos serían entonces transparencias, transparencias en la materia de nuestra mente… membranas a través de las cuales nos entraría algo así como “nutrientes”. Pensemos en las membranas de las células.

4.- Los textos son para mí en este momento de mi vida lo mismo que fueron en mi niñez: pura naturaleza: materia prodigiosa para ser contemplada en silencio, con fascinación, con todos los sentidos activados. Sin miedo. Sin hambre. Con fe. Hoy los veo -a los textos- tejidos con la misma materia con la que Shakespeare creyó que estaban tejidos los sueños. De los textos de mi niñez lo que más recuerdo es su olor. Intenté evocar ese olor en este cuento:

https://www.davidlopez.info/?page_id=175

5.- Uno de los desafíos hermenéuticos más fascinantes es el que se refiere a nuestra propia vida, vista si se quiere como texto de experiencias fijado en nuestra memoria. Pero lo que hemos vivido es casi infinito -quizás infinito. Así, creo que en nuestra mano está poetizar nuestro pasado, embellecerlo hasta sus límites, sin que para ello se deban falsear realidades. Yo nunca gané el torneo de Roland Garrós. Pero mi pecho vibró muchas veces con el pecho de los tenistas que allí jugaron.    Creo que cabe sublimar, sacralizar, nuestra vida mediante un esfuerzo poético, devoto.

6.- Hasta hace algunos años practiqué la crítica literaria. Espero recuperarla en breve. Fue una preciosa actividad; pero también enormemente compleja y extenuante. Para mí el esfuerzo mayor fue compatibilizar el respeto (y hasta el amor) hacia el autor con la honestidad intelectual. No creo en una crítica literaria que no se despliegue en un plano fraternal, que no presuponga que todos los seres humanos compartimos un mundo, un nivel de conciencia, un sueño en red si se quiere: un gran grupo de personas en torno a un gigantesco fuego. A partir de ahí surge otra dificultad: escuchar, callarse, reducir al mínimo posible los prejuicios ideológicos y morales… y estar predispuesto a que emerja lo prodigioso. O no. En este momento de mi vida ya no soy capaz de escuchar un texto que desafine formalmente: que esté mal escrito, que no haya sido capaz de interiorizar la belleza de la gramática. Tampoco sigo leyendo un texto que sea irrespetuoso con el ser humano en general. Esos son dos grandes prejuicios, pero soy consciente de ellos. Habrá otros muchos que no detecte.

7.- Hay autores, como Heidegger, o como Zubiri, o incluso María Zambrano en ocasiones, que parecen no tener en cuenta al lector y lo someten a una cierta tortura oscurantista (que Ortega entendería como falta de cortesía). Pero esos textos, incluso aunque no sean comprendidos, funcionan muchas veces como misteriosas pócimas lógicas que propician sublimes estados de conciencia. Cabría incluso hablar de una lógica inconsciente, musical, completamente abstracta, incapaz de proporcionar “verdades” o “soluciones” pero eficacísima para elevar el grado de magia de lo real (el grado de “vida” en definitiva).

8.- Una pregunta importante sería: ¿Qué queremos de un texto? Harold Bloom habla de placeres inefables, y de la posibilidad de participar de lleno en la naturaleza humana (esa que lee y escribe textos). Muchos buscan ideas para no sufrir, sobre todo para no sufrir de aburrimiento. Muchos buscan la frase decisiva que les asome a la Verdad Final. Cabe sospechar, desde las teorías de Maturana sobre la autopoiesis de los sistemas vivientes, que los textos -como los atardeceres o el olor de los trigales- los segrege biológicamente eso que sea nuestro cerebro, para optimizar la vitalidad del sistema viviente que lo nutre. Así, me vería obligado a sospechar que todo lo que he leído en mi vida lo he escrito yo… bueno, “yo” no,  porque ese “yo” que creo ser también sería una fantasía creada por ese cerebro biológicamente prodigioso.

9.- Heidegger pronunció una muy famosa conferencia en Roma en 1936 que se publicó en 1944 con el título “Hölderlin y la esencia de la poesía”. Contamos con una edición y traducción realizada por David García Bacca (Antropos, 1989). En esta obra dice Heidegger (p. 31 ed. española):

“Que la realidad de verdad del hombre es, en su fondo, “poética”. Por poesía estamos ahora, con todo, entendiendo ese nombrar fundador de Dioses y fundador también de la esencia de las cosas. “Morar poéticamente” significa, por otra parte, plantarse en presencia de los dioses y hacer de pararrayos a la esencial inmanencia de las cosas.”

Considero que la metáfora del pararrayos puede mostrar nuestra ubicación en la descomunal y tormentosa galaxia de palabras que ha segregado y segrega la especie humana. Considero que tenemos que ser pararrayos valientes, con capacidad de exposición, conscientes de nuestra fuerza. Y recibir los rayos de los textos sin miedo. Somos nodos hermenéuticos. Y creo que debemos estar atentos a la salubridad de lo que sale de nosotros. Recordemos esa frase mágica que dice “una palabra tuya bastará para sanarme”. También hay palabras que enferman.

Cabría por último tener algo así como “fe lógica”, la cual implicaría sacralizar todos los textos que se presenten en nuestra realidad: todos serían regalos de lo inefable (del “sistema viviente” si nos queremos poner muy “biológicos”). Y todos ellos serían membranas a través de las cuales nos estaría alimentando Eso inefable.

Yo de niño metía la nariz entre las páginas de los libros y sospechaba que ahí había algo sagrado, poderosísimo, oculto: una fuente inagotable de mundos para ser vividos desde ese estupor maravillado que, según supe más tarde, caracteriza a los filósofos; esto es: a los seres humanos en plenitud.

David López