Por no sé qué misteriosas ocurrencias del Mago que escribe el guión de mi vida, es la tercera vez consecutiva que paso la noche de fin de año en absoluta soledad, sentado en meditación, frente al fuego de una chimenea, o de una vela (fuego meta-inteligente, consciente decía Heráclito).
Y con los ojos cerrados, en absoluta calma mental y corporal (por hablar de alguna forma), voy sintiendo en la piel de mi alma la llegada de las imágenes de las personas con las que mantengo vínculos de oro puro. Esas imágenes se convierten en algo así como estrellas no geométricas, en cierta forma caóticas, hacia las que envío todo lo mejor que puedo pensar y que puedo sentir. Son momentos grandiosos, muy íntimos, muy cercanos: pura orfebrería psíquica y social.
También ocurre, mientras medito en mi particular fiesta de fin de año, que se levanta de repente una brisa memorística que trae al presente imágenes, sonidos, olores, que han configurado la grandiosa obra de arte que es todo año vivido, por mucho dolor y decepción y desesperación que hayamos sentido en él. Y esa brisa trae cosas también de mi infancia (época de magia desbordante).
Eso que sea la conciencia se convierte para mí de pronto en una sacra sala de exposiciones, de un tipo de arte que solo se me ocurre denominar “absoluto”, o “existencial”, o “sacro” quizás mejor.
En 1998 estuve también solo la noche de fin de año. El lugar era muy poderoso: el lago Orta, donde algunos meses antes había intentado revivir lo sentido allí por Nietzsche y Lou Salomé en la primavera de 1882. Ciento dieciséis años después llegué yo a ese lago metafísico bajo una cascada de agua que parecía venir de mucho más arriba que la atmósfera. En mi coche sonaba, atronaba, María Callas. Y Rachmaninov. Ya no les oigo. Eran otros tiempos. Mi juventud ardía peligrosamente cuando la sacudía el Arte (el humano y el no humano).
Sentado en una de las orillas más salvajes del lago vi cómo se encendían de júbilo todos los pueblos, todas las iglesias, todos los cielos que convoca el lago Orta. Y justo a las doce de la noche lancé un manuscrito de mi novela El filósofo del martillo al interior de aquel dios de agua. No sé muy bien por qué. Quizás porque se lo debía. Aquella novela, aquel lago, trajeron después a mi vida cosas insólitas, páginas realmente sorprendentes, terribles, y bellísimas también. Me trajo a un hijo, por ejemplo. Un nuevo sol dentro y fuera de mi pecho.
Aquella noche de 1998 la pasé durmiendo en mi coche, bloqueado por la nieve en un área de servicio de una autopista italiana. Entré en el sueño mientras contemplaba los copos blancos, matemáticos, que caían en absoluto silencio sobre el parabrisas, que se incorporaban a la sala de mi mente, ocupada ya por la imágenes de mi seres queridos.
Me parece de enorme interés el estatus ontológico, o biológico, o neuro-biológico si se quiere, de los seres humanos que acuden a nuestra mente/corazón en esos momentos. Me refiero a su textura entre memorística, gráfica, sonora y emocional. Son símbolos que funcionan como puertas difusas que dan acceso a galaxias enteras, galaxias de emociones, de recuerdos, de posibilidades. Es muy difícil por otra parte aquietar un rostro: los seres humanos virtuales que pueblan nuestra conciencia siempre están, por así decirlo, “vivos”, sometidos a una misteriosa lógica de permanente transformación que opera en nuestra mente.
Esa lógica creo que puede ser manipulada según el sentido de lo sagrado. Cabe crear ya ahí la estructura básica de un tejido social basado en la orfebrería: una gigantesca joya social compuesta por diamantes y por hilos de oro.
Una de las imágenes más sorprendentes y difíciles de aquietar en nuestra mente es esa que hacemos equivaler a nuestro “yo”. En mi caso: David López. Ante ese ser virtual, muy construido, muy artificial en el mejor sentido de esta palabra (y también en el peor), es difícil activar el sentido de lo sagrado. Salvo en casos de graves patologías, la conciencia testigo nos ofrece perspectivas de ese “yo” que no son precisamente agradables. Pero es ahí precisamente donde hay que realizar el gran truco de magia ética: hay que amar a ese ser, sin límite, desde un respeto que normalmente se considera más propio del culto humano a los dioses (no humanos). Creo que es desde ahí, desde el dificilísimo amor a ese “yo mismo”, desde donde se puede ir segregando el oro puro de un tejido social basado exclusivamente en la orfebrería.
Feliz año, queridos lectores. Os deseo grandes/bellísimos horizontes que podáis contemplar, maravillados, dentro y fuera de vosotros mismos. Os deseo Filosofía: la ciencia que mira a través de los diamantes hasta llegar a sentir, finalmente, el Gran Diamante.
David López
Twitter: @HuertoInfinito