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La bailarinas lógicas: “Infinito”

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“Infinito”. Una palabra que debería no serlo. Un lugar del lenguaje donde el lenguaje –como en el caso de “Dios”- revienta; y revienta por ser incapaz de ser lenguaje.

 

Mi intención es abrir una ventana y que veamos, y que olamos, la brutal –casi demoníaca- brisa de lo sin forma, de la omnipotencia del Dios-Diablo que acecha por las grietas de todos los mundos: de todas las finitudes que se sostienen milagrosamente en el infinito.

 

Los pitagóricos de la antigua Grecia rechazaban el infinito. Aristóteles, aunque no era tan pitagórico como su maestro Platón, se negaba a otorgar realidad a la serie infinita de números naturales.

 

Y es que eso que sea el “ser humano” no puede vivir sin límites. Su propia estructura biológica es un sistema de equilibrios milimétricos (una mínima dosis de veneno le mata).

 

Pero tampoco puede vivir limitado. Es como si no cupiera en ninguna finitud y tuviera que expandir con las manos de su mente y de su corazón cualquier universo en el que se le quiera confinar.

 

Quizás sea porque en realidad el ser humano no es un ser humano, sino la encarnación –aparentemente finita- de una gigantesca divinidad que no es capaz de contentarse eternamente en ninguna de sus creaciones.

 

La Física actual -esa intrépida retratista de fantasmagorías- todavía cree en la finitud de lo que hay (o al menos en la finitud de sus leyes: de hecho aspira ahora a reducirlas todas a una: la soñada teoría unificada). Es ésta una creencia admirable si tenemos en cuenta la sucesiva incineración de modelos de finitud que se viene produciendo, al menos, desde Aristóteles.

 

El infinito.

 

Giordano Bruno lo identificó con Dios. Stefan Zweig con el Demonio. Ofrezco mis ideas:

 

 

1.- Hablamos –o estas palabras hablan- desde un cosmos en el que estamos ubicados sistémicamente. Ese cosmos es nuestro hogar, nuestro solaz, nuestro infierno también. Pero no hay cosmos que resista el oleaje del océano en el que flota. Si se observan con detenimiento sus costuras, sus remates, sus diques de contención, enseguida se aprecia su transparencia, su fragilidad; y su olor, imborrable, a infinitud, a insoportable fertilidad, a creatividad, a Demonio, a Dios… a Nada.

 

2.- Como he señalado al comienzo de este texto, eso que sea el ser humano no puede existir sin confinamiento cósmico (necesita ser “algo” en “algo”); pero tampoco puede respirar si ese cosmos no deja alguna rendija abierta. A esas rendijas se asoma, desde dentro, el filósofo (y el poeta, es lo mismo). El místico mete la cabeza en ellas, necesita respirar más de lo normal, y puede ocurrir incluso que se tire por ellas para incinerarse en la inmensidad que nos acosa y que nos alimenta: en esa descomunal matriz sin tamaño que nos da el existir y que nos lo quita (que se lo da y se lo quita a sí misma en realidad, finitizándose, jugando a que es mortal sin serlo: sin poderlo ser).

 

3.- Creo que en estado de meditación –en radical silencio mental/en radical quietud de todas las bailarinas lógicas- se accede a infinito, al Demonio si se quiere… y la sorpresa que nos llevamos es que “eso” es Dios. Más que Dios incluso. O que es Nada. Y que es glorioso. Como glorioso es que de ahí, de ese barro onírico, puedan surgir tantos mundos imaginarios. Podríamos decir que el Yoga –entre otras tradiciones místicas- ofrece un reposo en el infinito: un saberse el infinito: un saberse esa mano gigantesca que rodea y moldea los mundos: que se moldea y finitiza a sí misma creando cosas tan maravillosas como este universo desde el que escribo ahora.

 

 

En abril del pasado año hice una meditación sentado en una meseta de nieve, en el Pirineo, rodeado por una galaxia de montañas silenciosas, bajo una cascada de luz que me impedía abrir los ojos.

 

En silencio radical.

 

No aguanté mucho. Enseguida sentí la inmensidad y casi me revienta por dentro. Sentí –supe- de pronto que ya había existido en infinitos mundos; y que me quedaban infinitos por habitar… siempre que yo quisiera seguir entrando y saliendo por los escenarios de Maya. Abrí los ojos, respiré profundamente y contemplé el horizonte, y también los latidos de mi viscoso corazón. Y me asustó el tamaño de lo que hay, de lo que está pasando, de lo que somos.

 

De lo que es.

 

Me asustó y me maravilló sentir, con claridad, que somos infinitos. Que somos el infinito.

 

La imagen que sobrevuela este texto muestra a un hombre descendiendo por algo gigantesco. Eso es meditar: una inmersión en el infinito “interior” (aunque ahí se diluye la dualidad interior/exterior): un lugar donde no se siente miedo, ni deseo, ni soledad, ni aburrimiento: un lugar donde por fin sentimos ser quiénes somos.

 

El infinito. El infinito vivo y soñador.

 

 

David López

 

 

[1] Recomiendo dos obras para acercarse a Giordano Bruno: 1.- Frances A. Yates: Giordano Bruno y la tradición hermética, Ariel, Barcelona, 1994; y 2.- Miguel A. Granada: Giordano Bruno (Universo infinito, unión con Dios, perfección del hombre), Herder, Barcelona, 2002.

[2] Stefan Zweig: La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche), Acantilado, Barcelona, 1999.


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Las bailarinas lógicas: “Concepto”

 

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“Concepto”.

Génesis 2.16-17: “De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”.

¿Por qué? ¿Qué relación puede establecerse entre el conocimiento y la muerte?

“Concepto”. Se supone que el conocimiento es la incorporación de conceptos (correctos) a la mente. ¿Eso mata?

Para adelantar mi visión sobre lo que es “concepto” voy a utilizar su equivalente en la lengua alemana: “Begriff”. Este sustantivo está relacionado con el verbo “begreiffen”, que es sinónimo de “umfassen”. Algunos de los significados de esta última palabra son, traducidos al español, “coger”, “atrapar”, “capturar”. Creo que los conceptos son capturas. Porque es el concepto el que captura la mente; y no la mente, a través del concepto, la que captura la realidad. Y no solo captura el concepto la mente, sino que la configura, la crea: “mente” es un concepto… y una palabra (“concepto” es también una simple palabra… como lo es, por otra parte, la palabra “palabra”).

Cuando Adán y Eva comen el fruto del árbol de la sabiduría pierden el paraíso. Lo pierden, quizás, porque su mirada está ya tomada –capturada- por los conceptos (el conocimiento… la in-formación).

En terminología adecuada al paradigma neurocientífico actual podríamos decir que los cerebros de Adán y Eva, tras la ingestión del fruto del árbol de la ciencia, perdieron plasticidad: que sus recorridos neuronales quedaron establecidos de forma estandarizada, robotizada; y ya no vieron sino aquello que su maquinaria psíquico-conceptual les permitió ver (o configurar).

Me permito sugerir la lectura de la crítica que hice de una interesante obra de Jesús Mosterín que lleva por título La cultura humana. Reproduzco aquí, no obstante, algunos párrafos que pueden ser de utilidad para que se evidencie lo que pretendo transmitir (las comillas indican que estoy reproduciendo las frases de Jesús Mosterín):

“La estructura anatómica y funcional del cerebro está determinada por los genes en todos sus rasgos generales y multitud de detalles, pero una gran parte de las conexiones neurales del cerebro se van formando a lo largo de nuestra vida, como consecuencia de nuestras percepciones y otra interacciones con nuestro entorno, incluidas las que se dan con otros congéneres, sobre todo con nuestra madre y otros familiares durante la primera infancia. A esta capacidad de establecer nuevas conexiones neurales se llama plasticidad cerebral. La plasticidad cerebral es máxima durante nuestra infancia y va decreciendo a partir de la pubertad. El cerebro del adulto está más consolidado y es bastante menos plástico que el del niño.”

La memoria, en eso de fijar una cultura en nuestro cerebro, será al parecer decisiva:

“La consolidación de la información en la memoria operativa conduce al establecimiento de circuitos neuronales permanentes mediante el reforzamiento de las sinapsis entre las neuronas que los componen. Esto se lleva a cabo mediante la activación de ciertos genes y la síntesis de nuevas proteínas como la actina, que inducen cambios estructurales permanentes en la morfología de la neurona y su citoesqueleto, en especial, el agrandamiento de espinas dendríticas presentes o la creación de espinas nuevas. Al estimularse por el aprendizaje, las espinas pequeñas se agrandan, lo que a la vez les hace perder plasticidad  y las convierte en el soporte estructural duradero de la memoria a largo plazo […] La cultura es parte de la información retenida en la memoria a largo plazo.”

Se nos acaba de decir que a, mayor cultura en el cerebro (esto es: mayor información retenida a largo plazo), menor plasticidad cerebral: menor capacidad de establecer nuevas conexiones neuronales.

Ofrezco a continuación la crítica entera para quien esté interesado en profundizar sobre la tensión entre plasticidad cerebral (magia-libertad [véase]) y cultura [véase] : El autoretrato de Dios en los circuitos neurales de Jesús Mosterín.pdf

Vivekananda hizo lúcidas aportaciones al segundo Yoga-sutra de Patañjali; el que dice: “Yoga es el control de la mente (chitta) para que no adopte formas (writtis).” Writtis son universos, agitaciones del lago de nuestra mente que impiden ver su fondo.

Volvamos al paraíso bíblico. ¿Cómo podrían haber regresado Adán y Eva a ese lugar que hemos de suponer perfecto para la condición humana? ¿Cómo acceder al no conocimiento (a la docta ignorancia)? ¿Cómo desaprenderlo todo para regresar a la Firstness a la que se refería Peirce? ¿Cómo alcanzar -o recuperar- un cerebro con plasticidad infinita?

Habría, al menos, una forma: la meditación (la cual, por cierto, a veces irrumpe involuntariamente). [Véase “Meditación”].

Pero, ¿qué se ve entonces sin conceptos?

Una respuesta (limitada por el lenguaje que nos une): nos vemos. Como una nada mágica. Y ese espectáculo supera toda posible configuración finita de cualquier mente (cualquier universo)… porque las engloba todas. Engloba todas las bellezas, todas las bailarinas mágicas (Mayas), que no son sino conceptos que quieren vivir, que quieren bailar, en la inmensidad de nuestra conciencia (por utiizar alguna palabra).

Una -solo una- de esas bailarinas es la que saltó desde el Árbol de la Ciencia a los cerebros de Adán y Eva. La materia [véase] de aquel árbol del Edén me la imagino blanca, idéntica a la de las estrellas, tal y como aparece en la foto que brilla en el cielo de este texto.

“Concepto”. “Comprensión”. Muchas tradiciones subliman el fenómeno de la “comprensión”. “Cuando comprendes…” Sospecho que “comprensión” significa literalmente “compresión”: un universo comprimido, visible, pensable, aparentemente legaliforme. Cartón metafísico, en definitiva.

Pero cartón sagrado. Creo que nuestra conciencia se va cobijando siempre en lugares sagrados, templos invisibles: universos comprendidos-comprimidos-compresores. Auténticas obras de arte dentro de nuestra conciencia infinita. Y esas obras de arte son en ocasiones torturantes; esto es: infinitamente creativas. [Véase “Tapas“].

Creo, por último, que merecen especial atención estas palabras de Simone Weil [Véase aquí]:

“Esclarecer nociones, desacreditar las palabras congénitamente vacías, definir el uso de otras mediante análisis precisos; he aquí, por extraño que pueda parecer, un trabajo que podría salvar vidas humanas”.

David López

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