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El Apocalipsis, Kitarô Nishida y, una vez más, los desahucios

 

 

Apocalipsis (21, 5): “Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas”.

Recuerdo a los lectores que no soy cristiano, pero que siento fascinación e infinito respeto hacia esa religión.

El Apocalipsis. En realidad no es “el fin del mundo”, sino la profecía de Jesucristo sobre la mutación que va a tener lugar en el mundo. Simplificando: el mundo donde actúa el Diablo, el no-Cristo (es decir, el odio) va a ser sustituido finalmente (después de muchos sufrimientos) por el mundo de Jesús (el mundo del amor).

Con los años voy viendo con mayor claridad que el infierno no es el castigo futuro para el que odia, sino que ocurre simultáneamente al hecho de odiar. Y el cielo tampoco es consecuencia (fruto) del amor, sino que ocurre a la vez. He elegido la pintura que hizo Miguel Ángel en la Capilla Sixtina como posibilidad de visualizar todo ese proceso en un presente eterno, sin secuencia temporal.

Pero “mundo”, a su vez, no es más que una palabra, un sustantivo que designa -y coordina- una determinada combinación de palabras.

Un mundo no es más que una forma de hablar, de pensar, de ser. Cabe hablar-pensar-ser desde el odio (desde la estupidez). O desde el amor (sabiduría). Por eso la Filosofía sólo puede practicarse desde el no-odio. La Filosofía es amor a la sabiduría y, por lo tanto, puede entenderse como amor al amor (al vínculo fascinado con lo otro, a la expansión hacia la inmensidad del yo y del no-yo).

El edificio (el templo) de Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid está lleno de pintadas en las que se leen frases de odio, y de incitación al odio. La antítesis de la Filosofía en un templo de la Filosofía.

Pero sigamos con el mundo, y su posible fin (el Apocalipsis). En el cientismo (religión que me fascina tanto como el cristianismo) se habla también de una especie de cosa gigantesca y ordenada que llaman “universo”. Y de un posible fin (el Apocalipsis físico). Pero me temo que nunca llegará el fin que ellos narran, sino otro, inimaginable por esos poetas. Me refiero al fin absoluto: el fin de su modelo de fin.

Tengo la sensación creciente de que en realidad no estamos en ningún universo. Los físicos -no todos ciertamente- han confundido el sumatorio de sus -nunca demostradas ni demostrables- hipótesis con lo que de verdad hay, con lo serio. Kitarô [Véase]  dedicó los últimos años de su vida a pensar “el lugar”. El verdadero “dónde” en el que estamos. Y terminó por ver una Nada (zettai mu). Una Nada gloriosa, por la inmensidad de su vientre infinito, que hace posible todo lo que existe (los mundos). Ahí estamos, no en un mundo, no en un universo. Pero soñamos en “mundos”, es decir: en conjuntos de palabras… ¿Qué son las palabras más allá de sí mismas, más allá de la palabra “palabra”? [Véase “Lenguaje“]. Se abre el abismo de infinito misterio. No podemos entrar ahí. Ahora no, mientras queramos seguir siendo seres humanos.

Wittgenstein afirmó en su Tractatus (5.6.):

“Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt”.

Creo que esta frase puede traducirse así: “Los límites de mi lenguaje equivalen a los límites de mi mundo”.  Yo diría lo mismo, sobre todo porque “mundo” no nombra más que un determinado sumatorio de sustantivos y de otras palabras que sirven para relacionar esos sustantivos (esas cosas del mundo… de un mundo, incapaz de ver fuera de sí mismo).

Wittgenstein también escribió en su Tractatus (5.634): “Alles, was wir sehen, könnte auch anders sein.” Una traducción posible: “Todo lo que vemos podría ser también de otra manera”.

Y última cita del Tractatus (5.641): “Das philosophische Ich ist nicht der Mensch, nicht der menschliche Körper, oder die menschliche Seele, von der Psychologie handelt, sondern das metaphysische Subjekt, die Grenze- nicht ein Teil der Welt”. Traducción que sugiero: “El yo filosófico no es el hombre, o el alma humana de la que se ocupa la Psicología, sino el sujeto metafísico, el límite -no una parte del mundo-“.    Ese “yo filosófico”, que es el que se activa cuando practicamos el prodigio de la Filosofía (y que es nuestro yo más fabuloso), estaría fuera del mundo, poniendo, siendo, los límites del mundo.   No estaría por tanto afectado ese yo filosófico por el Apocalipsis. A él -al “yo filosófico” del que habla Wittgenstein- no le afectaría el fin del mundo. Ningún fin del mundo. Esos “espectáculos” (los mundos) se presentarían ahí, en lo objetivo. Schopenhauer utilizó la palabra Vorstellung, que puede traducirse como “representación”, o “imaginación”, o incluso como “obra de teatro”.

Apocalipsis. Fin del mundo. Dolor. Las destrucciones duelen. Y duelen mucho, aunque no afecten a nuestro yo filosófico (que no siempre está despierto). Sueños de pareja que se rompen, casas que hay que abandonar: mundos rotos, abandonados, arrasados.

Vuelvo al tema de los desahucios. Sé que una casa puede ser un mundo, un trozo de nuestra alma, un templo. Para mí lo es mi casa. Y me dolería enormemente tener que abandonarla. Asistimos en vida a muchos Apocalipsis. Yo los he padecido, varias veces. Y las que me quedan. El mundo entero se cae y nuestro ser es aplastado sin piedad. El dolor es inmenso, un desproposito existencial, una absurda crueldad de Dios o de la Materia o de la Nada. Pero, sorpredentemente, tras todo Apocalipsis huele a Génesis, a lluvia sobre hierba seca, a horizonte encendido con el amanecer. Y nace otro mundo. Y, braceando en nuestro naufragio, llegamos a islas inimaginables: una sucesión de nacimientos y muertes cuyo encadenamiento me parece cada vez más perfecto, como si efectivamente una inteligencia extrema lo moviera todo con sus metafísicas manos de poeta.

Dolor. Solidaridad. En mi texto sobre los desahucios hubo una frase que no supe destacar lo suficiente. Es ésta:

“Todos somos grandes señores. Monarcas que se vinculan entre ellos desde el amor y el respeto, que se exigen más a sí mismos que a los demás, que no piden… pero que están dispuestos a ayudarse entre sí, a ofrecer una mano cálida y fuerte en la oscuridad. Por amor, sin más.[…]”.

La filósofa Mónica Cavallé y psicóloga Ana Escobar (dos corazones sublimados por la inteligencia y la delicadeza), al leer mi texto sobre los desahucios [Véase], me pidieron más calor, más énfasis en la solidaridad, en la misericordia. También lo hizo el filósofo Francisco Martínez Albarracín, otro corazón encendido. Espero que en las líneas que voy a escribir a continuación se note la influencia de estas personas, de estas manos:

Una mano humana, tendida en la oscuridad del dolor, en la oscuridad del fin del mundo (un desahucio puede ser el fin de un mundo), es Jesucristo mismo, entendido como calor, como amor, como impulso hacia arriba. Hacia arriba, siempre hacia arriba. Manos tendidas. Pero cuidado (y tengo presente al Nietzsche de la Genealogía de la Moral): que sean manos que activan la grandeza del que es ayudado, que presupongan su salud primordial, que no envenenen, que no inciten al odio (a la estupidez). Manos que amen, pero de verdad. Manos enamoradas de la condición humana.

Amor. El nuevo mundo “de jaspe pulimentado” del que habla el Apocalipsis. Los seres humanos podemos llegar a convertirnos en una prodigiosa red de manos fuertes y cálidas, dispuestas siempre a estrecharse en los momentos de más dolor, de más oscuridad. Emilio Lledó, con razón, denunció  “[…] esa deleznable falacia de que el hombre es un lobo para el hombre.”. Suscribo esta denuncia; y sugiero la lectura de la crítica que hice de una antología de varios de sus artículos. [Véase aquí].

Y por amor hacia el hombre sigo sintiendo que es indigno decir (y decirse) que alguien es “un parado”, o un “empleado”. Y sigo sintiendo que nadie debe aferrarse a una casa, incumpliendo sus obligaciones. No se puede vivir con riesgo cero, con sufrimiento cero. Es insano, debilita, denigra. Los discursos que legitiman el bloqueo de los desahucios no son solidarios con la grandeza humana. En realidad se trata de -bienintencionadas, no lo dudo- manos de palabras cuya piel inocula inconscientes venenos lógicos.

Kitarô Nishida. El lugar. ¿Dónde estamos realmente? ¿Dónde vivimos realmente?

Creo que estamos en una casa inembargable. Y para no olvidarnos de ella, para no dejar de sentir, cada día, su fabulosa luz, sus muros infinitos e inamovibles, conozco dos eficacísimos caminos: la Meditación (que deja en silencio el infinito) y la Filosofía (que ama tanto el infinito como los mundos que ocurren en él).

Pero lo cierto es que, como dice el Gita, mientras estamos en Maya, mientras nos lo creemos como real, duele mucho lo que aquí ocurre. Es en Maya, y en sus tinieblas, donde necesitamos manos, cálidas, fuertes… pero que fortalezcan, que eleven. Las vamos a necesitar. Porque viviremos muchos Apocalipsis. Y muchos Génesis también.

David López

Sotosalbos, a 3 de diciembre de 2012.

 

Las bailarinas lógicas: “Espiritualidad”.

 

 

“Espiritualidad”. Una palabra quizás preciosa, pero también inquietante; y hasta saturante.

¿Qué es la “espiritualidad”? ¿Qué es “ser espiritual”? ¿Qué es no serlo? ¿Qué es un “camino de espiritualidad”? ¿Es mejor el espíritu que, por ejemplo, la materia? [Véase “Materia“]. ¿Alguien sabe qué es eso de “Epíritu” y qué no lo es?

Este texto tiene por cielo una fabulosa pintura de Rafael: El Éxtasis de Santa Cecilia. Schopenhauer hizo mención a esta obra de arte para anunciar el paso del tercer al cuarto libro de la primera parte de su obra capital (El mundo como voluntad y representación). Y dijo que, en ese cuarto y último libro, se iba a ocupar de “lo serio”. ¿Qué es lo serio? Para Schopenhauer “lo serio” era la salvación del ser humano. Y la mirada de Santa Cecilia dibujaría el vector crucial: la salida hacia arriba, el abandono del mundo (este mundo). Hemos de suponer que el cuadro de Rafael muestra un fenómeno puramente espiritual.

Pero cabría afirmar, quizás, que la mirada de Santa Cecilia implica una negación, una des-sacralización del mundo. En algún sentido podría decirse que es una mirada sacrílega, pues, como creyó Schopenhauer, esa mirada beatífica de Santa Cecilia va a propiciar, con un sutil movimiento ocular, un verdadero Apocalipsis: el fin del mundo ‘profano’, el fin de esta vida ‘material’ y ‘pecaminosa’.

A mí me aterra que ese Apocalipsis espiritual pudiera arrasar la sonrisa cotidiana de los niños al salir del colegio (me refiero a colegios normales, feorros incluso); y el abrazo de cualquier padre a sus hijos (padres incluso pecaminosos); y el latido del corazón soñador de una mujer metida en un atasco de Madrid, un atasco de coches mudos bañado por la catarata de luz de cualquier amanecer cotidiano: de este mundo, del mundo profano.

Antes de desarrollar algo más en detalle esta idea y esta emoción, creo que puede ser útil señalar algunos lugares de la historia del pensamiento universal:

1.- El dualismo metafísico (estructuralmente jerárquico) como presupuesto de la espiritualidad (y de la no-espiritualidad). Conexión con el actual debate sobre las relaciones entre “mente” y “cerebro” [Véase “Cerebro“]. El Samkya. Sócrates/Platón: hay que cuidar el alma, lo espiritual. El Hatha Yoga como espiritualización de la carne humana.

2.- El Willensgeist de Jakob Bohme. Sugiero una lectura lo más sosegada que sea posible del texto que ofrezco [aquí].

3.- El concepto de Geist en el idealismo alemán. El espíritu subjetivo de Fichte. El espíritu objetivo de Schelling. El espíritu absoluto de Hegel. El espíritu mágico de Novalis.

4.- Wilhelm Dilthey (1833-1911). Diferencia entre las ciencias del espíritu y las ciencias de la naturaleza. Las primeras se basarían en la experiencia interior. Las segundas en la exterior. Pero, en realidad, lo que Dilthey entiende por “ciencias la naturaleza” no son sino constructos -dibujos, esbozos, hipótesis poéticamente encadenadas- producidos dentro de lo que él cree que debe ser estudiado por las “ciencias del espíritu”.

5.- Max Scheler (1875-1928). No debe dejar de leerse esta obra: Die Stellung des Menschen im Kosmos [El puesto del hombre en el cosmos, editorial Losada]. El ser humano como animal espiritual: como animal que goza de una intuición emocional que le permite acceder a los valores eternos a los que debe someter su conducta. La espiritualidad como plenitud de lo humano. La espiritualidad como libertad, objetividad, conciencia de sí. Como algo muy vulnerable. Como conjunto de actos superiores de la persona (intelectuales y emocionales).  De la ética de Scheler me inquieta su fijismo -su inmovilismo- metafísico: hay unos valores eternos, ahí. Solo cabe intuirlos y aceptarlos, no crearlos, como sugirió ese gran amante de la vida y de la fertilidad metafísica que fue Nietzsche.

7.- Raimon Panikkar. Merece ser leída, para el tema que nos ocupa, su obra Espiritualidad hindú (Kairós, 2005); y en especial su epílogo. Me parece especialmente luminosa, y generosa, esta frase (p. 323): “Una de las grandes intuiciones del hinduismo es el misterio pascual, esto es, la vivencia de que este mundo ha sido ya vencido, que la verdadera Vida [con mayúscula en el original de Panikkar] está ya aquí (que el Pantocrátor ha resucitado), y que estamos, por tanto, liberados de la cautividad del tiempo y de la esclavitud del espacio, que la victoria sobre este mundo que pasa y cuya figura es transitoria, es una realidad, porque la eternidad incide sobre el tiempo y nos libera con la verdadera libertad, que no es la criatural para hacer algo, sino la liberación de la pura creaturabilidad, para que el divino emerja en lo humano y la comunión sea perfecta. El fin del hombre no está en el futuro sino en el presente y es profundizando el presente (perforándolo) como se llega al núcleo tempiterno del ser humano”.

Raimon Panikkar ha fallecido hace unos días. Le deseo desde aquí un precioso y sereno regreso a la creatividad infinita.

Volvamos a la imagen de un padre que recoge a su hijo en el colegio. Y que le abraza. Y que siente su olor a mandarina y a goma de borrar y a patio y a eternidad. No hay que salvar este mundo. Hay que amarlo y perderse por el infinito de los momentos que ofrece. Incluidos los atroces: ese padre puede estar asumiendo torturas emocionales (sangrantes como heridas derivadas de instrumentos de hierro) como costes ínfimos de ese abrazo a su hijo.

Schopenhauer consideró la posibilidad de que a algún ser humano -insólito- le salieran bien las cuentas de la existencia. Y que le diera un sí a la vida entera (el sí que más tarde daría un enfermo llamado Nietzsche).

Voy a aprovechar el aparente orden que ofrecen los números para ordenar mis ideas:

1.- Cabría distinguir entre dos tipos de “espiritualidad”: la positiva y la negativa. El primero  diría un sí -sacralizaría- la vida (este sueño, este hechizo, y el mero hecho de que todo mundo sea precisamente un hechizo, una obra de arte en definitiva). El segundo diría un no -ofrecería un no- a la vida; y mostraría el camino para otra cosa, otra cosa mejor.

2.- El tipo de espiritualidad negativo me produce cierta claustrofobia: percibo en él el olor del confinamiento, de la aridez, de la pequeñez. Desde hace muchos años me han producido rechazo los discursos de “elevación”, los caminos que ascienden por niveles sucesivos de perfeccionamiento. No me ha gustado cómo miran hacia “abajo” los que creen estar ya en algún peldaño de una de las diferentes escaleras espirituales. En esas miradas he visto estandarización y ceguera. Muchos de los “iniciados”, de pronto, se han visto rodeados de familiares y amigos “ignorantes”, “materialistas”, etc. Y, de pronto, una tarde de domingo, el iniciado no ha sabido ver el último escalón de su escalera espiritual en el calor de la mano tendida por un cuñado insufrible. Las escaleras espirituales alejan, impiden acceder al infinito sagrado en el que arde cualquier rincón de  cualquier mundo, real o soñado o imaginado (todo ésto es lo mismo).

3.- También cabría distinguir entre espiritualidades “lógicas” y espiritualidades “meta-lógicas”. En las primeras el iniciado ofrece (en el sentido de “ofrenda”) su mente a una teoría omniabarcante. Y esa idea instaura la ficción de que hay un mundo profano que debe ser superado, una escalera para salir de él y una especie de “cielo” que aguarda al que culmine su proceso espiritual. Los adeptos se sentirán más arriba de la escalera en función de la proximidad que exista entre la idea que veneran (la bailarina que les ha tomado) y la forma completa de su mente. Sugiero leer ahora  la palabra [“Bailarina lógica“]

4.- Una espiritualidad meta-lógica es una disolución del dualismo espiritualidad-no espiritualidad: quedaría esa monstruosidad, sagrada ( o no) que es “lo que hay” (el Ser si se quiere). Y el filósofo no cobarde abriría las compuertas de su mente para que, al menos durante unos minutos, corriera por su interior esa brisa sublime pero insoportable; insoportable desde al menos desde la aparente finitud que parece configurar nuestra sensibilidad humana.

Ahora creo que debo contar una experiencia personal. Si es que fue “personal”. Ocurrió hace dos inviernos, junto al lago de Juglar, en el Pirineo. Estaba completamente solo, rodeado por un océano de nieve blanca y olas de piedra infinita, bajo una catarata de silencio azul que provenía del cielo. Y me puse a meditar. A los pocos minutos sentí el latido de la Inmensidad latiendo dentro de los latidos de mi propio corazón. Y fui consciente, de pronto, de que había vivido en infinitos mundos bajo infinitas formas; y que lo iba a seguir haciendo. Eternamente. Sentí, plenamente, la inmortalidad de mi verdadero yo y, lo que quizás fue más insoportable todavía: sentí mi infinita creatividad.

Y decidí parar. Decidí abandonar aquel peldaño  final de la escalera. Y saltar desde ella hasta la inmanencia sublime de mis manos agrietadas por el frío del Pirineo.

A partir de entonces ubico lo sagrado en lo profano: en el olor a mandarina que percibo en el babi de mi hijo cuando voy a buscarle al colegio. Y en la cascada de luz naranja que retumba en los “materiales ” y “materialistas” atascos de Madrid.

La mirada de Santa Cecilia debe incendiarse “arriba” y volver “abajo”… para ver lo que no fue capaz de ver antes de ese incendio: antes de ese “incendio espiritual” que permite ver lo sagrado aquí.

Ahora.

En esta “llama de amor viva” que -ya- nos consume.

David López

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Las bailarinas lógicas: “Cultura”.

 

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“Cultura”. La persona que sangra en el cielo de esta frase se quiso llamar Sid Vicious. Murió con 21 años, como consecuencia de una sobredosis de heroína. Tocaba el bajo en un grupo que es ya parte del canon occidental: los Sex Pistols.

Sí. Es sangre lo que brota de su boca. Y también lo que se adivina en los surcos de su carne cultivada. Estamos, me parece, ante lo que Simmel denominó “espiritualidad objetivada”.

Para mí, lo que sangra en esta imagen es un mártir lógico (mártir de un logos; un logos feroz en este caso: el logos punk). Aunque probablemente todos los logos sean feroces, si es que no quieren ser nada, otra vez, en la nada que les circunda, les amenzaza y les constituye.

Ortega dijo que la cultura es un movimiento natatorio, un bracear del hombre en el mar sin fondo de su existencia con el fin de no hundirse. Pero también dijo que “el hombre se pierde en su propia riqueza, y su propia cultura, vegetando tropicalmente en torno a él, acaba por ahogarle”.

Incluso en sangre.

Ferrater Mora habló de la idea de “cultura” como cultivo de capacidades humanas y como el resultado del ejercicio de esas capacidades según ciertas normas.

Pero, ¿qué significado hemos pactado, oficialmente, para la palabra “cultura”? El primer significado que establece la Real Academia es, precisamente, “cultivo”. Y si leemos cómo comienza la redacción del significado de “cultivo” nos encontramos esto: “Cría y explotación de seres vivos con fines científicos, económicos o industriales”.

¿Es la cultura algo que somete, que explota, al ser humano culturizado? ¿Cabe tomar distancia de una cultura, mirarla desde fuera? ¿Es la cultura un fenómeno exclusivamente humano? ¿Es la cultura superior a la natura? ¿Existe algún grupo humano sin cultura?

Antes de enfrentarme a estas cuestiones creo necesario considerar los siguientes lugares del pensamiento:

1.- “Cultura” y “naturaleza” en la filosofía griega: las reflexiones de los sofistas.

2.- “Cultura” y “naturaleza” en la filosofía china: taoísmo versus confucianismo.

3.- Chantal Maillard (Adios a la India): “cultura” como ritmo. Mis sensaciones sobre esta obra las expreso en la sección de críticas literarias. También puede leerse [Aquí].

4.- El cerebro humano como hábitat de la cultura. Jesús Mosterín (La cultura humana). Mi crítica sobre esta obra puede leerse [Aquí].

5.- La cultura punk y, en concreto, el fenómeno de los Sex Pistols. Me interesa especialmente la religiosidad –el misticismo incluso- de este importantísimo movimiento cultural que brotó en el inefable siglo XX. Y, también, su vehemente esteticismo: su iconoclastia convertida en radical iconofilia; en ritualización, y sacralización, del Apocalipsis del Occidente moderno.

Expongo a continuación algunas ideas que, al parecer, están ahí, en mi “mente”, o en mi “conciencia”, si me ocupo de la palabra “Cultura”:

1.- “Cultura” es un verbo, una acción. De ese verbo se derivaría el sustantivo “culto”. Ser culto es estar cultivado, explotado por un logos: cegado: aniquilado. Debe distinguirse entre ser culto y tener cultura. Y cabe incluso crear cultura: nuevos valores: nuevos mundos.

2.- Una cultura es una forma –entre infinitas posibles- de mirar y de interactuar –de nadar- , colectivamente, en el infinito. En el caos. En la nada. Para ello, obviamente, hay que mantener un nivel de conciencia en el que siga activado el principio de individuación. Y en el que se siga dejando bailar a las bailarinas lógicas [Véase “Bailarina lógica“] Cosmos” y “cultura” son lo mismo.

3.- La foto que ocupa el cielo de estas frases refleja un punto de conciencia –un “ser humano”- que vibra de amor, de amor absoluto hacia una idea, dentro de una cultura (el cosmos punk). Estamos ante un místico –un místico lógico, no silente- que ha permitido que la divinidad lógica a la que rinde culto se encarne en él: que “le sea” entero. Y no sólo eso: ha permitido también que esa cultura le convierta en un “objeto cultural”.  Y que le exponga.  Y que le venda. Este diccionario trata sobre “bailarinas lógicas”. Ahora tenemos delante a una bailarina que no solo suda con su baile cósmico, sino que también sangra: deliberadamente, porque quiere morir, morir bailando y cantando (mejor dicho: gritando enfurecida). Y con ella sangra y baila y grita una civilización entera (un tejido de culturas compatibles): eso que a sí mismo se denominó “cultura occidental”.

Quiero terminar -por el momento- estas frases confesando el esfuerzo de autovigilancia que me he impuesto. Y es que podría haber ocurrido que, para mis fines de reflexión metafísica, yo hubiera convertido a Sid Vicious, y a los Sex Pistols, en exóticas mariposas lógicas. Y que, sentado en mi despacho, hubiera jugado con ellas como un niño-filósofo caprichoso y despiadado. Ya nos advirtió María Zambrano contra los “infiernos de la luz”. Por eso he elegido, entre todas las imágenes que de aquellos religiosos punk ofrece internet, la que me ha parecido más “grave” (en sentido religioso): más capaz de mostrar en toda su pureza, en todo su ciego temblor, una cultura encarnada: un “hombre-cultura”: un cultivo de carne y de sangre humanas.

Un hombre crucificado en un logos; que se merece respeto. Mucho respeto.

 

David López

 

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