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Tribuna política: “Los desahucios, la Poesía y Sócrates”

Así narró Platón las últimas palabras de Sócrates (según la traducción de Carlos García Gual):

Ya estaba casi fría la zona del vientre cuando descubriéndose, pues se había tapado, nos dijo, y fue lo último que habló:

– Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides.

Hay que pagar las deudas. Con dignidad. Con aristocracia meta-clasista. Con arrogante desapego incluso. Hay que calcular bien antes de contraer una deuda; y antes de que no podamos pagarla definitivamente. Es nuestra obligación.

Dijo Octavio Paz que la Poesía es una mezcla de pasión y de cálculo. Por Poesía creo que cabe entender también “Vida”. Construimos nuestra realidad mediante pequeñas y grandes decisiones. Los españoles somos apasionados y generosos, muy generosos, en general. Pero poco calculadores, también en general. Puede que no estemos haciendo buena Poesía (buena Vida).

El caso es que nos hemos endeudado en exceso, tanto los ciudadanos como las empresas y las administraciones públicas. Es comprensible: el dinero parece ser capaz de materializar buena parte de lo que soñamos (o de lo que somos inducidos a soñar). El dinero es una sustancia poderosísima que produce impactantes modificaciones en nuestros estados de conciencia (pensemos en los anuncios de la Lotería). Y a veces, por pasión, por exceso de deseo, por exceso de ensoñación, o incluso por exceso de generosidad hacia ‘el Pueblo’, se compra más dinero del que se puede pagar. ‘Los bancos’, como vendedores del dinero, aparecen en algunas narrativas actuales como seres oscuros, muy pecaminosos, que proporcionan esa demoníaca (pero deseadísima) sustancia desde una posición de abuso de poder. ‘Los bancos’ serían oscuros tentáculos del Mal. Cierto es que los bancos, en momentos de deseo extremo y de extrema necesidad, han aprovechado para obtener lucros excesivos. Es feo pero lógico. Todos los seres vivos lo quieren todo para sí (Schopenhauer). Nuestro Derecho (un prodigio que ha costado milenios construir) intenta corregir los abusos en los que pueden incurrir ‘los bancos’. Pero no es fácil. Tampoco es fácil controlar la codicia de los millones de Lazarillos que sonríen por España y por el mundo entero. La picaresca es graciosa pero nos hace mucho daño. Y presupone además miseria.

Si efectivamente la actual ley hipotecaria es injusta, habrá que modificarla. Los estados de Derecho son organimos vivos, autopoiéticos: pueden mejorarse a sí mismos hasta el infinito. El Parlamento tiene la última palabra. Hay que re-legitimar cada día (y en cada frase) a las personas que han sido elegidas por la mayoría de los votantes, aunque los elegidos piensen diferente que nosotros, aunque gobiernen de forma antitética a como creemos nosotros que hay que gobernar.

En cualquier caso hay que pagar las deudas a los bancos. Y a todos los acreedores. Vida o muerte, como Sócrates. Hay que cumplir nuestras promesas, nuestros compromisos. Creo que es un gran error legitimar el impago de los préstamos hipotecarios. Y es un gran error porque rebaja al ser humano a la condición de animal de granja: bobalicón, bondadoso, manipulable, incapaz de valerse por sí mismo. Los políticos están condenados a adular a los votantes, a consentirles, a mimarles en exceso, a debilitarles. Y no olvidemos que la violencia es siempre síntoma de la debilidad, del miedo, del aturdimiento, de la estupidez (el odio es siempre estupidez). Los políticos están oprimidos por ‘el Pueblo’ (aunque en casiones se consuelan corrompiéndose, lucrándose ilegítimamente). Y ‘el Pueblo’, en buena medida, está oprimido por narrativas indignas para la condición humana.

Creo que nuestra dignidad como seres humanos nos exige cumplir nuestros compromisos, pagar nuestras deudas. Veo con preocupación que crece el populismo y el bogomilismo en España. El populismo presupone que hay algo así como un organismo pluri-humano (‘el Pueblo’) que está formado por seres débiles, puros, ignorantes, manipulables, bondadosos como niños, que requieren mucha protección, mucha guía. Y presupone también -siempre- un enemigo: poderes que amenazan ese organismo santificado. El bogomilismo, por su parte, sería la creencia en que el poder está siempre en manos del Mal. Y que hay que exorcizar ese Mal. Los bogomilistas (que se cuentan por millones actualmente) dan por hecho ese poder (“los de arriba”) y se comportan frente a él como esclavos: esclavos enfadados porque no son bien tratados por sus señores (gobiernos, bancos, empresas): esclavos que, unidos, y gritando frases cortas, forcejean con ‘el poder’ en un insano juego de sometimiento erótico.

Creo que estar atentos a los discursos que nos denigran como seres humanos. Nadie es un parado. Y nadie es un trabajador, o un proletario, o un ciudadano. Somos grandes señores (el masculino es exigencia gramatical, no síntoma ideológico). Todos somos grandes señores. O, si se quiere evitar la tensión sexista-gramatical, podemos decir que somos grades personas. O también ‘monarcas’ que se vinculan entre ellos desde el amor y el respeto, que se exigen más a sí mismos que a los demás, que no piden por sistema… pero que están dispuestos a ayudarse entre sí, a ofrecer una mano cálida y fuerte en la oscuridad. Por amor, sin más. Y todo ello más allá del intolerable clasismo que presupone creer en que hay una lucha de clases.

Señores. O personas. Magos. Somos los poetas de nuestra propia vida: vida que podemos compartir con otros poetas (escribirla por ejemplo a cuatro manos, con una preciosa pareja…). El caso es que nadie nos obliga a encarnar ningún modelo de bienestar concreto. Nadie. Todos podemos vivir de alquiler, en casas muy pequeñas y muy baratas, o en monasterios en los que admitan niños, si queremos tener niños. O en refugios de montaña (yo consideré esa posibilidad hace años). O en auto-caravanas. O en mansiones de lujo, si podemos, ¿por qué no?

Dice el Tao Te Ching (en la traducción de Carmel Elorduy):

“El sabio cambia todo el día, sin ceder en su serena gravedad. Y si tiene magníficos palacios, sereno los habita, y de igual modo los abandona.”

El ser humano puede seguir siendo un dios aunque vaya montado en un burro. Pero, si es posible (digo yo) con un libro, de Kant por ejemplo, o del Maestro Eckhart, o de Ortega, o de Novalis, en las alforjas, junto a las hortalizas de un huerto. Da igual si propio o comunal.

También sigue siendo un dios si, montado en un burro, o simplemente caminando, sin libros, contempla en silencio -sin nada, en la nada- la grieta roja del infinito horizonte, o las hogueras blancas de un cielo estrellado.

Lo que quiero decir es que necesitamos alarmantemente poco para vivir en plenitud. El sistema económico en el que vibramos actualmente no es más que un juego. Jugamos a acumular cosas que no necesitamos y a creemos que las necesitamos. Está bien. Es un juego interesante, motivador, muy excitante. Es un juego nos mantiene activos, soñadores, luchadores. Es como un deporte. Un video-juego hipar-realista. Pero, por favor, que nadie sufra en exceso por dejar una casa ‘en propiedad’. No necesitamos tener casas en propiedad. No necesitamos casi nada para alcanzar la plenitud. Eso no quiere decir que no disfrutemos de nuestras casas cuando las tengamos.

La derecha a veces se excede en su culto a lo innecesario,  tiende a despreciar a los que no lo tienen y padece una especie de vértigo cósmico ante la posibilidad de perder lo que en realidad no necesita. La izquierda, por su parte, tiende a demonizar a los que poseen muchas cosas innecesarias, bajo la presuposición de que las han obtenido privando al Pueblo (o a los países pobres) de esas cosas innecesarias.

Imagino que, de pronto, un grupo de manifestantes se aburrieran de sostener la misma pancarta, de repetir la misma frase, de condenar a los mismos malos, y, con los ojos encendidos (con los ojos de un niño soñador), se fueran a un pueblo abandonado. Por ejemplo en Soria. Y crearan allí un mundo entero: una especie de monasterio autárquico, sin ayudas del Estado, sin discursos demonizadores del exterior: un monasterio de silencio (de silencio ideológico) donde cupiera la fraternidad, el respeto, la libertad… y la Filosofía. Para vivir en plenitud ‘solo’ necesitamos un cobijo caliente, comida sana, silencio nocturno, amor y Filosofía (lo que significa mantener al menos un rendija abierta al infinito en nuestra mente y en nuestro corazón). Con trabajo se puede conseguir cualquier cosa. Paracelso dijo algo así como que a la magia no le gustan los vagos. Y para trabajar duramente, de sol a sol, no hace falta estar empleado por otro.

En cualquier caso, creo que hay que cumplir los contratos. Hay que cumplir las reglas de los juegos en los que hemos decidido jugar. Nadie nos ha obligado a jugar ningún juego, pero si jugamos ha de ser con honradez. Y debemos asumir los riesgos del juego, como grandes señores. Las leyes de la Ética  me parecen más poderosas que las de la Física. La realidad que se representa en nuestra conciencia (o en nuestro cerebro si se quiere) está condicionada por nuestra Ética. La Ética fabrica realidad. Es pura magia.

El burro. Podemos ir en burro. O en un Ferrari. Es lo mismo en realidad. Ambos -burro y Ferrari- pueden ser la ilusión de nuestra vida, pueden motivarnos para trabajar duro cada día. Y ambos pueden también producir un tedio insufrible una vez poseídos. Todo es un juego: jugar a que necesitamos lo que no necesitamos.

Un juego que hay que jugar con honradez. Con grandeza. Tenemos mucha. Mucha más que el Sócrates de Platón (que fue reducido a idea por su excelso alumno).

Somos seres prodigiosos, irreductibles. Y somos grandes poetas. Por eso debemos calcular bien. Y pagar nuestras deudas, como Sócrates.

David López

El odio es estupidez

En 1959, ante las cámaras de la BBC, el anciano Bertard Russell afirmó que el amor es sabiduría y que el odio es estupidez. Está todo dicho.

En España están proliferando últimamente discursos que incitan al odio (a la estupidez). Debemos pararlos. Es urgentísimo. El odio es el infierno, la negación absoluta de cualquier posibilidad de belleza, de cualquier posibilidad de alegría. Amar no lleva al paraíso: es ya el paraíso. Odiar es lo contrario de amar. Y no nos lleva al infierno: es ya el infierno. El odio es también ceguera, sueño oscuro. El rencor, como odio sostenido, implica el absurdo de mantener con vida un infierno en el interior de nuestro propio pecho. Amar implica convertir nuestro pecho en un amanecer (en un Génesis) perpetuo. Dicen los cristianos que su Dios creó el mundo por amor.

El caso es que toda vida nace del amor, del amor a la vida. Nadie nació con rencor. Hay que regresar siempre a la luz del amanecer de nuestra vida. Hay que morir incluso con esa luz: hay que morir naciendo. Conozco a muchos ancianos (algunos “alumnos” míos incluso) que no tienen resentimiento, que no tienen rencor hacia nada ni hacia nadie. Después de todo lo vivido. Y de todo lo sufrido. Esos ancianos son fabulosos gurús que no saben que lo son. Son elegancia.

Odiar es odiar-se; porque es lógica, física y metafísicamente insostenible que “el otro” exista como tal: que “el otro” sea una sustancia claramente diferenciada de nosotros mismos. El odio envenena la ecología de nuestra mente (o corazón, o alma… o la bailarina lógica que más guste). El odio es un estúpido desastre en nuestro cosmos interior.

La Filosofía es un arte -una especie de religión también- que ama la sabiduría. Cuanto más se ama más se sabe y cuanto más se sabe más se ama. Los discursos que incitan al odio parten del odio y, por lo tanto, de la estupidez. Se podría decir que precisamente por partir del odio ya muestran que están equivocados, que parten de la no-sabiduría. Que no tienen razón.

Serpean por internet correos colectivos en los que se dicen barbaridades de los políticos: que insultan públicamente a políticos que han sido elegidos democráticamente; y que insultan incluso a los que -siendo del “pueblo”- no se movilizan en no sé qué cruzada contra el Mal. Hay otros discursos que, por el contrario, insultan y denigran a aquellos que se sienten, por así decirlo, cátaros de la democracia (el 15-M). Esto es odio, estupidez, ceguera: enrabietados videojuegos de guerra que pueden terminar provocando mucho dolor. Dolor del de verdad.

En cualquier caso es gravísimo insultar a los políticos. Todos ellos son seres humanos. Se merecen un respeto infinito. Se merecen ser amados. Todos. Sí: todos (incluidos los que insultan a otros). Eso es la sabiduría. El odio es estupidez (digámoslo infinitas veces) y la estupidez es la negación de la condición humana. Se puede criticar una gestión -con mucha contundencia-desde el amor, desde el respeto. Todo esto puede sonar cursi, manido, denteroso por excesivamente edificante; pero no hay otro camino. De verdad que no lo hay. Esta civilización tiene una clave fundamental. Me refiero a la dignidad humana. Es una religión. El ser humano es sagrado (Bin Laden incluido). No se le puede no respetar, no se le puede negar un solo derecho fundamental (a Bin Laden -ese gran creyente en el Mal- se le negaron todos los derechos humanos… desde la creencia en el Mal).

Habrá quien piense que esta civilización se está cayendo ya. Y que no merece la pena “salvarla”; porque se trataría de una civilización muy mal planteada. Yo, en cambio, creo que hay mucho hecho y mucho por hacer. Hay mucha belleza (incluso política) que ya ha llegado (aunque muchos no la vean); y hay mucha belleza por llegar. Tengo hijos. Los amo intensamente. Y haré lo que sea necesario para que vean, para que valoren, la belleza (política) que ya hay; y para que tengan un futuro cuajado de bellezas (políticas) que ahora ni siquiera podemos imaginar.

No sé si es riguroso filosofar desde la condición de padre. Me consuelo pensando que, al fin y al cabo, la Filosofía partió siempre de un intensísimo amor hacia algo.

Traigo aquí de nuevo a mi querido Bertrand Russell. De verdad que creo que merece la pena escuharle.

* * * * * *

Bertrand Russell suele estar ubicado entre los filósofos irreligiosos.  Pero, en mi opinión, si observamos con cierto detenimiento el modelo de totalidad que ofrecen sus textos, podemos apreciar una gran devoción hacia una diosa descomunal (poderosísima) llamada “Lógica”: una diosa con la que el ser humano debe fundirse, místicamente, para alcanzar el prodigio -finito- de la plenitud. De la felicidad en definitiva.

Bertrand Russell soñó un paraíso lógico -proto/matemático- para él y para esos seres que tanto amó y en que tantas esperanzas depositó: los seres humanos. Y no sólo soñó ese paraíso, sino que puso todas sus frases al servicio de su construcción. ¿Paraíso lógico-matemático? Sí. Él lo conoció en la adolescencia y ese encuentro salvó su vida. Casi literalmente. Luego, tras ese encuentro, tras ese advenimiento, se trataba de salvar al resto de los seres humanos… sobre todo a aquellos cuyas conciencias y cuyos corazones estuvieran alejados de la diosa Lógica…. la más poderosa de las divinidades concebibles por el ser humano (tan poderosa que de ella dependería, en opinión de Russell, la existencia o no de ese Dios-padre en el que creerían las religiones monoteístas… y cuya existencia habrían afirmado algunos escolásticos por culpa de la deficiente lógica aristotélica).

Algo sobre su vida

(1872-1970) Russell murió con 98 años, enamorado de la vida, hasta el punto de afirmar que volvería a vivirla encantado si se le diese la opción. Russell se consideró a sí mismo un hombre feliz. Ni más ni menos. Pero esa proclamada felicidad estuvo precedida por una infancia y una adolescencia muy tristes, muy aburridas, casi desesperadas. Así se expresa él mismo en su obra La conquista de la felicidad (Espasa Calpe, traducción de Julio Huici):

Yo no nací dichoso. De niño, mi himno favorito era: “Cansado del mundo y con el peso de mis pecados”. A los cinco años yo pensaba que si había que vivir setenta no había pasado aún más que la catorceava parte de mi vida, y me parecía casi insoportable la enorme cantidad de aburrimiento que me aguardaba. En la adolescencia la vida me era odiosa, y estaba continuamente al borde del suicidio, del cual me libré gracias al deseo de saber más matemáticas. Hoy, por el contrario, gusto de la vida, y casi estoy por decir que cada año que pasa la encuentro más gustosa. Esto es debido, en parte, a haber descubierto cuáles eran las cosas que deseaba más y haber adquirido gradualmente muchas de ellas. En parte es debido a haberme desprendido, felizmente, de ciertos deseos (la adquisición del conocimiento indudable acerca de algo) como esencialmente inasequibles.

Russell perdió a sus dos padres cuando tenía menos de cuatro años y estuvo a cargo de su abuela. Su abuelo fue ministro con la reina Victoria. Su padre fue miembro del parlamento inglés y amigo y discípulo de Stuart Mill. Russell recibió una fabulosa formación intelectual -”liberal”- pero no disfrutó del conocimiento (del mundo en definitiva) hasta que conoció las matemáticas y, a partir de ellas, quiso saber cuáles eran sus fundamentos (el fondo de ese paraíso que olía a orden, a belleza, a eternidad, a algo distinto que lo que se presentaba como “realidad”). Estudió en el Trinity College y empezó a relacionarse con hombres cuya inteligencia vibraba en la misma frecuencia que la suya. Su tesis doctoral versó sobre Leibniz. Fue profesor de Wittegenstein. Y también de Mao en Pekín. Escribió obras fundamentales de la lógica y de la matemática del siglo XX (Los principios de las matemáticas; Principia Mathematica, este último en colaboración con Whitehead). Y entre sus múltiples publicaciones creo que merece destacarse -por ser deliciosamente erudita y divertida- The History of Western Philosophy.

Se caso cuatro veces, recibió el Premio Nobel, estuvo en la cárcel por su pacifismo, fue Lord… fue un hombre excepcional, divertido. Vivió casi toda su vida enamorado del amor humano -sobre todo del femenino- y creyó en las posibilidades de la vida humana.

Ideas fundamentales

1.- La metafísica del atomismo lógico. Russell, tras escapar del idealismo de Bradley, creyó (o necesitó creer) que la realidad era objetiva -independiente, en su ser, de si es o no percibida por el ser humano-; y que estaba compuesta, esa realidad verdadera, por elementos últimos e indivisibles (atomismo lógico). El ser humano percibiría esa realidad -el mundo- mediante la experiencia. Y la experiencia -según Russell- debería ser ordenada de la misma forma como se ordenan las matemáticas, las cuales, a su vez, siendo paradisíacas, curiosamente requerirían fundamentación (deberían ser “lógicas”). Así, Russell luchará por matematizar todo conocimiento humano (llevarlo en definitiva a ese orden celestial que a él le salvo la vida, casi literalmente). Respecto de la fundamentación lógica de las matemáticas, Russell tuvo que luchar contra terribles paradojas: parecía como si la diosa Lógica (esa omnipotencia incuestionable) no reconociera del todo -no sostuviera del todo- eso que se presenta como mundo: como si le hubiera abandonado en algunos de sus puntos estructurales.

2.- Hechos y proposiciones. Una proposición es la unión de un sujeto y un predicado. Se dice algo de algo. Russell concibió lo real como compuesto por hechos atómicos (sin partes), los cuales podían ser nombrados por proposiciones también atómicas. Con las proposiciones atómicas (Sócrates es humano) cabría componer proposiciones moleculares (Sócrates fue humano y yo lo sé). Según Russell, en la realidad del mundo no hay hechos moleculares, sino simples (atómicos). Esos hechos se presentan ante la experiencia como datos sensibles y como estados mentales. Pero los hechos son en sí siempre, no dependen de la percepción, ni de la ideología, etc.

3.- La ciencia. Sólo esta forma de mirar al mundo -según Russell- proporcionaría un acceso a la verdad. El conocimiento sería la incorporación de datos verificables (los que reconoce la ciencia) a una matemática debidamente fundamentada en la Lógica (yo creo que esta palabra en Russell debe ir con mayúscula). Russell llegará a decir que, entre las clases más cultivadas, sólo el científico es feliz. Quizás porque se asoma a la objetividad, a lo otro, a lo que no es su ego hipertrofiado (caso de los artistas, según Russell). En mi opinión, la mirada de la ciencia, al ser algorítmica (al predeterminar su objeto, al llevar una teoría dentro) funciona como censura. Censura útil para ciertas necesidades no problematizadas como tales. Russell sólo aceptará como real -como “hecho”- lo que pueda bailar -y respirar- con su diosa -su salvadora de la adolescencia: la “Lógica”, la “Lógica matemática”. Y así, poco a poco, se podrá ir dibujando el corazón del mundo como un lugar de belleza, de armonía, de paz. Para todos esos seres excepcionales que son los seres humanos.

4.- La religión. En 1956 Paul Edwards publicó una antología de diversos ensayos de Russell bajo el título “Why I am not a Christian”. Todos ellos se ocupaban de temas teológicos y religiosos. En el prefacio que redactó Russell se pueden leer estas afirmaciones:

En los últimos años ha habido el rumor de que me he hecho menos contrario a la ortodoxia religiosa de lo que fui antes. Este rumor es completamente infundado. Pienso que las grandes religiones del mundo -budismo, hinduísmo, cristianismo, Islam y comunismo- son tanto falsas como dañinas.

Pero, como ya señalé al comienzo de este texto, si se observa el modelo de totalidad de Russell con cierto detenimiento lo que aparece es un esquema puramente religioso: hay una divinidad omnipotente (más aún que el Dios de los monoteísmos), un camino para fundirse con esa divinidad (el que marca la salvífica gnoseología de Russell) y una gloria alcanzable en virtud de esa fusión. Una gloria finita, sí, pero quizás por eso más gloriosa todavía. También hay en Russell una fe enorme. Y también un enorme amor hacia el ser humano (tanto que detestará explícitamente el cristiano discurso de la culpabilización, del terrible pecado, del horrible sexo). Russell amará al ser humano más de lo que desde algunas religiones monoteístas parece amar Dios a sus criaturas.

En una entrevista de la BBC (1959) Russell afirmó que el amor es sabio y el odio estúpido. Y que la caridad y la tolerancia son vitales para la continuidad de la vida humana en el planeta.

5.-  La felicidad. Russell creyó que la felicidad humana era posible. Y luchó por ella. Por la suya y por la de los demás (a los que vio en general muy desgraciados). Y todo ello a pesar de que, dentro de su modelo de totalidad, no se aprecian posibilidades de libertad, de maniobra, para esa porción temporal de materia matematizada que sería el ser humano. Creo que Russell ofreció una metafísica para fundamentar una soteriología cuya esencia sería la necesidad de una fusión mística con la Lógica del Ser. El hombre podría fundirse con el fondo omnipotente de lo real (la Lógica matemática) y, ahí, olvidado de su yo egoísta, fluir, bailar el prodigioso baile matemático que somete todo lo real. Se trataría de ser uno con la diosa venerada por el adepto-Russell. Ese sería el camino de la felicidad, de la plenitud -finita- a la que puede aspirar el ser humano. “La conquista de la felicidad”, de Russell, es una preciosa obra que termina así:

El hombre feliz es el que no siente el fracaso de unidad alguna, aquel cuya personalidad no se escinde contra sí mismo ni se alza contra el mundo. El que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que se le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se siente separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera (traducción de Julio Huici).

“La corriente de la vida”. ¿Qué es eso? Russell la conceptúa, y la siente, lógica, más lógica incluso que las no tan lógicas matemáticas con las que él quiso ordenar nuestra experiencia de lo real. Estaríamos ante una propuesta mística, de fusión, con una divinidad no problematizada. Un salto a ciegas dentro de un sol que Russell sintió salvífico en el horror de su infancia y de su adolescencia.

Su encuentro con las bailarinas lógicas (Pendiente de completar)

Lógos ([Véase].

Religión [Véase].

Dios [Véase].

Hecho [Véase].

Matemáticas [Véase].

En el vídeo que ofrezco a continuación se puede escuchar al propio Russell hablando sobre la experiencia religiosa que supuso para él su encuentro con las diosas matemáticas:

Bertrand Russell en la BBC 1959

Bertrand Russell no fue cristiano -ni comunista- porque estaba convencido de que esos credos -entre otros- eran muy perniciosos para el ser humano (un fin en sí mismo, una delicadísima y vulnerabilísima porción de la -ferozmente mecánica- materia del universo). Amó tanto al ser humano que lo puso por delante de su propia salvación “eterna”.

Creo que Russell llevó hasta sus últimas consecuencias el mensaje fundamental de Cristo: “Ama al prójimo como a ti mismo”.

David López

Sotosalbos, 13 de agosto de 2012.