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Filósofos míticos del mítico siglo XX: Simone Weil

 

 

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Simone Weil. Una preciosa mujer, una hipertrofia de la inteligencia y del amor: una hipertrofia de la humana capacidad de sacralizar al otro ser humano.

Un labios bellísimos, muy sensuales, dibujados con un pincel prodigioso. Unos labios que, al parecer, nadie besó.

El filósofo (a diferencia del “sabio”) ama lo que no sabe, sacraliza lo otro de lo ya conocido, ama el deseo en sí… el deseo de Verdad. El filósofo ama la Verdad. Quisiera tener una reproducción exacta del Ser en su mente. Por eso estudia tanto. Por eso pregunta y escucha tanto. Por eso no le vale cualquier cosa: todo modelo le parece pequeño en comparación con lo que intuye que de verdad está pasando. Con lo que de verdad hay.

El místico del amor (Simone Weil por ejemplo) incendia ese amor intelectual con el respeto a los demás seres humanos. El respeto…

Para Simone Weil el sufrimiento ajeno es muchísimo más doloroso que el propio. El propio es asumible, es incluso recibido como un regalo, como una sacra energía. El problema es aceptar el sufrimiento del otro, que es el que duele de forma atroz, que es el que parece negar el sentido de cualquier teología y, sobre todo, de cualquier teodicea.

Simone Weil me ayudó hace años a engranar la Mística con la Magia (dos temas fundamentales de mi Filosofía). La clave está en la dualidad Gravedad-Gracia, dualidad decisiva en mi concepción de lo que aquí está ocurriendo y en mi análisis metafísico de la Magia a través de las obras de Schopenhauer.

Escuchemos a Simone Weil, dejemos que caiga su nevada de flores de silencio en nuestro huerto, que es infinito (una flor de silencio es, para mí, una palabra, cualquier palabra, porque toda palabra lleva dentro un silencio abisal):

“El hombre que tiene contacto con lo sobrenatural es por esencia un rey, porque es la presencia dentro de la sociedad, bajo una forma infinitamente pequeña, de un orden que trasciende lo social”.

“El sufrimiento es un koan. Dios es el maestro que lo aloja en el alma como algo irreductible, y obliga a pensarlo.”

“Yo soy todo. Pero ese mismo yo es Dios. Y no es un yo”.

“Percibir al ser amado en toda su superficie sensible, como un nadador el mar. Vivir dentro de un universo que es él”.

“Tengo una especie de certeza interior creciente de que hay en mí un depósito de oro puro por transmitir. Solo que la experiencia y la observación de mis contemporáneos me persuaden cada vez más de que no hay nadie para recibirlo”.

“La creencia productora de realidad es lo que se llama fe”.

“No hay equilibrio entre el hombre y las fuerzas de la naturaleza circundantes, que lo superan infinitamente en la inacción, sino únicamente en la acción por la cual el hombre recrea su propia vida: el trabajo”.

“La violencia del tiempo desgarra el alma; por el desgarramiento entra la eternidad”.

“Por su completa obediencia, la materia debe ser amada por quienes aman a su Señor, como un amante mira con ternura la aguja que ha sido manipulada por una mujer amada y muerta”.

“De manera general nada tiene valor cuando la vida humana no lo tiene”.

“El amor sobrenatural constituye una aprehensión de la realidad más plena que la inteligencia”.

“Tratar al prójimo desgraciado con amor es como bautizarlo”.

“La religión es un alimento”.

“La belleza del mundo es la sonrisa de ternura de Cristo hacia nosotros a través de la materia”.

“Experimento un desgarro que se agrava sin cesar, a la vez en la inteligencia y en el centro del corazón, por la incapacidad en que me encuentro de pensar al mismo tiempo, dentro de la verdad, la desgracia de los hombres, la perfección de Dios y el vínculo entre ambos”.

“Esclarecer nociones, desacreditar las palabras congénitamente vacías, definir el uso de otras mediante análisis precisos; he aquí, por extraño que pueda parecer, un trabajo que podría salvar vidas humanas”.

“Se pueden tomar casi todos los términos, todas las expresiones de nuestro vocabulario político, y abrirlos; en el centro se encontrará el vacío”.

 

Algo sobre su persona y sobre su vida

La vida de Simone Weil fue una parte esencial de su mensaje. Estamos ante una vida de “santa”: una vida “sobrenatural” cabría decir desde la propia concepción weiliana.

Albert Camus siempre tenía una foto de Simone en el escritorio. Él publicó la mayoría de sus obras. Creía imposible imaginar un renacimiento para Europa que no tuviera en cuenta las exigencias que Simone Weil definió en L´enracinement [El arraigo].

George Bataille: “Era tan tranquila como un sacerdote en confesión y se le podían contar enormidades”. La llamaba con desdén “la cristiana”. “Judía delgada… de carne amarillenta… sus cabellos cortos, lacios y despeinados le formaban unas alas de cuervo a cada lado del rostro.”

Alain (su profesor decisivo; que profesaba por su alumna una admiración casi entusiasta): “La marciana”, la “muchacha sorprendente”. Era dos años menor que sus compañeras en el colegio, pero se decía que “exaltaba la clase”.

Siempre con los pies desnudos, en invierno, con sandalias, siempre con la cabeza descubierta (y rellena de terribles jaquecas: salvo en el éxtasis estético que vivió en Italia –como María Zambrano- y cuando fue abrazada por Cristo, físicamente tomada, en la abadía de Soresmes…)

Jean Tortel habló de ella como una mujer “de mirada extraordinaria detrás de los inmensos anteojos, con la boca muy marcada, sinuosa, húmeda. Miraba a través de su boca. El conjunto ojos-boca contenía una exhortación, una petición y, al mismo tiempo, una ironía insoportable frente a las estupideces y las cosas indiferentes, mediocres… Ella llevaba todo hasta el fondo.”

Murió con 34 años. Nació en París 1909. Familia judía culta y muy moderna. Padre ateo confeso, madre rusa de familia rica y cultivada. Son naturistas: gimnasia todos juntos, muchos paseos, montaña…

Un hermano genial e insuperable: a los diez años aprende griego. Y crean un lenguaje entre los dos hermanos, solo para ellos. Algo parecido a la genial e hipersofisicada familia de Wittgenstein. En el liceo es brillantísima: exalta a la clase. Ella es dos años menor que el resto de los alumnos.

1925.  Tiene la suerte de tener como profesor al filósofo Émile Chartier (Alain).

Desde niña arde en ella un sentimiento de solidaridad extraordinario con “los desfavorecidos”. Trabaja en el campo. Consigue que la acepten unos pescadores de navío. El capitán decía que ella estaba obsesionada con que él pudiera convertirse en un explotador.

1931. Profesora de Filosofía. Quiere entrar en alguna organización sindical, luchar por la revolución obrera-marxista… (Las cosas están muy mal… hay que trabajar mucho y rápido para salvar la humanidad); promoción de la cultura: universidad obrera. Participa en manifestaciones, hace comunicados, artículos… por la revolución.

1932. Visita Berlin. Siente, proféticamente, la que se avecina: instauración de la fuerza irreflexiva que seduce a los débiles; sobre todo, a los débiles. Vuelve a Francia y rompe a llorar. Se enfrenta a los comunistas oficiales. Apoya a las minorías. Es hereje dentro de esa nueva religión. Aboga por reaccionar ante el burocratismo y el totalitarismo rusos. Hay quien la considera “el único cerebro del movimiento obrero desde hace años…” Se enfrenta a Troski. Quiso ser un soldado en esa revolución. Simone era hiperactiva, combatiente. ¿Contra el Mal?

1934. Se deja “crucificar” en “la Fabrica”. Es una experiencia desgarradora. Pide permiso en su escuela para investigar las condiciones de la opresión. Primero cargadora en Alshthom y luego obrera en Renault: “Gané la capacidad de bastarme moralmente a mí misma, de vivir en ese estado de humillación constante sin sentirme humillada a mí misma.”

1936. Participa en la guerra de España. Se enrola en la columna internacional de Buenaventura Durruti. Única mujer entre 22 hombres. Se horroriza ante la barbarie grupal: la ejecución de un niño falangista de 15 años que llevaba un colgante de la virgen. Las colectividades no piensan.

1938. Italia: contacto con la Belleza. Ese gigantesco misterio la salva del dolor de cabeza: “Allí, estando sola en la pequeña capilla de Santa María de los Ángeles […] algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas”.

Sus dolores de cabeza la obligan a dejar la docencia. Se obsesiona con la política internacional. Pasa hambre, físicamente. Se opone a la declaración de la guerra al hostil gobierno alemán.

Decisivo: 17 de abril de 1938, en la abadía de Saint Pierre a Solesmes es tomada físicamente por Cristo. Habla de “una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano.” Empieza a estudiar Historia de las religiones, el Libro Egipcio de los Muertos, el libro de Job, el Cantar de los cantares. Entra en contacto con el Zen de la mano de Suzuki. Se fascina con los cátaros albiguenses.

Alemania acosa a Europa y al concepto de humanismo. Se deroga explícitamente, eufóricamente, el “No matarás”. Simone Weil no está de acuerdo con el pacifismo. Hay que luchar contra la Alemania nazi.

Aprende sánscrito. Lee el Bhagavad Gita. Aprende el Pater en griego y escribe, respecto de esa plegaria:

“La virtud de esa práctica es extraordinaria y me sorprende siempre, porque aunque la experimente cada día, siempre supera mis expectativas… el espacio se abre. La infinitud del espacio ordinario de la percepción es reemplazada por un infinitud a la segunda o a veces a la tercera potencia. Al mismo tiempo, esa infinitud de infinitud se colma de punta a punta con silencio, un silencio que no es ausencia de sonido[…]”

1942. Nueva York. No puede evitar ir a Harlem con los negros. Se vuelve a Londres y deja a sus padres para siempre. Se compromete dando opiniones para la nueva constitución de esa Francia aturdida por lo ocurrido con los nazis. Se limita a comer el mínimo de racionamiento en Francia. Está muy débil. El gobierno francés en el exilio le encarga un texto con el que reconstruir ese país tras la guerra. Simone Weil escribe sin parar. A la desesperada. Con urgencia. Está en juego la salvación de Europa, de Francia, de todos los seres humanos, del espíritu confundido en la materia. Lucha por un proyecto de enfermeras en el frente. No consigue nada inmediatamente.

Tuberculosis. Muere tranquila en un hospital inglés, en una habitación  con vistas al campo: con vistas a la destrucción de su yo, al no-tiempo… La eternidad, la luz. Dios.

Acuden seis personas al entierro. El cura se equivoca de tren y no llega. Ella dijo no haber querido el bautismo para solidarizarse con los desgraciados que no creen.

Sugiero ahora algunas claves  para leer a Simone Weil. Para pensar y para sentir con ella:

 

1.- Compasión. Política. Respeto.

Simone Weil está obsesionada, torturada, con el sufrimiento humano. Su solidaridad es extrema. También está obsesionada por estudiar lo que pasa de verdad, erradicar la imaginación, y actuar para modificar… Tiene un proyecto político (ciudad, arraigo humano fundamental). Cree que puede salvar Europa. Se la toma en serio… Camus. Para ella la ciudad es importante. Es comunista, siente la revolución obrera, siente la opresión, pero enseguida su sensibilidad y su inteligencia la empujan a salirse de las derivas totalitarias y crueles de esa religión. Es curioso que se obsesione con el sufrimiento humano ajeno, que quiera combatirlo (es una autentica voluntaria sin cuartel), pero a la vez que vea en el sufrimiento una ubicuidad, una cosa que mete Dios en el pecho del hombre, incluso una vía de salvación… Marx y Engels no querían mejorar las condiciones de los trabajadores para no aburguesarlos. Se trataba de aprovechar la desesperación proletaria como energía transformadora: una especie de colectivizado tapas creativo. [Véase “Tapas”].

Su propuesta de sociedad: libertad de pensamiento, de opinión. Y el respeto. Entiendo que estamos ante un tema esencial que ella ha sabido ver. A aquel niño falangista no se le respetó. El sistema se cae entero si no se diviniza al ser humano. El humor hostil: los programas del corazón en los que se tritura la dignidad humana (con o sin el consentimiento de la víctima) creo que tienen olor a metal y a sangre. A barbarie en el sentido weiliano. Es más relevante de lo que parece. Son sacrilegios. Así me tengo que expresar, apoyándome en la sensibilidad de Weil, que comparto plenamente. Son muy peligrosos esos programas. Y muy tristes. Humor triste. Humor sin amor.

2.- Fuerza.

Rechazo de la presunta grandeza de figuras como Alejandro, Cesar, Napoleón… Rechazo que comparto plenamente. Simone Weil quiere subvertir valores, mirar la historia de otra forma. El universo se impone con fuerza descomunal sobre el hombre. Pero hay un misterio: el de la santidad: lo sobrenatural.

3.- Palabras.

Simone Weil es neologista. Tiene que desmontar un mundo (un sistema de conceptos) para montar otro. Pero sigue siendo una creyente en La Verdad unificada. Es muy platónica. Muy pitagórica. Muy cartesiana (dualista). Cree que hay que estar atento, estudiar con detenimiento la “realidad”, absolutamente diferente al sueño, y revisar la semántica: hay palabras que dicen algo, que tienen referente objetivo, y otra que no. Cree que así se salvarán vidas. Estudia mucho: textos y realidades. Siente que está en juego la salvación del hombre y de la sociedad entera. Quizás hay una segunda Simone después de que la tomara Cristo: la Gracia. Eso desactiva los significantes: suspende la gravedad. Deja silencio e inmensidad metamoral y metaintelectual.

4.- La gravedad y la gracia.

A Simone Weil le impresiona una frase del profeta Isaías: “Aquellos que aman a Dios nunca están cansados”. Ella dirá que el santo es una especie de fenómeno sobrenatural en el tejido mecánico que es el universo. Tejido mecánico que, no obstante, ella dirá que es su segundo cuerpo. Y su belleza la considerará una sonrisa de Cristo. Estamos oprimidos por el universo hasta un nivel inimaginable: ciegas máquinas en manos de leyes ciegas. Una enorme fábrica que nos usa y nos tritura. Enrome fuerza inhumana. Eso es la gravedad, según Simone Weil. La gracia sería la irrupción de algo exterior (al mundo) que rescata, que asiste, que permite que ocurra lo imposible, tanto en el alma humana y como en el mundo material:

“Todos lo movimientos naturales del alma se rigen por leyes análogas a las de la gravedad material. Solo la gracia es una excepción.”

“Siempre hay que esperar que las cosas ocurran conforme a la gravedad, salvo intervención de lo sobrenatural.”

5.- Arraigo.

El arraigo. Preludio a una declaración de deberes hacia el ser humano, es una obra que escribió Simone Weil en Londres (1943), poco antes de morir. Lo hizo en plena segunda guerra mundial, enferma, por encargo del gobierno francés en el exilio. Camus vio en esa obra una relevancia civilizacional, sobre todo para la Europa que habría de surgir en caso de que el gobierno nazi perdiera la guerra. El arraigo fue publicada en 1949 por Gallimard gracias a Camus, otro gran enamorado del ser humano, por encima de todo, y muy a pesar de Sartre.

La obra consta de tres partes (1.- Las necesidades del alma, 2.- El desarraigo,  y 3.- El arraigo) precedidas de una introducción cuyos momentos fundamentales creo que son los siguientes (la traducción es mía, y es muy mejorable):

– Las obligaciones del ser humano están por encima de sus derechos. “Un hombre que estuviera solo en el universo no tendría derechos, pero sí obligaciones”. Se trata de obligaciones hacia los seres humanos (hacia uno mismo incluso). Esta obligación responde al destino eterno del ser humano. Las colectividades humanas no tienen ese destino eterno. Se trata de una obligación incondicional.

– “El hecho de que un hombre posea un destino eterno supone una única obligación; el respeto. La obligación no se cumple hasta que el respeto es realmente expresado, de una manera real y no ficticia; y no puede serlo sino a través de las necesidades terrenas del hombre”.

– La primera obligación: “Es por tanto una obligación eterna hacia el ser humano no dejarle sufrir de hambre cuando se tiene la ocasión de socorrerle. Siendo esta obligación la más evidente, debe servir de modelo para extraer la lista de deberes eternos hacia el ser humano. Para que se establezca con todo rigor, esta lista debe proceder de este primer ejemplo por la vía de la analogía”.

– Hay necesidades físicas (hambre, protección contra la violencia, ropa, calefacción, higiene, cuidados en caso de enfermedad). Otras necesidades tienen que ver con la vida moral.

– “El grado de respeto que es debido a las colectividades humanas es muy elevado”. Toda colectividad es única. “La alimentación que una colectividad suministra al alma de aquellos que son sus miembros no tiene equivalencia en el universo entero”. “Pues, por su duración, la colectividad penetra ya en el porvenir. Ella contiene el alimento, no solo para las almas de los que viven, sino también para aquellos seres que todavía no han nacido y que vendrán al mundo en el curso de los siglos”.

– “La colectividad tiene sus raíces en el pasado. Constituye el único órgano de conservación de los tesoros espirituales del pasado, el único órgano de transmisión por medio del cual los muertos pueden hablar a los vivos. Y la única cosa terrestre que tiene un vínculo directo con el destino eterno del hombre es la influencia de aquellos que han sabido alcanzar una conciencia plena de este destino, transmitida de generación en generación”.

– “A causa de todo esto, puede ocurrir que la obligación con respecto a una colectividad en peligro llegue hasta el sacrificio total. Pero esto no significa que la colectividad esté por encima del ser humano”.

– “Algunas colectividades, en lugar de servir de alimento, muy por el contrario ingieren las almas. Hay en este caso una enfermedad social, y la primera obligación es aplicar un tratamiento; en ciertas circunstancias puede ser necesario inspirarse en métodos quirúrgicos”.

– “También hay colectividades que alimenta insuficientemente el alma. Hay que mejorarlas”.

– O que matan el alma. Esas hay que destruirlas, según Simone Weil.

– “El primer estudio a realizar es el de las necesidades que son para la vida del alma lo que para la vida del cuerpo las necesidades de alimentación, de sueño y de calor. Hay que intentar enumerarlas y definirlas”.

– “La ausencia de un estudio semejante fuerza a los gobiernos, cuando tienen buenas intenciones, a moverse al azar”.

– “He aquí algunas pautas”, termina Simone Weil diciendo en su introducción. Y nos ofrece un listado de necesidades del alma que reproduzco a continuación: Orden, libertad, obediencia, responsabilidad, igualdad, jerarquía, honor, castigo, libertad de opinión, seguridad, riesgo, propiedad privada, propiedad colectiva y verdad. En esta lista no coloca Simone Weil la que según ella sería “quizás la más importante necesidad del ser humano”: el arraigo. “Un ser humano tiene una raíz por su participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad que conserva ciertos tesoros del pasado y ciertas premoniciones del futuro”.

Procedo a continuación a reflexionar sobre algunas de las necesidades del alma que listó Simone Weil:

1.- Orden.

Sería la primera necesidad del alma. Simone Weil es aquí sorprendente. Habla de la necesidad de un tejido social en el que “nadie se vea obligado a violar alguna rigurosa obligación para ejecutar otra obligación”. En realidad se está refiriendo a la necesidad de vivir en una sociedad justa, donde la justicia y la virtud se desplieguen en todas las direcciones (no solo jerárquicamente de arriba hacia abajo).

2.- Libertad.

Simone Weil concreta este concepto abisal en la posibilidad de elegir. Pero afirma que dado que vivimos en comunidades, es inevitable que existan reglas que limiten esas posibilidades de elección. Esas reglas deben ser suficientemente razonables y simples para que cualquier persona dotada de discernimiento las desee y vea la necesidad de que sean impuestas. Esas normas, según Simone Weil, deben emanar de una autoridad que no sea extranjera ni enemiga, una autoridad que sea amada como perteneciente a aquellos que ella dirige. La verdadera libertad requiere una incorporación de las reglas al propio ser del hombre. Solo el niño cree que le están limitando la libertad cuando no le dejan comer todo lo que quiere comer. “Aquellos a los que le falta la buena voluntad o que siguen en la infancia no serán nunca libres en ningún estado de la sociedad”.

3.- Seguridad.

“El miedo o el terror, como estados duraderos del alma, son venenos casi mortales”. Se me ocurre sugerir que la timidez sería un estado de miedo que sufre el individuo dentro del sistema social. El ser humano tiene miedo al ser humano. Y con razón. Las sociedades quizás nacieron para protegerse contra los peligros de lo no-humano, pero enseguida pudieron convertirse en lugares muy hostiles. El alma humana, en cualquier caso, según Simone Weil, necesitaría seguridad: hay que ofrecerle un hábitat donde el miedo no sea una constante. Pero tampoco resistiría ese alma humana la ausencia total de miedo, de riesgo.

4.- Riesgo.

“La protección de los hombres contra el miedo y el terror no implica la supresión del riesgo; sino que implica por el contrario la presencia permanente de una cierta cantidad de riesgo en todos los aspectos de la vida humana”. Creo que esta reinvidicación de Simone Weil tiene un interés excepcional. Nos equivocaríamos mucho si construyéramos Estados del bienestar en los que el alma humana lo tuviera todo asegurado, completamente protegido del riesgo de pérdida o de detrucción: la fuente de ingresos, los ahorros, la pareja, la propia salud, el propio Estado de Derecho… Se me ocurre sugerir que el alma humana requiere mantener un cierto tono muscular, un cierto estado de alerta. En caso contrario se pierde, enferma de aburrimiento y busca curar su aburrimiento con actividades que le pueden denigrar a él e, indirectamente, a la sociedad de la que es parte nutrida y nutriente.

5.-Verdad.

Simone Weil escribió: “La necesidad de verdad es la más sagrada de todas. Y sin embargo nunca se la menciona”. ¿Por qué utilizó la expresión “sagrada”? La necesidad de arraigo, por ejemplo, la adjetivó como “la más importante”. Pero no sagrada. En los párrafos que siguen a su sacralización de la Verdad Simone Weil no fundamenta, creo yo, esa sacralidad, aunque sí propone sistemas sociales de fomento y de custodia de ese culto, el culto a la Verdad, que es lo contrario de la mentira. Pero, ¿es verdad que el alma humana necesita la verdad?

¿Por qué la verdad es una necesidad “sagrada”? Quizás bastaría con apelar al concepto de respeto, que ya hemos visto que es un pilar fundamental de toda la Ética y toda la Política weilianas. A quien se le está mintiendo se le está faltando el respeto, bien porque se le está manipulando en su contra (se le está depredando, podríamos decir) o bien porque se está presuponiendo que el destinatario de la mentira carece de legitimidad comunicativa. En mi opinión la mentira consciente, cuando es de buena fe, es siempre una falta de respeto, una forma de opresión sutil que presupone la instauración de un plano inferior donde se ubica, de forma irrespetuosa, a la persona engañada. Es importante distinguir entre la verdad y la veracidad. La verdad solo la puede ofrecer el ignorante. La veracidad, por el contrario, es una exigencia ética: se comunica al otro ser humano lo que se tiene por verdad, no la Verdad con mayúscula. Digamos que al otro ser humano se le permite el acceso al corazón de nuestra mente.

“Algunas medidas fáciles de salubridad podrían proteger a la sociedad contra los atentados a la verdad”. Y Simone Weil propuso dos:

1.- Un tribunal custodio de esa “necesidad sagrada”. Cierto es que inquieta su idea de que ese tribunal persiga incluso los ensayos de intelectuales que, de buena fe, afirmen cosas erróneas.

2.- Prohibición de cualquier propaganda en medios de comunicación cotidianos. Solo estaría permitida la información no tendenciosa.

La propia Simone Weil se plantea la pregunta obvia: ¿Cómo garantizar la imparcialidad de este tribunal? La única garantía estaría, según esta pensadora, en que sus miembros “provengan de estratos sociales muy diferentes, dotados naturalmente de una inteligencia amplia, clara y precisa, y que se hayan formado en una escuela donde hayan recibido, no una formación jurídica, sino espiritual y, en segundo lugar, intelectual. Hace falta que se acostumbren a amar la verdad”.

Mi amiga Mónica Cavallé, tras una conversación en la que yo le manifestaba mi preocupación sobre el tema de la veracidad en la Política, me hizo llegar una carta de Unamuno fechada en 1908 -completamente desconocida por mí- en la que el filósofo explica lo que entiende como “la verdad en la vida y la vida en la verdad”. Recomiendo su lectura en Mi religión y otros ensayos, 1910. Y destaco dos frases:

“El culto a la verdad por la verdad misma es uno de los ejercicios que más elevan el espíritu y lo fortifica.”

“Pues el que no se acostumbra a respetar la verdad en lo pequeño, jamás llegará a respetarla en lo grande.”

Unamuno. Simone Weil. Amor a la verdad. Quizás ese tipo de amor podría reconfigurar por completo la sociedad humana, en particular la española de hoy. Tengo la sensación, por lo vivido hasta ahora, de que no se le tiene en general demasiado respeto a la Verdad. En demasiadas ocasiones se la profana invocando valores aparentemente superiores.

Está pendiente una gran revolución. Individual. Grandes manifestaciones en la mente y en el corazón de cada uno de nosotros. Hay que girar la cámara hacia dentro. Creo que podrían ocurrir prodigios. Y sigo sosteniendo, a pesar de todo, que a más verdad, más belleza.

David López

 

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Las bailarinas lógicas: “Yo”.

 

 

“Yo”.

El yo… ¿Quién soy yo, pero de verdad? No tengo ni la menor idea; salvo que me deje subyugar, finitizar, momificar, por un discurso identitario (modelos biológicos, nacionalismos, ideologías políticas, grandes relatos, religiones, cosmovisiones varias…).

“Conócete a ti mismo”. “Llega a ser quien eres”. Nos asomamos — ¿en plural? — a uno de los más fabulosos misterios que puede resistir la inteligencia y el sentimiento humanos.

Hace años que quería escribir sobre esta bailarina lógica tan impresionante. Y es que me preocupan, de forma creciente, los discursos de negación del yo, porque suelen degenerar en una negación del tú y del él, realidades estas (para mí sagradas) que pueden terminar siendo digeridas, o convertidas en máquinas [Véase “Máquina“] por parte de egos ocultos (el ego oculto de un líder populista, por ejemplo, o de varios, organizados en ‘asambleas’ auto-sacralizadas, subyugadas bajo un discurso demonizante de todo aquello que las contradiga).

Parto por tanto de una posición irracional (conscientemente no autoproblematizada) que sacraliza las individualidades humanas: la mía, la tuya y la de ese tercero que ahora no forma parte de nuestro lazo comunicativo. Una posición irracional — puramente emocional, digamos — que sacraliza esas individualidades aunque sean física y metafísicamente insostenibles. [Véase “Ser humano“].

El yo es sagrado, sí, pero… ¿Qué es? ¿Qué estoy sacralizando exactamente?

Quizás un lugar misterioso donde ocurre el miedo, el amor, la ilusión, la soledad de un domingo por la tarde. Sobre todo la ilusión (que es el núcleo de todos los mundos y de todos los yoes que sueñan en ellos).

El yo. Una auto-mentira sagrada y teológicamente prodigiosa. Un cosmos falso, de cartón (como todo cosmos), donde habita y sueña y siente el ignorante (yo mismo por ejemplo, encantado además, nunca mejor dicho) y donde se despliegan los efectos de la sabiduría inferior [Véase “Apara Vidya“].

El yo. Una sensación fabricada desde los abismos creativos que rugen bajo nuestros pies. Una forma que tiene Dios de liberarse — momentáneamente — de su propia inmensidad.

El yo. Creo que estamos ante el espectáculo más fabuloso y sorprendente que puede presentarse ante nuestra conciencia (que no es exactamente “nuestra”).

Se supone que soy yo la persona que aparece en la fotografía que precede a este texto. ‘Yo’ miro esa imagen con cierto estupor porque no me identifico con ella. Esa imagen se me presenta como un recorte de lo real (de mi propio impacto óptico total), como una configuración de universales, como algo inserto en un universo newtoniano (tres dimensiones, etc.). Y es más: ese yo, ese reflejo óptico de mi yo, digamos, ‘corporal’, lo veo ahí, expuesto (como una mariposa atrapada) a ser clasificado en los tipos de yoes que me proporciona esta cultura.

Lo que aparece en esa fotografía es para mí un misterio infinito.

Antes de exponer algunas de mis ideas sobre eso que quiere nombrar la palabra “yo”, creo que puede sernos útil el siguiente recorrido:

1.- Budismo. Negación del yo. Desapego del “yo mental” (falso por tanto). El ignorante, el que no ha comprendido las verdades de Buda, cree tener un yo, ser un yo concreto: una substancia que permanece invariable. El sabio sabe que no la tiene (lo cual, en mi opinión, impediría hablar propiamente de “sabio”, pues carecería de un yo desde donde serlo). El ser humano, para liberarse del sufrimiento, debe desapegarse del yo. De acuerdo. Pero, insisto ¿qué es entonces un “sabio”, o un “ignorante”, si carecen en realidad de un yo? ¿Qué/quién se equivoca? ¿A qué/quién se dirige Buda? ¿Y qué/quién es ese sabio que en realidad no es él mismo?

2.- Vedanta advaita. Hipertrofia del yo. Nuestro verdadero yo es Atman; esto es, lo que palpita en las profundidades más radicales de nuestra yoidad aparente (la que se confina en Maya): nuestro verdadero yo más allá de los espejismos de la mente. Ese yo (intimísimo) coincide con Nirguna Brahman, algo innombrable cuya manifestación, digamos, mental, mostraría a un Dios creador y controlador de tantos mundos y dioses como granos de arena hay en todas las playas de este planeta (eso se afirma en algo nos textos de la tradición védica). Ante la pregunta “¿quién soy yo?” el vedanta advaita responde afirmando que eres  — soy/somos — algo más profundo y poderoso que cualquier Dios que pueda ser pensado.

3.- El yo en las filosofías de los monoteísmos. Nuestro verdadero yo sería el alma (algo eterno, desvinculable de la materia, nómada de los cielos y de los infiernos). Y sería algo creado por una omnipotencia con vocación no solo artística sino también moral.

4.- Descartes. Yo pienso, luego yo existo. Creo que ese yo cartesiano en realidad no pensaba, sino que era pensado. Mejor dicho quizás: ese “yo” era resultante, como todos, de una determinada configuración de universales. Era un producto poético: una narración de la época.

5.- Kant. Este gran filósofo salvó a un yo libre, metafísico a su pesar, moralmente responsable, sí, pero no dentro del mundo que configura nuestra maquinaria psíquica. El problema es que la filosofía de Kant no permitía el principio de individuación fuera de esa maquinaria (fuera del único ámbito donde son posibles el tiempo y el espacio). No cabría hablar de yoes individualizados más allá de las construcciones que hace ‘nuestro’ cerebro. Kant, en mi opinión, obliga a hablar de un solo yo.

6.- Fichte. El yo sería la realidad fundamental (anterior a la distinción objeto-sujeto). La libertad es su esencia. Y ese yo se pone a sí mismo, a la vez que pone un no-yo. La libertad se autolimita a sí misma con la necesidad. Pero Fichte finalmente (sorprendentemente) creará un discurso en el que los yoes individuales de los seres humanos serían absorbidos por el yo  de la nación alemana.

7.- Kierkegaard/Unamuno. Solo existen individuos concretos. Eso veo yo también.

8.- Freud. Ello/Yo/Superyo. El Ello sería la zona inconsciente, motriz, lugar de pulsiones, lugar poderoso y peligroso que es podado, domado, socializado, por el Superyo (que sería el programa moral-social que ha sido capaz de instalarse en nuestra psique). El Yo sería un campo de batalla para titanes. Y una resultante de esa lucha. En cierto modo, un infierno puro y duro.

9.- Desde la cosmovisión fisicalista (la que subyace en la neurofisiología moderna), es muy difícil localizar (físicamente, dentro de su propio dibujo de totalidad) el yo del que emite verdades científicas.

Mis tesis fundamentales sobre el concepto filosófico del yo pueden presentarse así:

1.- Lo que nuestro yo sea en sí es un misterio absoluto. Pero, fenomenológicamente, en cuanto contenido de nuestra conciencia, siempre se presentará (se representará) como una fantasía. Una Creación. Una narración incluso. Muchos autores han destacado la dimensión histórica del yo. Aciertan en mi opinión. Nuestra auto-visualización está vertebrada por una narración que nos hacemos a nosotros mismos y a los demás. Esa narración es una leyenda  — que puede ser veraz [Véase “Verdad“] — pero que nunca puede liberarse de un sistema de universales [Véase], de un lenguaje, de una red de leyendas tribales, de una forma colectivizada de simplificar y aquietar el misterio infinito en el que ardemos. Y respiramos.

2.- Eso que ante nuestra conciencia se presenta como “yo” está, por tanto, sometido a discurso, a Poesía [Véase]. Y, según sea esa Poesía, ese Logos si se quiere [Véase “Logos“], así seré yo en mi conciencia. El problema es que no solo mi yo estará configurado por ese poetizar, sino también el tú y el él. En pocos meses, incluso días, el yo de un padre o de un hermano o de un amigo pueden denigrarse, demonizarse, como consecuencia de la instalación de un discurso concreto en la mente de quien antes los miraba sin recelo. La lucidez filosófica quizás permitiría calibrar los efectos de nuestros discursos sobre esos seres (para mí sagrados, insisto) que son los seres humanos individuales: esas obras de arte de algo que trasciende los yoes fenoménicos.

3.- Yo no soy quien aparece en la foto, ni soy David López. En realidad no tengo ni idea de quién/qué soy; porque si lo supiera estaría momificándome en mis propias frases. Se podría decir que existe, en ‘mi’ mente, o en ‘mi’ conciencia si se quiere, un yo construido, diariamente construido. Ese yo es una — muy trabajosa — obra de no sé muy bien quién o qué. Pero sí sé que debo amarla y respetarla (cosa, por cierto, más difícil de lo que parece). Los demás yoes también son obras. Obras de arte sagrado.

4.- La palabra “ego” (simplemente “yo” en latín) parece haber adquirido connotaciones negativas con el paso del tiempo. “Tener mucho ego” significaría incurrir en el pecado del culto al propio yo: un egoísmo a-social y destructivo para el propio egoísta. Pero tengo la sensación de que, paradójicamente, el que tiene mucho ego tiene muy poco ego. Se ha identificado, por completo,  con un producto de su mente. Ha comprimido en exceso su conciencia: se identifica compulsivamente con algo muy pequeño (por eso tiene tanto miedo, por eso necesita tantas cosas, por eso es incapaz de ser honorable). El egoísta vive en alarma permanente. En la mendicidad. No se puede permitir el gran lujo de ser generoso. El egoísta significa el desapego máximo que quepa concebir metafísica y teológicamente. Dios, por así decirlo, se ha desapegado casi por completo de su plenitud: ha huido de sí mismo, se ha perdido en los rincones más fríos de su propia secreción creativa, de su propio auto-hechizo.

5.- Pero el egoísmo más radical es el expansivo: el que retira los límites del yo fenoménico hasta el infinito, hasta su completa identificación con el Ser/la Nada [Véase]. Es en el regreso al yo verdadero: donde ocurre el prodigio gnóstico de reconocerse, de saberse lo que se es. De saber que se es ese Ser/Nada.

6.- La educación. Creo que educar significa optimizar yoes, actualizar sus posibilidades de vivir entusiásticamente y de provocar entusiasmos en otros yoes. La educación es una fábrica de yoes. La educación — humanista — es la actividad fundamental de toda sociedad humana que tenga conciencia de sí misma. La educación es una fábrica de fábricas de plenitud humana. De gloria humana. ¿De qué otra gloria cabe hablar?

7.- Meditación. A lo largo de los dos años en los que impartí cursos de meditación, pude constatar algo decisivo: a más silencio mental, a más relajación, a menos miedo y menos deseo, más porciones del yo (del yo meta-fenoménico) irrumpen en la conciencia. La mayoría de las personas, después de un día intenso de meditación, afirmaron que nunca se habían sentido más ellas mismas, más cerca de ellas mismas, más grandes… Y algunas afirmaron también que ese yo subyacente, sin límites temporales ni espaciales, era un lugar glorioso, un paraíso misteriosamente auto-ocultado.

8.- Los límites del yo. El fenómeno identitario ofrece un espectáculo filosófico fascinante e inquietante a la vez. Vemos, cotidianamente, yoes adscritos a sueños colectivos, como bandadas de peces que vibran y se mueven juntos, sincronizados, por el fondo del océano. Creo que cuanto menos yo metafenoménico sienta un ser humano en el interior de su pecho, más va a necesitar instalarse identidades culturales estandarizadas (ideologías, religiones, modas, conspiranoias colectivizadas…).

9.- El fenómeno nacionalista (españolismo por supuesto incluido) me parece antropológicamente, y metafísicamente, sobrecogedor: un grupo de seres humanos, aterrados por el infinito, incorporan a su yo individual un paquete de abstracciones culturales (narraciones históricas, leyendas sobre malos y buenos, un concreto perímetro geográfico, bailes folklóricos, un lenguaje) y, en el caso de que algo amenace esa identidad, esa fantasía multi-yoica, ejercerán una enorme violencia defensiva. En muchas ocasiones, incluso física. Me parece que es válida la siguiente fórmula: a más pequeñez yoica, a más miedo, a más carencia óntica, más necesidad de identidades colectivistas, victimistas casi siempre, filosóficamente yermas siempre.

10.- Discursos yoizantes. Son los discursos los que hacen a los hombres. Es una famosísima frase de Foucault que repito y pienso mucho [Véase “Foucault”]. El yo fenoménico, el que se nos presenta ante eso que sea la conciencia, se fabrica así, con palabras. El yo fenoménico es la obra de arte de un discurso tribal. Voy a exponer algunas de esas tribales conformaciones yoicas: “Yo soy un trabajador”; “Yo soy mortal”; “Yo tengo un alma inmortal”; “Yo soy materia”; “Yo soy cristiano”; “Yo soy ateo”; “Yo soy un parado”. Para atravesar la sacra mariposa del yo en el alfiler de la frase “Yo soy un parado” se debe reducir lo real, el misterio de lo real, a un modelo muy concreto y muy artificial: un modelo estatal, economico-céntrico, laboralista, excesivamente tribal y narcotizante para el infinito que es el individuo humano. [Véase “Soy un parado”].

11.- Hay discursos de liberación del ser humano que primero lo podan, lo esclavizan (lo convierten en miembro de una no explícita casta de esclavos) y luego le ofrecen vías de salvación. Soy consciente de la seriedad de este tema hoy en España. Y soy consciente del riesgo que asumo al escribir estas frases. Pero debo escribirlas, porque creo, de corazón, que un ‘parado’ puede liberarse del discurso que ha metido su yo verdadero (esa inmensidad prodigiosa; esa inmensa posibilidad de autocreación) en un cepo discursivo. Que me disculpe por favor aquella persona que, al leer esto, se pueda sentir ofendida. Mi intención es la contraria: que vea más ofensivo auto-contemplarse como un ‘parado’. Insisto: creo que nadie debería auto-mutilarse (condicionarse, esclavizarse) con el yo que ofrecen determinadas ideologías no explícitas. Creo que está pendiente un nuevo Logos yoizante en nuestra preciosa tribu.

12.- ¿Qué se ama cuando se ama a alguien? ¿Amamos a una resultante discursiva, a una secreción de nuestra mente ideologizada? Creo que, cuando amamos plenamente a un ser humano, estamos amando, al menos, dos cosas a la vez. La primera es eso que se nos presenta, a nosotros, en la mente: ya simplificado, juzgado, podado, lavado, epistemológicamente aquietado en virtud del sistema de ideas que haya tomado nuestro cielo. La segunda es lo que, aún siendo individual, parece palpitar detrás de esa proyección mental, de ese espejismo sagrado. Estaríamos amando algo muy misterioso, gigantesco: no de este mundo. Pero ese amor, creo, solo cabe desplegarlo desde el desapego: un desapego que surge de saber que no se es nadie, pero que, desde esa Nada (o Ser), cabe amar a esos seres prodigiosos, esos momentos metafísicos imposibles, absurdos lógicamente, donde ocurre la sensación del yo individual.

Termino estas notas compartiendo la sensación (creciente con los años) de que el amor a los yoes individuales, como ofrenda, como acto de voluntad, otorga  fuerza y belleza a esos yoes: los apuntala, los sacraliza, los convierte en lugares donde vivir puntuales paraísos. Amar a los yoes (el nuestro incluido) es algo así como completar y sublimar su estatus ontológico en cuanto sacras obras de arte.

Rezar por un yo individual  — aunque ese yo sea una fantasía — sería  fertilizarlo, inundarlo de cielos.

Bendecirlo.

Ese rezo no requiere, necesariamente, una adscripción a religiones institucionalizadas (incluidas las religiones ateísticas). Todas ellas suministran cajas demasiado pequeñas para cobijar nuestro yo.

 

David López

 

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Las bailarinas lógicas: “Luz”.

 

 

 

Luz.

En 1783 un poeta japonés llamado Buson, poco antes de morir, escribió esto:

        Últimamente las noches

        amanecen

        blancas como la flor del ciruelo.

Imagino al poeta irse muriendo bajo la luz blanca de una luna amanecida: irse muriendo, ir amaneciendo en otros mundos con otras luces. O, quizás, el poeta ya vio que la tiniebla es la luz: que la tiniebla es lo que ilumina, pero que no puede ser iluminado: que lo que nos ilumina proviene de lo que no podemos ver ni pensar.

“Luz”. Es otra palabra, otra bailarina lógica que va a bailar en este diccionario de transparencias y de abismos sin fondo.

¿Qué es la luz? ¿Se sabe? ¿Cómo la define el pacto lógico-social del momento? Veamos:

Real Academia Española:  “(Del lat. lux, lucis).  1. f. Agente físico que hace visibles los objetos”.

Pero, ¿cómo podemos saber que ese agente es físico si no lo vemos?

Wikipedia (español):  “Se llama luz (del latín lux, lucis) a la radiación electromagnética que puede ser percibida por el ojo humano. En física , el término luz se usa en un sentido más amplio e incluye el rango entero de radiación conocido como el espectro electromagnético, mientras que la expresión luz visible denota la radiación en el espectro visible”.

Hay mucha luz que no vemos.

En cualquier caso, tengo la sensación de que nadie sabe qué es la luz (porque es la luz lo que permite saber, lo que permite “ver cosas”, lo que ilumina el objeto que quiere ser aprehendido). La Ciencia, con su red de hipótesis/espejismo  la imagina -a la luz- surcando el universo entero, una y otra vez, como un huracán casi metafísico. Pero resulta que ahora ya (a partir de 1983) no sabe cuál es su velocidad porque ahora es la luz la medida de todas las cosas: lo que da estabilidad a la longitud de un metro. Más adelante contemplaremos la belleza de este espejismo.

La luz.

Dice la Real Academia Española que es un agente físico que hace visibles los objetos. ¿Es visible la luz en sí? ¿Con qué luz podremos ver esa luz que permite que se vea todo?

Decidí incorporar esta palabra a mi diccionario después de encontrarla en el de José Ferrater Mora. Recomiendo su lectura, aunque sea tan gélido como la luz del hielo. Intento no caer en la ingratitud. Y por él supe de la diferencia que algunos textos latinos medievales hicieron entre Lux y Lumen.

Lux sería la fuente luminosa: aquello de lo que brota esa sustancia prodigiosa. No es iluminable. No es visible.

Lumen sería el término que designaría los rayos luminosos: esos que rebotan entre los paisajes y las personas y los cielos y nuestros ojos configurando esa maravilla estética que llamamos “mundo”.

Puedo ir adelantando mis ideas básicas sobre lo que parece estarse nombrando con el vocablo “luz”:

        – No se sabe qué es la Lux (no lo sabe la Filosofía, ni la Teología, ni tampoco la Ciencia), pero todo es iluminación (Lumen): todo lo que se presenta como mundo (o como forma concreta en una conciencia).

        – Toda fuente de luz (estrellas, soles, velas, lámparas) es artificial. Es lunar si se quiere. Porque todo es artificial. Y toda aparente fuente de luz (estrellas, soles, velas, lámparas) es algo que se ve, que es observable,  por la luz… por otra luz que ya no es visible: la Lux, que es una tiniebla de la que brota luz infinita.

        Génesis, I, 3: Dijo Dios: “Haya luz”; y hubo luz. 

Quizás cabría decirlo así: “Dijo la Lux, haya Lumen; y hubo Lumen“: haya irradiación, desde la Tiniebla infinita,  de mundos observables desde dentro.

Antes de exponer con más detalle estas sensaciones, creo que puede ser útil hacer un recorrido, aunque sea incompleto y esquemático, por lo que la luz ha hecho sentir y pensar a algunos seres humanos:

1.- Platón. La caverna. Los prisioneros, si son capaces de librarse de sus cadenas, salen a la luz. Y son cegados por ella. La luz es la Verdad. Y la Belleza. Pero… ¿cómo saber que esa primera luz que ve el desdichado prisionero es la luz final, la Verdad? ¿No quedaría cegado también ese prisionero por una simple linterna? ¿Qué se quiere decir con expresiones como “y vi la luz”?

2.- San Mateo VI, 22: “la lámpara del cuerpo es el ojo”. Sí: una iluminación -tan sutil como el brillo de un viejo autobús-  nos puede encender enteros, convertirnos en un universo delicioso. Pero esa iluminación también puede entrar por el oído.

3.- San Juan I, 1-9: “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él. Sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron. Hubo un hombre enviado de Dios, de nombre Juan. Vino éste a dar testimonio de la luz, para testificar de ella y que todos creyeran por él. No era él la luz, sino que vino a dar testimonio de la luz. Era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre”. Vemos, por tanto, una fusión lingüística entre Verbo y Luz: ambos creadores. Y la necesidad de que, a través de un hombre creado -Juan en este caso-, se dé testimonio del prodigio sagrado de la Luz. Quizás lo religioso no sea sino una sacralización de la luz (y de la tiniebla que permite la existencia de la luz).

 4.- El maniqueísmo. Manes (216-277 d. C.). En el origen hubo dos sustancias: Luz (el bien) y Oscuridad (el Mal; o la Materia). La gran lucha entre el Bien y el Mal (entre los ejércitos de la Luz y el Reino de las Tinieblas). No hay que extinguir el Mal, sino confinarlo en su reino. Desde ahí no podrá invadir el Reino de la Luz. La clave es la purificación. ¿La purificación de qué? Creo que se trata de purificaciones cósmico-lógicas: se apuntalan los discursos que rigen los cielos de las mentes de los que se creen en la luz. En una luz en concreto. Pero me temo que el maniqueísmo es ineludible. Todos somos y debemos ser maniqueos, al menos mientras nos creamos -y amemos- el sueño (la Creación) en la que vivimos. Bajo algún cielo hay que vivir y soñar. Y aquello que sea una grave amenaza para la estabilidad de ese sueño (un virus por ejemplo) será para nosotros la oscuridad. El Mal. [Véase “Mal“].  Stephan Zweig poetizó con maestría nuestro vínculo con la Tiniebla en esta obra: La lucha contra el demonio (Hölderlin.Kleist. Nietzsche), Acantilado.

5.- La Tiniebla. Dionisio Areopagita. Hay un libro sobre este poeta de la Tiniebla que creo que debe ser leído. Su autora es María Toscano: una teóloga/poetisa profunda y delicada que conocí  en Arenas de San Pedro, dentro del Círculo de Estudios Espirituales Comparados. El título de la obra es: Dionisio Areopagita. La Tiniebla es Luz (Herder) Reproduzo las frases con las que se presenta este libro en el gran mercado de las ideas y de las sensaciones:

En un mundo que percibe a Dios más como ausencia que como presencia, la actualidad de Dionisio consiste en hacernos patente que la luz está en la oscuridad. Nos muestra un camino, una forma de penetrar en el interior de la tiniebla luminosa en que acaba toda búsqueda. El mundo mediterráneo de los cinco primeros siglos fue un crisol de pensamiento vivo: la filosofía griega que culminaba en el neoplatonismo se encontraba con el cristianismo, el gnosticismo, el pensamiento hindú y el budista. Todo ello configuró el mundo de Dionisio Areopagita quien nos ha legado una obra imprescindible para entender las líneas maestras de la mística de Occidente. A pesar de que su persona permanece en la penumbra, el pensamiento de Dionisio Areopagita ha llegado hasta nuestros días. Filósofo, teólogo, místico, la huella del Areopagita es manifiesta en maestros como Eckhart, Nicolás de Cusa, San Juan de la Cruz o Giordano Bruno.

6.- El siglo de las luces. Voltaire, el profeta de la luz de la razón (de una razón) no incorporó la palabra “luz” en su diccionario. La Ilustración fue una luz que, por miedo, negó la Tiniebla: la aniquiló: no la dejó vivir en su reino. Y esto propició su propia asfixia: porque cualquier cosmos lógico [Véase “Cosmos” y “Logos“] necesita nutrirse de lo oscuro, de lo que no ve: necesita respetarlo, venerarlo, vincularse religiosamente a ello (nutricionalmente). La Ilustración, por miedo a la Oscuridad, creó un mundo de luz sin oxígeno: un cosmos cerrado, frío, invivible: es el “desencantamiento” del que habló Max Weber. Y el hombre -eso que sea el hombre- puede soportar cualquier cosa excepto el desencantamiento.

7.- El romanticismo alemán. Recomiendo este libro excepcional: Rudiger Safranski: Romanticismo (Tusquets, Barcelona, 2009). La traducción al español es de Raúl Gabás. En las páginas 112 y siguientes encontramos lúcidas reflexiones sobre las fascinación por la noche (por lo que no se ve, por lo que no se entiende) que experimentó Novalis. Y en la página 175 aparecen estas frases del Lowell de Ludwig Tieck:

Odio a los hombres que, con su pequeño sol de imitación, arrojan luz en todo crepúsculo íntimo y expulsan los deliciosos fantasmas de sombras, que habitan tan seguros bajo la glorieta abovedada. En nuestro tiempo ha surgido una especie de día, pero la iluminación romántica de la noche y de la mañana era más bella que la luz gris del cielo nublado.

Fichte, uno de los más poderosos hechiceros del romanticismo alemán, habló así de la luz y de nuestro yo transcendental:

 Nada ilumina al yo, sino que él mismo es luminoso y la absoluta luminosidad.              

 8.- María Zambrano. Leemos estas frases en su introducción a Hacia un saber sobre el alma (1987):

 Sin parangonearme con este ejemplar humano me atrevo a decir, ya que no se trata de ser más ni menos, de haber pasado toda mi vida en esa fidelidad a lo esencial de la actitud filosófica, es decir, de la ética del pensamiento mismo, de esa ética cuya pureza diamantina encontramos en la Ética de Spinoza y en el adentramiento singular, único, de Plotino, mediador de todo el pensamiento antiguo y aún de su recóndita religión para entregarlo más puro e intacto a la nueva época cristiana, ya que si no abrazó la naciente religión no fue por aquejamiento del ánimo sino por amor a la pureza del pensamiento. Y así, como se sabe, en la nueva y triunfante religión, ya católica, la filosofía de Plotino ocupa un lugar decisivo en su teología: el Deus de Deo, Lumen de lumine del símbolo de Nicea es literalmanete de Plotino. En definitiva, lo que se encuentra en Plotino es la universalidad de una religión de luz. Religión que tantas veces, rebosando el cerco de la Filosofía, se encuentra en algunos poemas, en algunos poetas, como la clave última de su poesía. Así en Federico García Lorca, cuando un poema dice, como clave última de todo su sentir: “Voy buscando una muerte de luz que me consuma”.

Pero no es esa luz final, poetizante, y principial, la única que ocupa el pensamiento de María Zambrano, sino también otra, que ella considera “infernal”.   También en 1987, en un prólogo a su magistral obra Filosofía y Poesía, Doña María confiesa lo siguiente:

Pero sí veo claro que vale más condescender ante la imposibilidad, que andar errante, perdido, en los infiernos de la luz.

Creo que esos infiernos a los que se refirió María Zambrano son los sistemas lógicos cerrados -ella hizo una equivalencia entre miedo y sistema. Un sistema cerrado sería un cielo tapado por ideas: un cosmos asustadizo, cobijado en una caverna de palabras por miedo a la intemperie de la noche (sin saber quizás que quizás la noche es Dios). Sin saber que la Fe es confianza en la Tiniebla.

 9.- La luz desde el discurso cientista actual. Vuelvo a recomendar esta compañía de bailarinas cientistas: Diccionario de Lógica y Filosofía de la Ciencia (Jesús Mosterín y Roberto Torretti, Alianza Editorial, Madrid, 2002). Está escrito desde la generosidad y la devoción. Es una gran herramienta para entender el poetizar -y el ver y el demostrar- de la Ciencia actual. Hay dos bailarinas cuyo baile conjunto produce estupor maravillado (la sensación básica del filósofo). Una es “Velocidad de la luz”. La otra es “Metro”. Al parecer, desde 1983 es el metro el que puede tener una medida concreta gracias a la luz y su vuelo por el espacio. Ahora es la luz la medida de todas las cosas… visibles. La definición que este diccionario da de “luz” es la siguiente: “Radiación electromagnética, particularmente la visible para el ojo humano, con frecuencias comprendidas aproximadamente entre 3,8 x 10 [a la catorce] Hz y 7,7 x 10 [a la catorce también] Hz.” Y ya está. Pero… ¿qué es exactamente una radiación electromagnética?

¿Es la luz -la iluminación- algo que brota del más oscuro centro de la Materia (sea lo que sea eso de “Materia”)?

Mis sensaciones con ocasión de la luz son las siguientes (por el momento):

1.- La tiniebla es fuente de luz infinita. Y la luz es irradiación desde la Tiniebla. Todo -lo que existe- es luz. La Tiniebla no existe. Está más allá de la tensión dialéctica existencia/no existencia. El que busca la luz -el que ansía conocimiento/o salvación- es un ser hecho de luz que busca luz en la luz. Ese es el misterio descomunal de la existencia misma de la ignorancia y, por lo tanto, de la existencia misma, en el Todo, de ese fenómeno que es la Filosofía, o la Ciencia o la Teología. Un texto filosófico es algo que escribe la luz, en la luz, para la luz (entendida como Lumen, como irradiación).

2.- La Fe es la confianza en la luz que envuelve y dirige el baile prodigioso de las luces y las sombras. La Fe sería algo así como confianza en la radiación ubícua de luz en la Creación. En toda Creación. Y en toda Descreación también: en la vida y en la muerte. También podría decirse que la Fe es confianza en la Tiniebla; y en sus irradiaciones lumínicas. En las dos cosas.

3.- Las palabras -esas vibraciones- comparten la naturaleza (física si se quiere) de la luz (en cuanto Lumen). Dan vida. Ofrecen mundos enteros. La música es también, como la luz y la palabra, una forma de vibración que tiene eso que sea la Materia (esa inefabilidad fabulosa): [Véase” Materia“].

 4.- La luz (Lumen) es siempre artificial: artificialidad sagrada: es siempre creada, irradiada desde el fondo invisible de lo visible. Sin embargo la Lux -lo que ilumina- no es visible, sino Eso -infinitamente oscuro- que permite la visibilidad: la existencia de las cosas y sus mundos ante un observador. También tenebroso: Él no puede mirarse a sí mismo, porque Él es la fuente de la luz.

5.- Los universos cerrados -o aparentemente cerrados- ofrecen también una luz que parece propia. “He visto la luz” dice el recién llegado (el recién cegado). Son cobijos cósmicos para reposar en nuestro vuelo por el infinito. “El que comprende…” El que comprende, en mi opinión, comprime su conciencia. Por miedo a la no-comprensión. Por miedo a la oscuridad exterior (que no es sino un infinito de luz). Creo que la Filosofía puede servir para abrir las ventanas de los universos demasiado cerrados, para que entre otra vez la luz, esa luz invisible de la que han nacido: el oxígeno que, aunque letal sin duda, es también su única fuente de vida. Muchas sectas ofrecen luz; hablan y hasta desprecian a los que viven “en las sombras”. Muchos sectarios dicen haber visto la luz. La paz lógica -el sosiego de la finitización y la fanatización- puede encender una vela provisional en nuestra conciencia. Pero esa vela termina por consumir el oxígeno de todo nuestro universo. No hay que temer al “exterior”. A la Tiniebla. Ella permite hablar de la “luz”. Es la matriz nutricia de todos los universos.

6.- Buena parte de los físicos se ven obligados actualmente a aceptar la doble naturaleza corpuscular y ondulatoria de la luz. Si aceptamos su naturaleza corpuscular, cabría afirmar que nuestra relación con la luz es táctil, voluptuosa: nuestros ojos son tocados por fragmentos de luz que pueden haberse desprendido de las estrellas. Cabría por tanto sentir cómo nos tocan las estrellas -y las personas de la calle- en la piel de nuestros ojos. O mejor aún: cabría considerar nuestra relación con el universo entero como un ser tocados por la luz (por distintas longitudes de onda; o por fragmentos de luz).

7.- Hay un tipo de luz que quizás no pueda meterse en una ecuación. Me refiero a la que se siente en el fondo del “alma”. Ocurre que esa luz puede variar su intensidad en función de lo que se va presentado en el espectáculo -exterior e interior- de la vida. Así, cuando vamos a recoger a un ser querido a la salida de un vuelo, toda la luz del mundo parece concentrarse en su rostro, en su sonrisa, en su abrazo. Esa luz cabe dirigirla -conscientemente- a cualquier porción del infinito que nos rodea. Y esa porción lo nota, queda iluminada por ese acto nuestro de voluntad lumínica.

8.- Los mundos -los cosmos- tienen su sistema de iluminación propio. Cada cielo de ideas proyecta su peculiar sistema de luces sombras en todo lo que se presenta como realidad única ante la conciencia que ha sido tomada por ese cielo ideológico. Una mujer en top-less puede, bajo un determinado cielo ideológico, ser una sombra, una degeneración lógico-moral. Bajo otro cielo, en cambio, puede ser un lugar luminoso, fresco, limpio, libre: una epifanía de la feminidad sagrada que nos dio la vida y nos nutrió al comienzo de nuestra vida. Lo curioso es que ese iluminarse o ensombrecerse de lo real en función de las ideas tiene una manifesfación física: es visible.

9.- Siempre he sentido una casi insoportable fascinación por la luz; bueno, dicho con mayor rigor quizás: por las iluminaciones (Lumen). En mi novela El bosque de albaricoques quise apresar un instante de luz prodigiosa que me inundó frente de un valle de Gredos donde vibran los sueños y las cenizas de mis padres. Era una luz de color oro que irradiaba desde dentro de toda la materia: rocas, nubes, gotas de lluvia, líquenes. Aquella luz me pareció excesiva. A veces la Creación (este sueño/este Maya) muestra un exceso de amor y de talento por parte de su Creador. Un exceso de luz.

10.- Alguna pareja de enamorados ha sentido, de pronto, en un abrazo, ser físicamente atravesados por una gigantesca estaca de luz. Luego se han mirado aturdidos -abrumados por la inefabilidad de lo real- y han decidido no hablar de ello. El misterio de la luz.

En cualquier caso, contemplar las iluminaciones es algo prodigioso. El veinte de febrero, tras un fatigoso día de estudio,  salí a pasear en radical soledad por los paisajes que rodean mi casa de Sotosalbos. Quería atrapar alguna luz y transmutarla en frases. Con las manos muy frías sobre una libreta mojada tomé algunas notas que luego apenas he podido descifrar. A partir de ellas se me ha ocurrido escribir esto aquí:

 

        Última luz de este día de invierno.

        Luz que empieza a renunciar a sí misma.

        Llueve luz y misterio en el silencio de la tierra y de los musgos.

        Las montañas son transparentes como las nieblas

        y como los brazos de los árboles.

        Luz pastel, y azul, y gris.

        Luz infinita en el silencio infinito, creándolo todo.

        Los árboles -iluminados- estiran sus brazos para buscar más luz.

        Más luz todavía.

        Más belleza todavía.

Por último,  quisiera compartir un misterio. Cuando entra y sale gente de esto que llamamos “mundo”, o “vida”, o “realidad”, ocurre a veces -al menos eso es lo que yo he visto- una mutación en la luz ambiente: la luz se sublima. Es como si, en esos momentos fronterizos, se hubiera abierto y cerrado alguna puerta que desde aquí no puedo teorizar: como si irrumpiera de pronto y de forma fugaz un tipo de luz que sólo existe en la zona no visible.

Creo que la Filosofía debe colocar en su mesa de trabajo todos los hechos y sensaciones, aunque no disponga de modelos donde ubicarlos.

David López

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Las bailarinas lógicas: “Espiritualidad”.

 

 

“Espiritualidad”. Una palabra quizás preciosa, pero también inquietante; y hasta saturante.

¿Qué es la “espiritualidad”? ¿Qué es “ser espiritual”? ¿Qué es no serlo? ¿Qué es un “camino de espiritualidad”? ¿Es mejor el espíritu que, por ejemplo, la materia? [Véase “Materia“]. ¿Alguien sabe qué es eso de “Epíritu” y qué no lo es?

Este texto tiene por cielo una fabulosa pintura de Rafael: El Éxtasis de Santa Cecilia. Schopenhauer hizo mención a esta obra de arte para anunciar el paso del tercer al cuarto libro de la primera parte de su obra capital (El mundo como voluntad y representación). Y dijo que, en ese cuarto y último libro, se iba a ocupar de “lo serio”. ¿Qué es lo serio? Para Schopenhauer “lo serio” era la salvación del ser humano. Y la mirada de Santa Cecilia dibujaría el vector crucial: la salida hacia arriba, el abandono del mundo (este mundo). Hemos de suponer que el cuadro de Rafael muestra un fenómeno puramente espiritual.

Pero cabría afirmar, quizás, que la mirada de Santa Cecilia implica una negación, una des-sacralización del mundo. En algún sentido podría decirse que es una mirada sacrílega, pues, como creyó Schopenhauer, esa mirada beatífica de Santa Cecilia va a propiciar, con un sutil movimiento ocular, un verdadero Apocalipsis: el fin del mundo ‘profano’, el fin de esta vida ‘material’ y ‘pecaminosa’.

A mí me aterra que ese Apocalipsis espiritual pudiera arrasar la sonrisa cotidiana de los niños al salir del colegio (me refiero a colegios normales, feorros incluso); y el abrazo de cualquier padre a sus hijos (padres incluso pecaminosos); y el latido del corazón soñador de una mujer metida en un atasco de Madrid, un atasco de coches mudos bañado por la catarata de luz de cualquier amanecer cotidiano: de este mundo, del mundo profano.

Antes de desarrollar algo más en detalle esta idea y esta emoción, creo que puede ser útil señalar algunos lugares de la historia del pensamiento universal:

1.- El dualismo metafísico (estructuralmente jerárquico) como presupuesto de la espiritualidad (y de la no-espiritualidad). Conexión con el actual debate sobre las relaciones entre “mente” y “cerebro” [Véase “Cerebro“]. El Samkya. Sócrates/Platón: hay que cuidar el alma, lo espiritual. El Hatha Yoga como espiritualización de la carne humana.

2.- El Willensgeist de Jakob Bohme. Sugiero una lectura lo más sosegada que sea posible del texto que ofrezco [aquí].

3.- El concepto de Geist en el idealismo alemán. El espíritu subjetivo de Fichte. El espíritu objetivo de Schelling. El espíritu absoluto de Hegel. El espíritu mágico de Novalis.

4.- Wilhelm Dilthey (1833-1911). Diferencia entre las ciencias del espíritu y las ciencias de la naturaleza. Las primeras se basarían en la experiencia interior. Las segundas en la exterior. Pero, en realidad, lo que Dilthey entiende por “ciencias la naturaleza” no son sino constructos -dibujos, esbozos, hipótesis poéticamente encadenadas- producidos dentro de lo que él cree que debe ser estudiado por las “ciencias del espíritu”.

5.- Max Scheler (1875-1928). No debe dejar de leerse esta obra: Die Stellung des Menschen im Kosmos [El puesto del hombre en el cosmos, editorial Losada]. El ser humano como animal espiritual: como animal que goza de una intuición emocional que le permite acceder a los valores eternos a los que debe someter su conducta. La espiritualidad como plenitud de lo humano. La espiritualidad como libertad, objetividad, conciencia de sí. Como algo muy vulnerable. Como conjunto de actos superiores de la persona (intelectuales y emocionales).  De la ética de Scheler me inquieta su fijismo -su inmovilismo- metafísico: hay unos valores eternos, ahí. Solo cabe intuirlos y aceptarlos, no crearlos, como sugirió ese gran amante de la vida y de la fertilidad metafísica que fue Nietzsche.

7.- Raimon Panikkar. Merece ser leída, para el tema que nos ocupa, su obra Espiritualidad hindú (Kairós, 2005); y en especial su epílogo. Me parece especialmente luminosa, y generosa, esta frase (p. 323): “Una de las grandes intuiciones del hinduismo es el misterio pascual, esto es, la vivencia de que este mundo ha sido ya vencido, que la verdadera Vida [con mayúscula en el original de Panikkar] está ya aquí (que el Pantocrátor ha resucitado), y que estamos, por tanto, liberados de la cautividad del tiempo y de la esclavitud del espacio, que la victoria sobre este mundo que pasa y cuya figura es transitoria, es una realidad, porque la eternidad incide sobre el tiempo y nos libera con la verdadera libertad, que no es la criatural para hacer algo, sino la liberación de la pura creaturabilidad, para que el divino emerja en lo humano y la comunión sea perfecta. El fin del hombre no está en el futuro sino en el presente y es profundizando el presente (perforándolo) como se llega al núcleo tempiterno del ser humano”.

Raimon Panikkar ha fallecido hace unos días. Le deseo desde aquí un precioso y sereno regreso a la creatividad infinita.

Volvamos a la imagen de un padre que recoge a su hijo en el colegio. Y que le abraza. Y que siente su olor a mandarina y a goma de borrar y a patio y a eternidad. No hay que salvar este mundo. Hay que amarlo y perderse por el infinito de los momentos que ofrece. Incluidos los atroces: ese padre puede estar asumiendo torturas emocionales (sangrantes como heridas derivadas de instrumentos de hierro) como costes ínfimos de ese abrazo a su hijo.

Schopenhauer consideró la posibilidad de que a algún ser humano -insólito- le salieran bien las cuentas de la existencia. Y que le diera un sí a la vida entera (el sí que más tarde daría un enfermo llamado Nietzsche).

Voy a aprovechar el aparente orden que ofrecen los números para ordenar mis ideas:

1.- Cabría distinguir entre dos tipos de “espiritualidad”: la positiva y la negativa. El primero  diría un sí -sacralizaría- la vida (este sueño, este hechizo, y el mero hecho de que todo mundo sea precisamente un hechizo, una obra de arte en definitiva). El segundo diría un no -ofrecería un no- a la vida; y mostraría el camino para otra cosa, otra cosa mejor.

2.- El tipo de espiritualidad negativo me produce cierta claustrofobia: percibo en él el olor del confinamiento, de la aridez, de la pequeñez. Desde hace muchos años me han producido rechazo los discursos de “elevación”, los caminos que ascienden por niveles sucesivos de perfeccionamiento. No me ha gustado cómo miran hacia “abajo” los que creen estar ya en algún peldaño de una de las diferentes escaleras espirituales. En esas miradas he visto estandarización y ceguera. Muchos de los “iniciados”, de pronto, se han visto rodeados de familiares y amigos “ignorantes”, “materialistas”, etc. Y, de pronto, una tarde de domingo, el iniciado no ha sabido ver el último escalón de su escalera espiritual en el calor de la mano tendida por un cuñado insufrible. Las escaleras espirituales alejan, impiden acceder al infinito sagrado en el que arde cualquier rincón de  cualquier mundo, real o soñado o imaginado (todo ésto es lo mismo).

3.- También cabría distinguir entre espiritualidades “lógicas” y espiritualidades “meta-lógicas”. En las primeras el iniciado ofrece (en el sentido de “ofrenda”) su mente a una teoría omniabarcante. Y esa idea instaura la ficción de que hay un mundo profano que debe ser superado, una escalera para salir de él y una especie de “cielo” que aguarda al que culmine su proceso espiritual. Los adeptos se sentirán más arriba de la escalera en función de la proximidad que exista entre la idea que veneran (la bailarina que les ha tomado) y la forma completa de su mente. Sugiero leer ahora  la palabra [“Bailarina lógica“]

4.- Una espiritualidad meta-lógica es una disolución del dualismo espiritualidad-no espiritualidad: quedaría esa monstruosidad, sagrada ( o no) que es “lo que hay” (el Ser si se quiere). Y el filósofo no cobarde abriría las compuertas de su mente para que, al menos durante unos minutos, corriera por su interior esa brisa sublime pero insoportable; insoportable desde al menos desde la aparente finitud que parece configurar nuestra sensibilidad humana.

Ahora creo que debo contar una experiencia personal. Si es que fue “personal”. Ocurrió hace dos inviernos, junto al lago de Juglar, en el Pirineo. Estaba completamente solo, rodeado por un océano de nieve blanca y olas de piedra infinita, bajo una catarata de silencio azul que provenía del cielo. Y me puse a meditar. A los pocos minutos sentí el latido de la Inmensidad latiendo dentro de los latidos de mi propio corazón. Y fui consciente, de pronto, de que había vivido en infinitos mundos bajo infinitas formas; y que lo iba a seguir haciendo. Eternamente. Sentí, plenamente, la inmortalidad de mi verdadero yo y, lo que quizás fue más insoportable todavía: sentí mi infinita creatividad.

Y decidí parar. Decidí abandonar aquel peldaño  final de la escalera. Y saltar desde ella hasta la inmanencia sublime de mis manos agrietadas por el frío del Pirineo.

A partir de entonces ubico lo sagrado en lo profano: en el olor a mandarina que percibo en el babi de mi hijo cuando voy a buscarle al colegio. Y en la cascada de luz naranja que retumba en los “materiales ” y “materialistas” atascos de Madrid.

La mirada de Santa Cecilia debe incendiarse “arriba” y volver “abajo”… para ver lo que no fue capaz de ver antes de ese incendio: antes de ese “incendio espiritual” que permite ver lo sagrado aquí.

Ahora.

En esta “llama de amor viva” que -ya- nos consume.

David López

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