Al fondo, la casa de Wittgenstein en Skjolden, Noruega.
Wittgenstein.
Vivimos, se supone, en algo que, al menos en esta civilización, hemos convenido en llamar “mundo”. Ahí parece que ocurre nuestra “vida”: amamos, nos aman, o no, nos ilusionamos, nos decepcionamos (incluso de nosotros mismos a veces), gozamos, sufrimos (de forma atroz en ocasiones), perdonamos, somos perdonados, desde nuestra grandeza, desde nuestra miseria, desde nuestro propio misterio. Lugar extraño el mundo; misterioso y fascinante y arrollador hasta casi lo insoportable. Muchos seres humanos han querido describirlo, legislarlo, aquietarlo; quizás para aquietar sus propios abismos interiores, sus propios vértigos, sus temblores en el océano infinito; o quizás, simplemente, para calmar su estupor ante el espectáculo de lo que ocurre en ‘sus’ conciencias. En mi opinión no solo ocurre “mundo” en nuestras conciencias (si es que son nuestras). El “mundo”, en cualquier caso, es una resultante del lenguaje. Un esquema. Una figura. Pero, ¿qué es el lenguaje más allá del propio lenguaje?
Dijo Wittgenstein en su Tractatus (5.621) que el “mundo y la vida son uno”. También dijo en esa misma obra (5.63): “Yo soy mi mundo”.
Soy mi mundo. Soy mi lenguaje. ¿Qué soy yo más allá del lenguaje?
Mi diccionario filosófico -que sigue en construcción- se basa por completo en un himno de Rig Veda que quizás tenga tres mil quinientos años. Es el himno 10.125. En él es la propia palabra -Vak- la que habla. Y dice Vak, con una sobrecogedora autoconsciencia: “Aunque ellos no lo saben, habitan en mí”. ¿Solo habitamos en ella? ¿No hay nada más que ella? ¿Tanto poder tiene esa diosa? ¿No estará ella -Vak- intervenida, preñada, por algo que ya no es ella y que ella jamás podrá nombrar?
Creo que los grandes filósofos, como Wittgenstein, están condenados a ver las transparencias del esquema-mundo: a oler ahí dentro, y dentro de su yo aparente (de su yo construido con palabras), lo que ya no cabe en frases ni en mundos: lo inexpresable.
En 1917 Wittgenstein escribió al arquitecto Paul Engelmann lo siguiente:
“Nada se pierde por no esforzarse en expresar lo inexpresable. ¡Lo inexpresable, más bien, está contenido -inexpresablemente- en lo expresado!”
¿Qué es eso de “lo inexpresable”? ¿Cómo puede -eso- estar contenido en lo expresado? ¿En qué lugar de la carne de las palabras ocurre ese fenómeno lingüístico/metafísico en virtud del cual lo que no es lenguaje preña al propio lenguaje?
Wittgenstein desarrolló buena parte de su actividad intelectual dentro de cabañas asediadas por el infinito silencio. Pensemos en su cabaña del fiordo noruego o en la que ocupó frente al océano irlandés. En la frase que envió a Engelmann quizás se está queriendo decir que las cabañas/mundo del lenguaje (esos necesarios cobijos), aunque no permiten ver nada (nombrar nada) de lo real, tienen sus maderas empapadas por el agua mágica de esos silencios descomunales que hay que ubicar ya en la Mística.
Desde los juegos lingüísticos del monoteísmo cabría expresar así lo inexpresable: esas maderas -que aparentemente nos protegerían de Dios- estarían empapadas de “Dios” (en cuanto Dios metalógico, según utilizo esta expresión en mi diccionario filosófico [Véase “Dios”].
Pero Wittgenstein, en su Tractatus, al parecer no cree que Dios se manifieste en el mundo. Y utilizará la cursiva para expresar énfasis:
Tractatus 6.432. “Cómo sea el mundo es para lo más elevado completamente igual. Dios no se manifiesta en el mundo.”
Es “Dios” para Wittgenstein “lo más elevado”. Estamos, una vez más, ante un gran filósofo que, en realidad, es un gran religioso.
Wittgenstein, como Gorgias, llegó a negar la semántica (que haya signos válidos para las cosas en verdad existentes), pero no tanto como para negar el significado a la palabra “lenguaje”. Creyó por tanto en la existencia objetiva del “lenguaje” (sin haberlo verificado). Creyó en una metafísica, fabulosa: la metafísica de eso que desde el lenguaje llamamos “lenguaje”? ¿Alguien, por cierto, ha visto alguna vez “el lenguaje”? Sugiero la lectura de esta bailarina lógica en mi diccionario [Véase aquí “lenguaje”].
Creo que Wittgenstein es de los filósofos que permiten apartar las -en ocasiones maravillosas- finitudes (los hechizos) del lenguaje y acoger -en la mente, y en el corazón- la posibilidad de que ahora mismo, aquí, esté ocurriendo, realmente, lo inimaginable. Lo inexpresable. Que vivamos, en realidad, en una hoguera de silencio mágico capaz de todo. Detrás del “lenguaje” podría estar latiendo algo que, precisamente, estaría agitando, y vivificando, la carne lógica de nuestras palabras y, por lo tanto, de nuestros mundos. Mundos plurales, cambiantes, libidinosos, lúdicos, hiperfértiles según el segundo Wittgenstein. El primer Wittgenstein, en cambio, luchó por aquietar (por alicatar lógicamente) un mundo único (el de los hechos de la ciencia).
Moore –Russell también- quisieron salvar el mundo -el sueño colectivo- resultante del sentido común. Y creo que lo quisieron hacer por puro amor. Por puro apego a un sueño amado. El mundo del “sentido común” (el de las manos de los niños y el de los labios de las mujeres y el de las estrellas y el de las montañas y el de las lágrimas por un amor ya perdido) puede desmontarse, puede diluirse como se diluyen las imágenes de un sueño… si se lo somete a una excesiva presión filosófica (o a una excesiva conciencia mística). Por eso Moore, en mi opinión, como los oficiantes del Upanayana [Véase], se aplicaron a proteger las palabras, y los universales, que sirven de armazón lógico de determinados sueños compartidos. Hechizos compartidos. ¿No es la persona amada también, un esquema lingüístico… un infinito esquematizado… un hechizo más?
Wittgenstein -el “segundo” al menos- creyó que había que luchar contra esos hechizos:
“La filosofía es una lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por el lenguaje”.
Algo sobre su persona y sobre su vida
Ofrezco una narración, un esquema, a partir de frases -rigurosas espero- que están disponibles en nuestra cultura. El Wittgenstein real (digamos completo) no me es accesible, desgraciadamente. El Wittgenstein real, como todo, es inexpresable. Aviso de que yo no he comprobado con rigor las informaciones en las que baso esta narración. Pero quizás algún día, si tengo tiempo y energía, lo haga.
Ludwig Josef Joham Wittgenstein nace en Viena en 1889. Es el hijo menor de ocho hermanos, tres de los cuales se suicidarán. Su abuelo, judío, se convierte al protestantismo. Pero el futuro filósofo y sus hermanos reciben una formación católica (un monoteísmo que, en mi opinión, nunca abandonó su mente y su corazón). Su padre -Karl Wittgenstein- es un rico industrial del acero. Algunas fuentes aseguran que ese hombre era uno de los hombres más ricos del mundo. A la casa de los Wittgenstein acude lo que en el momento se considera como élite artística: Brahms, Mahler… La familia Wittgenstein está especialmente dotada para la música: ese orden artificial y redentor. Ese mismo orden, matemático en definitiva, quiso traer el primer Wittgenstein al lenguaje.
Wittgenstein estudia primero en la Staatoberrealschule de Linz. Allí coincide con Hitler. Ambos tienes la misma edad, pero Wittgenstein está en un curso superior. Muy superior en mi opinión. Después estudia ingeniería mecánica en Berlín. Pero ya a la edad de diecisiete años sintió el vértigo mítico/filosófico (el olor del “mar” podríamos decir… de ese mar inexpresable que lo empapa todo, palabras incluidas, inexpresablemente). Su hermana Hermine escribiría más tarde:
“Por aquella época… se apoderó de él con tanta fuerza y tan en contra de su voluntad la filosofía, que el conflicto interior de aquella vocación le hizo sufrir seriamente, y se sintió desgarrado”.
Después de Berlín siguió estudiando ingeniería en Manchester. Y allí empezó a fascinarse, a sobrecogerse, con el poder de las matemáticas: esas diosas invisibles que permitían que funcionara un motor (un trozo de materia humanamente ordenado dentro de la materia primigenia). Wittgenstein quiso conocer a esas diosas poderosas de verdad y, como un ansioso teólogo, leyó los Principios de las matemáticas de Russell.
Y viajó a Jena para conocer a Frege, el cual le aconsejó que fuera a estudiar con Russell en Cambridge. Pero poco antes de salir de viaje asistió Wittgenstein a una obra de teatro en Viena que, según dicen algunos biógrafos, pudo marcarle de por vida. La obra era de Anzengruber, su título “Los que firman con una cruz” y lo que de ella más impresionó a Wittgenstein fue, al parecer, esta coreografía de bailarinas lógicas:
“Tú formas parte del todo y el todo forma parte de ti. ¡No puede ocurrirte nada!”
El 18 de octubre de 1911 Wittgenstein conoce por fin a Russell. En 1912 es admitido como estudiante en el Trinity College. Ese mismo año muere su padre. Y el joven estudiante de Cambridge recibe en herencia una enorme fortuna. Poco después se retira a Noruega. Allí pasó temporadas con el hombre al que amaba: David Pinsent. A aquella cabaña acudiría, ya en soledad radical, varias veces a lo largo de su vida (la última con sesenta y un años). A Wittgenstein, según nos dicen los textos de que disponemos, le causaba sufrimiento el trato social: era hipersensible, depresivo, muy irascible.
En 1914 lee a Kierkegaard y le considera el filósofo más importante del siglo XIX. El salto irracional -metalingüístico- a la oscuridad de la mística: al exterior de todas las cabañas. También lee a Tolstoi y a William James. Ese mismo año envía una enorme cantidad de dinero (100.000 coronas) al director de una revista de Insbruck para que lo reparta entre artistas austriacos que lo necesiten. Algo le llega a Rilke, el gran enamorado de Lou Salomé. Pero pide Wittgenstein que nunca se revele su identidad como donante. Wittgenstein fue grande.
Vuelve al paraíso/infierno del fiordo noruego y -gran sorpresa- decide alistarse como voluntario en el ejército austro-húngaro. Como un Arjuna no necesitado de aliento ni de discurso para matar a sus semejantes. Es la primera guerra mundial. Cuarenta y siete millones de muertos. Un exceso de las tenebrosas posibilidades de Maya. Wittgenstein reconoció años más tarde que fue a esa guerra -cuarenta y siete millones de muertos- para suicidarse.
Más sorpresas: el gran místico/filósofo/ingeniero/millonario/soldado decide donar un millón de coronas (diez veces más de lo que donó a los artistas austríacos) para que se desarrolle el mortero (un arma de matar, de romper cuerpos e ilusiones humanos… de sacar gente del mundo… se supone).
Las vivencias de Wittgenstein en la guerra están recogidas en sus “Diarios secretos” (traduc. Andrés Sánchez Pascual, Alianza Editorial, Madrid 1991). Ya son de dominio público. Y ya pueden leerse, quizás. Al menos yo lo he hecho, no muy convencido la verdad. En cualquier caso creo que no deberían haberse publicado. Y no porque Wittgenstein nos de cuenta de sus intimísimas y auto-inculpatorias masturbaciones (de su lucha contra su propia carne), sino porque él escribió esos diarios de forma que pudieran permanecer eternamente secretos. En cualquier caso, estamos ante el Wittgenstein más íntimo y desgarrado, con su sexualidad explicitada -su homosexualidad- y con su dolor dentro de la desafinada -zafia- orquesta de lo que a él se le presentaba como mundo. Pero, en mi opinión, más allá de las masturbaciones y los dolores de alma y de cuerpo, sobre todo son diarios religiosos. Muy religiosos. En dos notas del 29 y 30 de abril de 1916 escribe Wittgenstein lo siguiente:
“Por la tarde, con los exploradores. Fuimos tiroteados. Pensé en Dios. ¡Hágase tu voluntad! Dios sea conmigo”.
“Hoy, durante un ataque de artillería por sorpresa, vuelvo a ir con los exploradores. Dios es lo único que el ser humano necesita”.
Durante esa primera guerra mundial Wittgenstein sigue trabajando, obsesivamente, en las notas de las que surgirá su Tractatus (redactado finalmente entre julio y agosto de 1918). Con esa obra en el macuto vuelve al frente de Italia. Lo lleva en el macuto como un Moisés con las doce tablas. Le cogen prisionero mientras va montado en un carro de combate, con medio cuerpo fuera, expuesto a las balas, silbando el segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven. Prisionero, consigue que Keines haga llegar a Russell la obra que guarda en su macuto: el Tractatus.
Cuando Wittgenstein regresa de la guerra es todavía más rico. Su padre había hecho astutas inversiones en USA. Wittgenstein, antes un dandy, es ahora un místico y quiere vivir como tal. Dona su inmensa fortuna a sus hermanas, con el compromiso oficial de no restituirla jamás. Tras ese desalojo trabaja como profesor de colegio en las montañas austríacas. 1919-1925. Termina hablando allí sobre todo de hadas. Y termina expulsado. Wittgenstein y la sociedad no se llevan bien. Fue quizás un hombre demasiado sufriente y demasiado insufrible.
El Tractatus se publica en 1921, gracias a Russell, que no hizo de esta obra un prólogo tan entusiasta como había esperado Wittgenstein.
Entre 1926 y 1928 trabaja como jardinero en un monasterio benedictino, construye -con la ayuda del arquitecto Engelmann, discípulo de Adolf Loos- una casa para un de sus supermillonarias hermanas y hace una escultura para un amigo. El cerebro de Wittgenstein -obsesivo, autotorturante- es muy fructífero para la propia sociedad que él no soporta y que a él no soporta. La casa construida por Wittgenstein mostraba la rigidez lógica de su Tractatus. Y sirvió también como lugar de encuentro del Círculo de Viena: ese club de fanáticos religioso-cientistas que veneraron la primera de obra de Wittgenstein sin asumir que ahí se estaba mostrando, y venerando, en todo momento, lo que no es mundo: lo que no son hechos científicos interconectados lógicamente. Porque, al final, tampoco habría hechos científicos científicos de verdad.
1929. Con cuarenta años se inscribe en Cambridge como estudiante investigador y se doctora con el Tractatus. Pronto empieza a impartir clases en esa universidad.
En 1936 vuelve a la filosofía. Es el “segundo Wittgenstein”. Empieza su segunda gran obra –Investigaciones filosóficas– a partir de notas. La concluye en 1949. Se publica tras su muerte. Es una obra decisiva en el pensamiento del siglo XX.
En 1939 sucede a Moore como profesor titular y se convierte en ciudadano británico al invadir Hitler -su compañero de colegio- Austria. En esa segunda guerra Wittgenstein ya no quiere morir ni matar. Todo lo contrario: se presta voluntario como asistente de enfermería. Es el segundo Wittgenstein.
En 1947 dimite como académico. En 1948 vive en Irlanda, en una cabaña, solo, junto al océano (también junto al océano de la mística).
Después visita USA, y Viena también, y da orden de que se quemen sus escritos.
En 1950 visita por última vez su retiro de Noruega. Tiene sesenta y un años. Fue por primera vez con veintitrés, enamorado de David Pinsent; y de la lógica. Pero no del mundo que la lógica pretendía aquietar.
Muere de cáncer de próstata el 29 de abril de 1951, en casa de su médico. No quiso ir al hospital. Ya se había despedido del mundo (por fin). Y lo hizo, dicen, con estas palabras, con esta jugada lingüística: “Dígales que mi vida ha sido maravillosa”.
Fin de esta narración confeccionada con materiales míticos sobre filósofo mítico.
Sus ideas fundamentales
1.- Primer Wittgenstein/el Tractatus. El filósofo/ingeniero lucha por encontrar un lenguaje ideal: un sistema, una maquinaria de uso común (social) que permita decir con precisión lo que hay y lo que pasa en el mundo (como totalidad de hechos). Pero solo en el mundo. Y es que Wittgenstein va a mostrar, también, la existencia de lo que ya no es mundo: lo místico. Dice en el Tractatus:
6.44. No es lo místico cómo sea el mundo, sino que sea el mundo.
6.45. La visión del mundo sub specie aeterni es su contemplación como un todo -limitado-. Sentir el mundo como un todo limitado es lo místico.
[…]
6.522. Hay, ciertamente, lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo; esto es lo místico.
Wittgenstein quizás nos ha dicho que el mundo, como un todo con límite, está evidenciando la existencia de lo que está más allá de ese límite. Sentir ese límite es lo místico. Pero también lo místico, lo inexpresable, se muestra a sí mismo. No nos dice dónde. O sí, pero en la carta a su amigo Engelmann que reproduzco al comienzo de este texto. La repito: “Nada se pierde por no esforzarse en expresar lo inexpresable. ¡Lo inexpresable, más bien, está contenido -inexpresablemente- en lo expresado!”
En el Tractatus Wittgenstein afirma que “aun cuando todas las posibles preguntas de la ciencia sean respondidas, todavía no se han rozado nuestro problemas vitales” (6.52). Y afirma también, como últimas frases, como frases del fin del mundo:
“Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como sinsentido, cuando a través de ellas -sobre ellas- ha salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que tirar la escalera después de haber subido por ella.) Tiene que superar estas proposiciones; entonces ve correctamente el mundo. De lo que no se puede hablar, se debe callar” (6.54).
Creo que en esta primera fase de su filosofía Wittgenstein quiere domar, legislar, el poder de la diosa Vak (la palabra, el lenguaje, el mundo en definitiva). Aunque consciente de que esa diosa no toca con lo que de verdad importa en esta vida. Y eso no afectado por el lenguaje -por el mundo-es lo místico (Dios para Wittgenstein).
2.- Segundo Wittgenstein.
Lo podemos leer, sobre todo, en sus Investigaciones filosóficas. Pero también en la serie de apuntes finales que se editaron con el título Sobre la certeza. Wittgenstein construye el concepto de “juegos del lenguaje”. Ya no cabe trabajar para que el lenguaje se purifique, para que nombre con símbolos inequívocos los hechos, objetivos, universales, que va suministrando la ciencia. Wittgenstein descubre que el lenguaje es una actividad social, una forma de vida, que se despliega y autoorganiza en diversos juegos. Estos juegos nacen, cambian, desaparecen. Mientras están vigentes tienen, para los que los juegan, la contundencia de los hechos de la Física: son el mundo entero, por así decirlo. La Filosofía debe limitarse a analizar, a explicitar, esos juegos inexorables desde dentro. No puede aspirar a una explicación superior. Ya no hay un lenguaje ideal para nombrar lo real. La Filosofía debe estar atenta, mostrar, los hechizos del lenguaje: esos juegos que son un mundo entero -limitado, pero absoluto- para quien los juega.
Este segundo Wittenstein, en mi opinión, ya se ha convertido en un místico contemplativo, pero no del “Dios metalógico”, sino de esa diosa “menor” pero muy hechicera que sería Vak (la palabra, el lenguaje).
Creo también que Wittgenstein, el filósofo/ingeniero, con su teoría de los juegos del lenguaje sigue mostrando una maquinaria metafísica (no evidente): una maquinara capaz de fabricar muchos mundos inexorables (sentidos como únicos desde dentro). Una maquinaria llamada “lenguaje”. Y será el “lenguaje” un hecho, no verificable, que Wittgenstein mantendrá como real, aunque admitiendo que no se puede decir que sea el lenguaje desde el lenguaje. En cualquier caso, esos “juegos del lenguaje” serían, para Wittgenstein, la esencia genésica del mundo, aunque creo que en el corazón de este filósofo -silenciado por exigencias del Tractatus– estaba eso innombrable llamado “Dios”…
¿En la zona silenciosa de la conciencia de Wittgenstein cabría ubicar a Dios moviendo, desde dentro, como si fuera una marioneta sagrada, a la diosa Vak? ¿Estará el silencioso Dios de Wittgenstein instaurando juegos del lenguaje -mundos diversos- en la conciencia de su seres amados?
¿No nos propone Wittgenstein, con sus obras, que participemos en una gran jugada del lenguaje; una jugada diseñada por él mismo? Sí. Es obvio que sí. Pero creo que estamos ante un juego que merece ser jugado, como un juego sagrado [Véase “Lila“].
Toda vida (todo “mundo”, todo “yo”), en realidad, es un juego sagrado que merece ser jugado. Con infinito respeto.
David López
Sotosalbos, 10 de octubre de 2011. (El día en que nació mi madre, la cual habita ahora en lo inexpresable; y en lo expresable también, inexpresablemente).
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