Gilles Deleuze (1925-1995).
Me encontré con su pensamiento, con su deliciosa escritura, por primera vez, al leer su libro sobre Nietzsche. Lo leí en francés y lo disfruté enormemente. Deleuze tiene magia lingüística: tiene un poder y una belleza expresivos que se aflojan, que se contraen, con la traducción. Más de lo normal.
Deleuze no viajó. No salió apenas de París, donde nació, vivió y murió, como un sabio taoísta (el Tao Te Ching desaconseja los viajes), o como un chamán urbano: un salvaje en una jungla de edificios, de personas y de frases. Tenía una mirada humanísima, inteligente, serena, limpia, aparentemente omnicomprensiva, que contrastaba prodigiosamente, monstruosamente, con unas uñas larguísimas, salvajes, terribles. Se podría decir que los extremos de las manos de Deleuze eran hendiduras, sangrantes, en el concepto estético de hombre, de ciudadano. Ojos sin límite y uñas sin límite unidos por un cerebro humanísimo, es decir: filosófico.
Deleuze estuvo cerca de las palpitaciones del mayo del 68. Fue incluso un inspirador de aquellas tormentas que sacudieron, una vez más, los prístinos cielos platónicos. Pero lo cierto es que más tarde se distanció de cualquier transgresión que pudiera convertir al ser humano en un loque (un harapo, un naufragio). Y llegó a afirmar que él mismo había abandonado la bebida porque esa adicción le impedía trabajar. Y es que, según este filósofo mítico del mítico siglo XX, trabajar sería lo principal.
No se refería, obviamente, a esa esclavista identificación entre el trabajo y el servicio por cuenta ajena: eso que esta civilización sigue entendiendo por “empleo”. Se refería, creo yo, a que ese mago que es el ser humano tiene la obligación —suya, no exigible a ningún otro— de mover sin cesar su varita mágica: hacia afuera, hacia adentro, sin dejarse caer, sin abandonarse, siempre resistiendo, siempre luchando. ¿Contra qué? Yo creo que, desde Deleuze, se podría decir que el ser humano debe luchar contra toda desvitalización del impulso creador. Contra toda tendencia profana. Contra todo desencanto. Deleuze leyó y amó mucho a Nietzsche. De él quizás sacó la idea de que el filósofo (que es un artista de los conceptos) tiene la misión de aumentar los hechizos del mundo. Más Creación, más libertad, más independencia, más soledad creativa, plenipotenciaria. Todo para alcanzar, para hacer posible, un pueblo todavía no pensando, que vibre en conceptos todavía no construidos.
En los próximos párrafos me ocuparé principalmente de cómo pensó Deleuze, cómo sintió, ese pensamiento extremo, ese sentimiento extremo, que llamamos “Filosofía”. Puede leerse [Aquí] el homenaje que hice en su momento a esa bailarina crucial en mi vida. Deleuze, cuatro años antes de morir, escribió un libro con su amigo Guattari en el que ambos intentaron decir qué era esa cosa (la Filosofía) que parece atreverse a decir lo que hay, el todo de lo que hay. Y no solo eso: también parece que se atreve a pensar qué es pensar; y qué significa que algo sea.
Ese libro lleva por título Quést-ce que la philosophie? En español hay una edición en Anagrama (¿Qué es la filosofía?, traducción de Thomas Kauf). Estamos ante la filosofía de la Filosofía. Nos queremos abismar en qué sea la Filosofía en sí. Filosofamos (todos, creo yo) pero en realidad no llegamos a contemplar el fondo del corazón de esa actividad prodigiosa.
¿Qué es filosofía? da título a una obra ambiciosa, sofisticada, difícil en ciertos momentos, que quiere decir por fin lo que puede ser dicho en el ámbito filosófico (Deleuze afirmó alguna vez que no hay que intentar entender todo lo que dice un libro). En ¿Qué es filosofía? hay momentos fabulosos, experiencias intelectuales que convierten lo real (incluido ese sujeto que ve lo real) en un huracán de mundos infinitos. Deleuze/Guattari empiezan el libro sublimando gnoseológicamente su propia vejez: “A veces ocurre que la vejez otorga, no la juventud eterna, sino una libertad soberana, una necesidad pura en la que se goza de un momento de gracia entre la vida y la muerte, y en el que todas las piezas de la máquina encajan para enviar un mensaje hacia el futuro que atraviesa las épocas [….]”. El libro arranca literalmente anunciando esta posición sublimadora de la vejez. Su primera frase es ésta:
“Tal vez no se pueda plantear la pregunta ¿Qué es la filosofía? hasta tarde, cuando llegan la vejez y la hora de hablar concretamente.”
Poco más abajo leemos:
“No estábamos suficientemente sobrios. Teníamos demasiadas ganas de ponernos a filosofar y, salvo como ejercicio de estilo, no nos planteábamos qué era la filosofía; no habíamos alcanzado ese grado de no estilo en el que por fin se puede decir: ¿pero qué era eso, lo que he estado haciendo durante toda mi vida?”
Respuesta que nos da el libro: la Filosofía es el arte de formar, de inventar, de fabricar conceptos. Vemos aquí, una vez más, ecos de Nietzsche (explicitados por Deleuze). Y yo veo al poderosísimo Novalis, creador del idealismo mágico: quizás uno de los seres humanos que con más seriedad, con más concreción, ha filosofado jamás.
Sigamos con Deleuze. Filosofar sería crear conceptos. Sería Neo-logía.
Pero el concepto de concepto que nos ofrece este filósofo al final de su vida (siempre cogido de la mano de su amigo Guattari) no es fácil de asimilar. Aun así, el erótico impulso de acompañar a Deleuze en su pensamiento, de entrar en su mirada cuando en ella parece estarse reflejando el infinito, ese impulso erótico, decía, ofrece un placer incalificable que, en mi opinión, solo es capaz de ofrecer la Filosofía.
A continuación trataré de ordenar algunas notas que he tomado con ocasión de la lectura de ¿Qué es filosofía? (con ocasión de los placeres sin adjetivo que me han provocado algunas de sus frases):
1.- La vejez como momento privilegiado para plantearse la gran pregunta. Recordemos que los Upanisad estaban básicamente destinados a las personas que ya habían cumplido todas las etapas de la vida y que se preparaban para salir de ella. El objetivo no era tanto pensar, como contemplar el pensamiento y, transparentado en él, y en el todo de eso que ahora llamamos “Naturaleza”, contemplar a Nirguna Brahman: lo no conceptuable, la inmanencia/transcendencia infinitas, el verdadero yo, el ser, la nada… la nada mágica, diría yo.
2.- La filosofía como arte de formar conceptos. Deleuze (con Guattari) se apoya expresamente en esta cita de Nietzsche: “Los filósofos ya no deben darse por satisfechos con aceptar los conceptos que les dan para limitarse a limpiarlos y a darles lustre, sino que tienen que empezar por fabricarlos, crearlos, plantearlos y convencer a los hombres de que recurran a ellos. Hasta ahora, en resumidas cuentas, cada cual confiaba en sus conceptos como en una dote milagrosa procedente de algún mundo igualmente milagroso”. Fin de la cita de Nietzsche. Retumba el martillazo contra el esencialismo platónico: no habría por lo tanto un orden previo, una verdad previa, un firmamento de ideas eternas, eternamente verdaderas, que el filósofo debería ser capaz de alcanzar, de pasar a palabras, de comunicar a la tribu. El filósofo debería crear conceptos, sería de hecho un experto en conceptos. Se me ocurre decir que sería un experto en mundos, porque Deleuze, al pensar su concepto de concepto, parece que está pensando en mundos, en mundos reales, es decir virtuales, mutantes, delicuescentes, creados, mantenidos, destruidos, con el movimiento de la varita mágica de los filósofos. Sí, pero qué/quién crea en el crear de conceptos/mundos de los filósofos.
3.- La labor filosófica como actividad solitaria (yo diría incluso “eremítica”, aunque sea de forma disimulada). Deleuze se distancia expresamente de las propuestas de Habermas [Véase]: “La idea de una conversación democrática occidental entre amigos jamás ha producido concepto alguno” (P. 12). Quizás tenga razón aquí Deleuze. La conversación tiende a la homogeneidad, a la búsqueda inconsciente de lugares comunes donde asentar un vínculo humano, placentero, cariñoso, confinado. Quizás la Filosofía requiera una capacidad de puntual des-humanización, un baño solitario en los océanos meta-sociales y meta-cósmicos. No obstante, creo que cabe sentarse de vez en cuando entre amigos, y mostrar, compartir, lo que se ha encontrado en esos océanos.
4. La Filosofía como actividad precisa. Ofrezco a continuación una larga cita: “Conocerse a sí mismo —aprender a pensar— hacer como si nada se diese por descontado -asombrarse, “asombrarse de que el ente sea”…, estas determinaciones de la filosofía y muchas más componen actitudes interesantes, aunque resulten fatigosas a la larga, pero no constituyen una ocupación bien definida, una actividad precisa, ni siquiera desde una perspectiva pedagógica. Cabe considerar decisiva, por el contrario, esta definición de la filosofía: conocimiento mediante conceptos puros. Pero oponer el conocimiento mediante conceptos, y mediante la construcción de conceptos en la experiencia posible o en la intuición, está fuera de lugar. Pues, de acuerdo con el veredicto nietzscheano, no se puede conocer nada mediante conceptos a menos que se los haya creado anteriormente, es decir construido en una intuición que le es propia: un ámbito, un plano, un suelo, que no se confunde con ellos, pero que alberga sus gérmenes y los personajes que los cultivan” (P.13). Veremos más adelante qué es eso del “plano”. Merece la pena pensar este fascinante pensamiento de Deleuze (y de Guattari).
5.- Sentido práctico de la Filosofía. Dice Deleuze que la afirmación de que la grandeza de la Filosofía estriba en que no sirve para nada “constituye una coquetería que ya no divierte ni a los jóvenes”. ¿Para qué entonces hay que fabricar conceptos? La respuesta la encontramos en la página 15: “Cuando de lo que se trata es de hacerse cargo del bienestar del hombre […].” Me parece ver aquí un intento de recuperación del filósofo-mago-sacerdote-médico presocrático. Nietzsche mismo se consideró a sí mismo médico, no filósofo. Se trataría de componer conceptos, mundos, planos de realidad -virtual siempre- donde el ser humano pudiera alcanzar su plenitud.
6.- “¿Qué es un concepto?” Así se titula uno de los capítulos del libro de Deleuze/Guattari que estoy tratando de descifrar. Y de amar. “No hay concepto simple. Todo concepto tiene componentes, y se define por ellos.” “Forma un todo, porque totaliza sus componentes, pero un todo fragmentario. Solo cumpliendo esta condición puede salir del caos mental, que lo acecha incesantemente, y se pega a él para reabsorberlo” (P.21). “En un concepto hay, la más de las veces, trozos de componentes procedentes de otros conceptos, que respondían a otros problemas y suponían otros planos. No puede ser de otro modo ya que cada concepto lleva a cabo una nueva repartición, adquiere un perímetro nuevo, tiene que ser reactivado y recortado” (P. 24).
7.- “El plano de inmanencia”: “Los conceptos filosóficos son todos fragmentarios que no ajustan los unos con los otros, puesto que sus bordes no coinciden. Son más productos de dados lanzados por azar que piezas de un rompecabezas. Y sin embargo resuenan, y la filosofía que los crea presenta siempre un Todo poderoso, no fragmentado, incluso cuando permanece abierta: Uno-Todo ilimitado, Omnitudo, que los incluye a todos en un único y mismo plano. Es una mesa, una planicie, una sección. Es un plano de consistencia o, más exactamente, el plano de inmanencia de los conceptos, el planómeno”. “La filosofía es un constructivismo, y el constructivismo tiene dos aspectos complementarios que difieren en sus características: crear conceptos y establecer un plano” (P. 39). Más citas directas: “El plano de inmanencia no es un concepto pensado ni pensable, sino la imagen del pensamiento, la imagen que se da a sí mismo de lo que significa pensar” (P. 41). Por el momento parece que no sería un concepto, ni el concepto de todos los conceptos, sino algo así —diría yo— como el huerto infinito (pero artificial) que cualquier concepto necesita para crear apariencia de existencia, de verdad, de totalidad. También me falta pensar con Deleuze/Guattari qué es para ellos el pensamiento: “Lo que el pensamiento reivindica en derecho, lo que selecciona, es el movimiento infinito o el movimiento del infinito. Él es el que constituye la imagen de pensamiento”. Creo que merece la pena traer más citas, seguir dejando que bailen la bailarinas de Deleuze y de Guattari: “Pero, pese a ser cierto que el plano de inmanencia es siempre único, puesto que es en sí mismo variación pura, tanto más tendremos que explicar por qué hay planos de inmanencia variados, diferenciados, que se suceden o rivalizan en la historia, precisamente según los movimientos infinitos conservados, seleccionados” (P. 43). “Evidentemente el plano no consiste en un programa, un propósito, un objetivo o un medio; se trata de un plano de inmanencia que constituye el suelo absoluto de la filosofía, su Tierra o su desterritorialización, su fundación, sobre los que crea sus conceptos” (P. 45). “El plano de inmanencia es como una sección del caos, y actúa como un tamiz. El caos, en efecto, se caracteriza menos por la ausencia de determinaciones que por la velocidad infinita a la que éstas se esbozan y se desvanecen […] El caos caotiza, y deshace en lo infinito toda consistencia. El problema de la filosofía consiste en adquirir una consistencia sin perder lo infinito en el que el pensamiento se sumerge (el caos en este sentido posee una existencia tanto mental como física). Dar consistencia sin perder nada de lo infinito es muy diferente del problema de la ciencia, que trata de dar unas referencias al caos a condición de renunciar a los movimientos y a las velocidades infinitas y de efectuar primero una limitación de velocidad […]” (PP. 46-47). Los planos de inmanencia… Deleuze/Guattari se atreven a afirmar que existe algo así como el mejor plano que ningún filósofo haya instaurado jamás. Su autor sería Spinoza -“el Cristo del los filósofos”- y así lo intentan pensar los autores de ¿Qué es filosofía?: “Podría ser lo no pensado en el pensamiento. Es el zócalo de todos los planos, inmanente a cada plano pensable que no llega a pensarlo. Es lo más íntimo dentro del pensamiento, y no obstante el afuera absoluto. Un afuera más lejano que cualquier mundo exterior, porque es un adentro más profundo que cualquier mundo interior […]”. “Lo que no puede ser pensado y no obstante debe ser pensado fue pensado una vez, como Cristo, que se encarnó una vez, para mostrar esta vez la posibilidad de lo imposible. Por ello Spinoza es el Cristo de los filósofos, y los filósofos más grandes no son más que apóstoles, que se alejan o acercan a este misterio. Spinoza, el devenir-filósofo infinito. Mostró, estableció, pensó el plano de inmanencia “mejor”, es decir el más puro, el que no se entrega a lo transcendente ni vuelve a conferir transcendencia, el que inspira menos ilusiones, menos malos sentimientos y percepciones erróneas” (P. 62).
Se me ocurre recordar que Spinoza hizo equivaler a Dios con ese plano, con esa radicalísima inmanencia, con ese fertilísimo e hiperordenado caos. Pero para verlo -a Dios- quizás habría que liberarse de todo concepto (¿se puede ver Él a Él mismo?). O, quizás, cabría ver cualquier concepto creado por cualquier filósofo como un fruto prodigioso, tembloroso, delicuescente, de ese Huerto Infinito.
Un concepto artificial (como todos) por el que lucharé mientras pueda es el de “ser humano”. Sujetaré la mano de todo aquel que pretenda deconstruirlo, de todo aquel que ose evidenciar su nada amenazada por las olas del infinito caos (del infinito, monstruoso, maravilloso Dios).
Deleuze insistió mucho en que la Filosofía consistía en la creación de conceptos. Y de planos de inmanencia. De acuerdo, pero ¿qué es crear? En una conferencia del 17 de marzo de 1987, impartida dentro del marco “Mardis de la Fundation“, Deleuze afirmó que “un creador solo hace lo que necesita absolutamente”. ¿Y de dónde le brota al creador esa necesidad absoluta? Quizás del propio Absoluto, cabría decir, que usa al creador como un pincel de carne para fabricar mundos, esto es: grupos entretejidos de conceptos artificiales, siendo ese artificio -ese Maya- la sublimación del propio Dios. Porque quizás un Dios no auto-limitado sería un loque: un harapo, un naufragio, un lugar donde no ocurre el prodigio creativo del trabajo.
Pensar, en cualquier caso, sería mucho más de lo que esa palabra es capaz de definir, precisamente porque la materia del pensamiento sería el infinito. Y, en mi caso, ese infinito estaría especialmente iluminado por el concepto de “ser humano” (eso que yo pienso que son mis hijos… Lucía y Nicolás). Todo por ellos. Todo por todos los hijos del mundo.
David López
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