“Espiritualidad”. Una palabra quizás preciosa, pero también inquietante; y hasta saturante.
¿Qué es la “espiritualidad”? ¿Qué es “ser espiritual”? ¿Qué es no serlo? ¿Qué es un “camino de espiritualidad”? ¿Es mejor el espíritu que, por ejemplo, la materia? [Véase “Materia“]. ¿Alguien sabe qué es eso de “Epíritu” y qué no lo es?
Este texto tiene por cielo una fabulosa pintura de Rafael: El Éxtasis de Santa Cecilia. Schopenhauer hizo mención a esta obra de arte para anunciar el paso del tercer al cuarto libro de la primera parte de su obra capital (El mundo como voluntad y representación). Y dijo que, en ese cuarto y último libro, se iba a ocupar de “lo serio”. ¿Qué es lo serio? Para Schopenhauer “lo serio” era la salvación del ser humano. Y la mirada de Santa Cecilia dibujaría el vector crucial: la salida hacia arriba, el abandono del mundo (este mundo). Hemos de suponer que el cuadro de Rafael muestra un fenómeno puramente espiritual.
Pero cabría afirmar, quizás, que la mirada de Santa Cecilia implica una negación, una des-sacralización del mundo. En algún sentido podría decirse que es una mirada sacrílega, pues, como creyó Schopenhauer, esa mirada beatífica de Santa Cecilia va a propiciar, con un sutil movimiento ocular, un verdadero Apocalipsis: el fin del mundo ‘profano’, el fin de esta vida ‘material’ y ‘pecaminosa’.
A mí me aterra que ese Apocalipsis espiritual pudiera arrasar la sonrisa cotidiana de los niños al salir del colegio (me refiero a colegios normales, feorros incluso); y el abrazo de cualquier padre a sus hijos (padres incluso pecaminosos); y el latido del corazón soñador de una mujer metida en un atasco de Madrid, un atasco de coches mudos bañado por la catarata de luz de cualquier amanecer cotidiano: de este mundo, del mundo profano.
Antes de desarrollar algo más en detalle esta idea y esta emoción, creo que puede ser útil señalar algunos lugares de la historia del pensamiento universal:
1.- El dualismo metafísico (estructuralmente jerárquico) como presupuesto de la espiritualidad (y de la no-espiritualidad). Conexión con el actual debate sobre las relaciones entre “mente” y “cerebro” [Véase “Cerebro“]. El Samkya. Sócrates/Platón: hay que cuidar el alma, lo espiritual. El Hatha Yoga como espiritualización de la carne humana.
2.- El Willensgeist de Jakob Bohme. Sugiero una lectura lo más sosegada que sea posible del texto que ofrezco [aquí].
3.- El concepto de Geist en el idealismo alemán. El espíritu subjetivo de Fichte. El espíritu objetivo de Schelling. El espíritu absoluto de Hegel. El espíritu mágico de Novalis.
4.- Wilhelm Dilthey (1833-1911). Diferencia entre las ciencias del espíritu y las ciencias de la naturaleza. Las primeras se basarían en la experiencia interior. Las segundas en la exterior. Pero, en realidad, lo que Dilthey entiende por “ciencias la naturaleza” no son sino constructos -dibujos, esbozos, hipótesis poéticamente encadenadas- producidos dentro de lo que él cree que debe ser estudiado por las “ciencias del espíritu”.
5.- Max Scheler (1875-1928). No debe dejar de leerse esta obra: Die Stellung des Menschen im Kosmos [El puesto del hombre en el cosmos, editorial Losada]. El ser humano como animal espiritual: como animal que goza de una intuición emocional que le permite acceder a los valores eternos a los que debe someter su conducta. La espiritualidad como plenitud de lo humano. La espiritualidad como libertad, objetividad, conciencia de sí. Como algo muy vulnerable. Como conjunto de actos superiores de la persona (intelectuales y emocionales). De la ética de Scheler me inquieta su fijismo -su inmovilismo- metafísico: hay unos valores eternos, ahí. Solo cabe intuirlos y aceptarlos, no crearlos, como sugirió ese gran amante de la vida y de la fertilidad metafísica que fue Nietzsche.
7.- Raimon Panikkar. Merece ser leída, para el tema que nos ocupa, su obra Espiritualidad hindú (Kairós, 2005); y en especial su epílogo. Me parece especialmente luminosa, y generosa, esta frase (p. 323): “Una de las grandes intuiciones del hinduismo es el misterio pascual, esto es, la vivencia de que este mundo ha sido ya vencido, que la verdadera Vida [con mayúscula en el original de Panikkar] está ya aquí (que el Pantocrátor ha resucitado), y que estamos, por tanto, liberados de la cautividad del tiempo y de la esclavitud del espacio, que la victoria sobre este mundo que pasa y cuya figura es transitoria, es una realidad, porque la eternidad incide sobre el tiempo y nos libera con la verdadera libertad, que no es la criatural para hacer algo, sino la liberación de la pura creaturabilidad, para que el divino emerja en lo humano y la comunión sea perfecta. El fin del hombre no está en el futuro sino en el presente y es profundizando el presente (perforándolo) como se llega al núcleo tempiterno del ser humano”.
Raimon Panikkar ha fallecido hace unos días. Le deseo desde aquí un precioso y sereno regreso a la creatividad infinita.
Volvamos a la imagen de un padre que recoge a su hijo en el colegio. Y que le abraza. Y que siente su olor a mandarina y a goma de borrar y a patio y a eternidad. No hay que salvar este mundo. Hay que amarlo y perderse por el infinito de los momentos que ofrece. Incluidos los atroces: ese padre puede estar asumiendo torturas emocionales (sangrantes como heridas derivadas de instrumentos de hierro) como costes ínfimos de ese abrazo a su hijo.
Schopenhauer consideró la posibilidad de que a algún ser humano -insólito- le salieran bien las cuentas de la existencia. Y que le diera un sí a la vida entera (el sí que más tarde daría un enfermo llamado Nietzsche).
Voy a aprovechar el aparente orden que ofrecen los números para ordenar mis ideas:
1.- Cabría distinguir entre dos tipos de “espiritualidad”: la positiva y la negativa. El primero diría un sí -sacralizaría- la vida (este sueño, este hechizo, y el mero hecho de que todo mundo sea precisamente un hechizo, una obra de arte en definitiva). El segundo diría un no -ofrecería un no- a la vida; y mostraría el camino para otra cosa, otra cosa mejor.
2.- El tipo de espiritualidad negativo me produce cierta claustrofobia: percibo en él el olor del confinamiento, de la aridez, de la pequeñez. Desde hace muchos años me han producido rechazo los discursos de “elevación”, los caminos que ascienden por niveles sucesivos de perfeccionamiento. No me ha gustado cómo miran hacia “abajo” los que creen estar ya en algún peldaño de una de las diferentes escaleras espirituales. En esas miradas he visto estandarización y ceguera. Muchos de los “iniciados”, de pronto, se han visto rodeados de familiares y amigos “ignorantes”, “materialistas”, etc. Y, de pronto, una tarde de domingo, el iniciado no ha sabido ver el último escalón de su escalera espiritual en el calor de la mano tendida por un cuñado insufrible. Las escaleras espirituales alejan, impiden acceder al infinito sagrado en el que arde cualquier rincón de cualquier mundo, real o soñado o imaginado (todo ésto es lo mismo).
3.- También cabría distinguir entre espiritualidades “lógicas” y espiritualidades “meta-lógicas”. En las primeras el iniciado ofrece (en el sentido de “ofrenda”) su mente a una teoría omniabarcante. Y esa idea instaura la ficción de que hay un mundo profano que debe ser superado, una escalera para salir de él y una especie de “cielo” que aguarda al que culmine su proceso espiritual. Los adeptos se sentirán más arriba de la escalera en función de la proximidad que exista entre la idea que veneran (la bailarina que les ha tomado) y la forma completa de su mente. Sugiero leer ahora la palabra [“Bailarina lógica“]
4.- Una espiritualidad meta-lógica es una disolución del dualismo espiritualidad-no espiritualidad: quedaría esa monstruosidad, sagrada ( o no) que es “lo que hay” (el Ser si se quiere). Y el filósofo no cobarde abriría las compuertas de su mente para que, al menos durante unos minutos, corriera por su interior esa brisa sublime pero insoportable; insoportable desde al menos desde la aparente finitud que parece configurar nuestra sensibilidad humana.
Ahora creo que debo contar una experiencia personal. Si es que fue “personal”. Ocurrió hace dos inviernos, junto al lago de Juglar, en el Pirineo. Estaba completamente solo, rodeado por un océano de nieve blanca y olas de piedra infinita, bajo una catarata de silencio azul que provenía del cielo. Y me puse a meditar. A los pocos minutos sentí el latido de la Inmensidad latiendo dentro de los latidos de mi propio corazón. Y fui consciente, de pronto, de que había vivido en infinitos mundos bajo infinitas formas; y que lo iba a seguir haciendo. Eternamente. Sentí, plenamente, la inmortalidad de mi verdadero yo y, lo que quizás fue más insoportable todavía: sentí mi infinita creatividad.
Y decidí parar. Decidí abandonar aquel peldaño final de la escalera. Y saltar desde ella hasta la inmanencia sublime de mis manos agrietadas por el frío del Pirineo.
A partir de entonces ubico lo sagrado en lo profano: en el olor a mandarina que percibo en el babi de mi hijo cuando voy a buscarle al colegio. Y en la cascada de luz naranja que retumba en los “materiales ” y “materialistas” atascos de Madrid.
La mirada de Santa Cecilia debe incendiarse “arriba” y volver “abajo”… para ver lo que no fue capaz de ver antes de ese incendio: antes de ese “incendio espiritual” que permite ver lo sagrado aquí.
Ahora.
En esta “llama de amor viva” que -ya- nos consume.
David López