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El odio es estupidez

En 1959, ante las cámaras de la BBC, el anciano Bertard Russell afirmó que el amor es sabiduría y que el odio es estupidez. Está todo dicho.

En España están proliferando últimamente discursos que incitan al odio (a la estupidez). Debemos pararlos. Es urgentísimo. El odio es el infierno, la negación absoluta de cualquier posibilidad de belleza, de cualquier posibilidad de alegría. Amar no lleva al paraíso: es ya el paraíso. Odiar es lo contrario de amar. Y no nos lleva al infierno: es ya el infierno. El odio es también ceguera, sueño oscuro. El rencor, como odio sostenido, implica el absurdo de mantener con vida un infierno en el interior de nuestro propio pecho. Amar implica convertir nuestro pecho en un amanecer (en un Génesis) perpetuo. Dicen los cristianos que su Dios creó el mundo por amor.

El caso es que toda vida nace del amor, del amor a la vida. Nadie nació con rencor. Hay que regresar siempre a la luz del amanecer de nuestra vida. Hay que morir incluso con esa luz: hay que morir naciendo. Conozco a muchos ancianos (algunos “alumnos” míos incluso) que no tienen resentimiento, que no tienen rencor hacia nada ni hacia nadie. Después de todo lo vivido. Y de todo lo sufrido. Esos ancianos son fabulosos gurús que no saben que lo son. Son elegancia.

Odiar es odiar-se; porque es lógica, física y metafísicamente insostenible que “el otro” exista como tal: que “el otro” sea una sustancia claramente diferenciada de nosotros mismos. El odio envenena la ecología de nuestra mente (o corazón, o alma… o la bailarina lógica que más guste). El odio es un estúpido desastre en nuestro cosmos interior.

La Filosofía es un arte -una especie de religión también- que ama la sabiduría. Cuanto más se ama más se sabe y cuanto más se sabe más se ama. Los discursos que incitan al odio parten del odio y, por lo tanto, de la estupidez. Se podría decir que precisamente por partir del odio ya muestran que están equivocados, que parten de la no-sabiduría. Que no tienen razón.

Serpean por internet correos colectivos en los que se dicen barbaridades de los políticos: que insultan públicamente a políticos que han sido elegidos democráticamente; y que insultan incluso a los que -siendo del “pueblo”- no se movilizan en no sé qué cruzada contra el Mal. Hay otros discursos que, por el contrario, insultan y denigran a aquellos que se sienten, por así decirlo, cátaros de la democracia (el 15-M). Esto es odio, estupidez, ceguera: enrabietados videojuegos de guerra que pueden terminar provocando mucho dolor. Dolor del de verdad.

En cualquier caso es gravísimo insultar a los políticos. Todos ellos son seres humanos. Se merecen un respeto infinito. Se merecen ser amados. Todos. Sí: todos (incluidos los que insultan a otros). Eso es la sabiduría. El odio es estupidez (digámoslo infinitas veces) y la estupidez es la negación de la condición humana. Se puede criticar una gestión -con mucha contundencia-desde el amor, desde el respeto. Todo esto puede sonar cursi, manido, denteroso por excesivamente edificante; pero no hay otro camino. De verdad que no lo hay. Esta civilización tiene una clave fundamental. Me refiero a la dignidad humana. Es una religión. El ser humano es sagrado (Bin Laden incluido). No se le puede no respetar, no se le puede negar un solo derecho fundamental (a Bin Laden -ese gran creyente en el Mal- se le negaron todos los derechos humanos… desde la creencia en el Mal).

Habrá quien piense que esta civilización se está cayendo ya. Y que no merece la pena “salvarla”; porque se trataría de una civilización muy mal planteada. Yo, en cambio, creo que hay mucho hecho y mucho por hacer. Hay mucha belleza (incluso política) que ya ha llegado (aunque muchos no la vean); y hay mucha belleza por llegar. Tengo hijos. Los amo intensamente. Y haré lo que sea necesario para que vean, para que valoren, la belleza (política) que ya hay; y para que tengan un futuro cuajado de bellezas (políticas) que ahora ni siquiera podemos imaginar.

No sé si es riguroso filosofar desde la condición de padre. Me consuelo pensando que, al fin y al cabo, la Filosofía partió siempre de un intensísimo amor hacia algo.

Traigo aquí de nuevo a mi querido Bertrand Russell. De verdad que creo que merece la pena escuharle.

* * * * * *

Bertrand Russell suele estar ubicado entre los filósofos irreligiosos.  Pero, en mi opinión, si observamos con cierto detenimiento el modelo de totalidad que ofrecen sus textos, podemos apreciar una gran devoción hacia una diosa descomunal (poderosísima) llamada “Lógica”: una diosa con la que el ser humano debe fundirse, místicamente, para alcanzar el prodigio -finito- de la plenitud. De la felicidad en definitiva.

Bertrand Russell soñó un paraíso lógico -proto/matemático- para él y para esos seres que tanto amó y en que tantas esperanzas depositó: los seres humanos. Y no sólo soñó ese paraíso, sino que puso todas sus frases al servicio de su construcción. ¿Paraíso lógico-matemático? Sí. Él lo conoció en la adolescencia y ese encuentro salvó su vida. Casi literalmente. Luego, tras ese encuentro, tras ese advenimiento, se trataba de salvar al resto de los seres humanos… sobre todo a aquellos cuyas conciencias y cuyos corazones estuvieran alejados de la diosa Lógica…. la más poderosa de las divinidades concebibles por el ser humano (tan poderosa que de ella dependería, en opinión de Russell, la existencia o no de ese Dios-padre en el que creerían las religiones monoteístas… y cuya existencia habrían afirmado algunos escolásticos por culpa de la deficiente lógica aristotélica).

Algo sobre su vida

(1872-1970) Russell murió con 98 años, enamorado de la vida, hasta el punto de afirmar que volvería a vivirla encantado si se le diese la opción. Russell se consideró a sí mismo un hombre feliz. Ni más ni menos. Pero esa proclamada felicidad estuvo precedida por una infancia y una adolescencia muy tristes, muy aburridas, casi desesperadas. Así se expresa él mismo en su obra La conquista de la felicidad (Espasa Calpe, traducción de Julio Huici):

Yo no nací dichoso. De niño, mi himno favorito era: “Cansado del mundo y con el peso de mis pecados”. A los cinco años yo pensaba que si había que vivir setenta no había pasado aún más que la catorceava parte de mi vida, y me parecía casi insoportable la enorme cantidad de aburrimiento que me aguardaba. En la adolescencia la vida me era odiosa, y estaba continuamente al borde del suicidio, del cual me libré gracias al deseo de saber más matemáticas. Hoy, por el contrario, gusto de la vida, y casi estoy por decir que cada año que pasa la encuentro más gustosa. Esto es debido, en parte, a haber descubierto cuáles eran las cosas que deseaba más y haber adquirido gradualmente muchas de ellas. En parte es debido a haberme desprendido, felizmente, de ciertos deseos (la adquisición del conocimiento indudable acerca de algo) como esencialmente inasequibles.

Russell perdió a sus dos padres cuando tenía menos de cuatro años y estuvo a cargo de su abuela. Su abuelo fue ministro con la reina Victoria. Su padre fue miembro del parlamento inglés y amigo y discípulo de Stuart Mill. Russell recibió una fabulosa formación intelectual -”liberal”- pero no disfrutó del conocimiento (del mundo en definitiva) hasta que conoció las matemáticas y, a partir de ellas, quiso saber cuáles eran sus fundamentos (el fondo de ese paraíso que olía a orden, a belleza, a eternidad, a algo distinto que lo que se presentaba como “realidad”). Estudió en el Trinity College y empezó a relacionarse con hombres cuya inteligencia vibraba en la misma frecuencia que la suya. Su tesis doctoral versó sobre Leibniz. Fue profesor de Wittegenstein. Y también de Mao en Pekín. Escribió obras fundamentales de la lógica y de la matemática del siglo XX (Los principios de las matemáticas; Principia Mathematica, este último en colaboración con Whitehead). Y entre sus múltiples publicaciones creo que merece destacarse -por ser deliciosamente erudita y divertida- The History of Western Philosophy.

Se caso cuatro veces, recibió el Premio Nobel, estuvo en la cárcel por su pacifismo, fue Lord… fue un hombre excepcional, divertido. Vivió casi toda su vida enamorado del amor humano -sobre todo del femenino- y creyó en las posibilidades de la vida humana.

Ideas fundamentales

1.- La metafísica del atomismo lógico. Russell, tras escapar del idealismo de Bradley, creyó (o necesitó creer) que la realidad era objetiva -independiente, en su ser, de si es o no percibida por el ser humano-; y que estaba compuesta, esa realidad verdadera, por elementos últimos e indivisibles (atomismo lógico). El ser humano percibiría esa realidad -el mundo- mediante la experiencia. Y la experiencia -según Russell- debería ser ordenada de la misma forma como se ordenan las matemáticas, las cuales, a su vez, siendo paradisíacas, curiosamente requerirían fundamentación (deberían ser “lógicas”). Así, Russell luchará por matematizar todo conocimiento humano (llevarlo en definitiva a ese orden celestial que a él le salvo la vida, casi literalmente). Respecto de la fundamentación lógica de las matemáticas, Russell tuvo que luchar contra terribles paradojas: parecía como si la diosa Lógica (esa omnipotencia incuestionable) no reconociera del todo -no sostuviera del todo- eso que se presenta como mundo: como si le hubiera abandonado en algunos de sus puntos estructurales.

2.- Hechos y proposiciones. Una proposición es la unión de un sujeto y un predicado. Se dice algo de algo. Russell concibió lo real como compuesto por hechos atómicos (sin partes), los cuales podían ser nombrados por proposiciones también atómicas. Con las proposiciones atómicas (Sócrates es humano) cabría componer proposiciones moleculares (Sócrates fue humano y yo lo sé). Según Russell, en la realidad del mundo no hay hechos moleculares, sino simples (atómicos). Esos hechos se presentan ante la experiencia como datos sensibles y como estados mentales. Pero los hechos son en sí siempre, no dependen de la percepción, ni de la ideología, etc.

3.- La ciencia. Sólo esta forma de mirar al mundo -según Russell- proporcionaría un acceso a la verdad. El conocimiento sería la incorporación de datos verificables (los que reconoce la ciencia) a una matemática debidamente fundamentada en la Lógica (yo creo que esta palabra en Russell debe ir con mayúscula). Russell llegará a decir que, entre las clases más cultivadas, sólo el científico es feliz. Quizás porque se asoma a la objetividad, a lo otro, a lo que no es su ego hipertrofiado (caso de los artistas, según Russell). En mi opinión, la mirada de la ciencia, al ser algorítmica (al predeterminar su objeto, al llevar una teoría dentro) funciona como censura. Censura útil para ciertas necesidades no problematizadas como tales. Russell sólo aceptará como real -como “hecho”- lo que pueda bailar -y respirar- con su diosa -su salvadora de la adolescencia: la “Lógica”, la “Lógica matemática”. Y así, poco a poco, se podrá ir dibujando el corazón del mundo como un lugar de belleza, de armonía, de paz. Para todos esos seres excepcionales que son los seres humanos.

4.- La religión. En 1956 Paul Edwards publicó una antología de diversos ensayos de Russell bajo el título “Why I am not a Christian”. Todos ellos se ocupaban de temas teológicos y religiosos. En el prefacio que redactó Russell se pueden leer estas afirmaciones:

En los últimos años ha habido el rumor de que me he hecho menos contrario a la ortodoxia religiosa de lo que fui antes. Este rumor es completamente infundado. Pienso que las grandes religiones del mundo -budismo, hinduísmo, cristianismo, Islam y comunismo- son tanto falsas como dañinas.

Pero, como ya señalé al comienzo de este texto, si se observa el modelo de totalidad de Russell con cierto detenimiento lo que aparece es un esquema puramente religioso: hay una divinidad omnipotente (más aún que el Dios de los monoteísmos), un camino para fundirse con esa divinidad (el que marca la salvífica gnoseología de Russell) y una gloria alcanzable en virtud de esa fusión. Una gloria finita, sí, pero quizás por eso más gloriosa todavía. También hay en Russell una fe enorme. Y también un enorme amor hacia el ser humano (tanto que detestará explícitamente el cristiano discurso de la culpabilización, del terrible pecado, del horrible sexo). Russell amará al ser humano más de lo que desde algunas religiones monoteístas parece amar Dios a sus criaturas.

En una entrevista de la BBC (1959) Russell afirmó que el amor es sabio y el odio estúpido. Y que la caridad y la tolerancia son vitales para la continuidad de la vida humana en el planeta.

5.-  La felicidad. Russell creyó que la felicidad humana era posible. Y luchó por ella. Por la suya y por la de los demás (a los que vio en general muy desgraciados). Y todo ello a pesar de que, dentro de su modelo de totalidad, no se aprecian posibilidades de libertad, de maniobra, para esa porción temporal de materia matematizada que sería el ser humano. Creo que Russell ofreció una metafísica para fundamentar una soteriología cuya esencia sería la necesidad de una fusión mística con la Lógica del Ser. El hombre podría fundirse con el fondo omnipotente de lo real (la Lógica matemática) y, ahí, olvidado de su yo egoísta, fluir, bailar el prodigioso baile matemático que somete todo lo real. Se trataría de ser uno con la diosa venerada por el adepto-Russell. Ese sería el camino de la felicidad, de la plenitud -finita- a la que puede aspirar el ser humano. “La conquista de la felicidad”, de Russell, es una preciosa obra que termina así:

El hombre feliz es el que no siente el fracaso de unidad alguna, aquel cuya personalidad no se escinde contra sí mismo ni se alza contra el mundo. El que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que se le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se siente separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera (traducción de Julio Huici).

“La corriente de la vida”. ¿Qué es eso? Russell la conceptúa, y la siente, lógica, más lógica incluso que las no tan lógicas matemáticas con las que él quiso ordenar nuestra experiencia de lo real. Estaríamos ante una propuesta mística, de fusión, con una divinidad no problematizada. Un salto a ciegas dentro de un sol que Russell sintió salvífico en el horror de su infancia y de su adolescencia.

Su encuentro con las bailarinas lógicas (Pendiente de completar)

Lógos ([Véase].

Religión [Véase].

Dios [Véase].

Hecho [Véase].

Matemáticas [Véase].

En el vídeo que ofrezco a continuación se puede escuchar al propio Russell hablando sobre la experiencia religiosa que supuso para él su encuentro con las diosas matemáticas:

Bertrand Russell en la BBC 1959

Bertrand Russell no fue cristiano -ni comunista- porque estaba convencido de que esos credos -entre otros- eran muy perniciosos para el ser humano (un fin en sí mismo, una delicadísima y vulnerabilísima porción de la -ferozmente mecánica- materia del universo). Amó tanto al ser humano que lo puso por delante de su propia salvación “eterna”.

Creo que Russell llevó hasta sus últimas consecuencias el mensaje fundamental de Cristo: “Ama al prójimo como a ti mismo”.

David López

Sotosalbos, 13 de agosto de 2012.

Filósofos míticos del mítico siglo XX: “Bertrand Russell”

 

 

Bertrand Russell suele estar ubicado entre los filósofos irreligiosos.  Pero, en mi opinión, si observamos con cierto detenimiento el modelo de totalidad que ofrecen sus textos, podemos apreciar una gran devoción hacia una diosa descomunal (poderosísima) llamada “Lógica”: una diosa con la que el ser humano debe fundirse, místicamente, para alcanzar el prodigio -finito- de la plenitud. De la felicidad en definitiva.

Bertrand Russell soñó un paraíso lógico -proto/matemático- para él y para esos seres que tanto amó y en que tantas esperanzas depositó: los seres humanos. Y no solo soñó ese paraíso, sino que puso todas sus frases al servicio de su construcción. ¿Paraíso lógico-matemático?

Sí. Él lo conoció en la adolescencia y ese encuentro salvó su vida. Casi literalmente. Luego, tras ese encuentro, tras ese advenimiento, se trataba de salvar al resto de los seres humanos… sobre todo a aquellos cuyas conciencias y cuyos corazones estuvieran alejados de la diosa Lógica…. la más poderosa de las divinidades concebibles por el ser humano (tan poderosa que de ella dependería, en opinión de Russell, la existencia o no de ese Dios-padre en el que creerían las religiones monoteístas… y cuya existencia habrían afirmado algunos escolásticos por culpa de la deficiente lógica aristotélica).

Algo sobre su vida

(1872-1970) Russell murió con 98 años, enamorado de la vida, hasta el punto de afirmar que volvería a vivirla encantado si se le diese la opción. Russell se consideró a sí mismo un hombre feliz. Ni más ni menos. Pero esa proclamada felicidad estuvo precedida por una infancia y una adolescencia muy tristes, muy aburridas, casi desesperadas. Así se expresa él mismo en su obra La conquista de la felicidad (Espasa Calpe, traducción de Julio Huici):

Yo no nací dichoso. De niño, mi himno favorito era: “Cansado del mundo y con el peso de mis pecados”. A los cinco años yo pensaba que si había que vivir setenta no había pasado aún más que la catorceava parte de mi vida, y me parecía casi insoportable la enorme cantidad de aburrimiento que me aguardaba. En la adolescencia la vida me era odiosa, y estaba continuamente al borde del suicidio, del cual me libré gracias al deseo de saber más matemáticas. Hoy, por el contrario, gusto de la vida, y casi estoy por decir que cada año que pasa la encuentro más gustosa. Esto es debido, en parte, a haber descubierto cuáles eran las cosas que deseaba más y haber adquirido gradualmente muchas de ellas. En parte es debido a haberme desprendido, felizmente, de ciertos deseos (la adquisición del conocimiento indudable acerca de algo) como esencialmente inasequibles.

Russell perdió a sus dos padres cuando tenía menos de cuatro años y estuvo a cargo de su abuela. Su abuelo fue ministro con la reina Victoria. Su padre fue miembro del parlamento inglés y amigo y discípulo de Stuart Mill. Russell recibió una fabulosa formación intelectual -”liberal”- pero no disfrutó del conocimiento (del mundo en definitiva) hasta que conoció las matemáticas y, a partir de ellas, quiso saber cuáles eran sus fundamentos (el fondo de ese paraíso que olía a orden, a belleza, a eternidad, a algo distinto que lo que se presentaba como “realidad”). Estudió en el Trinity College y empezó a relacionarse con hombres cuya inteligencia vibraba en la misma frecuencia que la suya. Su tesis doctoral versó sobre Leibniz. Fue profesor de Wittegenstein. Y también de Mao en Pekín. Escribió obras fundamentales de la lógica y de la matemática del siglo XX (Los principios de las matemáticas; Principia Mathematica, este último en colaboración con Whitehead). Y entre sus múltiples publicaciones creo que merece destacarse -por ser deliciosamente erudita y divertida- The History of Western Philosophy.

Se caso cuatro veces, recibió el Premio Nobel, estuvo en la cárcel por su pacifismo, fue Lord… fue un hombre excepcional, divertido. Brillante. Vivió casi toda su vida enamorado del amor humano -sobre todo del femenino- y creyó en las posibilidades de la vida humana.

Ideas fundamentales

1.- La metafísica del atomismo lógico. Russell, tras escapar del idealismo de Bradley, creyó (o necesitó creer) que la realidad era objetiva -independiente, en su ser, de si es o no percibida por el ser humano-; y que estaba compuesta, esa realidad verdadera, por elementos últimos e indivisibles (atomismo lógico). El ser humano percibiría esa realidad -el mundo- mediante la experiencia. Y la experiencia -según Russell- debería ser ordenada de la misma forma como se ordenan las matemáticas, las cuales, a su vez, siendo paradisíacas, curiosamente requerirían fundamentación (deberían ser “lógicas”). Así, Russell luchará por matematizar todo conocimiento humano (llevarlo en definitiva a ese orden celestial que a él le salvo la vida, casi literalmente). Respecto de la fundamentación lógica de las matemáticas, Russell tuvo que luchar contra terribles paradojas: parecía como si la diosa Lógica (esa omnipotencia incuestionable) no reconociera del todo -no sostuviera del todo- eso que se presenta como mundo: como si le hubiera abandonado en algunos de sus puntos estructurales.

2.- Hechos y proposiciones. Una proposición es la unión de un sujeto y un predicado. Se dice algo de algo. Russell concibió lo real como compuesto por hechos atómicos (sin partes), los cuales podían ser nombrados por proposiciones también atómicas. Con las proposiciones atómicas (Sócrates es humano) cabría componer proposiciones moleculares (Sócrates fue humano y yo lo sé). Según Russell, en la realidad del mundo no hay hechos moleculares, sino simples (atómicos). Esos hechos se presentan ante la experiencia como datos sensibles y como estados mentales. Pero los hechos son en sí siempre, no dependen de la percepción, ni de la ideología, etc.

3.- La ciencia. Solo esta forma de mirar al mundo -según Russell- proporcionaría un acceso a la verdad. El conocimiento sería la incorporación de datos verificables (los que reconoce la ciencia) a una matemática debidamente fundamentada en la Lógica (yo creo que esta palabra en Russell debe ir con mayúscula). Russell llegará a decir que, entre las clases más cultivadas, solo el científico es feliz. Quizás porque se asoma a la objetividad, a lo otro, a lo que no es su ego hipertrofiado (como es el caso de los artistas, según Russell). En mi opinión, la mirada de la ciencia, al ser algorítmica (al predeterminar su objeto, al llevar una teoría dentro) funciona como censura. Censura útil para ciertas necesidades no problematizadas como tales. Russell solo aceptará como real -como “hecho”- lo que pueda bailar -y respirar- con su diosa -su salvadora de la adolescencia: la “Lógica”, la “Lógica matemática”. Y así, poco a poco, se podrá ir dibujando el corazón del mundo como un lugar de belleza, de armonía, de paz. Para todos esos seres excepcionales que son los seres humanos.

4.- La religión. En 1956 Paul Edwards publicó una antología de diversos ensayos de Russell bajo el título “Why I am not a Christian”. Todos ellos se ocupaban de temas teológicos y religiosos. En el prefacio que redactó Russell se pueden leer estas afirmaciones:

En los últimos años ha habido el rumor de que me he hecho menos contrario a la ortodoxia religiosa de lo que fui antes. Este rumor es completamente infundado. Pienso que las grandes religiones del mundo -budismo, hinduísmo, cristianismo, Islam y comunismo- son tanto falsas como dañinas.

Pero, como ya señalé al comienzo de este texto, si se observa el modelo de totalidad de Russell con cierto detenimiento, lo que aparece es un esquema puramente religioso: hay una divinidad omnipotente (más aún que el Dios de los monoteísmos), un camino para fundirse con esa divinidad (el que marca la salvífica gnoseología de Russell) y una gloria alcanzable en virtud de esa fusión. Una gloria finita, sí, pero quizás por eso más gloriosa todavía. También hay en Russell una fe enorme. Y también un enorme amor hacia el ser humano (tanto que detestará explícitamente el cristiano discurso de la culpabilización, del terrible pecado, del horrible sexo). Russell amará al ser humano más de lo que desde algunas religiones monoteístas parece amar Dios a sus criaturas.

5.-  La felicidad. Russell creyó que la felicidad humana era posible. Y luchó por ella. Por la suya y por la de los demás (a los que vio en general muy desgraciados). Y todo ello a pesar de que, dentro de su modelo de totalidad, no se aprecian posibilidades de libertad, de maniobra, para esa porción temporal de materia matematizada que sería el ser humano. Creo que Russell ofreció una metafísica para fundamentar una soteriología cuya esencia sería la necesidad de una fusión mística con la Lógica del Ser. El hombre podría fundirse con el fondo omnipotente de lo real (la Lógica matemática) y, ahí, olvidado de su yo egoísta, fluir, bailar el prodigioso baile matemático que somete todo lo real. Se trataría de ser uno con la diosa venerada por el adepto-Russell. Ese sería el camino de la felicidad, de la plenitud -finita- a la que puede aspirar el ser humano. “La conquista de la felicidad”, de Russell, es una preciosa obra que termina así:

El hombre feliz es el que no siente el fracaso de unidad alguna, aquel cuya personalidad no se escinde contra sí mismo ni se alza contra el mundo. El que se siente ciudadano del universo y goza libremente del espectáculo que se le ofrece y de las alegrías que le brinda, impávido ante la muerte, porque no se siente separado de los que vienen en pos de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida se halla la dicha verdadera (traducción de Julio Huici).

“La corriente de la vida”. ¿Qué es eso? Russell la conceptúa, y la siente, lógica, más lógica incluso que las no tan lógicas matemáticas con las que él quiso ordenar nuestra experiencia de lo real. Estaríamos ante una propuesta mística, de fusión, con una divinidad no problematizada. Un salto a ciegas dentro de un sol que Russell sintió salvífico en el horror de su infancia y de su adolescencia.

En una famosa entrevista concedida a la BBC en 1959 Russell afirmó que el amor es sabio y el odio estúpido. Y que la caridad y la tolerancia son vitales para la continuidad de la vida humana en el planeta. En esa misma entrevista se puede escuchar al propio Russell hablando sobre la experiencia religiosa que supuso para él su encuentro con las diosas matemáticas. Russell no fue cristiano -ni comunista- porque estaba convencido de que esos credos -entre otros- eran muy perniciosos para el ser humano (un fin en sí mismo, una delicadísima y vulnerabilísima porción de la -ferozmente mecánica- materia del universo). Amó tanto al ser humano que lo puso por delante de su propia salvación “eterna”.

Quizás cabría resumir la propuesta de Russell en un lema simple y poderoso: “Facts and love”.

Amor al ser humano, y a la verdad, pero no a sus ideas, no a sus religiones.

Creo en cualquier caso que Russell llevó hasta sus últimas consecuencias el mensaje fundamental de Cristo: “Ama al prójimo como a ti mismo”.

David López

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Las bailarinas lógicas: “Gracia”

 


“Gracia”.

¿Qué es eso? ¿Qué es esa enormidad? ¿Existe/ocurre en realidad?

Creo que no es que “exista” la Gracia, sino que es lo único que hay. Lo único que ocurre.

En la majestuosa abadía de Solesmes,  Simone Weil [Véase] se sintió abrazada por Cristo. Físicamente. Ocurrió el 17 de abril de 1938. Ella murió pocos años después, en 1943, con treinta y cuatro años, en una habitación de hospital con vistas a la “naturaleza”, en paz, sintiendo el luminoso oleaje del infinito. De un infinito capaz de amar. Y de dar.

Y de recibir.

En aquella habitación de hospital, antes de morir, Simone Weil sintió, quizás, otra vez quizás, algo que los teólogos occidentales denominan “Gracia”.

Antes de exponer mis ideas y mis sentimientos acerca de lo que puede estar queriendo atrapar esta enorme palabra, creo que es necesario hacer el siguiente recorrido (para el cual, una vez más, me ha sido de gran utilidad el Diccionario de Filosofía de José Ferrater Mora):

1.- Antiguo testamento. “Hen” traducido al griego como “Gratia“: significaría regalo, favor, gratitud. También se traduce como belleza. Aquí cabría hacer referencia al sentido estético de la palabra Gracia (Platón/Plotino/Edmund Burke/Friedrich Schiller/Joachim Winckelmann). Y cabría ir ya avistando que ese don, ese regalo que podría provenir de la Omnipotencia, es belleza: una existencia bella, en este plano de realidad (la vida) o en otro (más allá de la vida).

2.- San Pablo (Epístolas y Actas). La Gracia es gratuita, no es consecuencia de las obras ni de la ley. Y es la Fe la única condición necesaria para que ocurra la Gracia. Sí. Pero, ¿qué es la Fe? Simone Weil la definió como “creencia productora de realidad”. Un sentido similar lo encontramos en Paracelso. Y en Unamuno: creer es crear. Me pregunto: ¿podemos elegir nuestro creer/crear? ¿De dónde surde esa capacidad creyente/creativa? ¿Qué tenemos dentro? ¿Qué es ese taller prodigioso?

3.- San Agustín. Todo lo que proviene de Dios es resultado de la Gracia. Así, toda la Creación (el Universo si se quiere) participa de esa “gracia común”. Todo es agraciado. Pero hay otra Gracia -la Gracia sobrenatural- que entra en la Creación a través de Jesucristo. Está reservada para los seres humanos. Pero, al parecer, no para todos: solo para los elegidos. Y es inmerecida: es un regalo completamente gratuito. Una vez recibida la Gracia, transforma nuestra voluntad: queremos lo que debe ser querido: el Bien.

4.- Pelagio. Las tesis de San Agustín sobre la predestinación serían demasiado pesimistas y demasiado maniqueas. La Gracia está en todos los bienes naturales. No somos pecadores. El ser humano puede obrar correctamente sin que para ello le sea concedida una Gracia especial. Pelagio parecía creer en el ser humano casi más que en Dios. En cualquier caso parecía creer en lo que hay. Tenía fe absoluta.

5.- Santo Tomás (Summa Theologica, I, q. II-IIa, q. X): “La gracia presupone, preserva y perfecciona la naturaleza”. Cabría relacionar esta energía, digamos, sagrada, de conservación, con el Vishnú de la trinidad hindú: el encargado de conservar los mundos (los mundos creados por Brahma y que, inevitablemente, saludablemente, serán destruidos por Shiva). Es interesante que Santo Tomás haya señalado que la Gracia requiere un mundo, un cosmos [Véase]. Considero que la Gracia, al ofrecer belleza en el sentido más amplio que quepa asumir, opera necesariamente sobre un cosmos ya ordenado en ideas. No cabe imaginar belleza sin ideas [Véase “Ideas“]: la belleza absoluta sería -vista desde la Metafísica platónica- una equivalencia total, una fusión, entre el mundo de las ideas y el mundo de las apariencias: un jardín perfecto, una ciudad perfecta.

6.- Lutero. La Gracia se deriva de la fe, no de la buena conducta. El que cree, tiene ya la Gracia. Cabe preguntarse qué es exactamente lo que hay que creer para que ocurra ese prodigio. También cabe preguntarse en qué consiste exactamente ese prodigio: por qué es tan glorioso: qué es lo que hace sentir al ser humano…

7.- Leibniz (Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, & 15): “Hay tanta virtud y dicha como es posible que haya, y ello no a causa de un desvío de la naturaleza, como si lo que Dios prepara a las almas perturbase las leyes de los cuerpos, sino por el orden mismo de las cosas naturales, en virtud de la armonía preestablecida desde siempre entre los reinos de la naturaleza y de la Gracia, entre Dios como arquitecto y Dios como monarca, de suerte que la naturaleza conduce a la Gracia y la Gracia perfecciona la naturaleza usando de ella” . Cabría decir por tanto, desde Leibniz, que las leyes de la Naturaleza serían instrumentos al servicio de la Gracia, del “gran regalo”.

8.- Simone Weil. En las conferencias que deriven de este texto me centraré especialmente en la vida y en el pensamiento/sentimiento de esta mística marxista convertida, físicamente, materialísticamente, al cristianismo. Aquí quisiera hacer mención a su obra fundamental: La pesanteur et la grâce [La gravedad y la Gracia]. Leamos algunos párrafos de este libro de hierro y de luz:

– “Todos lo movimientos naturales del alma se rigen por leyes análogas a las de la gravedad material. Solo la Gracia es un excepción”.

– “Descreación: pasar de lo creado a lo increado. Destrucción: pasar de lo creado a la nada”.

Quizás ella se sintió “descreada” al ser abrazada por Cristo -y por los cantos gregorianos- en la abadía de Solesmes. Ella habló de “una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano”. ¿La presencia del infinito en la finitud, amando? ¿El infinito amando y siendo amado?

9.- “Gracia”. Jorge Luis Borges escribió este poema para una edición del I Ching:

El porvenir es tan irrevocable

Como el rígido ayer.

No hay cosa

Que no sea una letra silenciosa

De la eterna escritura indescifrable

Cuyo libro es el tiempo. Quien se aleja

De su casa ya ha vuelto. Nuestra vida

Es la senda futura y recorrida.

El rigor ha tejido la madeja.

No te arredres. La ergástula es oscura,

La firme trama es de incesante hierro,

Pero en algún recodo de tu encierro

Puede haber una luz, una hendidura.

El camino es fatal como la flecha.

Pero en las grietas está Dios, que acecha.

Intentaré a continuación expresar las ideas y las sensaciones que provoca en “mí” la palabra “Gracia” tal y como la ha ido construyendo la teología -y la creativa fe- occidental:

1.- Si la Gracia es un don, un regalo, ¿qué es lo que se regala? Como ya he adelantado antes, creo que el regalo es belleza. Se regala un cosmos entero, vivo, ordenado, glorioso. Un cosmos que tendría una parte visible y otra invisible. Desde el cristianismo se podría decir que lo que ofrece Jesús es una segunda Creación al servicio exclusivo de la plenitud humana: ese sería el gran regalo; accesible por la fe; aunque cabría señalar que, básicamente, el que es capaz de amar (o al menos de no odiar, de no tener rencor, de no sufrir envidia) ya vive en el paraíso que ofrece el cristianismo: vive en un mundo inimaginable para el no virtuoso.

2.- La fe a la que se refieren San Pablo, San Agustín o Lutero es creación -instalación- del Logos cristiano: y dejar que ese Logos [Véase “Logos“] fabrique un mundo en nuestra conciencia: que nazca en ella Jesucristo, y que Jesucristo nos ame, nos abrace desde la “Materia” [Véase]. En realidad se estaría recibiendo, por la fe, un paraíso (un Maya prodigioso, una Creación sublimada, ya del todo).

3.- Al comienzo de este texto he afirmado que no es que exista la “Gracia”, sino que es lo único que existe. Mi sensación es que algo omnipotente segrega realidades (siempre sagradas), y que lo hace dentro de sí mismo (siempre dentro de la divinidad). Algo semejante afirmó San Agustín, al considerar que toda la Creación (el Universo si se quiere) participa de la Gracia. El mundo es un regalo, una fabulosa Creación, que lo Innombrable se hace a sí mismo.

4.- Así, considero que no hay que escandalizarse demasidado ante la idea agustiniana de que la Gracia se concede, arbitrariamente, a algunos seres humanos elegidos. En realidad esos “seres humanos” no serían más que “puntos”, digamos, aparentes, oníricos, de la propia mente de Dios… Sugiero leer la palabra “Dios” [Véase] para que se entienda lo que yo entiendo por tal.

5.- Desde la religión cientista [Véase “Física” y “Cerebro“] se podría afirmar que Simone Weil no fue, de ninguna manera, abrazada por Cristo en la abadía de Solesmes. Se diría que, en realidad, lo que ocurrió fue que la materia de su -tembloroso- cerebro fue singularmente afectada por los cantos gregorianos -una armonía puramente matemática- y que, en consecuencia, ese cerebro no del todo sano propició una visión carente de fundamento “exterior”: carente de realidad en el universo que se ve y que se estudia cuando se está sano y no se está hechizado por supersticiones. Aceptando las exigencias de la superstición cientista, cabría no obstante destacar que el prodigio sigue activado, que la Gracia -esa hoguera ubicua- no deja brillar. Así, el cerebro de Simone Weil -su materia, sus moléculas, sus átomos- fueron capaces de encarnar (fabricar si se quiere) a Cristo. Y ese ser prodigioso, aunque puramente imaginario (pura secreción de la Materia de un cerebro humano), habría podido abrazar a Simone Weil. Todo habría ocurrido dentro de un cerebro. Sí. En la “mente” si se quiere. Pero, ¿qué es el cerebro “en sí”? [Véase “Cerebro“] ¿Qué opera en nuestra mente? ¿La belleza que nos traerá la Gracia no se manifestará precisamente en ese espacio que es nuestra mente, como un espectáculo para nuestra conciencia? ¿Hay algún tipo de realidad que podamos contemplar fuera de nuestro cerebro, tal y como este órgano es descrito por la ciencia actual?

6.- La Gracia. Borges nos ha dicho que Dios acecha entre las grietas. ¿Entre las grietas de qué? Creo que entre las grietas de cualquier mundo que sea capaz de anidar en nuestra mente, de cualquier aparente legaliformidad. Acecha también entre las grietas de los modelos de la Física, entre los tejidos de la Matemática. Acecha, vivifica, ama, crea, conserva, destruye, reconstruye, en cualquier rincón de lo que hay. Porque no hay otra cosa que lo que hay -el Ser si se quiere- y hablar de identidad es hablar de amor infinito. No cabe no amar porque no cabe no ser el Ser.

7.- Los cientistas consideran que el Universo es cognoscible desde el cerebro humano. Estaríamos por tanto, desde ese discurso, ante un lugar privilegiado, elegido, : las leyes matemáticas que permiten la infinita armonía de lo que hay habrían propiciado que unas determinadas organizaciones de partículas (o de membranas) tuvieran el privilegio de ver, de verlo todo. Y de sentir. El universo cientista, panmatematista, es un lugar de Gracia absoluta: y el ser humano es el beneficiario de dones extraordinarios, elaborados por diosas que pueden ser corporeizadas con tiza en una pizarra.

8.- La Gracia es un don. Un don de Belleza. Al ocuparme de “Felicidad” [Véase] hice referencia a un “chasquido”, algo que ocurre -que yo he sentido muchas veces, extenuado- y que parece ser un tope de belleza soportable desde la condición humana. Es un regalo. No sabemos de dónde viene. Pero legitima todo lo vivido hasta ese momento. He oído a algunas personas decir, en momentos especiales, algo así como “ya me puedo morir”: como si ya no pudiera ofrecer más la Creación, como si la energía desplegada por Dios en el mundo hubiera dado todos sus frutos. Gracia. Fe. Tener fe es creer que esto es posible.

9.- Considero, por último, que no hay que esperar que nos ocurra la “Gracia” (ese regalo de la Omnipotencia), sino “agraciar”. Regalar. Sabiendo que se dispone de esa omnipotencia en el fondo del alma. Cabría sentir algo así como una “respiración absoluta” en virtud de la cual se emitiría ese regalo, exhaustivamente, hasta la muerte, y se recibiría igualmente, sin límite en la apertura, sin límite en nuestra capacidad de exponernos a lo prodigioso. Sería algo así como una respiración que recibe y da la Gracia. La tradición del Yoga -si se libera de la censura ateísta- puede ayudar a poner esta idea en práctica.

Se me ha ocurrido concluir, provisionalmente, este texto con unas imágenes de una película singular: Hacia rutas salvajes, de Sean Penn. En ella se narra el sueño de un renunciante de finales del siglo XX que ansía la libertad infinita; y que espera encontrarla en eso que sea la “naturaleza”. Durante el camino, el renunciante ya es herido por eso que Borges cree que acecha entre las grietas del “mundo”: ya siente en la piel de su mente y de su alma la lluvia de lo Inmenso. El final de la película ofrece lo que podría haber sido el final “físico”, por así decirlo, de Simone Weil: el rostro inundado por una cascada de luz sagrada: la “Gracia”.

Afirmé al comienzo que tengo la sensación de que todo lo que existe es “Gracia”, que todo es esa cascada de luz sagrada. Cabría alegar que estoy ciego ante el sufrimiento atroz que puede estar sacudiendo, en este mismo instante, a muchos seres humanos, y no humanos. Al ocuparme de “Felicidad” ya sugerí que la vida humana tiene un “grosor” mayor de lo que aparenta en determinados niveles de conciencia: que existen también los sueños, completando y sublimando -por qué no- eso que sea la “vida”.

Pero hay algo más. Algunas personas afirman haber vivido vidas enteras en cinco minutos (por ejemplo, mientras estaban bajo los efectos de una anestesia). Cabría aceptar la posibilidad de que en los cinco minutos antes de morir (o en vectores temporales infinitamente más pequeños) ocurriera, por efecto de una Gracia “química” si se quiere, una vida, una nueva vida, de una belleza extrema.

Creo que hay fertilidad y Magia de sobra para eso. Y para mucho más.

Veamos al renunciante. La película se basa en una historia real.

David López

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Las bailarinas lógicas : “Matemática”

 

Matemática.

¿Por qué me produjo siempre tanto rechazo esta bailarina?

Recuerdo aquellas pizarras oscuras como universos sin estrellas y sin almas en las que los profesores dibujaban la antítesis del olor a lilas que, en mayo, salvaba mi colegio.

Recuerdo mi estupor ante aquellos cadáveres de tiza que bailaban, disciplinados, patéticos, fieles a un dios oculto y despiadado que castigaba a los impíos con un verano sin piscina infinita.

Yo siempre me salvé de esa condena, no por devoción, sino por instinto de supervivencia: de supervivencia de mis sentidos y de mi imaginación.

La Matemática.

¿Es la ciencia de lo real de verdad? ¿Estamos en algo sometido a leyes simbolizables matemáticamente? ¿Existen los entes matemáticos más allá de la razón puramente humana? ¿Lo que ocurre es solo lo que permite la Matemática que ocurra? ¿Cómo podemos fundamentar la propia Matemática?

Dijo Einstein que en “la medida en que las proposiciones matemáticas se refieren a la realidad, no son ciertas, y en la medida en que son ciertas, no son reales”.

¿Entonces?

Matemática. Matemáticas…

Decían mis profesores que eran imprescindibles y que a ellas -¿ellas, en femenino?- les debíamos las delicias de nuestra tecnología: los puentes, la luz artificial que alumbraba aquellas aulas, los aviones, los coches, los satélites que miraban a la pizarra sin fondo del universo… Pero no recuerdo que nadie me hablara de la música, o puede que sí lo hicieran, pero también sin vida. Y quizás por eso mi cerebro (mi huerto infinito), que solo quiere fertilidad, lo haya olvidado.

Dicen las leyendas de la historia de la Filosofía que en la puerta de la Academia de Platón había un cartel que decía:

“¡Que no entre quien no sepa geometría!”

Yo no hubiera entrado. Nunca. No sé geometría. Pero esta frustración hubiera sido mayor si ese requerimiento lo hubieran establecido Tales de Mileto, o Nagarjuna, o Eckhart, o Nietzsche, o la propia María Zambrano, que, ante mi asombro –mi asombro por ignorancia- terminó por ubicarse en la tradición órfico-pitagórica: los devotos de los números.

Para Leibniz la Música era un inconsciente ejercicio de Matemáticas. Schopenhauer no estaba de acuerdo: la Música, para aquel Nietzsche al revés, era una forma de filosofar.

Y es que para Schopenhauer la Música expresaba mejor que la Filosofía la esencia del mundo (la esencia del infierno, pues este mundo sería el mal… una sublimación del mal, podríamos decir, que ofrecería paraísos sensitivos en el infierno).

Octavio Paz, el embajador-poeta, definió la Poesía como una mezcla de pasión y cálculo. Esta reflexión me recuerda la bailarina “Infinito”, donde sentí que no cabe imaginar existencia sin límite: un cosmos –eso que hace posible que algo sea algo en algo- requiere un aparato matemático: un sistema de límites que dibujan y desintegran bailes y bailarines en el magma de la Materia.

¿Es un Logos -un Verbo- la Matemática? María Zambrano sintió que estaba antes el ritmo -la Música- que la propia palabra. Sería así quizás la Matemática el fondo, el esqueleto inerte pero dinámico, mutante, de ese fuego consciente, hiperregulado e hiperregulador, del que habló Heráclito.

Pero para mí la Matemática –esa osamenta de la Música- ha sido siempre lo contrario: traía el infierno a mi mundo sin infiernos (eliminaba su color y su calor: lo empequeñecía, le quitaba fecundidad y posibilidad). ¿Por qué? Intentaré entenderlo, espero, mientras preparo este texto sobre las Matemáticas.

Y creo que me será útil ordenarme –matematizarme- así:

1.- Cuestiones básicas de la filosofía de la Matemática: la naturaleza de los entes matemáticos; la fundamentación de la Matemática; relación entre la Matemática y las ciencias en plural; la relación entre la Matemática y la realidad.

2.- El gran descubrimiento de Galileo: reducir todo a cualidades primarias, a lo que se puede medir. La gran lucidez de Berkeley: no se pueden separar las cualidades primarias de las secundarias: ese mundo “primario” no existe, es una abstracción. Un error. Útil.

3.- Leibniz, Schopenhauer y la Música.

4.- María Zambrano y “los números del alma”. Debe leerse El hombre y lo divino. Y también este precioso ramo de lilas de Clara Janés: María Zambrano (Desde la sombra llameante), Siruela, 2010.

Comparto ahora algunas reflexiones personales (y provisionales… yo soy también, de hecho, meramente provisional):

1.- La Matemática simbolizaría la Música de fondo que mueve un determinado cosmos. En cualquier cosmos –en cualquier Maya- todo ocurre conforme a una Música, que es un sonido –un latido caliente- que proviene de un corazón. Un corazón vivo, o al menos ansioso de vida.

2.- Si me dejo arrastrar por el autohechizo lógico anterior –y me voy a dejar- llegaría a la conclusión de que la Matemática expresa los latidos del corazón de un Dios (Dios entendido, claro está, como “Dios lógico”).

3.- Razón tenían –solo razón- los que querían enseñarme a bailar Matemáticas. Son útiles. Recordemos la “Materia” [Véase]: esos leños para construir cosas, que se sujetan juntos si quien los coloca sabe de baile. En caso contrario los constructos de leños se desmoronan. Y estamos aquí para construir; porque quizás, como vimos con las palabras “Aufhebung” y “Fe”, estamos involucrados en una gigantesca y prodigiosa construcción.

3.- Al ocuparme de la palabra “Logos” [Véase] confesé mi fascinación, y mi amor incluso, hacia el Logos –el orden- que me rodeó y me sustentó tras una noche en la que mi conciencia se vio arrastrada por viscosas cataratas de sueños, digamos, “metalógicos” (o “metamatemáticos”). Los sueños no parecen disponer de ese esqueleto bailarín y apaciguador que es la Matemática.

4.- Si la Matemática es símbolo del latido del corazón de un Dios -de un Dios con más carne que ningún humano-, entonces aquellos garabatos de tiza en las pizarras de mi infancia estaban aún calientes, por así decirlo, por la ilusión, y por la pasión, implícitas en cualquier Creación.

5.- Yo nunca supe ver que lo que el profesor pintaba en la pizarra podía ser, quizás,  lo que hacía posible el olor de las lilas (y quizás también la mirada furtiva de una niña rubia, metafísica, que incendiaba mi pecho en aquellas clases de Matemáticas).

6.- Finalmente quisiera sugerir la posibilidad –ya teológica- de que quepan tantos sistemas matemáticos coherentes como Creaciones posibles en la mente de Dios (¿hay alguna imposible?). Los que sepan de Matemáticas quizás piensen en David Hilbert.

7.- El infinito puede ser finitizado –musicalizado- de infinitas formas. La Matemática sería una Música que pondría en movimiento una finitud, y que regularía sus posibles mutaciones. Pero lo haría desde dentro de un pecho: ese que quiso que existiera un mundo donde hubiera lilas y miradas incendiadas y cielos como pizarras.

Si Dios es un matemático, es sin duda un matemático apasionado; es decir: un músico.

David López

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