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El Apocalipsis, Kitarô Nishida y, una vez más, los desahucios

 

 

Apocalipsis (21, 5): “Y dijo el que estaba sentado en el trono: He aquí que hago nuevas todas las cosas”.

Recuerdo a los lectores que no soy cristiano, pero que siento fascinación e infinito respeto hacia esa religión.

El Apocalipsis. En realidad no es “el fin del mundo”, sino la profecía de Jesucristo sobre la mutación que va a tener lugar en el mundo. Simplificando: el mundo donde actúa el Diablo, el no-Cristo (es decir, el odio) va a ser sustituido finalmente (después de muchos sufrimientos) por el mundo de Jesús (el mundo del amor).

Con los años voy viendo con mayor claridad que el infierno no es el castigo futuro para el que odia, sino que ocurre simultáneamente al hecho de odiar. Y el cielo tampoco es consecuencia (fruto) del amor, sino que ocurre a la vez. He elegido la pintura que hizo Miguel Ángel en la Capilla Sixtina como posibilidad de visualizar todo ese proceso en un presente eterno, sin secuencia temporal.

Pero “mundo”, a su vez, no es más que una palabra, un sustantivo que designa -y coordina- una determinada combinación de palabras.

Un mundo no es más que una forma de hablar, de pensar, de ser. Cabe hablar-pensar-ser desde el odio (desde la estupidez). O desde el amor (sabiduría). Por eso la Filosofía sólo puede practicarse desde el no-odio. La Filosofía es amor a la sabiduría y, por lo tanto, puede entenderse como amor al amor (al vínculo fascinado con lo otro, a la expansión hacia la inmensidad del yo y del no-yo).

El edificio (el templo) de Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid está lleno de pintadas en las que se leen frases de odio, y de incitación al odio. La antítesis de la Filosofía en un templo de la Filosofía.

Pero sigamos con el mundo, y su posible fin (el Apocalipsis). En el cientismo (religión que me fascina tanto como el cristianismo) se habla también de una especie de cosa gigantesca y ordenada que llaman “universo”. Y de un posible fin (el Apocalipsis físico). Pero me temo que nunca llegará el fin que ellos narran, sino otro, inimaginable por esos poetas. Me refiero al fin absoluto: el fin de su modelo de fin.

Tengo la sensación creciente de que en realidad no estamos en ningún universo. Los físicos -no todos ciertamente- han confundido el sumatorio de sus -nunca demostradas ni demostrables- hipótesis con lo que de verdad hay, con lo serio. Kitarô [Véase]  dedicó los últimos años de su vida a pensar “el lugar”. El verdadero “dónde” en el que estamos. Y terminó por ver una Nada (zettai mu). Una Nada gloriosa, por la inmensidad de su vientre infinito, que hace posible todo lo que existe (los mundos). Ahí estamos, no en un mundo, no en un universo. Pero soñamos en “mundos”, es decir: en conjuntos de palabras… ¿Qué son las palabras más allá de sí mismas, más allá de la palabra “palabra”? [Véase “Lenguaje“]. Se abre el abismo de infinito misterio. No podemos entrar ahí. Ahora no, mientras queramos seguir siendo seres humanos.

Wittgenstein afirmó en su Tractatus (5.6.):

“Die Grenzen meiner Sprache bedeuten die Grenzen meiner Welt”.

Creo que esta frase puede traducirse así: “Los límites de mi lenguaje equivalen a los límites de mi mundo”.  Yo diría lo mismo, sobre todo porque “mundo” no nombra más que un determinado sumatorio de sustantivos y de otras palabras que sirven para relacionar esos sustantivos (esas cosas del mundo… de un mundo, incapaz de ver fuera de sí mismo).

Wittgenstein también escribió en su Tractatus (5.634): “Alles, was wir sehen, könnte auch anders sein.” Una traducción posible: “Todo lo que vemos podría ser también de otra manera”.

Y última cita del Tractatus (5.641): “Das philosophische Ich ist nicht der Mensch, nicht der menschliche Körper, oder die menschliche Seele, von der Psychologie handelt, sondern das metaphysische Subjekt, die Grenze- nicht ein Teil der Welt”. Traducción que sugiero: “El yo filosófico no es el hombre, o el alma humana de la que se ocupa la Psicología, sino el sujeto metafísico, el límite -no una parte del mundo-“.    Ese “yo filosófico”, que es el que se activa cuando practicamos el prodigio de la Filosofía (y que es nuestro yo más fabuloso), estaría fuera del mundo, poniendo, siendo, los límites del mundo.   No estaría por tanto afectado ese yo filosófico por el Apocalipsis. A él -al “yo filosófico” del que habla Wittgenstein- no le afectaría el fin del mundo. Ningún fin del mundo. Esos “espectáculos” (los mundos) se presentarían ahí, en lo objetivo. Schopenhauer utilizó la palabra Vorstellung, que puede traducirse como “representación”, o “imaginación”, o incluso como “obra de teatro”.

Apocalipsis. Fin del mundo. Dolor. Las destrucciones duelen. Y duelen mucho, aunque no afecten a nuestro yo filosófico (que no siempre está despierto). Sueños de pareja que se rompen, casas que hay que abandonar: mundos rotos, abandonados, arrasados.

Vuelvo al tema de los desahucios. Sé que una casa puede ser un mundo, un trozo de nuestra alma, un templo. Para mí lo es mi casa. Y me dolería enormemente tener que abandonarla. Asistimos en vida a muchos Apocalipsis. Yo los he padecido, varias veces. Y las que me quedan. El mundo entero se cae y nuestro ser es aplastado sin piedad. El dolor es inmenso, un desproposito existencial, una absurda crueldad de Dios o de la Materia o de la Nada. Pero, sorpredentemente, tras todo Apocalipsis huele a Génesis, a lluvia sobre hierba seca, a horizonte encendido con el amanecer. Y nace otro mundo. Y, braceando en nuestro naufragio, llegamos a islas inimaginables: una sucesión de nacimientos y muertes cuyo encadenamiento me parece cada vez más perfecto, como si efectivamente una inteligencia extrema lo moviera todo con sus metafísicas manos de poeta.

Dolor. Solidaridad. En mi texto sobre los desahucios hubo una frase que no supe destacar lo suficiente. Es ésta:

“Todos somos grandes señores. Monarcas que se vinculan entre ellos desde el amor y el respeto, que se exigen más a sí mismos que a los demás, que no piden… pero que están dispuestos a ayudarse entre sí, a ofrecer una mano cálida y fuerte en la oscuridad. Por amor, sin más.[…]”.

La filósofa Mónica Cavallé y psicóloga Ana Escobar (dos corazones sublimados por la inteligencia y la delicadeza), al leer mi texto sobre los desahucios [Véase], me pidieron más calor, más énfasis en la solidaridad, en la misericordia. También lo hizo el filósofo Francisco Martínez Albarracín, otro corazón encendido. Espero que en las líneas que voy a escribir a continuación se note la influencia de estas personas, de estas manos:

Una mano humana, tendida en la oscuridad del dolor, en la oscuridad del fin del mundo (un desahucio puede ser el fin de un mundo), es Jesucristo mismo, entendido como calor, como amor, como impulso hacia arriba. Hacia arriba, siempre hacia arriba. Manos tendidas. Pero cuidado (y tengo presente al Nietzsche de la Genealogía de la Moral): que sean manos que activan la grandeza del que es ayudado, que presupongan su salud primordial, que no envenenen, que no inciten al odio (a la estupidez). Manos que amen, pero de verdad. Manos enamoradas de la condición humana.

Amor. El nuevo mundo “de jaspe pulimentado” del que habla el Apocalipsis. Los seres humanos podemos llegar a convertirnos en una prodigiosa red de manos fuertes y cálidas, dispuestas siempre a estrecharse en los momentos de más dolor, de más oscuridad. Emilio Lledó, con razón, denunció  “[…] esa deleznable falacia de que el hombre es un lobo para el hombre.”. Suscribo esta denuncia; y sugiero la lectura de la crítica que hice de una antología de varios de sus artículos. [Véase aquí].

Y por amor hacia el hombre sigo sintiendo que es indigno decir (y decirse) que alguien es “un parado”, o un “empleado”. Y sigo sintiendo que nadie debe aferrarse a una casa, incumpliendo sus obligaciones. No se puede vivir con riesgo cero, con sufrimiento cero. Es insano, debilita, denigra. Los discursos que legitiman el bloqueo de los desahucios no son solidarios con la grandeza humana. En realidad se trata de -bienintencionadas, no lo dudo- manos de palabras cuya piel inocula inconscientes venenos lógicos.

Kitarô Nishida. El lugar. ¿Dónde estamos realmente? ¿Dónde vivimos realmente?

Creo que estamos en una casa inembargable. Y para no olvidarnos de ella, para no dejar de sentir, cada día, su fabulosa luz, sus muros infinitos e inamovibles, conozco dos eficacísimos caminos: la Meditación (que deja en silencio el infinito) y la Filosofía (que ama tanto el infinito como los mundos que ocurren en él).

Pero lo cierto es que, como dice el Gita, mientras estamos en Maya, mientras nos lo creemos como real, duele mucho lo que aquí ocurre. Es en Maya, y en sus tinieblas, donde necesitamos manos, cálidas, fuertes… pero que fortalezcan, que eleven. Las vamos a necesitar. Porque viviremos muchos Apocalipsis. Y muchos Génesis también.

David López

Sotosalbos, a 3 de diciembre de 2012.

 

Filósofos míticos del mítico siglo XX: Miguel de Unamuno

 

 

 

Unamuno. “Don Miguel”. Con este distintivo de nobleza quiso María Zambrano [Véase] que se recordara a un pensador poderoso, sorprendente. Y escribió sobre él desde una admiración que nunca quiso ser objetiva, ni falta que le hacía. Don Miguel fue grande. Brillante. Y doña María lo sabía.

Unamuno. Sus frases para mí tienen el olor de las pétreas, secas, duras -pero vivísimas, y a la vez mágicas- sendas del circo de Gredos: ese templo glauco que él amó. Unamuno es -como casi todos los grandes filósofos españoles- un escritor descomunal. Y en sus textos (en sus novelas sobre todo) hay algo que para mí tiene un valor y una elegancia excepcionales: mucho espacio, poca gente, ideas grandes. Unamuno tiene mucha potencia y emite esa misteriosa armonía de fondo -esa luz única- que caracteriza a los genios. A los creadores.

Unamuno creyó que creer es crear; y que “la fe no es creer en lo que no vimos, sino crear lo que no vemos” (como si alguien supiera qué es lo que sí se ve, diría yo). Él, en cualquier caso, quiso creer que la fe creaba: que ese acto volitivo podría reventar desde dentro los inasumibles muros de la mortalidad, de ese confinamiento temporal en el que, con fe ciega, creyeron los existencialistas (Unamuno incluido). Porque -ésta es mi opinión al menos- creer en la finitud del yo es un acto de fe.

Un querido alumno mío -Juan Durán Dóriga- me dijo en cierta ocasión algo excepcional: “Tan inasumible me parece la mortalidad como la inmortalidad”.

Unamuno (existencialista, fruto del siglo XIX, culto en exceso) se creyó lo de la mortalidad del “yo” y luchó contra todas sus bailarinas lógicas (sus creencias, su universo) para dejar un espacio mágico-creativo donde pudiera ocurrir, mediante la fe, lo que la razón no permitía (según él… aunque luego fue capaz de razonar la eternidad de todo lo existente).

Unamuno tradujo -muy mal por cierto- una obra esencial de Schopenhauer: Ueber den Willen in der Natur (Sobre la voluntad en la naturaleza). En esta obra crucial el filósofo alemán se ocupó de la magia desde la razón filosófica y reconoció la autoridad de Paracelso. Este médico-mago insitió en el poder de la fe y de la imaginación (de la magia en definitiva). Unamuno por su parte creyó en que puede materializarse lo imaginado aunque la razón no lo permita (aunque no lo permitan las leyes que parecen regir la realidad pura y dura). Él imaginó que su yo mundano pudiera vivir eternamente; pero no se trataría de una estancia “espiritual” en la gloria eterna, sino en un seguir palpitando en su carne, con sus mismos huesos, con sus gafas, con sus dolores, con su radical humanidad (una completa “resurrección del a carne”, en plan judío, no griego). Unamuno (lector de Nietzsche) elevó a la categoría de gloria eterna la propia vida (con toda su carne), tal cual es, anterior a toda “salvación”, a todo “estado superior de conciencia”. Unamuno dio un sí a vivir tal cual; pero eternamente.

Se podría decir que Unamuno fue un sacerdote del Dios-poeta que hizo la vida. En cualquier caso quiso eternizar esa obra, vivirla siempre, tal y como es, como si ya fuera el mayor paraíso posible, a pesar de su dolor. Enorme a veces. No quiso Unamuno -como tampoco lo quiso Nietzsche- eliminar el dolor de la obra maestra de la vida. El dolor generaría por otra parte algo prodigioso:

“Jamás desesperes, aún estando en las más sombrías aflicciones, pues de las nubes negras cae agua limpia y fecundante” [Véase “Tapas”].

Algunas de sus ideas

1.- La muerte.  El sentido trágico de la vida. El ser humano se enfrenta a la inasumible tragedia de su muerte. Unamuno no quiere esa muerte, la rechaza a lo bestia, saltándose la inteligencia incluso: “Es cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte[…]”. Cree Unamuno que la fe puede transmutar lo mortal en inmortal, lo imposible en posible. Magia. Bergson [Véase] también lo creía: el Élan Vital puede saltarse lo que quiera. Tiene demasiada fuerza y es demasiado libre. Yo creo que esa fuerza puede también convertir lo inmortal en mortal.

2.- El hombre. Unamuno denuncia las teorías abstractas sobre el hombre, las cuales estarían definiendo realmente un “no-hombre” (el “hombre-idea”). Él quiere filosofar desde y para el hombre “de carne y hueso”. Pero finalmente no se nos dice qué es eso de “la carne y el hueso” (nadie es capaz de hacerlo si ha leído algo de Física contemporánea). En cualquier caso Unamuno instaura en eso que sea “el hombre” una especie de taller donde todo es posible; mediante la fe. Podría decirse que para Unamuno el hombre es el taller de Dios.

3.- El mundo. “Lo que llamamos el mundo, el mundo objetivo, es una tradición social. Nos lo dan hecho”. Aquí Unamuno supera a Wittgenstein. Al menos al Wittgenstein del Tractatus.

4.- La fe. Palabra crucial en Unamuno. Magia pura. Magia sagrada deberíamos decir. Así  la describe en su obra La agonía del cristianismo (1925):

“La fe nos hace vivir mostrándonos que la vida, aunque depende de la razón, tiene en otra parte su manantial y su fuerza, en algo sobrenatural y maravilloso. Un espíritu singularmente equilibrado y muy nutrido de ciencia, el del matemático Cournot, dijo: ya que es la tendencia a lo sobrenatural y a lo maravilloso lo que da vida, y que a falta de eso, todas las especulaciones de la razón no vienen a parar sino a la aflicción del espíritu (Traité de l´enchainement dans les sciences et dans l´histoire, & 329). Y es que queremos vivir.

“Más, aunque decimos que la fe es cosa de la voluntad, mejor sería decir acaso que es la voluntad misma, la voluntad de no morir, o más bien otra potencia anímica distinta de la inteligencia, de la voluntad y del sentimiento. Tedríamos, pues, el sentir, el conocer, el querer y el crecer, o sea, crear. Porque no el sentimiento, ni la obediencia, ni la voluntad crean, sino que se ejercen sobre la materia dada ya, sobre la materia dada por la fe. La fe es poder creador del hombre. […] La fe crea, en cierto modo, su objeto. Y la fe en Dios consiste en crear a Dios y como es Dios el que nos da la fe, es Dios el que nos da la fe en El, es Dios el que está creando a sí mismo de continuo en nosotros”.

Algo similar djo el Maestro Eckhart a comienzos del siglo XIV: “Que exista yo y que exista Dios es porque yo lo he querido”. ¿Quién habla? El Maestro Eckhart apuntaba a una divinidad, a una Nada abisal, que sería nuestro verdadero yo. El vedanta hindú por su parte  afirma la identidad entre la esencia del hombre (Atman) y la esencia del Todo (Nirguna Brahman). Esa esencia -omnipotente- se activaría por la fe: y fabricaría cualquier mundo posible e imposible al servicio del hombre… O al servicio de Dios. Sería lo mismo metafísicamente.

5.- Dios. “Hay quien vive del aire sin conocerlo. Y así vivimos de Dios y en Dios acaso, en Dios espíritu y conciencia de la sociedad y del Universo todo, en cuanto éste también es sociedad”. “¿Y no somos acaso ideas de esa Gran Conciencia total que al pensarnos existentes nos da la existencia? ¿No es nuestro existir ser por Dios percibidos y sentidos?”. “¿No se dice en la Escritura que Dios crea con su palabra, es decir, con su pensamiento, y que por éste, por su Verbo, se hizo cuanto existe? ¿Y olvida Dios lo que una vez hubo pensado? ¿No subsisten acaso en la Suprema Conciencia los pensamientos todos que por ella pasan de una vez? En El, que es eterno, ¿no se eterniza toda existencia?” Unamuno y Dios. Una relación fascinante, un espectáculo de palabras. Las que acabamos de leer son el fruto de un ataque de amor hacia lo existente, hacia lo vivido: para que no arda -eternamente- en la nada de un tiempo pasado.

San Manuel Bueno Mártir

El sacro sueño de la vida.

Unamuno concluye su novela San Manuel Bueno Mártir así:

[…] bien sé que en lo que se cuenta en este relato no pasa nada; más espero que sea porque en ello todo se queda como se quedan los lagos y las montañas y las santas almas sencillas, asentadas más allá de la fe y de la desesperación, que en ellos, en los lagos y las montañas, fuera de la historia, en divina novela, se cobijaron.

Almas sencillas cobijadas en una divina novela. Eso sería quizás la vida humana óptima según el modelo metafísico que ofrece el último Unamuno (1930): un sacerdote del sueño: un enamorado del ser humano. El mensaje fundamental de la soteriología unamuniana sería simple: hay que vivir, lo que significa que hay que soñar. Soñar lo que sea, pero con plenitud, con ilusión. Y habría, por así decirlo, dos tipos de conciencia “humana”, dos “condiciones humanas”: unas plenamente dormidas (“el Pueblo”) y otras, incapaces de dormir (digamos las “insomnes”), se pondrían al servicio de las que duermen y les inocularían mundos (es decir palabras, relatos, mitos) para que fueran felices, para que estuvieran “contentas”). Las insomnes pondrían su sufrimiento al servicio de la felicidad ajena: y la felicidad no sería otra cosa que la fe, la esperanza: creer en la vida eterna (en plan radical, con resurrección de la carne incluso). Cabría pensar en una gran conspiración, una gran manipulación, basada en el amor infinito, no en la depredación. Imaginemos que algo/alguien nos estuviera cubriendo con una manta invisible, para protegernos del frío, como hacemos nosotros con nuestros hijos dormidos.

San Manuel Bueno Mártir, según la majestuosa novela de Unamuno, fue un cura que no creía en la vida después de la muerte, pero que, por amor a su pueblo, ocultó su secreto: le bastaba con sufrir él solo: por amor quería que su pueblo siguiera disfrutando del opio sagrado de la fe en lo que no es real: la “vida eterna”.

¿En qué creía entonces San Manuel Bueno Mártir? En la vida, en el hombre, en el amor… y en la nada que aguardaba a sus queridos seres humanos -y a él mismo- tras la muerte. Creía por tanto en algo concreto: la nada, que rodearía con su límpido vacío metafísico la física del vivir en el tiempo (de vivir en un concreto -matemático- vector de tiempo). Se podría decir que Unamuno parte ya de donde quiso llegar Buda: la nada. La liberación budista estaría ya incorporada en la narrativa de ese mecanicismo nihilista que parece producirle tanto dolor a Unamuno.

Se suele afirmar que las reliciones surgieron, entre otras cosas, para paliar el miedo a la muerte. Las Upanisad (dentro de la tradición védica) o el budismo (ya como negación de los Vedas) apuntarían a todo lo contrario: salir de la vida eterna, de ese juego cósmico-ético que iría arrastrando al ser humano (al alma humana) por un tiempo infinito. La salvación sería caer, como un copo de nieve, lentamente, en un lago: el lago de la Nada (de Dios)… sería lo mismo. Unamuno ofrece en su novela una bellísima imagen de esa nevada de almas (vidas) finitas sobre el lago metafísico de Valverde de Lucerna.

Voy a traer aquí algunos momentos excepcionales de San Manuel Bueno Mártir; y trataré de enfocarlos desde esa cámara infinita que es la Filosofía. Yo disfruto de una edición de 1966 (Alianza Editorial). Se trata de una novela con capítulos muy cortos, muy poderosos, con mucho peso atómico y mucha belleza concentrada. Creo que será fácil localizar las citas en cualquier edición:

1.- Capítulo tres. Se nos ofrece una anécdota que sirve para medir la grandeza del corazón -y la inteligencia, es lo mismo- de San Manuel Bueno. La narra Ángela Carballino, cuyas imaginarias memorias sirven de cobijo (de divina novela) para San Manuel y creo que para el propio Unamuno. Disfrutemos de la belleza de la anécdota:

Me acuerdo, entre otras cosas, de que al volver de la ciudad la desgraciada hija de la tía Rabona, que se había perdido y volvió, soltera y desahuciada, trayendo un hijito consigo, don Manuel no paró hasta que hizo que se casase con ella su antiguo novio Perote y reconociese como suya a la criatura, diciéndole:

– Mira, da padre a este pobre crío, que no le tiene más que en el cielo.

-¡Pero, Don Manuel, si no es mía la culpa…!

-¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe!… Y, sobre todo, no se trata de culpa…!

Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico, tiene como báculo y consuelo de su vida al hijo aquel que, contagiado de la santidad de Juan Manuel, reconoció por suyo no siéndolo.

2.- Capítulo cuatro. La preocupación de Unamuno por España. Curioso:

Le preocupaba, sobre todo, que anduvieran todos limpios.

3.- Capítulo cinco. San Manuel Bueno/Unamuno ante la teodicea (el -a veces feroz- comportamiento de Dios):

-Un niño que nace muerto o que se muere recién nacido y un suicidio -me dijo una vez- son para mí los más terribles misterios: ¡un niño en la cruz!

4.- Capítulo seis. Unamuno insiste en darlo todo por la felicidad “del pueblo”.

– Lo primero -decía- es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo primero de todo. Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera.

5.- Capítulo diez. Inteligencia igual a bondad:

Pero como era bueno, por ser inteligente, pronto se dio cuenta de la clase de imperio que don Manuel ejercía sobre el pueblo, pronto se enteró de la obra del cursa de su aldea.

6.- Capítulo once. Dios.

– Usted no se va -le decía don Manuel-, usted se queda. Su cuerpo aquí, en esta tierra, y su alma también aquí, en esta casa, viendo y oyendo a sus hijos, aunque éstos ni la vean ni la oigan.

– Pero yo, padre -dijo- voy a ver a Dios.

– Dios, hija mía, está aquí como en todas partes, y le verá usted desde aquí. Y a todos nosotros en El, y a El en nosotros.

7.- Capítulo catorce. Unamuno -muy antibudista- sigue creyendo que es mejor creer en la eternidad de la vida individual. Dice que hay que vivir… en decir, “soñar”. Pero, ¿quién sueña?:

– Pero tú, Angelina, tú crees como a los diez años, ¿no es así? ¿Tú crees?

– Sí creo, padre.

– Pues sigue creyendo. Y si se te ocurren dudas, cállatelas a ti misma. Hay que vivir.

[…]

– Y ahora -añadió- reza por mí, por tu hermano, por ti misma, por todos. Hay que vivir. Y hay que dar vida.

8.- Capítulo quince.  Los sacerdotes del sacro sueño de la vida: dar la vida a la vida:

Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra y en nuestro pueblo, y que sueñe éste vida como el lago sueña el cielo.

9.- Capítulo dieciséis. Inteligencia y caridad. Borrado de la lucha de clases (de clases en realidad):

[…] y también el pobre tiene que tener caridad para con el rico. ¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ya ni ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio de la vida?

[…] No Lázaro, no; nada de sindicatos por nuestra parte. Si lo forman ellos, me parecerá bien, pues que así se distraen. Que jueguen al sindicato, si eso les contenta.

10.- Capítulo dieciocho. La posibilidad de que ni el mismo Jesucristo creyera en su propio mensaje:

Y luego, algo tan extraordinario que lo llevo en el corazón como el más grande misterio, y fue que me dijo con voz que parecía de otro mundo: “… y reza también por Nuestro Señor Jesucristo…”

11.- Capítulo diecinueve. El “segundo Unamuno” (San Manuel Bueno) no quiere más vida, no quiere soñar más. Y olvidar el sueño de lo vivido:

¡Qué ganas tengo de dormir, dormir, dormir sin fin, dormir por toda una eternidad y sin soñar! ¡Olvidando el sueño!

En el mismo capítulo nos habla de “el pueblo” como una “unaminidad de sentido”:

– Recordaréis que cuando rezábamos todos en uno, en unanimidad de sentido, hechos pueblo, el Credo, al llegar al final yo me callaba.

Y ahora nos habla de Dios como lo que no debe ser visto por el pueblo: ¿Una Nada no dualista que elimina la existencia misma del observador individual?

Como Moisés, he conocido al Señor, nuestro supremo ensueño, cara a cara, y ya sabes que dice la escritura que el que ve la cara de Dios, que el que le ve al sueño los ojos de la cara con que nos mira, se muere sin remedio y para siempre. Que no le vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva, que después de muerto ya no hay cuidado, pues no verá nada…

– ¡Padre, padre, padre!- volví a gemir.

Y él:

– Y tú, Ángela, reza siempre, siempre rezando para que los pecadores todos sueñen hasta morir la resurrección de la carne y la vida perdurable…

Cabe preguntarle a Unamuno: ¿De verdad cree usted que es eso lo que necesita creer el ser humano?

12. Capítulo veintiuno. Dios: los ojos del sueño de la vida:

– ¿Y el contento de vivir, Lázaro, el contento de vivir?

– Eso es para otros pecadores, no para nosotros, que le hemos visto la cara a Dios, a quienes nos ha mirado con sus ojos el sueño de la vida.

13.- Capítulo veintitrés. Unamuno se acerca a la belleza infinita. Nevadas de luz sobre todos los sueños:

Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja casa materna, a mis más que ciencuenta años, cuando empiezan a blanquear con mi cabeza mis recuerdos, está nevando, nevando sobre el lago, nevando sobre la montaña, nevando sobre las memorias de mi padre, el forastero; de mi madre, de mi hermano, de mi pueblo, de mi San Manuel, y también sobre la memoria del pobre Blasillo, y que él me ampare desde el cielo. Y esta nieve borra esquinas y borra sombras, pues hasta denoche la nieve alumbra.

Todo esto lo ecribió Unamuno en 1930. Seis años después empezó a caer barro del cielo de España. Ahora debemos esforzarnos, creo yo, para que caiga nieve generosa e inteligente sobre aquel barro. Todos debemos convetirnos en sacerdotes del sacro sueño de la vida.

* * * *

El 14 de octubre de 21012 paseé con mi hijo de seis años, los dos solos, bajo la lluvia, dentro de un bosque incendiado por las llamas verdes de los helechos. Olía a eternidad. En ese mismo bosque hay un hospital donde mi padre sufrió mucho antes de morir (de desaparecer de lo que ahora se me presenta como “mundo”). Mientras caminaba de la mano con mi hijo sentí en esa piel prodigiosa la mano de padre. Fue como recibir una puñalada con un arco iris en el centro del pecho. Tuve la sensación de que podría habérseme permitido una visita rápida al Paraíso puro y duro: un lugar donde la esperanza es casi cegadora.

Unamuno, como Bloch [Véase], fue un sacerdote de la fe en “el hombre”: un ser inefable cuyos límites de expansión interna y externa son impensables. En realidad, la fe en el hombre es fe en el universo entero.

Espero que se me disculpe la extrema incompletitud de estas notas sobre Don Miguel de Unamuno (que me disculpe él sobre todo).

David López

 

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Filósofos míticos del mítico siglo XX: Wittgenstein

A

Al fondo, la casa de Wittgenstein en Skjolden, Noruega.

Wittgenstein.

Vivimos, se supone,  en algo que, al menos en esta civilización, hemos convenido en llamar “mundo”. Ahí parece que ocurre nuestra “vida”: amamos, nos aman, o no, nos ilusionamos, nos decepcionamos (incluso de nosotros mismos a veces), gozamos, sufrimos (de forma atroz en ocasiones), perdonamos, somos perdonados, desde nuestra grandeza, desde nuestra miseria, desde nuestro propio misterio. Lugar extraño el mundo; misterioso y fascinante y arrollador hasta casi lo insoportable. Muchos seres humanos han querido describirlo, legislarlo, aquietarlo; quizás para aquietar sus propios abismos interiores, sus propios vértigos, sus temblores en el océano infinito; o quizás, simplemente, para calmar su estupor ante el espectáculo de lo que ocurre en ‘sus’ conciencias. En mi opinión no solo ocurre “mundo” en nuestras conciencias (si es que son nuestras). El “mundo”, en cualquier caso, es una resultante del lenguaje. Un esquema. Una figura. Pero, ¿qué es el lenguaje más allá del propio lenguaje?

Dijo Wittgenstein en su Tractatus (5.621) que el “mundo y la vida son uno”. También dijo en esa misma obra (5.63): “Yo soy mi mundo”.

Soy mi mundo. Soy mi lenguaje. ¿Qué soy yo más allá del lenguaje?

Mi diccionario filosófico -que sigue en construcción- se basa por completo en un himno de Rig Veda que quizás tenga tres mil quinientos años. Es el himno 10.125. En él es la propia palabra -Vak- la que habla. Y dice Vak, con una sobrecogedora autoconsciencia: “Aunque ellos no lo saben, habitan en mí”. ¿Solo habitamos en ella? ¿No hay nada más que ella? ¿Tanto poder tiene esa diosa? ¿No estará ella -Vak- intervenida, preñada, por algo que ya no es ella y que ella jamás podrá nombrar?

Creo que los grandes filósofos, como Wittgenstein, están condenados a ver las transparencias del esquema-mundo: a oler ahí dentro, y dentro de su yo aparente (de su yo construido con palabras), lo que ya no cabe en frases ni en mundos: lo inexpresable.

En 1917 Wittgenstein escribió al arquitecto Paul Engelmann lo siguiente:

“Nada se pierde por no esforzarse en expresar lo inexpresable. ¡Lo inexpresable, más bien, está contenido -inexpresablemente- en lo expresado!”

¿Qué es eso de “lo inexpresable”? ¿Cómo puede -eso- estar contenido en lo expresado? ¿En qué lugar de la carne de las palabras ocurre ese fenómeno lingüístico/metafísico en virtud del cual lo que no es lenguaje preña al propio lenguaje?

Wittgenstein desarrolló buena parte de su actividad intelectual dentro de cabañas asediadas por el infinito silencio. Pensemos en su cabaña del fiordo noruego o en la que ocupó frente al océano irlandés. En la frase que envió a Engelmann quizás se está queriendo decir que las cabañas/mundo del lenguaje (esos necesarios cobijos), aunque no permiten ver nada (nombrar nada) de lo real, tienen sus maderas empapadas por el agua mágica de esos silencios descomunales que hay que ubicar ya en la Mística.

Desde los juegos lingüísticos del monoteísmo cabría expresar así lo inexpresable: esas maderas -que aparentemente nos protegerían de Dios- estarían empapadas de “Dios” (en cuanto Dios metalógico, según utilizo esta expresión en mi diccionario filosófico [Véase “Dios”].

Pero Wittgenstein, en su Tractatus, al parecer no cree que Dios se manifieste en el mundo. Y utilizará la cursiva para expresar énfasis:

Tractatus 6.432. “Cómo sea el mundo es para lo más elevado completamente igual. Dios no se manifiesta en el mundo.”

Es “Dios” para Wittgenstein “lo más elevado”. Estamos, una vez más, ante un gran filósofo que, en realidad, es un gran religioso.

Wittgenstein, como Gorgias, llegó a negar la semántica (que haya signos válidos  para las cosas en verdad existentes), pero no tanto como para negar el significado a la palabra “lenguaje”. Creyó por tanto en la existencia objetiva del “lenguaje” (sin haberlo verificado). Creyó en una metafísica, fabulosa: la metafísica de eso que desde el lenguaje llamamos “lenguaje”? ¿Alguien, por cierto, ha visto alguna vez “el lenguaje”? Sugiero la lectura de esta bailarina lógica en mi diccionario [Véase aquí “lenguaje”].

Creo que Wittgenstein es de los filósofos que permiten apartar las -en ocasiones maravillosas- finitudes (los hechizos) del lenguaje y acoger -en la mente, y en el corazón- la posibilidad de que ahora mismo, aquí, esté ocurriendo, realmente, lo inimaginable. Lo inexpresable. Que vivamos, en realidad, en una hoguera de silencio mágico capaz de todo. Detrás del “lenguaje” podría estar latiendo algo que, precisamente, estaría agitando, y vivificando, la carne lógica de nuestras palabras y, por lo tanto, de nuestros mundos. Mundos plurales, cambiantes, libidinosos, lúdicos, hiperfértiles según el segundo Wittgenstein. El primer Wittgenstein, en cambio, luchó por aquietar (por alicatar lógicamente) un mundo único (el de los hechos de la ciencia).

MooreRussell también- quisieron salvar el mundo -el sueño colectivo- resultante del sentido común. Y creo que lo quisieron hacer por puro amor. Por puro apego a un sueño amado. El mundo del “sentido común” (el de las manos de los niños y el de los labios de las mujeres y el de las estrellas y el de las montañas y el de las lágrimas por un amor ya perdido) puede desmontarse, puede diluirse como se diluyen las imágenes de un sueño… si se lo somete a una excesiva presión filosófica (o a una excesiva conciencia mística). Por eso Moore, en mi opinión, como los oficiantes del Upanayana [Véase], se aplicaron a proteger las palabras, y los universales, que sirven de armazón lógico de determinados sueños compartidos. Hechizos compartidos. ¿No es la persona amada también, un esquema lingüístico… un infinito esquematizado… un hechizo más?

Wittgenstein -el “segundo” al menos- creyó que había que luchar contra esos hechizos:

“La filosofía es una lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por el lenguaje”.

Algo sobre su persona y sobre su vida

Ofrezco una narración, un esquema, a partir de frases -rigurosas espero- que están disponibles en nuestra cultura. El Wittgenstein real (digamos completo) no me es accesible, desgraciadamente. El Wittgenstein real, como todo, es inexpresable. Aviso de que yo no he comprobado con rigor las informaciones en las que baso esta narración. Pero quizás algún día, si tengo tiempo y energía, lo haga.

Ludwig Josef Joham Wittgenstein nace en Viena en 1889. Es el hijo menor de ocho hermanos, tres de los cuales se suicidarán. Su abuelo, judío, se convierte al protestantismo. Pero el futuro filósofo y sus hermanos reciben una formación católica (un monoteísmo que, en mi opinión, nunca abandonó su mente y su corazón). Su padre -Karl Wittgenstein- es un rico industrial del acero. Algunas fuentes aseguran que ese hombre era uno de los hombres más ricos del mundo. A la casa de los Wittgenstein acude lo que en el momento se considera como élite artística: Brahms, Mahler… La familia Wittgenstein está especialmente dotada para la música: ese orden artificial y redentor. Ese mismo orden, matemático en definitiva, quiso traer el primer Wittgenstein al lenguaje.

Wittgenstein estudia primero en la Staatoberrealschule de Linz. Allí coincide con Hitler. Ambos tienes la misma edad, pero Wittgenstein está en un curso superior. Muy superior en mi opinión. Después estudia ingeniería mecánica en Berlín. Pero ya a la edad de diecisiete años sintió el vértigo mítico/filosófico (el olor del “mar” podríamos decir… de ese mar inexpresable que lo empapa todo,  palabras incluidas, inexpresablemente). Su hermana Hermine escribiría más tarde:

“Por aquella época… se apoderó de él con tanta fuerza y tan en contra de su voluntad la filosofía, que el conflicto interior de aquella vocación le hizo sufrir seriamente, y se sintió desgarrado”.

Después de Berlín siguió estudiando ingeniería en Manchester. Y allí empezó a fascinarse, a sobrecogerse, con el poder de las matemáticas: esas diosas invisibles que permitían que funcionara un motor (un trozo de materia humanamente ordenado dentro de la materia primigenia). Wittgenstein quiso conocer a esas diosas poderosas de verdad y, como un ansioso teólogo, leyó los Principios de las matemáticas de Russell.

Y viajó a Jena para conocer a Frege, el cual le aconsejó que fuera a estudiar con Russell en Cambridge. Pero poco antes de salir de viaje asistió Wittgenstein a una obra de teatro en Viena que, según dicen algunos biógrafos, pudo marcarle de por vida. La obra era de Anzengruber, su título “Los que firman con una cruz” y lo que de ella más impresionó a Wittgenstein fue, al parecer, esta coreografía de bailarinas lógicas:

“Tú formas parte del todo y el todo forma parte de ti. ¡No puede ocurrirte nada!”

El 18 de octubre de 1911 Wittgenstein conoce por fin a Russell. En 1912 es admitido como estudiante en el Trinity College. Ese mismo año muere su padre. Y el joven estudiante de Cambridge recibe en herencia una enorme fortuna. Poco después se retira a Noruega. Allí pasó temporadas con el hombre al que amaba: David Pinsent. A aquella cabaña acudiría, ya en soledad radical, varias veces a lo largo de su vida (la última con sesenta y un años). A Wittgenstein, según nos dicen los textos de que disponemos, le causaba sufrimiento el trato social: era hipersensible, depresivo, muy irascible.

En 1914 lee a Kierkegaard y le considera el filósofo más importante del siglo XIX. El salto irracional -metalingüístico- a la oscuridad de la mística: al exterior de todas las cabañas. También lee a Tolstoi y a William James. Ese mismo año envía una enorme cantidad de dinero (100.000 coronas) al director de una revista de Insbruck para que lo reparta entre artistas austriacos que lo necesiten. Algo le llega a Rilke, el gran enamorado de Lou Salomé. Pero pide Wittgenstein que nunca se revele su identidad como donante. Wittgenstein fue grande.

Vuelve al paraíso/infierno del fiordo noruego y -gran sorpresa- decide alistarse como voluntario en el ejército austro-húngaro. Como un Arjuna no necesitado de aliento ni de discurso para matar a sus semejantes. Es la primera guerra mundial. Cuarenta y siete millones de muertos. Un exceso de las tenebrosas posibilidades de Maya. Wittgenstein reconoció años más tarde que fue a esa guerra -cuarenta y siete millones de muertos- para suicidarse.

Más sorpresas: el gran místico/filósofo/ingeniero/millonario/soldado decide donar un millón de coronas (diez veces más de lo que donó a los artistas austríacos) para que se desarrolle el mortero (un arma de matar, de romper cuerpos e ilusiones humanos… de sacar gente del mundo… se supone).

Las vivencias de Wittgenstein en la guerra están recogidas en sus “Diarios secretos” (traduc. Andrés Sánchez Pascual, Alianza Editorial, Madrid 1991). Ya son de dominio público. Y ya pueden leerse, quizás. Al menos yo lo he hecho, no muy convencido la verdad. En cualquier caso creo que no deberían haberse publicado. Y no porque Wittgenstein nos de cuenta de sus intimísimas y auto-inculpatorias masturbaciones (de su lucha contra su propia carne), sino porque él escribió esos diarios de forma que pudieran permanecer eternamente secretos. En cualquier caso, estamos ante el Wittgenstein más íntimo y desgarrado, con su sexualidad explicitada -su homosexualidad- y con su dolor dentro de la desafinada -zafia- orquesta de lo que a él se le presentaba como mundo. Pero, en mi opinión, más allá de las masturbaciones y los dolores de alma y de cuerpo, sobre todo son diarios religiosos. Muy religiosos. En dos notas del 29 y 30 de abril de 1916 escribe Wittgenstein lo siguiente:

“Por la tarde, con los exploradores. Fuimos tiroteados. Pensé en Dios. ¡Hágase tu voluntad! Dios sea conmigo”.

“Hoy, durante un ataque de artillería por sorpresa, vuelvo a ir con los exploradores. Dios es lo único que el ser humano necesita”.

Durante esa primera guerra mundial Wittgenstein sigue trabajando, obsesivamente, en las notas de las que surgirá su Tractatus (redactado finalmente entre julio y agosto de 1918). Con esa obra en el macuto vuelve al frente de Italia. Lo lleva en el macuto como un Moisés con las doce tablas. Le cogen prisionero mientras va montado en un carro de combate, con medio cuerpo fuera, expuesto a las balas, silbando el segundo movimiento de la séptima sinfonía de Beethoven. Prisionero, consigue que Keines haga llegar a Russell la obra que guarda en su macuto: el Tractatus.

Cuando Wittgenstein regresa de la guerra es todavía más rico. Su padre había hecho astutas inversiones en USA. Wittgenstein, antes un dandy, es ahora un místico y quiere vivir como tal. Dona su inmensa fortuna a sus hermanas, con el compromiso oficial de no restituirla jamás. Tras ese desalojo trabaja como profesor de colegio en las montañas austríacas. 1919-1925. Termina hablando allí sobre todo de hadas. Y termina expulsado. Wittgenstein y la sociedad no se llevan bien. Fue quizás un hombre demasiado sufriente y demasiado insufrible.

El Tractatus se publica en 1921, gracias a Russell, que no hizo de esta obra un prólogo tan entusiasta como había esperado Wittgenstein.

Entre 1926 y 1928 trabaja como jardinero en un monasterio benedictino, construye -con la ayuda del arquitecto Engelmann, discípulo de Adolf Loos- una casa para un de sus supermillonarias hermanas y hace una escultura para un amigo. El cerebro de Wittgenstein -obsesivo, autotorturante- es muy fructífero para la propia sociedad que él no soporta y que a él no soporta. La casa construida por Wittgenstein mostraba la rigidez lógica de su Tractatus. Y sirvió también como lugar de encuentro del Círculo de Viena: ese club de fanáticos religioso-cientistas que veneraron la primera de obra de Wittgenstein sin asumir que ahí se estaba mostrando, y venerando, en todo momento, lo que no es mundo: lo que no son hechos científicos interconectados lógicamente. Porque, al final, tampoco habría hechos científicos científicos de verdad.

1929. Con cuarenta años se inscribe en Cambridge como estudiante investigador y se doctora con el Tractatus. Pronto empieza a impartir clases en esa universidad.

En 1936 vuelve a la filosofía. Es el “segundo Wittgenstein”. Empieza su segunda gran obra –Investigaciones filosóficas– a partir de notas. La concluye en 1949. Se publica tras su muerte. Es una obra decisiva en el pensamiento del siglo XX.

En 1939 sucede a Moore como profesor titular y se convierte en ciudadano británico al invadir Hitler -su compañero de colegio- Austria. En esa segunda guerra Wittgenstein ya no quiere morir ni matar. Todo lo contrario: se presta voluntario como asistente de enfermería. Es el segundo Wittgenstein.

En 1947 dimite como académico. En 1948 vive en Irlanda, en una cabaña, solo, junto al océano (también junto al océano de la mística).

Después visita USA, y Viena también, y da orden de que se quemen sus escritos.

En 1950 visita por última vez su retiro de Noruega. Tiene sesenta y un años. Fue por primera vez con veintitrés, enamorado de David Pinsent; y de la lógica. Pero no del mundo que la lógica pretendía aquietar.

Muere de cáncer de próstata el 29 de abril de 1951, en casa de su médico. No quiso ir al hospital.  Ya se había despedido del mundo (por fin). Y lo hizo, dicen, con estas palabras, con esta jugada lingüística: “Dígales que mi vida ha sido maravillosa”.

Fin de esta narración confeccionada con materiales míticos sobre filósofo mítico.

Sus ideas fundamentales

1.- Primer Wittgenstein/el Tractatus. El filósofo/ingeniero lucha por encontrar un lenguaje ideal: un sistema, una maquinaria de uso común (social) que permita decir con precisión lo que hay y lo que pasa en el mundo (como totalidad de hechos). Pero solo en el mundo. Y es que Wittgenstein va a mostrar, también,  la existencia de lo que ya no es mundo: lo místico. Dice en el Tractatus:

6.44. No es lo místico cómo sea el mundo, sino que sea el mundo.

6.45. La visión del mundo sub specie aeterni es su contemplación como un todo -limitado-. Sentir el mundo como un todo limitado es lo místico.

[…]

6.522. Hay, ciertamente, lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo; esto es lo místico.

Wittgenstein quizás nos ha dicho que el mundo, como un todo con límite, está evidenciando la existencia de lo que está más allá de ese límite. Sentir ese límite es lo místico. Pero también lo místico, lo inexpresable, se muestra a sí mismo. No nos dice dónde. O sí, pero en la carta a su amigo Engelmann que reproduzco al comienzo de este texto. La repito: “Nada se pierde por no esforzarse en expresar lo inexpresable. ¡Lo inexpresable, más bien, está contenido -inexpresablemente- en lo expresado!”

En el Tractatus Wittgenstein afirma que “aun cuando todas las posibles preguntas de la ciencia sean respondidas, todavía no se han rozado nuestro problemas vitales” (6.52). Y afirma también, como últimas frases, como frases del fin del mundo:

“Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como sinsentido, cuando a través de ellas -sobre ellas- ha salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que tirar la escalera después de haber subido por ella.) Tiene que superar estas proposiciones; entonces ve correctamente el mundo. De lo que no se puede hablar, se debe callar” (6.54).

Creo que en esta primera fase de su filosofía Wittgenstein quiere domar, legislar, el poder de la diosa Vak (la palabra, el lenguaje, el mundo en definitiva). Aunque consciente de que esa diosa no toca con lo que de verdad importa en esta vida. Y eso no afectado por el lenguaje -por el mundo-es lo místico (Dios para Wittgenstein).

2.- Segundo Wittgenstein.

Lo podemos leer, sobre todo, en sus Investigaciones filosóficas. Pero también en la serie de apuntes finales que se editaron con el título Sobre la certeza. Wittgenstein construye el concepto de “juegos del lenguaje”. Ya no cabe trabajar para que el lenguaje se purifique, para que nombre con símbolos inequívocos los hechos, objetivos, universales, que va suministrando la ciencia. Wittgenstein descubre que el lenguaje es una actividad social, una forma de vida, que se despliega y autoorganiza en diversos juegos. Estos juegos nacen, cambian, desaparecen. Mientras están vigentes tienen, para los que los juegan, la contundencia de los hechos de la Física: son el mundo entero, por así decirlo. La Filosofía debe limitarse a analizar, a explicitar, esos juegos inexorables desde dentro. No puede aspirar a una explicación superior. Ya no hay un lenguaje ideal para nombrar lo real. La Filosofía debe estar atenta, mostrar, los hechizos del lenguaje: esos juegos que son un mundo entero -limitado, pero absoluto- para quien los juega.

Este segundo Wittenstein, en mi opinión, ya se ha convertido en un místico contemplativo, pero no del “Dios metalógico”, sino de esa diosa “menor” pero muy hechicera que sería Vak (la palabra, el lenguaje).

Creo también que Wittgenstein, el filósofo/ingeniero, con su teoría de los juegos del lenguaje sigue mostrando una maquinaria metafísica (no evidente): una maquinara capaz de fabricar muchos mundos inexorables (sentidos como únicos desde dentro). Una maquinaria llamada “lenguaje”. Y será el “lenguaje” un hecho, no verificable, que Wittgenstein mantendrá como real, aunque admitiendo que no se puede decir que sea el lenguaje desde el lenguaje. En cualquier caso, esos “juegos del lenguaje” serían, para Wittgenstein, la esencia genésica del mundo, aunque creo que en el corazón de este filósofo -silenciado por exigencias del Tractatus– estaba eso innombrable llamado “Dios”…

¿En la zona silenciosa de la conciencia de Wittgenstein cabría ubicar a Dios moviendo, desde dentro, como si fuera una marioneta sagrada, a la diosa Vak? ¿Estará el silencioso Dios de Wittgenstein instaurando juegos del lenguaje -mundos diversos- en la conciencia de su seres amados?

¿No nos propone Wittgenstein, con sus obras, que participemos en una gran jugada del lenguaje; una jugada diseñada por él mismo? Sí. Es obvio que sí. Pero creo que estamos ante un juego que merece ser jugado, como un juego sagrado [Véase “Lila“].

Toda vida (todo “mundo”, todo “yo”), en realidad, es un juego sagrado que merece ser jugado. Con infinito respeto.

David López

Sotosalbos, 10 de octubre de 2011. (El día en que nació mi madre, la cual habita ahora en lo inexpresable; y en lo expresable también, inexpresablemente).

 

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Las bailarinas lógicas: “Silencio”.

 

 

Silencio.

Hamlet muere diciendo: “The rest is silence”. El resto es silencio.

Suponemos que se refiere a esa muerte en la que el príncipe danés cree estar ingresando; a que la muerte será un silencio radical tras el bullicio del vivir.

Hölderlin, en mi opinión, no lo tenía tan claro. Al final de su obra El acantilado parece sospechar algo terrible: que la muerte -como la locura, como los sueños, como la vida misma- no fuera silencio: que el silencio, ese prodigio físico y metafísico, fuera algo suplicable a los dioses; y algo sublime si pudiera ser recordado en las profundidades del horror. Pensemos el horror sonoro de la locura que tuvo que padecer el poeta Hölderlin al final de su vida. La locura -como la Filosofía, o como samsara–  podría ser la antítesis del silencio. Los locos, en las calles, en las calles de su mente, no paran de hablar, están atrapados en la tela de araña de un lenguaje -un cosmos hostil; un Matrix no benevolente- que les tritura el alma. La mente de un loco es un avispero de palabras.

Leamos esa aterradora súplica que escribió Hölderlin al final de El Acantilado (Alianza Editorial, Madrid 1979; estudio y traducción de Luis Díez Corral):

Pero tú, inmortal, aunque ya no te festeje la canción de los griegos,

como entonces, resuena a menudo, ¡oh dios del mar!,

con tus olas en mi alma, para que prevalezca sin miedo el espíritu

sobre las aguas, como el nadador, se ejercite en la fresca

dicha de los fuertes, y comprenda el lenguaje de los dioses,

el cambio y el acontecer; y si el tiempo impetuoso

conmueve demasiado violentamente mi cabeza, y la miseria y el desvarío

de los hombres estremecen mi vida mortal,

¡déjame recordar el silencio en tus profundidades!

Algunas de mis ideas fundamentales sobre lo que podría ser una metafísica del silencio están planteadas en una crítica que hice de la siguiente obra: Ramón Andrés: No sufrir compañía; Escritos místicos sobre el silencio (Siglos XVI y XVII), editorial El Acantilado, Barcelona, junio de 2010. Creo que puede ser de utilidad reproducir aquí dicha crítica íntegramente:

* * * *

Ramón Andrés y eso que sea el silencio

Silencio. Ramón Andrés se ocupa de lo que se esconde tras esta palabra en un libro que lleva por título No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio (siglos XVI y XVII), editorial El Acantilado. Esta antología va precedida por un ensayo del propio Ramón Andrés que lleva por título “De los modos de decir en silencio”.

En la nómina de enamorados del silencio que ofrece esta obra se encuentran García Jiménez de Cisneros, Bernardino de Laredo, Francisco de Osuna, Juan de Valdés, Pedro de Alcántara, Juan de Ávila, Juan de Bonilla, Alonso de Orozco, Luis de Granada, Teresa de Jesús, Luis de León, Baltasar Álvarez, Juan de los Ángeles, Alonso Rodríguez, Juan de la Cruz, Antonio de Molina, Luis de la Puente, Juan Falconi, María de Ágreda y Miguel de Molinos.

De Juan de la Cruz proviene la expresión en la que se ha inspirado el título de esta obra: “No sufrir compañía”. Es un título feo, en mi opinión, para un libro editado con una elegancia excepcional.

Elegancia para agrupar palabras sobre eso que sea el silencio, sobre lo absolutamente otro del lenguaje. Y las palabras que Ramón Andrés ha elegido para hablar sobre lo que no se puede hablar son, en muchas ocasiones, especialmente bellas y lúcidas. Quizás sea porque el lenguaje (esa sublime cárcel de la mente) alcanza sus más prodigiosas retorsiones cuando trata de palpar aquello que él no es. Y quizás sea también porque el autor de esta obra haya sentido alguna vez la brisa del silencio en la piel de su cerebro.

El ensayo introductorio de Ramón Andrés se presenta visualmente como una sucesión de párrafos muy espaciados entre sí (separados por el silencio de la página en blanco) y geométricamente limpios (sin sangrado tras el punto y aparte). En esos curiosos bloques de palabras encontramos una gran cantidad de citas, las cuales, sin saturar al lector, se entrelazan con las propias ideas de Ramón Andrés para demostrar, entre otras, la siguiente hipótesis:

A pesar de ciertos matices, casi nunca muy acusados, existe, como se ha visto en los capítulos precedentes, una veta profunda que sostiene la espiritualidad de la mayor parte de las culturas, un tenor que mantiene una analogía de creencias aunque expresadas de forma distinta[p. 20].

Esa veta profunda es la convicción de que es el silencio el único camino para enterarse realmente de algo (lo cual exigiría, paradójicamente, una radical renuncia al conocimiento):

Debemos sospechar, tras ser asediados por los grandes sistemas filosóficos, sazonados de racionalismo y empirismo, tan reduccionistas, que la lógica a veces puede actuar como una alucinación de la mente. De ahí el silencio, el negarse a explicar los pormenores de algo que no admite, por definición, el detalle, puesto que es totalidad [p. 40].

Pero, ¿qué es exactamente ese silencio salvífico? ¿De dónde nos saca y a dónde nos lleva? ¿Cómo propiciarlo? ¿Es tan maravilloso lo que nos ofrece? ¿Qué se oye en ese estado mental? Veamos algunas de las respuestas que ofrece Ramón Andrés sobre lo que no puede ser preguntado:

El silencio…

Es, antes que otra cosa, un estado mental, una mirada que permite captar toda la amplitud de nuestro límite y, sin embargo, no padecerlo como línea última. Estar sosegado en lo limitado es tarea del silencio. No viene a transformar ni a desplazar la realidad, sino a sembrar vacíos en ella, aberturas, espacios en los que cifrar lo que por definición es intangible y que, pese a todo, nos alberga [p. 11].

Esa necesidad de vivir ensordecido es uno de los síntomas reveladores del miedo. Kierkegaard afirmaba que, de profesar la medicina, remediaría los males del mundo creando el silencio para el hombre. No es extraño que buscara un fármaco de esta índole, atenazado como estaba ante el umbral de un tiempo inigualado en la producción del ruido físico, pero también mental, un clamor al asalto de la apacibilidad acústica y del no anhelo [p. 13].

El verdadero silencio no está necesariamente en la lejanía ni en la neblina de una vaguada ni en una cámara anecoica, sino, con probabilidad, en la intuición de un más allá del lenguaje […] [Ibíd.]

Pero ese más allá del lenguaje no parece ser exactamente el silencio del que hablan algunos místicos. En uno de los textos que aparecen en esta antología, Miguel de Molinos explica así las diferencias entre la meditación y la contemplación:

Cuando el entendimiento considera los misterios de nuestra santa fe con atención para conocer verdades, discurriendo  sus    particularidades y ponderando sus circunstancias para mover los afectos en la voluntad, este discurso y piadoso afecto se llama propiamente meditación.

Cuando ya el alma conoce la verdad (ora sea por el hábito que ha adquirido con los discursos o porque el Señor le ha dado particular luz) y tiene los ojos del entendimiento en la sobredicha verdad, mirándola sencillamente, con quietud, silencio y sosiego, sin tener necesidad de consideraciones ni discursos ni otras pruebas para convencerse, ya la voluntad la está amando, admirándose y gozándose en ella, ésta se llama oración de fe, oración de quietud, recogimiento interior o contemplación [p. 369].

Aquí no se está proponiendo una salida absoluta del lenguaje, sino la quietud y la contemplación dentro de un cosmos rigurosamente vertebrado por una verdad: una verdad que ya no se va a tocar, una verdad que se va a custodiar con el antivirus del silencio. Estaríamos ante una especie de paraíso lógico, un silencio intralingüístico, y sin duda delicioso: pero no ante un silencio total, no en un estado de conciencia en el que la mente está libre de formas, preparada para oír aquello que el lenguaje ni siquiera puede imaginar.

Otro texto de los antologados en esta obra muestra con mayor claridad el camino a ese beatífico encierro lógico también denominado “silencio”. Es una carta que San Juan de la Cruz escribió a las carmelitas descalzas de Beas. En ella encontramos estos consejos [p. 310]

Jesús María sea en sus almas, hijas mías en Cristo.

Mucho me consolé con su carta; págueselo nuestro Señor. El no haber escrito no ha sido falta de voluntad, porque de veras deseo su gran bien, sino parecerme que harto está ya dicho y escrito para obrar lo que importa; y que lo que falta, si algo falta, no es el escribir o el hablar, que esto antes ordinariamente sobra, sino el callar y el obrar.

Porque, demás de esto, el hablar distrae, y el callar y el obrar recoge y da fuerza al espíritu. Y así, luego que la persona sabe lo que le han dicho para su aprovechamiento, ya no ha menester oír ni hablar más, sino obrarlo de veras en silencio y cuidado, en humildad y claridad y desprecio de sí; y no andar luego a buscar nuevas cosas, que no sirve sino de satisfacer el apetito en lo de fuera, y aun sin poderle satisfacer, y dejar el espíritu flaco y vacío sin virtud interior.

Así, parece que hay silencios carcelarios, aunque esas cárceles sean paradisíacas: silencios de sumisión absoluta a un logos cerrado: a una verdad estructuradora de lo visible y de lo invisible. El que calla y contempla ahí dentro no está en silencio, sino hechizado por el rugido algorítmico (aparentemente silencioso) de un cosmos de palabras que se ha cobijado en su mente. Pero Ramón Andrés sí parece considerar que el silencio al que se han referido Miguel de Molinos y Juan de la Cruz es un verdadero silencio místico. Recordemos esta enigmática frase:

Estar sosegado en lo limitado es tarea del silencio [p. 11].

Creo no obstante que el tipo de silencio que intenta palpar el ensayo de Ramón Andrés es más radical. Es un silencio al que se accede tras la renuncia absoluta a cualquier estructura lingüística (a cualquier sistema de preguntas y respuestas/a cualquier verdad). Es el silencio que quedaría tras tirar la escalera a la que se refirió Wittgenstein al final de su Tractatus:

Mis proposiciones esclarecen porque quien me comprende las entiende finalmente como absurdas, cuando a través de ellas –sobre ellas- ha salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que tirar la escalera tras haber subido por ella).

Yo he disfrutado mucho subiendo por esta escalera de Ramón Andrés. Y, por el momento, no pienso tirarla. La renuncia a la Poesía me parece una mortificación excesiva.

* * * *

A partir de esta crítica voy a tratar de exponer algunas notas muy provisionales todavía sobre la metafísica del silencio:

1.- El silencio sería lo absolutamente otro del lenguaje, de cualquier lenguaje. Sería una vía de acceso a la Nada [Véase “Ser/Nada“]. Esto es: sería el camino para ver/escuchar lo que hay aquí de verdad. Lo que pasa de verdad aquí mismo, ahora mismo (por decir cosas desde un lenguaje que no problematiza las categorías del tiempo y el espacio).

2.- Otra forma de acercarse a eso que sea el silencio sería escuchando el sonido que produce el poetizar de la Física. Según su actual descripción del universo (de lo que hay), el silencio no existe. En todos los rincones de esa inmensidad panmatematizada estaría retumbando el eco del Big Bang: esa explosión primigenia de la que habría surgido el universo entero.  Nos dicen incluso los físicos que esa radiación, ese rugido ubicuo, aparece en los televisores analógicos cuando su antena no está sintonizada (sería ni más ni menos que un 1% del total de las interferencias que chisporrotean ante nosotros). Nos dicen también que esa radiación de fondo (Cosmic Microwave Background) se manifiesta en ondas cuya longitud sería de 1,9 milímetros. Todo los que nos rodea y nos compone estaría vibrando con esa música, con ese grito inicial que precedió al nacimiento del universo. En el universo en el que la Física cree que estamos no hay silencio. Hamlet, según la Física actual, se equivocó. No hay silencio posible dentro de ese universo de cualidades primarias que empezó a dibujarse mientras Shakespeare escribía sus obras. Y Hölderlin estaría como un alma en pena buscando silencios imposibles por todos los rincones del Ser: un alma condenada al ruido eterno.

3.- Algunos pensadores, como Simone Weil, podrían tranquilizar quizás a Hölderlin asegurando que el universo de las leyes físicas es desconectable, que cabe apagar su sonido aparentemente eterno. Simone Weil habló de la Graçe como irrupción en lo físico de lo no físico, de lo no legaliforme. Ahí estaría, en mi opinión, la intuición fundamental -y la vivencia fundamental- de eso que desde el lenguaje se denomina “Mística”: cabe el silencio; un silencio radical que desactiva incluso ese cielo mental (ese kosmos noetos platónico) que hace creer, por hechizo, que existiera -en sí- un universo, el tiempo, el Big Bang, las microondas, y las longitudes. Estaríamos ante el silencio abisal, ante lo que oiría Dios antes de crear el mundo.

4.- Pero habría otro tipo de silencio, también sublime a mi juicio. No sería místico, sino estético. Podría llamarle “silencio intra-cósmico”. Es el silencio “interior” (el “silencio mental”) que es necesario para contemplar la belleza del mundo, de un mundo: del que sea, del que haya sido capaz de configurar el cielo de nuestra conciencia en una de sus infinitas autodifractaciones. Cuando, por ejemplo, se camina en silencio por un paisaje ordenado en función de un determinado sistemas de universales [Véase “Universales“] ocurre una plenitud estética, un gozo inefable que parece estar siendo sentido por el propio Creador dentro de su propia obra.

5.- La música. Se podría afirmar quizás que la música es una ordenada negación del silencio. O también, mejor, que la música es un sistema de embalsamiento de silencios, una hiper-ordenada red de silencios. Buena parte de este diccionario filosófico lo estoy escribiendo mientras escucho los conciertos para piano de Beethoven. Me ayudan a concentrarme. ¿Por qué? No lo sé muy bien, pero quizás sea que esa obra tiene muchos silencios ordenados, muchos lagos de silencio entrelazado donde puedo permanecer sosegado. “Estar sosegado en lo limitado es tarea del silencio”, afirma Ramón Andrés en su obra sobre el silencio. Una composición musical es un sistema de limitación de silencios.

6.- La imagen que silencia el cielo de este texto pertenece a una película excepcional: Die große Stille (El gran silencio), de Philip Grönig. Ese gran silencio es intra-cósmico, ocurre dentro de una música, de un ritmo muy riguroso que incluye rutinas, movimientos corporales, rezos, ideas, etc… La película nos permite observar algo del silencio que embalsa esa música invisible…  pero más sólida que los muros del propio monasterio. Considero no obstante que ese silencio intra-cósmico en el que vibran las conciencias y los corazones de los cartujanos abre ventanas al otro silencio, al extra-cósmico: el que permite sentir la brisa de la Nada (de “Dios” si se quiere) en la piel del alma (otra nada, obviamente). Por eso me ha parecido oportuno elegir una imagen en la que aparece uno de los cartujos asomado a una ventana.

7.- Cuando practico Yoga tengo que esforzarme para mantenerme en silencio dentro del monasterio de mi propio cuerpo. Hay momentos en los que, incluso, me digo a mi mismo que, por favor, guarde silencio. En realidad se lo digo a eso que llamamos “mente”, y lo digo desde un lugar que quizás Mircea Eliade denominaría “conciencia testigo”. El caso es que ese silencio es posible; y es glorioso cuando se consigue. En ese silencio se escucha la propia respiración como un mar calmado, vital, poderoso. Y se siente algo que podríamos denominar “lo sagrado”: una especie de infinito “interior” (aunque, en rigor, ya trasciende el dualismo interior/exterior). En meditación (tras la sesión de Yoga) intento aumentar la extensión y la profundidad de ese silencio. Ocurre entonces que ya no hay cuerpo-monasterio, ya no hay asanas (posturas, dinámicas esculturas de carne): ya se ha abierto del todo la ventana que comunica con la Nada. Después de la sesión de Yoga y de la meditación trato de mantener ese silencio sagrado: de estar en silencio -grave, respetuoso- bajo el cielo artificial -pero sagrado también- en el que vivo cobijado. Bajo algún cielo hay que vivir. No otra cosa es vivir.

Y ese vivir en silencio más allá de mis sesiones de Yoga y de meditación, cuando lo consigo, aumenta la belleza del mundo (de este mundo desde el que escribo) hasta niveles que no dejan de sorprenderme. También aumenta el caudal y la limpieza de todos mis manantiales interiores.

El silencio sublima la vida y aporta una misteriosa energía con la que podemos hacer prodigios.

Creo que es aconsejable aumentar los niveles de silencio, interior y exterior, de esta curiosa civilización en la que vibramos. Creo que aumentaría nuestra salud -global- de forma sorprendente. Kierkegaard acertó.

Por último: ¿por qué filosofar? ¿Por qué practicar esa sistemática negación del sublime silencio? Para mí la Filosofía, entre otra cosas, abre ventanas en el monasterio de nuestra mente. Ventanas a lo “sagrado”. Al “silencio extra-cósmico”. A la “Nada”. La Filosofía permite también visualizar, con estupor maravillado, el propio monasterio mental en el que se cobija nuestra conciencia. Y quizás también nos ubica en una posición desde la que cabría plantearse la construcción de nuevos monasterios: nuevas músicas donde habitar: nuevos discursos: nuevas bailarinas lógicas.

David López

 

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