Activismo interior y vuelo más allá de las Naciones Unidas

Empieza un nuevo año. Es casi seguro que daremos otra matemática vuelta a una estrella que llamamos Sol. Iniciamos otro misterioso episodio en el mágico e inenarrable guión de nuestras vidas y de nuestras muertes.

Lo mejor que puedo desear a mis lectores es un modelo de mente (un discurso) bello, fuerte, bondadoso y libre. Noble en definitiva. Solo desde ese tipo de mente (de discurso, de corazón) se puede amar y se puede respetar. El respeto es una forma de amor sublimado porque no exige siquiera vínculo emocional. Es la puerta de entrada al sentido de lo sagrado.

Soy consciente de que en todos mis escritos políticos hay un tema que se repite obsesivamente: la lucha contra el esclavismo discursivo, que es el más sutil y el más difícil de erradicar. Me es inasumible que alguien afirme eso de “los que nos gobiernan” o “los de arriba”. No nos gobierna nadie. No hay nadie arriba. El cielo de cualquier gobierno queda oculto bajo el mar de nubes que se puede contemplar desde lo alto de cualquier ser humano (incluidos los presidentes de los gobiernos, que son también sacros seres humanos… hecho que con alarmante frecuencia no consideran aquellos que no les han votado).

La influencia que un gobierno tiene en la vida de las personas es muy pequeña. El mundo como fenómeno en la conciencia del ser humano depende de su ética y de su narrativa, normalmente recibida acríticamente, emocionalmente, como tradición social. No depende ese mundo de cómo gobierne un gobierno.

En cualquier caso, tengo la sensación de que los gobiernos son a la vez gobernados por los lugares comunes que se escuchan por la calle. No veo distancia entre las mentes y corazones de los que teóricamente gobiernan y los teóricamente gobernados. Probablemente lo que nos gobierna de verdad es inaccesible al pensamiento, aunque no al sentimiento.

La aparición de los presidentes de los gobiernos y de sus ministros en los medios de comunicación es excesiva, mitomaníaca, esclavista en realidad. Pero el ser humano es un espacio gigantesco que no puede gobernado porque no puede ser esquematizado. Todos los esfuerzos de esquematización de lo humano han resultado ser insostenibles. Pensemos en ese “yo” estratificado y mecanizado que teorizó Freud casi hasta el final de su vida [Véase aquí Michel Hulin]. Somos muchísimo. Todos. Nuestras raíces y nuestra alas se extienden por lo místico, no por lo político; y no estamos confinados además en un solo mundo. Nuestro hábitat real es el infinito. O la “Nada mágica”, mejor dicho quizás.

Propongo ahora que seamos capaces de visualizar ese poliédrico diamante existencial que está compuesto por nuestros miles de sueños, digamos “nocturnos”, y por nuestras ilusiones, y por nuestros pensamientos, y por nuestras ensoñaciones, y por nuestras visiones, y por nuestras incursiones en mundos de fantasía creados por otros seres humanos (cuentos, novelas, películas, pinturas, creaciones musicales…), y por eso que llamamos “vida real” hasta que despertamos de verdad. Gigantesco diamante multidimensional. Desbordante. De belleza excesiva, letal quizás. Inabarcable para cualquier teoría política o sociológica.

Creo que es decisivo sostener esa inmensidad sagrada frente a los discursos esclavistas y frente a las modelizaciones y estadísticas de los sociólogos [Véase Saskia Sassen]. Creo también decisivo decirle a cada uno de los seres humanos -de por ejemplo España- que una cosa es la crisis económica y otra muy diferente su propia vida. Lo real desborda la narrativa estereotipada de los telediarios.

Es aterrador oír eso de que los jóvenes no tienen futuro en España. Es una frase venenosa e irrespetuosa, aunque no dudo de su buena fe. ¿A qué jóvenes en concreto se refieren? Una vez más asistimos a una des-sacralización de la grandeza humana. Claro que hay futuro para los jóvenes en España. Inimaginable en su belleza e inimaginable además en su ubicación territorial.

“España”: una abstracción emocionante pero castrante, como lo es también, por ejemplo, “Cataluña”. El futuro no será de los países-nación, sino de las personas (misterio todavía no medido, todavía no actualizado). Pero hay que trabajar, mucho, todos. Y, sobre todo, trabajarse. El trabajo es magia. Todos los seres humanos lo tienen. El trabajo no es algo que pueda o no conceder un poder externo.

Hay que transcender, ya de forma urgente, el modelo de mente esclavista y malista: ese que presupone siempre unos “malos” culpables de todo y un poder superior al que hay que exigir bienestar: Estado, empresario, padres, dioses… Un poder superior al que se le exige todo y al que se odia cuando ese bienestar (nunca suficiente) no es recibido. En las últimas dos décadas una gran cantidad de jóvenes en España han recibido una educación equivocada: mínimo esfuerzo, horarios delirantes, ausencia de normas, pérdida del respeto hacia padres y profesores, normalización del confort total, exceso de azúcar. Esto puede haber tenido efectos macroeconómicos. El exceso de mimo y de confort reblandece los músculos del alma individual y colectiva. Y enturbia los corazones.

Una sociedad es una suma de monarcas. Todos ellos deben ser soberanos y asumir la responsabilidad de su vida. El noble es quien se exige más a sí mismo que a los demás. Ese es el camino para una nueva Política (para una nueva ciudad planetaria). Esa es la verdadera revolución pendiente: que cada uno de nosotros se movilice dentro de sí mismo para que ocurran cambios estructurales. El primer cambio sería recuperar el trono existencial, no olvidar la soberanía, no renunciar a la -dureza- y a la grandeza que implica ser el responsable de la propia vida: el que no culpabiliza a nadie de los problemas de su existencia. Eso no significa que debamos cerrar los ojos ante el comportamiento de los cargos públicos. Todo lo contrario: hay que ser críticos y exigentes, sin tregua, pero con mucha prudencia, con mucha ecuanimidad, respetando la presunción de inocencia, dejando que los jueces hagan su difícil trabajo. Yo ejercí durante quince años la profesión de abogado en Madrid. Creo que estoy legitimado para decir que podemos confiar en la honorabilidad casi unánime de nuestros jueces. Cuidado con los juicios sumarísimos de las hordas callejeras y mediáticas. Las cosas son complicadas. El sosiego a la hora de juzgar es ineludible. Más vale que se salve un culpable que condenar a un inocente. Y recemos para que nuestra inteligencia nunca esté movilizada por el odio, pues el odio siempre desemboca en la estupidez, en el error, en la barbarie.

Todos somos políticos, en cuanto miembros de la polis. Hay que dejar de hablar de “los políticos” y, sobre todo, dejar de hacerlo con desprecio. Cierto es que muchas personas que desempeñan cargos públicos -y que gestionan el dinero de los demás ciudadanos- están corruptos; esto es: incumplen la ley y obtienen ingresos de forma indebida. Pero lo cierto es que eso ocurre también en todos los rincones de la sociedad. El sentido de lo público, sobre todo en los países mediterráneos, no está asumido. De forma inconsciente se identifica el Estado con un poder hostil, no respetable; y se hace lo posible para no aportarle dinero.

Creo que, apoyándonos sobre los -admirables- hombros de nuestro sistema político actual, podemos elevarnos hacia muy arriba, más arriba de lo que apunta cualquier gobierno. Como ya he escrito en otros artículos, creo que cabe una sociedad formada por monarcas absolutos unidos por hilos de oro. Esos hilos serían la bondad, el respeto, la cooperación, la generosidad. Esas redes de monarcas -de diamantes- pueden crear bellísimas arquitecturas, como por ejemplo “Europa” [Véase]. O, quizás en un futuro no muy lejano, una arquitectura que podría denominarse, por fin, “Personas Unidas”: un término que superaría eso de “Naciones Unidas”. Las naciones son maquinarias de empequeñecimiento. Son poco para los seres humanos. Quitan el brillo a esos diamantes de tamaño inmedible.

Sí creo que podemos aspirar a esa diamantina arquitectura. Y a mucho más. No olvidemos que somos, todos, filósofos. Todos estamos condenados a volar, a elevarnos, hacia el infinito. Hacia la belleza infinita.

¡Feliz 2014!

David López

Torrelodones, a 2 de enero de 2014.