Feliz Navidad

 

 

 

Permítaseme reflexionar sobre la Navidad aunque yo -al menos de forma consciente- no pertenezca al cristianismo ni a ninguna otra religión (incluida la religión ateísta).

Desde las bailarinas lógicas cristianas -algunas de las cuales son bellísimas- cabría decir que con la Navidad  se celebra la entrada del Creador en su propia Creación. Dios se encarna, se hace materia -se hace parte de su propia secreción creativa-: se hace avatar. Y, una vez dentro de ese lugar prodigioso (el mundo creado) habla: crea palabras cuyo corazón lógico, básicamente, dice lo siguiente: 1.- Ama al prójimo como a ti mismo; 2.- La virtud (el bien) conduce a otro mundo.

Amar es sacralizar. Sacralizar es elevar algo al máximo rango ontológico y axiológico. Según el cristianismo, tanto eso del “prójimo” como eso de “tú mismo” deben ser ubicados en esa altura máxima. Pero para ello, creo, hay que ubicarse “frente” al mundo, frente a esa Creación. Desde ahí -ese lugar “espiritual” que señaló, por ejemplo, Max Scheler- cabe mover un pincel mágico y sublimar los colores del mundo, sobre todo los colores de los seres cruciales de la Navidad. Me refiero a los seres humanos, arquetipizados en la figura de Jesucristo.

También creo que ese avatar -Jesucristo- señala una gran posibilidad (un gran camino, un gran truco de magia): la posibilidad de transmutar infiernos en paraísos. Secretos: la virtud (la ética sublimada) y la ilusión.

Cabe una cena de Nochebuena, sacra, con una pareja de actores porno que, además, no sean parte de eso que desde algunos discursos se llama “familia”. Aquí quizás sea útil mi distinción entre ética y moral [Véase]. El rito de la Nochebuena me parece precioso y lo mantendré mientras viva. Mis circunstancias personales en estos últimos años me han obligado a aceptar Nochebuenas cuya molécula social estaba formada por átomos muy dispersos y muy herogéneos, no exactamente “familiares”. Pero esa, digamos, “catarsis moral” me ha servido, creo,  para perfilar, para limpiar, el núcleo de lo celebrado, el valor esencial de la Navidad: amarse los unos a los otros, sea como sea, sea con quien sea, sea donde sea. Creo que la Navidad puede servir para que la “familia humana” se celebre a sí misma en cualquiera de los puntos que forman esa fabulosa galaxia de corazones e ilusiones.

Y no creo que la Navidad se des-sacralice con las compras, con los regalos, con eso del “consumo”. Todo lo contrario: es hermoso contemplar en las tiendas el gesto preocupado de la persona que busca un regalo idóneo para su familiar. Es un momento en el que un ser humano piensa en otro (aunque se trate de un familiar inaguantable): se piensa en qué le hará feliz, en qué necesitará. También se puede dudar de si todo ese ritual tiene algún sentido. Yo creo que sí lo tiene: en el momento de la entrega del regalo siempre hay un pequeño cruce palabras: el que recibe el regalo elogia el objeto, el que hace el regalo comenta las dificultades de la elección, su ilusión de ilusionar. Es un momento en el que se fabrica felicidad, cercanía, calor, diversión. ¿Qué otra cosa queremos para el proyecto “Humanidad”?

Se ha afirmado que la Navidad está tomada por el “consumismo”, por el “capitalismo”, etc. Nadie sabe en realidad qué es el capitalismo, ni siquiera qué es la “Economía” (y yo menos que nadie quizás). Son misterios absolutos que palpitan en el misterioso tejido del Ser. Pero creo que un monasterio tibetano -o cristiano, o yóguico- puede estar más corrupto que una empresa norteamericana. O menos también. Por corrupción quiero decir falsedad: contraposición entre los valores que mueven el continente formal y los que mueven el contenido material. Es hermoso que haya empresas -no corruptas- y que haya monasterios -no corruptos-. Es hermoso que se vendan y que se compren objetos (ilusiones en definitiva), siempre que, obviamente, se haga desde ese equilibrio, desde esa templanza, que recomiendan todas las sabidurías “inferiores” [Véase “Apara Vidya”]

La Economía, como la Teología, como la Ciencia, como la Política, como la Filosofía, se basan en la ilusión, tomado este concepto en todas sus acepciones posibles y en su máxima dilatación semántica. Todo es fantasía, todo es creación mágica que ocurre en el interior de un lugar inefable que podemos llamar “conciencia”. O “mente” (si se quiere bailar con esta bailarina más anglosajona).

Navidad. Significa nacimiento. Y hay algo sorprendente en los nacimientos. También en las muertes. Lo he experimentado varias veces -estupefacto, fascinado- en hospitales y en alguna casa particular: cuando entra o sale gente de este mundo ocurre una sutil modificación de la textura, del olor, del color de la materia. Parecería que alguien ha abierto una ventana insólita, una ventana limítrofe, por la que entra el olor de un mar que no es el mar exactamente: sería algo así como el olor que cabría obtener al mezclar todos los mares del mundo con todos los soles del universo y con las más bellas ilusiones de todos los seres humanos.

La Navidad es un rito del nacimiento. Se celebra el hecho de la creencia en que puede acontecer lo imposible, lo inimaginable, lo glorioso. Bergson redibujó la teoría de la evolución de Darwin para dejar sitio a  una fuerza capaz de provocar realidades inaceptables por el mecanicismo (por la tiranía, por la sequedad, de esas leyes que la Ciencia siempre cree haber descubierto).

La Navidad. Puede pasar cualquier cosa, puede ocurrir cualquier prodigio: el olor a cadáver de un rencor puede transmutarse en el olor a bebé de un perdón (a uno mismo, por ejemplo, que es lo más difícil).

La imagen que he elegido para este texto muestra una vela inclinada. Parecería que está dispuesta a encender otra vela. Eso es la tradición: una entrega que quiere arquetipizarse en la eternidad. La Navidad es una tradición. Se transmite la llama de la ilusión entre personas, de año en año, de cena en cena, de regalo en regalo, de abrazo en abrazo. No hay vida,  no hay Creación, no hay nada sin ilusión. Todo mundo es Maya, ilusión. Y creo que este mundo en particular es un Maya sagrado, creado por amor.

El ser humano que ama -que sacraliza al otro y a sí mismo- es una vela inclinada. Es un lugar sagrado, mágico, desde donde se transmiten ilusiones.

 

Feliz Navidad.

 

David López.

Madrid, 25 de diciembre de 2011.