Feliz Navidad eterna

 

Navidad significa nacimiento, entrada, en el “mundo” de lo que no es del “mundo”: entrada de un dios, imaginario, claro, como todo, como lo es el propio mundo en cuanto tradición social [Véase aquí Unamuno] o, si se quiere, en cuanto fenómeno cerebral.

Nombra también la Navidad la creencia en que puede nacer en las mentes y en los corazones humanos una idea que provoque un incendio de ilusión, de esperanza. No otra cosa es el mundo que un lugar de ilusión, un lugar que debe ser permanentemente inseminado con la ilusión. El mayor pecado sería des-ilusionar. Sería algo así como un homicidio. La depresión -entendida como ausencia de ilusión y de percepción de la belleza- es un infierno en el que no se tiene ya ni energía para odiar. Incitar a la depresión es un pecado capital. Si alguien ha perdido la ilusión, si agoniza de nihilismo prosaico, debe ser lo suficientemente generoso como para redoblar su apuesta por el encantamiento físico y metafísico (recordemos al San Manuel Bueno Mártir del ya citado Unamuno). Debe poner la mesa de Navidad más bella que nunca, por así decirlo. Ilusionar a los demás es la más grande ofrenda, es meter nuestras manos en las manos de ese Dios cuya grandeza muy pocos cristianos estar dispuestos a admitir.

Quizás todo el corpus de textos que escribió Nietzsche no es sino una rabiosa condena de cualquier palabra, idea, actitud intelectual, e incluso corporal, que provoque desencanto, desilusión, resentimiento contra la vida (esa experiencia tan dolorosa a veces y cuyos confines yo creo que se extienden por el infinito).

Una palabra tuya -tuya, seas quien seas- basta para sanarme, a mí, y a quien sea. Y también basta para enfermarme. Yo he hablado en ocasiones de “metafísicas desaborías”: las ideologías del desencanto, de la demonización, del nihilismo, de la negatividad.

La Navidad en cierto sentido es una provocación porque exige soportar intelectualmente el sentido de lo sagrado; y rendir culto al encantamiento: al rito anual que eterniza el imposible encuentro entre lo que se cree que es el mundo real, banal, no-prodigioso, y lo que se cree que pertenece a la fantasía: el nacimiento de un Dios ahí donde no puede nacer ni vivir ningún Dios.

También significa la Navidad una apertura filosófica extrema que podría estar en la línea de Bergson [Véase] o de Ernst Bloch [Véase]. Se trataría de abrirse a la provocadora idea de que el futuro está abierto, de que puede nacer en cualquier momento “lo imposible” (lo que no considera posible esa “lógica” que va disecando temporalmente las inteligencias humanas).

Creo por tanto que lo que hay que celebrar hoy es la creencia en lo que parece imposible por su exceso de belleza, la creencia en la sorprendente moldeabilidad y capacidad de autoembellecimiento que tiene eso de “la Historia”, entendida no solo como fenómeno social sino también individual. Pueden ocurrir cosas maravillosas, inesperadas, imposibles, en nuestra vida y en la vida de las sociedades. Y de hecho ya están ocurriendo. No otra cosa ocurre.

Y el nacimiento del Jesus de la Biblia, en particular, quizás signifique algo muy simple: en el mundo (en esa narración, en ese esquema, en esa fantasía que damos por real) puede entrar algo (el amor) que provoque una transformación radical de la conciencia donde ocurre ese mundo. El resultado sería el paraíso, esto es: un lugar donde no se odia, donde lo existente no es diferenciable de lo sagrado, donde la ilusión es inagotable, donde la Navidad es eterna.

Eso os deseo a todos vosotros, mi queridos lectores: una Navidad eterna. No otra cosa propicia la Filosofía (la extrema sabiduría).

 

David López

Sotosalbos, a 25 de diciembre de 2013