Henri Bergson ¿pensó? que la inteligencia -aun siendo un fruto de la vida- se opone a la vida, porque pretende cortarla, medirla, mutilarla, falsearla en definitiva. Y se propuso entender lo que se presenta en la conciencia, sin reducir ese “presentarse” a los hechos que proporciona el método científico (cegado por la inteligencia); y sin reducir la conciencia a los confines del cerebro. Dijo Bergson que “en una conciencia humana existen infinitamente más cosas que en el cerebro correspondiente”.
Infinitamente más…
Bueno, creo que es obvio que eso de “cerebro” es uno de los contenidos de nuestra conciencia. Podemos “pensar”, y “visualizar”, el cerebro [Sugiero la lectura de “Cerebro” en mi diccionario filosófico].
Lo que a Henri Bergson se le presentaba en la conciencia (o que, según él, constituía la conciencia misma) era la duración: el tiempo: esa sensación de estar constantemente inundado por las incesantes olas del pasado, y de estar caminando hacia un futuro que, según este gran filósofo francés, es completamente imprevisible… porque estaríamos inmersos en un impulso vital (élan vital) creativo y libre, no sometido a ningún mecanismo (a ninguna estructura fija de causa y efecto). En verdad estaríamos inmersos en una “evolución creadora” que nada tendría que ver con el determinismo de Darwin ni con el de Herbert Spencer. Nada se movería en realidad ni por una causa eficiente ni por una causa final. Lo que mueve la vida sería pura creatividad, y pura libertad (ambas -creatividad y libertad- en realidad siendo lo mismo).
Ese élan vital sería captable con la intuición humana, no con la inteligencia humana (la cual aspiraría en realidad a salir, a transcender su cegador utilitarismo). Y cabría vincularse parcialmente a él -a ese élan– por medio de la Mística. Eso sería la Mística. El místico sería aquél ser humano que, en virtud de su propia experiencia, proporcionaría la evidencia de la existencia de Dios (porque esa existencia se habría convertido en un hecho de su propia conciencia, un hecho privilegiado, una especie de visión indubitable… y en un vínculo inefable).
Dios mismo, según Bergson, podría llegar a ser identificado con un esfuerzo: un esfuerzo creador (libre por tanto) cuya manifestación sería la propia vida. Me parece bellísimo identificar a Dios con un esfuerzo creativo.
Fruto de ese esfuerzo sería el propio ser humano que, según los textos de Bergson, podría llegar a una especie de divinización: algo así como a una plena identificación con el flujo creador que es la sangre de lo real y que le convertiría -al ser humano- en una especie de Dios, creado y creador a la vez. Creador incluso de moralidades y de religiones. Me viene a la cabeza la metafísica del arte en el romanticismo alemán y, también, cómo no, algunos momentos de una de mis obras preferidas de Nietzsche: El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música.
En cualquier caso, Bergson es otro gran enamorado de la vida (de este espectáculo creado y creador; e inefable). Un gran enamorado de Maya como lo fue Nietzsche o como lo fue Russell [Véase]. Los tres capaces de perfilar el universal -“vida”- con frases prodigiosas: con Poesías de belleza extrema.
Henri Bergson la perdió -eso de “la vida”- por una pulmonía derivada del frío que pasó haciendo una cola en París. Era una cola de judíos que debían inscribirse en un registro especial por orden del Gobierno de Vichy. A Bergson -demasiado famoso, demasiado prestigioso y demasiado enfermo- se le había dispensado de semejante trámite. Y él mismo, desde hacía tiempo, había tenido la intención de convertirse al catolicismo. Pero afirmó que no era ese el momento de cambiar de credo. Y se dejó la vida -al menos la vida “espacializada”, “mecánica”, “exterior”- en un espectacular ritual de ética, de solidaridad, de fuerza.
El propio Bergson afirmó alguna vez que el élan vital tiene tanta fuerza que se puede saltar la muerte misma (la finitud de una de sus creaciones). No es descartable que este gran filósofo siga vivo. En realidad no es descartable que todo lo que parece que “fue” siga viviendo eternamente (aunque no está muy claro qué sea eso de “vivir”).
El océano del pasado puede que siga mandando sus olas a los infinitos “presentes” que nos esperan (o que le espera a “Eso” que Bergson denominó “El Espíritu”) y cuya obra maestra sería -es de suponer que “por el momento”- el ser humano.
Algo sobre su vida
Nació en Paris en 1859. Un mes antes de que se publicara “Sobre la evolución de las especies” de Darwin. Él aportará más tarde una obra que puede ser considerada como un gran análisis filosófico de las hipótesis de Darwin (no olvidemos que la ley de la evolución es una “hipótesis”… hay que tener cuidado aquí). Su padre era judío, de origen polaco. Y músico. Su madre era también judía, pero inglesa. Pronto se trasladaron a Inglaterra. Henri Bergson fue educado en inglés y en francés. Regresaron a Paris cuando el futuro filósofo tenía nueve años.
A los dieciocho años ganó un premio por resolver un problema matemático. Pero no quiso seguir por el camino de eso que llaman “Ciencias”, sino que se dirigió hacia eso que llaman “Humanidades” (como si las matemáticas no fueran “humanas”) Vaya lío… Y tuvo la suerte de estudiar en la prestigiosa École Normale Superiore. Allí leyó y sintió a Herbert Spencer.
Accedió Bergson a la cátedra de Filosofía Moderna del College de France. Fue miembro de la Real Academia Francesa. Presidió la “Comisión de Colaboración Intelectual” de la Liga de las Naciones (institución antecesora de la UNESCO en la que también estaban Einstein y los Curie).
En 1908 conoció a William James [Véase aquí]. Se hicieron muy amigos. James estaba fascinado con la obra de Bergson. La influencia de este gran pensador francés en el pragmatismo americano parece que fue enorme.
Como en su día hiciera William James, Bergson aceptó impartir conferencias dentro de las Gifford Lectures. La guerra del catorce lo impidió. La guerra: esa diosa heraclitiana que mete su arado a fondo en el pecho de los hombres y de sus sociedades.
Se casó Bergson con una mujer llamada Louise Neuberger y tuvo una hija -Jeanne- que nació sorda (que no pudo escuchar la magia verbal, musical, que, según los testimonios de que disponemos, era capaz de irradiar aquel poeta de la Filosofía). Vivió Bergson con su mujer y su hija, los tres juntos, en una casa modesta de Paris, como profesor de Filosofía entregado a sus obras (una maravilla de vida, en mi opinión). Allí supo que le habían concedido el Premio Nobel de Literatura por su obra más conocida: “La evolución creadora”. Henri Bergson no pudo acudir a Estocolmo debido a sus fuertes dolores reumáticos: unos dolores que le dejaron medio cuerpo paralizado.
Murió por un exceso de frío y de grandeza. Murió en un Paris ocupado por los nazis, los cuales, creo, desde el propio modelo de totalidad de Bergson, podrían ser visualizados como un fruto de la creatividad vital que se habría condensado demasiado, que se habría agarrotado, que habría perdido creatividad. Porque el nazismo, como la inteligencia cuando está muerta, quiso esquematizar, mutilar, simplificar, ordenar en exceso, ese gran fruto del élan vital que sería “la humanidad” [Véase “Humanidad” en mi diccionario filosófico].
Se podría decir que Bergson murió rodeado por un exceso de “materia”, según este concepto fue desarrollado en su filosofía.
En cumplimiento de la voluntad de Bergson, fue un sacerdote católico el que ofició en su funeral: un poeta católico segregó el lenguaje que Bergson quiso que se oyera en ese momento crítico del élan vital que sería la “muerte”.
Bergson dejó muy vivas -y muy vivificantes- cuatro obras fundamentales:
“Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia”. 1889.
“Materia y memoria”. 1896.
“La evolución creadora”. 1907.
“Las dos fuentes de la moral y de la religión”. 1932.
Algunas de sus ideas
– La Filosofía. Bergson parece que la hizo equivaler a la Metafísica. Estaríamos ante una actividad que debe dirigirse a lo datos inmediatos de la conciencia y, desde dentro, ensayar una expresión de lo que ahí se presenta, más allá de los esquematismo de la inteligencia. Este es el sentido del título de su primera obra fundamental (Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia). Pero la Metafísica solo sería practicable si se transciende la inteligencia, la cual sería una facultad humana imprescindible para vivir en la vida, pero insuficiente para visualizar el corazón, la palpitante esencia, de la propia vida. Podríamos decir, desde Bergson, que la inteligencia permitiría vivir, pero no ver: no ver lo que es, lo que pasa de verdad. Inteligencia. Como vimos al comienzo de este texto, Bergson pensó la inteligencia humana como enemiga de la vida. ¿Por qué? Porque funcionaría exclusivamente con esquematizaciones de lo real (del flujo de la vida): se aproximaría a ese flujo con conceptos (lo cual sería un falseamiento de la verdadera realidad). Todo -en la inteligencia- sería distancia y abstracción, clasificación, distinción… todo con fines prácticos (imprescindibles, pero insuficientes). La realidad, en definitiva, no sería divisible ni esquematizable. La Filosofía (la Metafísica), que aspiraría a ver de verdad lo que se presenta en la conciencia, tendría que transcender la inteligencia (desde la inteligencia) y practicar la “intuición”, que sería algo así como instinto (animal) consciente: una cercanía animal -no abstractiva ni conceptual- al flujo de la vida, pero con conciencia (algo de lo que, según Bergson, carecen los animales). La intuición sería el órgano fundamental que activaría el metafísico (y que abriría la Metafísica como ciencia). Sólo la inteligencia sufriría las paradojas de Zenón de Elea (tortuga, flecha, etc.). Porque ese tiempo matematizado no sería el que en realidad percibe la conciencia. Y como en Filosofía se trataría de vislumbrar el todo de la conciencia (lo que de verdad ahí ocurre) habría que silenciar la inteligencia para dejar paso a una especie de instinto puramente animal pero vibrante de conciencia. Eso sería la Filosofía. Y eso, según Bergson, elevaría al ser humano por encima de sí mismo.
– El tiempo. Dijo Bergson que aquí “nos esperaba una sorpresa” y que los positivistas no eran consecuentes porque no eran fieles a los hechos. El tiempo real, según Bergson, entendido como el tiempo tal y como es experimentado (como se presenta en la conciencia), no coincide con el tiempo de la mecánica (del mecanicismo de las ciencias naturales, que es fruto de la inteligencia utilitaria). En el tiempo de verdad los instantes no se yuxtaponen (no están unos junto a los otros), no se “espacializan” como parece indicar la esfera de un reloj. En realidad se trata de un flujo no divisible, y de piezas que no son separables entre sí porque estarían imbricadas unas en otras, como “por dentro”, de forma inefable, inaccesible a los conceptos con los que funciona la inteligencia. Habría -en el tiempo real- instantes que podrían prolongarse en la conciencia para siempre, y otros, de la misma duración -mecánica, o “física”- que desaparecerían para siempre. Los instantes del tiempo de la conciencia (que sería el tiempo real) estarían interpenetrados, siempre vivos: nuestro pasado nos estaría siguiendo, como parte del presente, fecundando el presente. Los momentos de la conciencia no serían medibles, no cabría identificarlos como unidades homogéneas, y menos sistematizables tal como lo haría la matemática y la mecánica. La ciencia -que presupone ese tiempo homogéneo, divisible, ordenable, espacializable- sería útil, pero no veraz: comprimiría y falsearía lo que de verdad, empíricamente, se presenta ante la conciencia humana… Podríamos decir, desde Bergson, que el positivismo del método científico no sería realmente “positivista”; pero que no cabría la vida humana sin ese fruto del élan vital que es propiamente la “inteligencia” (un fruto que aspiraría a sublimarse en intuición filosófica).
Así poetiza Bergson eso del “tiempo” en su Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia (Conclusiones):
“¿Qué es la duración dentro de nosotros? Una multiplicidad cualitativa, sin parecido con el número; un desarrollo orgánico que sin embargo no es una cantidad creciente; una heterogeneidad pura en virtud de la cual no hay cualidades distintas. En resumen, los momentos de la duración interna no son exteriores entre sí”.
“Así, en la conciencia, encontramos estados que se suceden sin distinguirse; y, en el espacio, simultaneidad que, sin sucederse, se distinguen”.
“El error de Kant ha sido considerar el tiempo como un medio homogéneo. Él no pareció haberse dado cuenta de que la duración real se compone de momentos interiores los unos a los otros, y que cuando adopta la forma de un todo homogéneo es cuando se expresa en el espacio […] olvidando que un medio donde los hechos se yuxtaponen, y se distinguen unos de otros, es necesariamente el espacio y no el tiempo”.
Yo realmente no veo tampoco la homogeneidad del espacio. Ni su propia existencia o protoexistencia. Como no la veo del tiempo. No sé en realidad qué es eso del espacio y del tiempo, más allá de su propios conceptos.
– La libertad. En el prólogo a su primera obra fundamental –Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia– Bergson afirma que el problema del que se va a ocupar es común a la Psicología y a la Metafísica: el dichoso problema de la libertad. Su conclusión es la siguiente:
“El problema de la libertad ha nacido por tanto de un malentendido: ha sido para los modernos lo que fueron, para los antiguos, los sofismas de la escuela de Elea, y como esos mismos sofismas, tiene su origen en la ilusión por la que se confunde sucesión y simultaneidad, duración y extensión, cualidad y cantidad”.
En cualquier caso, Bergson hizo equivaler la libertad a la creatividad, y quiso nombrar con estas dos palabras el fondo mismo que opera en lo real (lo cual, a mi juicio, significaría, desde la escolástica medieval, meter a Dios mismo -pura aseidad- en el fondo mismo de lo que se despliega en la conciencia humana).
– Evolución creadora. Bergson (tras una exhaustiva puesta al día en la Biología de su época) ofreció un importante análisis filosófico de las dos teorías (o grupos de teorías) evolucionistas básicas: 1.- Darwin (todo cambio en la evolución de las especies tendría, como causa eficiente, un azarosa mutación que propiciaría la supervivencia); y 2.- Teorías teleológicas (todo tiende a un fin ya predeterminado). Para Bergson todas estas hipótesis explicativas del cambio adolecerían del mismo defecto: el mecanismo, el determinismo: la falta de libertad y de creatividad ubicuas. Contra Descartes, propuso Bergson una espiritualización del universo (reacción que encontramos ya en Leibniz; e idea que sintió como real el propio Moore [Véase]). La vida biológica estaría abierta a la novedad, a lo imprevisible: estaríamos dentro de un flujo vital del que cabría esperar lo inimaginable porque no estaría sometido ni al poder de una causa eficiente ni al poder de una causa final. Habría, por tanto, un “esfuerzo” (de “Dios”, o siendo “Dios mismo”) del que surgirían formas incesantes e imprevisibles. Eso sería la evolución creadora. Una idea que dio título al más conocido de los libros de Bergson. Un auténtico bestseller (con una media de dos ediciones al año durante diez años) que propició -¿como causa eficiente? ¿por pura libertad creativa del “espíritu”- que Bergson recibiera el premio Nobel de Literatura. Bergson -desde el antropocentrismo de Darwin y de otros- pensó que esa evolución creadora había realizado una especie de camino ascendente -desde la materia inerte, pasando por las distintas especies vegetales y animales- hasta el hombre, que es donde habría nacido la conciencia. Bergson no problematizó este modelo. Yo sí. Me es inevitable. Un borrador de mis ideas a este respecto están en el artículo “Inteligencia” de mi diccionario filosófico. Es importante tener presente que Bergson quiso construir su sistema filosófico sin dejar fuera las aportaciones de la Ciencia de su época.
– Sociedad/Moral. Ya casi final de su vida (1932) -y ya muy apaleado por sus dolores artríticos- Bergson escribió una obra titulada “Las dos fuentes de la moral y de la religión”. En ella sostuvo que la moralidad tenía dos fuentes. Una sería la presión del propio grupo humano que querría mantenerse consolidado (como un grupo animal), inmune al cambio. Ahí el individuo haría suyos los ideales del grupo, los proclamaría y coadyuvaría a su solidificación y perpetuación. Sería la “sociedad cerrada”. Habría otra fuente de moralidad: la creatividad de algunos de los individuos de la sociedad cerrada. Aquí cabría quizás recordar el “tiempo axial” de Jaspers [Véase aquí]. Bergson consideró que la innovación moral tenía como contenido concreto el amor a todos los hombres. Es una idea hermosa pero contraria, en mi opinión, al concepto mismo de “innovación” o “apertura moral”. Cabría considerar nuevas moralidades no basadas en el amor a todos los hombres (que funcionarían como anti-sistémicas dentro de una sociedad “cerrada” en torno al ideal de amor hacia todos los hombres.
– Religión/Mística. Bergson consideró que la Mística sería una religión “dinámica” (liberada de mitos y fábulas, no protegida frente a la fuerza del pensamiento filosófico) La religión “dinámica” sería una religión “intelectual”; esto es: capaz de someterse al derribo de los dogmas. La religión propuesta por Bergson se basaría, entera, en una simple toma de contacto con ese esfuerzo de creación permanente e inagotable que se manifiesta en la vida (algo similar encontramos en Russell [Véase aquí]). Ese esfuerzo, como vimos antes, sería para Bergson de Dios… o, incluso, Dios mismo.
Lo que me hace sentir Bergson
Bergson ejerce una presión -elegantísima- sobre mi mirada. Me obliga a estar atento, muy atento, a lo que de verdad ocurre en esa caja mágica que llamamos conciencia (haciéndola mucho más grande que eso que llamamos “cerebro”). Esa caja será básicamente “duración”. Un pasado ilimitado se inclina y fecunda -y aplasta casi- a un presente que se siente caminando hacia lo que todavía no es. Y en ese flujo de formas y sentimientos evanescentes se estaría desplegando una fabulosa creatividad. Un esfuerzo. La conciencia humana sería una galería de Arte para el Gran Artista (cuyo nombre creo que, para Bergson, sería “Dios”).
Creo que cabría decir, desde Bergson, que el buen filósofo sería aquel que, sublimando la inteligencia, puede contemplar en su plenitud la gran obra de arte que está ocurriendo en su conciencia “humana”. Y el místico sería aquel que ha visto, que ha sentido, y que ya se ha identificado (en virtud de un amor/identidad extremos) con El Gran Artista.
El artista quizás -el verdadero artista-, visto desde el modelo de totalidad de Bergson, sería un momento en el que el élan vital se mostraría en estado puro: un ser humano dispuesto a configurar lo inimaginable, lo imprevisible; pero siempre al servicio de “la vida”.
Digamos al servicio de lo que, para mí, es un sacro espectáculo para un sacro espectador.
Lo último. Bergson -amigo-: impresionante lo que hiciste en aquella cola de judíos.
David López
Madrid, a 21 de noviembre de 2011