Unamuno. “Don Miguel”. Con este distintivo de nobleza quiso María Zambrano [Véase] que se recordara a un pensador poderoso, sorprendente. Y escribió sobre él desde una admiración que nunca quiso ser objetiva, ni falta que le hacía. Don Miguel fue grande. Brillante. Y doña María lo sabía.
Unamuno. Sus frases para mí tienen el olor de las pétreas, secas, duras -pero vivísimas, y a la vez mágicas- sendas del circo de Gredos: ese templo glauco que él amó. Unamuno es -como casi todos los grandes filósofos españoles- un escritor descomunal. Y en sus textos (en sus novelas sobre todo) hay algo que para mí tiene un valor y una elegancia excepcionales: mucho espacio, poca gente, ideas grandes. Unamuno tiene mucha potencia y emite esa misteriosa armonía de fondo -esa luz única- que caracteriza a los genios. A los creadores.
Unamuno creyó que creer es crear; y que “la fe no es creer en lo que no vimos, sino crear lo que no vemos” (como si alguien supiera qué es lo que sí se ve, diría yo). Él, en cualquier caso, quiso creer que la fe creaba: que ese acto volitivo podría reventar desde dentro los inasumibles muros de la mortalidad, de ese confinamiento temporal en el que, con fe ciega, creyeron los existencialistas (Unamuno incluido). Porque -ésta es mi opinión al menos- creer en la finitud del yo es un acto de fe.
Un querido alumno mío -Juan Durán Dóriga- me dijo en cierta ocasión algo excepcional: “Tan inasumible me parece la mortalidad como la inmortalidad”.
Unamuno (existencialista, fruto del siglo XIX, culto en exceso) se creyó lo de la mortalidad del “yo” y luchó contra todas sus bailarinas lógicas (sus creencias, su universo) para dejar un espacio mágico-creativo donde pudiera ocurrir, mediante la fe, lo que la razón no permitía (según él… aunque luego fue capaz de razonar la eternidad de todo lo existente).
Unamuno tradujo -muy mal por cierto- una obra esencial de Schopenhauer: Ueber den Willen in der Natur (Sobre la voluntad en la naturaleza). En esta obra crucial el filósofo alemán se ocupó de la magia desde la razón filosófica y reconoció la autoridad de Paracelso. Este médico-mago insitió en el poder de la fe y de la imaginación (de la magia en definitiva). Unamuno por su parte creyó en que puede materializarse lo imaginado aunque la razón no lo permita (aunque no lo permitan las leyes que parecen regir la realidad pura y dura). Él imaginó que su yo mundano pudiera vivir eternamente; pero no se trataría de una estancia “espiritual” en la gloria eterna, sino en un seguir palpitando en su carne, con sus mismos huesos, con sus gafas, con sus dolores, con su radical humanidad (una completa “resurrección del a carne”, en plan judío, no griego). Unamuno (lector de Nietzsche) elevó a la categoría de gloria eterna la propia vida (con toda su carne), tal cual es, anterior a toda “salvación”, a todo “estado superior de conciencia”. Unamuno dio un sí a vivir tal cual; pero eternamente.
Se podría decir que Unamuno fue un sacerdote del Dios-poeta que hizo la vida. En cualquier caso quiso eternizar esa obra, vivirla siempre, tal y como es, como si ya fuera el mayor paraíso posible, a pesar de su dolor. Enorme a veces. No quiso Unamuno -como tampoco lo quiso Nietzsche- eliminar el dolor de la obra maestra de la vida. El dolor generaría por otra parte algo prodigioso:
“Jamás desesperes, aún estando en las más sombrías aflicciones, pues de las nubes negras cae agua limpia y fecundante” [Véase “Tapas”].
Algunas de sus ideas
1.- La muerte. El sentido trágico de la vida. El ser humano se enfrenta a la inasumible tragedia de su muerte. Unamuno no quiere esa muerte, la rechaza a lo bestia, saltándose la inteligencia incluso: “Es cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte[…]”. Cree Unamuno que la fe puede transmutar lo mortal en inmortal, lo imposible en posible. Magia. Bergson [Véase] también lo creía: el Élan Vital puede saltarse lo que quiera. Tiene demasiada fuerza y es demasiado libre. Yo creo que esa fuerza puede también convertir lo inmortal en mortal.
2.- El hombre. Unamuno denuncia las teorías abstractas sobre el hombre, las cuales estarían definiendo realmente un “no-hombre” (el “hombre-idea”). Él quiere filosofar desde y para el hombre “de carne y hueso”. Pero finalmente no se nos dice qué es eso de “la carne y el hueso” (nadie es capaz de hacerlo si ha leído algo de Física contemporánea). En cualquier caso Unamuno instaura en eso que sea “el hombre” una especie de taller donde todo es posible; mediante la fe. Podría decirse que para Unamuno el hombre es el taller de Dios.
3.- El mundo. “Lo que llamamos el mundo, el mundo objetivo, es una tradición social. Nos lo dan hecho”. Aquí Unamuno supera a Wittgenstein. Al menos al Wittgenstein del Tractatus.
4.- La fe. Palabra crucial en Unamuno. Magia pura. Magia sagrada deberíamos decir. Así la describe en su obra La agonía del cristianismo (1925):
“La fe nos hace vivir mostrándonos que la vida, aunque depende de la razón, tiene en otra parte su manantial y su fuerza, en algo sobrenatural y maravilloso. Un espíritu singularmente equilibrado y muy nutrido de ciencia, el del matemático Cournot, dijo: ya que es la tendencia a lo sobrenatural y a lo maravilloso lo que da vida, y que a falta de eso, todas las especulaciones de la razón no vienen a parar sino a la aflicción del espíritu (Traité de l´enchainement dans les sciences et dans l´histoire, & 329). Y es que queremos vivir.
“Más, aunque decimos que la fe es cosa de la voluntad, mejor sería decir acaso que es la voluntad misma, la voluntad de no morir, o más bien otra potencia anímica distinta de la inteligencia, de la voluntad y del sentimiento. Tedríamos, pues, el sentir, el conocer, el querer y el crecer, o sea, crear. Porque no el sentimiento, ni la obediencia, ni la voluntad crean, sino que se ejercen sobre la materia dada ya, sobre la materia dada por la fe. La fe es poder creador del hombre. […] La fe crea, en cierto modo, su objeto. Y la fe en Dios consiste en crear a Dios y como es Dios el que nos da la fe, es Dios el que nos da la fe en El, es Dios el que está creando a sí mismo de continuo en nosotros”.
Algo similar djo el Maestro Eckhart a comienzos del siglo XIV: “Que exista yo y que exista Dios es porque yo lo he querido”. ¿Quién habla? El Maestro Eckhart apuntaba a una divinidad, a una Nada abisal, que sería nuestro verdadero yo. El vedanta hindú por su parte afirma la identidad entre la esencia del hombre (Atman) y la esencia del Todo (Nirguna Brahman). Esa esencia -omnipotente- se activaría por la fe: y fabricaría cualquier mundo posible e imposible al servicio del hombre… O al servicio de Dios. Sería lo mismo metafísicamente.
5.- Dios. “Hay quien vive del aire sin conocerlo. Y así vivimos de Dios y en Dios acaso, en Dios espíritu y conciencia de la sociedad y del Universo todo, en cuanto éste también es sociedad”. “¿Y no somos acaso ideas de esa Gran Conciencia total que al pensarnos existentes nos da la existencia? ¿No es nuestro existir ser por Dios percibidos y sentidos?”. “¿No se dice en la Escritura que Dios crea con su palabra, es decir, con su pensamiento, y que por éste, por su Verbo, se hizo cuanto existe? ¿Y olvida Dios lo que una vez hubo pensado? ¿No subsisten acaso en la Suprema Conciencia los pensamientos todos que por ella pasan de una vez? En El, que es eterno, ¿no se eterniza toda existencia?” Unamuno y Dios. Una relación fascinante, un espectáculo de palabras. Las que acabamos de leer son el fruto de un ataque de amor hacia lo existente, hacia lo vivido: para que no arda -eternamente- en la nada de un tiempo pasado.
San Manuel Bueno Mártir
El sacro sueño de la vida.
Unamuno concluye su novela San Manuel Bueno Mártir así:
[…] bien sé que en lo que se cuenta en este relato no pasa nada; más espero que sea porque en ello todo se queda como se quedan los lagos y las montañas y las santas almas sencillas, asentadas más allá de la fe y de la desesperación, que en ellos, en los lagos y las montañas, fuera de la historia, en divina novela, se cobijaron.
Almas sencillas cobijadas en una divina novela. Eso sería quizás la vida humana óptima según el modelo metafísico que ofrece el último Unamuno (1930): un sacerdote del sueño: un enamorado del ser humano. El mensaje fundamental de la soteriología unamuniana sería simple: hay que vivir, lo que significa que hay que soñar. Soñar lo que sea, pero con plenitud, con ilusión. Y habría, por así decirlo, dos tipos de conciencia “humana”, dos “condiciones humanas”: unas plenamente dormidas (“el Pueblo”) y otras, incapaces de dormir (digamos las “insomnes”), se pondrían al servicio de las que duermen y les inocularían mundos (es decir palabras, relatos, mitos) para que fueran felices, para que estuvieran “contentas”). Las insomnes pondrían su sufrimiento al servicio de la felicidad ajena: y la felicidad no sería otra cosa que la fe, la esperanza: creer en la vida eterna (en plan radical, con resurrección de la carne incluso). Cabría pensar en una gran conspiración, una gran manipulación, basada en el amor infinito, no en la depredación. Imaginemos que algo/alguien nos estuviera cubriendo con una manta invisible, para protegernos del frío, como hacemos nosotros con nuestros hijos dormidos.
San Manuel Bueno Mártir, según la majestuosa novela de Unamuno, fue un cura que no creía en la vida después de la muerte, pero que, por amor a su pueblo, ocultó su secreto: le bastaba con sufrir él solo: por amor quería que su pueblo siguiera disfrutando del opio sagrado de la fe en lo que no es real: la “vida eterna”.
¿En qué creía entonces San Manuel Bueno Mártir? En la vida, en el hombre, en el amor… y en la nada que aguardaba a sus queridos seres humanos -y a él mismo- tras la muerte. Creía por tanto en algo concreto: la nada, que rodearía con su límpido vacío metafísico la física del vivir en el tiempo (de vivir en un concreto -matemático- vector de tiempo). Se podría decir que Unamuno parte ya de donde quiso llegar Buda: la nada. La liberación budista estaría ya incorporada en la narrativa de ese mecanicismo nihilista que parece producirle tanto dolor a Unamuno.
Se suele afirmar que las reliciones surgieron, entre otras cosas, para paliar el miedo a la muerte. Las Upanisad (dentro de la tradición védica) o el budismo (ya como negación de los Vedas) apuntarían a todo lo contrario: salir de la vida eterna, de ese juego cósmico-ético que iría arrastrando al ser humano (al alma humana) por un tiempo infinito. La salvación sería caer, como un copo de nieve, lentamente, en un lago: el lago de la Nada (de Dios)… sería lo mismo. Unamuno ofrece en su novela una bellísima imagen de esa nevada de almas (vidas) finitas sobre el lago metafísico de Valverde de Lucerna.
Voy a traer aquí algunos momentos excepcionales de San Manuel Bueno Mártir; y trataré de enfocarlos desde esa cámara infinita que es la Filosofía. Yo disfruto de una edición de 1966 (Alianza Editorial). Se trata de una novela con capítulos muy cortos, muy poderosos, con mucho peso atómico y mucha belleza concentrada. Creo que será fácil localizar las citas en cualquier edición:
1.- Capítulo tres. Se nos ofrece una anécdota que sirve para medir la grandeza del corazón -y la inteligencia, es lo mismo- de San Manuel Bueno. La narra Ángela Carballino, cuyas imaginarias memorias sirven de cobijo (de divina novela) para San Manuel y creo que para el propio Unamuno. Disfrutemos de la belleza de la anécdota:
Me acuerdo, entre otras cosas, de que al volver de la ciudad la desgraciada hija de la tía Rabona, que se había perdido y volvió, soltera y desahuciada, trayendo un hijito consigo, don Manuel no paró hasta que hizo que se casase con ella su antiguo novio Perote y reconociese como suya a la criatura, diciéndole:
– Mira, da padre a este pobre crío, que no le tiene más que en el cielo.
-¡Pero, Don Manuel, si no es mía la culpa…!
-¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe!… Y, sobre todo, no se trata de culpa…!
Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico, tiene como báculo y consuelo de su vida al hijo aquel que, contagiado de la santidad de Juan Manuel, reconoció por suyo no siéndolo.
2.- Capítulo cuatro. La preocupación de Unamuno por España. Curioso:
Le preocupaba, sobre todo, que anduvieran todos limpios.
3.- Capítulo cinco. San Manuel Bueno/Unamuno ante la teodicea (el -a veces feroz- comportamiento de Dios):
-Un niño que nace muerto o que se muere recién nacido y un suicidio -me dijo una vez- son para mí los más terribles misterios: ¡un niño en la cruz!
4.- Capítulo seis. Unamuno insiste en darlo todo por la felicidad “del pueblo”.
– Lo primero -decía- es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo primero de todo. Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera.
5.- Capítulo diez. Inteligencia igual a bondad:
Pero como era bueno, por ser inteligente, pronto se dio cuenta de la clase de imperio que don Manuel ejercía sobre el pueblo, pronto se enteró de la obra del cursa de su aldea.
6.- Capítulo once. Dios.
– Usted no se va -le decía don Manuel-, usted se queda. Su cuerpo aquí, en esta tierra, y su alma también aquí, en esta casa, viendo y oyendo a sus hijos, aunque éstos ni la vean ni la oigan.
– Pero yo, padre -dijo- voy a ver a Dios.
– Dios, hija mía, está aquí como en todas partes, y le verá usted desde aquí. Y a todos nosotros en El, y a El en nosotros.
7.- Capítulo catorce. Unamuno -muy antibudista- sigue creyendo que es mejor creer en la eternidad de la vida individual. Dice que hay que vivir… en decir, “soñar”. Pero, ¿quién sueña?:
– Pero tú, Angelina, tú crees como a los diez años, ¿no es así? ¿Tú crees?
– Sí creo, padre.
– Pues sigue creyendo. Y si se te ocurren dudas, cállatelas a ti misma. Hay que vivir.
[…]
– Y ahora -añadió- reza por mí, por tu hermano, por ti misma, por todos. Hay que vivir. Y hay que dar vida.
8.- Capítulo quince. Los sacerdotes del sacro sueño de la vida: dar la vida a la vida:
Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra y en nuestro pueblo, y que sueñe éste vida como el lago sueña el cielo.
9.- Capítulo dieciséis. Inteligencia y caridad. Borrado de la lucha de clases (de clases en realidad):
[…] y también el pobre tiene que tener caridad para con el rico. ¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ya ni ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio de la vida?
[…] No Lázaro, no; nada de sindicatos por nuestra parte. Si lo forman ellos, me parecerá bien, pues que así se distraen. Que jueguen al sindicato, si eso les contenta.
10.- Capítulo dieciocho. La posibilidad de que ni el mismo Jesucristo creyera en su propio mensaje:
Y luego, algo tan extraordinario que lo llevo en el corazón como el más grande misterio, y fue que me dijo con voz que parecía de otro mundo: “… y reza también por Nuestro Señor Jesucristo…”
11.- Capítulo diecinueve. El “segundo Unamuno” (San Manuel Bueno) no quiere más vida, no quiere soñar más. Y olvidar el sueño de lo vivido:
¡Qué ganas tengo de dormir, dormir, dormir sin fin, dormir por toda una eternidad y sin soñar! ¡Olvidando el sueño!
En el mismo capítulo nos habla de “el pueblo” como una “unaminidad de sentido”:
– Recordaréis que cuando rezábamos todos en uno, en unanimidad de sentido, hechos pueblo, el Credo, al llegar al final yo me callaba.
Y ahora nos habla de Dios como lo que no debe ser visto por el pueblo: ¿Una Nada no dualista que elimina la existencia misma del observador individual?
Como Moisés, he conocido al Señor, nuestro supremo ensueño, cara a cara, y ya sabes que dice la escritura que el que ve la cara de Dios, que el que le ve al sueño los ojos de la cara con que nos mira, se muere sin remedio y para siempre. Que no le vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva, que después de muerto ya no hay cuidado, pues no verá nada…
– ¡Padre, padre, padre!- volví a gemir.
Y él:
– Y tú, Ángela, reza siempre, siempre rezando para que los pecadores todos sueñen hasta morir la resurrección de la carne y la vida perdurable…
Cabe preguntarle a Unamuno: ¿De verdad cree usted que es eso lo que necesita creer el ser humano?
12. Capítulo veintiuno. Dios: los ojos del sueño de la vida:
– ¿Y el contento de vivir, Lázaro, el contento de vivir?
– Eso es para otros pecadores, no para nosotros, que le hemos visto la cara a Dios, a quienes nos ha mirado con sus ojos el sueño de la vida.
13.- Capítulo veintitrés. Unamuno se acerca a la belleza infinita. Nevadas de luz sobre todos los sueños:
Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja casa materna, a mis más que ciencuenta años, cuando empiezan a blanquear con mi cabeza mis recuerdos, está nevando, nevando sobre el lago, nevando sobre la montaña, nevando sobre las memorias de mi padre, el forastero; de mi madre, de mi hermano, de mi pueblo, de mi San Manuel, y también sobre la memoria del pobre Blasillo, y que él me ampare desde el cielo. Y esta nieve borra esquinas y borra sombras, pues hasta denoche la nieve alumbra.
Todo esto lo ecribió Unamuno en 1930. Seis años después empezó a caer barro del cielo de España. Ahora debemos esforzarnos, creo yo, para que caiga nieve generosa e inteligente sobre aquel barro. Todos debemos convetirnos en sacerdotes del sacro sueño de la vida.
* * * *
El 14 de octubre de 21012 paseé con mi hijo de seis años, los dos solos, bajo la lluvia, dentro de un bosque incendiado por las llamas verdes de los helechos. Olía a eternidad. En ese mismo bosque hay un hospital donde mi padre sufrió mucho antes de morir (de desaparecer de lo que ahora se me presenta como “mundo”). Mientras caminaba de la mano con mi hijo sentí en esa piel prodigiosa la mano de padre. Fue como recibir una puñalada con un arco iris en el centro del pecho. Tuve la sensación de que podría habérseme permitido una visita rápida al Paraíso puro y duro: un lugar donde la esperanza es casi cegadora.
Unamuno, como Bloch [Véase], fue un sacerdote de la fe en “el hombre”: un ser inefable cuyos límites de expansión interna y externa son impensables. En realidad, la fe en el hombre es fe en el universo entero.
Espero que se me disculpe la extrema incompletitud de estas notas sobre Don Miguel de Unamuno (que me disculpe él sobre todo).
David López
[Echa un vistazo a mis cursos]
Pues fíjese, David, que Don Miguel, ese triste titán, me amarga el paladar cada vez que lo leo o lo recuerdo.
La lectura de San Manuel Bueno y mártir me arratró a un escepticismo divino, profundo y descarnado durante varios años.
Unamuno es un espíritu triste, de profunda desazón ante la vida. La Agonía del Cristianismo es un magnífico reflejo de su propia agonía personal, terrible, honda: su ferviente, perentorio deseo, necesidad de creer en Dios, en lo sobrenatural, en lo trascendente, y su frustrante imposibilidad racional para ello. San Manuel es una alegoría de su alma, honda, tediosa desazón ante la vida. Decepción atroz, amonestadora, reprochadora… porque la vida es insultantemente la que es, sin vuelta de hoja, sin posibilidad lógica de lo divino.
Recuerdo haber leído cómo expresaba la sensación de congoja que exprimentó al imaginarse más allá de la muerte, sin sentir nada, siendo la nada, en la inmensa y oscura nada del Universo (intución que yo mismo recuerdo aterradoramente haber sorbido de niño). El terror a la nada. El descubrimiento de la nada, es el móvil intelectual de Unamuno. En su búsqueda, la frustración de no encontrar nada sobrenatural, de al cabo caer en la pérfida nada, en bellcas e infames pasiones inferiores del hombre.
¿Acaso no hay hadas? Este decubrimiento se siente como cuando niño desvelas el tierno secreto navideño de los Reyes Magos, esa ordinaria, profana, vulgar y dolorosa vuelta a la realidad. Pero, ¿no es el colmo que hasta lo divino debamos apercibirlo al través del hosco y soez hombre?
Ciertamente tiene razón Unamuno que lo sobrenatural, lo trascendente, da vida, impulsa, como torrente vital, al hombre. Eleva al hombre a las más exquisitas alturas. Las sensaciones, extremecimientos orgánicos que se padecen arrobados por la hilaridad consciente de la cercanía de lo trascendente, de lo divino, lo sobrenatural, son momentos de sublime vitalidad (recuerden sino cuando nos íbamos a la cama en Noche Buena o el 6 de Enero, eran unos nervios sacros, epifanía del contacto con lo divino, con un trozo de lo mágico). ¿Por qué tuvieron que robarnos esas cumbres de vitalidad? ¿Por qué demonios no cabe en este mundo magia tal?
Pero, Unamuno se llevó a la tumab el tedio decepcionado hacia la vida, porque es posible la magia, es posible crearla… sólo hay que creer, fabricar lo sobrenatural propio (para algunos ha sido la Nación, La colectividad,…) que hechiza las conciencias. ¿Qué son los grandes genios, líderes colectivos sino burjos sociales, hechizadores de las masas? ¿Qué fue Moisés, Mahoma, Buda, Zaratrustra, Sócrates…
sino magos sociales, genios capaces de conjurar el alma colectiva?
Un concepto historiográfico de Unamuno, que merece la pena ahondar un poco es el de Intra-historia: es la perenne masa humana que permanece, subyace a las olas de conforma la superficie histórica, del devenir de los tiempos. A veces, cuando regreso a mi santa tierra, allá, pasada Sierra Morena, se me antoja el paisaje humano como una inmesa profundidad de intra-historia, permaneciendo su honda alma incólume, siglo tras siglo rompiendo sobre su faz los tiempos históricos, cubriendo en cada embate de colores nuevos pero siendo abisalmente la misma mole espiritual. La intra-historia se bebe bien cuando llega el duende, apoteosis del lamento jondo.
Saludos
Pingback: Feliz Navidad | David López