La muerte.
¿Es la muerte, también, una simple palabra? ¿Se trata de una bailarina lógica, un puro hechizo lingüístico?
¿Es un “mero” concepto, una forma de nuestra mente, entre otras que hay que suponer infinitas? Parece que sí, pues cada discurso, cada cosmos, cada modelo de mente, tiene su propio modelo de muerte y lo siente con convicción… al menos ante la tribu. Otra cosa es lo que sentimos cada uno de nosotros en nuestra “metafísica íntima”: esa zona privadísima que no publicitamos: eso que, según se suele decir, quedaría “manchado” si lo contamos a otros.
La muerte: uno de los más descomunales misterios. ¿Qué es? ¿Por qué es tan misteriosa? ¿Es el fin de una determinada configuración de Materia? ¿Es una transformación de la Materia? Lo que yo creo que es la Materia se puede leer entrando físicamente en este símbolo que he subrayado.
¿Es la muerte una puerta de entrada a otro mundo? ¿Podemos contactar con ese mundo? ¿Nos pueden seguir amando, y ayudando, nuestros seres queridos, desde esa otra realidad? ¿Y nosotros a ellos desde aquí?
¿Hay vida después de la muerte? Pero, ¿alguien sabe exactamente qué es eso de “la vida”?
¿Cómo podemos saber que no hemos muerto y que no hemos ingresado en otro plano de lo real?
Recuerdo un “sueño” especialmente angustioso: una especie de samsara acelerado, arroyador, como una catarata de mundos sucesivos. Yo soñaba y creía despertar. Ese despertar me aliviaba porque el mundo en el que ingresaba me parecía sólido, “real”, fiable: vida verdadera por fin. Pero resultaba que aquello era también un sueño, una farsa de mi mente, y volvía a despertar en otra realidad ya sí verdadera, y de nuevo respiraba aliviado… y así fui despeñándome entre mundos que parecían infinitos, todos con olor a vida real, todos finalmente convertidos en materia delicuescente.
Materia delicuescente. Eso es un sueño. Eso es la vida.
Hay quien sostiene que las religiones sirven para calmar el miedo a la muerte. Yo creo que se tiene mucho más miedo a la vida. Moksa [Véase aquí] significa precisamente liberación… de la vida: de la vida que hay siempre después de toda vida: la cadena de las reencarnaciones, al parecer movida por implacables leyes morales.
Schopenhauer confesó que tras la muerte quería acceder a la nada, pero se temía que esa nada no era lo que había tras la muerte: esa nada –tal y como él la teorizó en sus obras- solo sería accesible al asceta, al que ya ha sido capaz de no querer más, nada más. Y sabía también que tras la muerte no estaba la nada -no vivir más- porque lo había comprobado: en cierta ocasión había visto a sus padres, ya fallecidos.
Ante un tema como la muerte voy a sugerir un talante hiper-empírico, esto es: que dejemos ahí, sobre la mesa de nuestro taller de filósofos, todos los “hechos” que alguna vez se hayan presentado ante nuestra conciencia, no solo los que estén permitidos por uno u otro modelo de realidad. No seamos tan obedientes.
Mis dos padres fallecieron hace pocos años. Antes de su muerte nos unía un amor descomunal. Ese amor ha ido creciendo con los años. Y no solo eso: también ha ido creciendo la sensación de llevarlos “dentro” (¿dentro de qué?), como si yo estuviera misteriosamente embarazado de ellos, de los dos. También me ocurre que en ciertos momentos de mi vida siento su voz, su aviso, diciendo sí, o no, o que te vayas ahora mismo, o cuidado, que te están engañando.
Soy plenamente consciente de la facilidad con la que se podría desplegar un modelo de realidad que redujera mis sensaciones a pueriles fantasías, a mecanismos de mi mente capaces de proporcionar sedantes a mi dolor. Pero cualquiera de esos modelos, a su vez, podría ser reducido a una nada de palabras y de leyes huecas si son observados desde las atalayas de la epistemología moderna: la que nos dice, básicamente, que no descartemos ningún modelo de realidad: y que no demos por definitiva, por probada, ninguna ley física ni metafísica (si es que, en realidad, hay leyes que regulan lo que hay y lo que pasa).
Dolor. La muerte de nuestros seres queridos nos causa un dolor atroz. Pero hay quien al morir deja su habitación convertida en un lago de luz. Fue el caso de mi madre. También ocurre a veces que un dolor puede ser más bello que un placer. La vida es una sofisticadísima obra de arte. La muerte también. Es lo mismo.
Empíricamente solo se ha comprobado la desaparción de lo objetivo, nunca de lo subjetivo: vemos morir a las personas y a otros seres vivos. Vemos que no estan más ahí (en lo que se presenta ante nuestros sentidos “ordinarios”). ¿Veremos cómo muere ese ser (cuerpo-mente) con el que ahora nos identificamos?
Creo que sí.
Muerte. Vida. Los misterios arden –gloriosos, imponentes- en nuestras mentes de filósofos.
Este texto se basa en una conferencia que ofrecí a mi madre -Julia- en mayo de 2005. Murió un mes después. Mi padre -Alfonso- había fallecido seis años antes. A él le dediqué un artículo en Diario 16 que se puede leer en la página de “Artículos“.
Julia estaba segura de que se iba a reunir con su marido -Alfonso-, que además era el hombre del que estaba enamorada, aunque no le pudiera ver. Yo sé que ese encuentro ha ocurrido. Y asumo el riesgo –académico, ideológico, etc.- que se deriva de esta afirmación. Pero creo que en Filosofía está antes la honestidad intelectual y, digamos, hiper-empírica, que la buena imagen académica o ideológica.
Creo que se muere de belleza. La razón es simple: parece obvio que cuanto más disminuye el yo, la conciencia del yo, mayor es la belleza que inunda la conciencia (recordemos las teorías estéticas de Schopenhauer y de Hegel). La muerte es una radical disminución del yo –aunque solo sea porque se pierde un cuerpo, bienes materiales, etc. Es, por tanto, una forma de hipertrofiar la belleza. Supongo que para que ocurra este prodigio sensitivo será imprescindible morir en paz: contemplar serenamente cómo se extingue la imagen de nuestro propio yo en la imagen de nuestro propio mundo. Supongo que algo igualmente grandioso debe de ser la contemplación de “nuestra” entrada en un mundo: nuestro nacer.
La conferencia que dediqué a mi madre llevaba por título “La finitud”. En ella me ocupé de varios modelos de finitud (de muerte) que me limito ahora a nombrar:
1.- Materialistas: muerte como reorganización de piezas que ya estaban muertas. No hay muerte porque no hay vida.
2.- El alma individual. Su existencia y su inmortalidad. Metempsicosis y palingenesia.
3.- Confucio. Sócrates. Mejor ocuparse del más acá.
4.- Panteístas, hilozoístas, panpsiquistas: todo es vida, consciente, sagrada. Tales de Mileto (el alma entreverada en la Materia). Heráclito. Giordano Bruno. La Física del seiglo XX.
5.- El vedanta advaita de Shankara: no existe en verdad la muerte, porque no hay nada individual que pueda vivir ni morir. Pero sí existen paraísos para el alma que todavía no ha superado el principio de individualidad. Caben paraísos dentro del Maya prodigioso en el que también está la vida. Pero esos paraísos no ofrecen la libertad.
Ahora ofrezco un haiku japonés del siglo XVIII que arde eternamente en mi pecho. Lo escribió un poeta llamado Wakyu cuando ya sintió que se moría. No lo leáis. Entrad en él y quedaros un rato largo… sientiendo toda la grandeza de esa muerte serena e ilusionada.
Al fin me abro paso por la nieve espesa: el camino del pincel.Los haikus se escribían –se dibujaban- con pincel. Wakyu comparó el momento de acercarse a la muerte con el camino de la Poesía: con el caminar configurativo del pincel.
Creo que la descomunal fertilidad que nos envuelve y que nos constituye permite una infinita cantidad de modelos de muerte. Tantos como de vida. Cabe coger ese pincel -el pincel de la Magia- y pintar lo que se quiere que sea la muerte.
Como cabe pintar lo que se quiere que sea la vida.Y es que después de esta vida, que es Maya, habrá otro Maya: tan delicioso como seamos capaces de pintarlo con nuestro pincel de dioses.
Ese pincel se moverá con fuerzas tan poderosas como las que se quieren simbolizar con palabras como “rezar” o “fe”. Esas fuerzas mueven nuestro pincel por la nieve espesa.
Aquella conferencia de 2005 la concluí diciendo a mi madre: “Mamá: ¡Suerte con el pincel!” Ella me miró desde el público sonriendo, con los ojos anegados por las lágrimas. Ella se dedicaba a crear belleza con las flores: sabía muy bien lo que pueden conseguir las manos mágicas de los seres humanos.
Ahora sé que ella fue capaz de pintar un precioso poema metafísico en el que vive, otra vez, ya para siempre, junto a mi padre. Él también había luchado con todas sus fuerzas, desde el otro lado, para que ese prodigio fuera posible. Yo lo sé. Es todo lo que puedo decir.
Y ahora, en abril de 2013, quiero que este texto contenga un homenaje a una querida alumna que ha fallecido en lo que se me presenta como mundo. Se llamaba Loli Halcón. Ella me confesó, muchas veces, que vivía más tiempo fuera de su cuerpo que dentro: me dijo que ella habitaba casi ya del todo en “un jardín exterior”. Aquella mujer fue un lujo de alumna: tenía las ventanas de la mente y del corazón abiertas de par en par.
Descansa en paz, Loli, entre las hortensias blancas de tu jardín infinito.
Sotosalbos, 26 de abril de 2013.