Ha fallecido, se ha ocultado por el horizonte de lo visible, una gran amiga mía. Se llamaba Luz y tenía el nombre correcto. Vivía en un pueblo de Cádiz que se llama Facinas y que, desde hace milenios, como un multicúbico, no antropomórfico, asceta de cal y de jazmín, medita bajo una limpísima cascada de luz que viene de los cielos.
Me ha dolido en el fondo del alma el fallecimiento de mi querida amiga y, a la vez, he sentido una enorme gratitud por los momentos que viví con ella.
Que tu precioso Dios de estrellas y de jazmines te bendiga, más todavía.
Hace quince años publiqué en Diario 16 un artículo en el que hablé de Luz. Lo reproduzco a continuación:
Luz, la de Facinas
El pasado miércoles el sol se diluía por el horizonte de un pueblo de Cádiz que se llama Facinas, poniendo perdidas de luz casi muerta sus casas encaladas. Yo trataba de inyectarme mi dosis diaria de belleza esencial contemplando el espectáculo desde una azotea de ese pueblo vertical por el que se desploma en agosto un viento que huele a hierba seca, un poco salada. Pero aquel miércoles no era yo un buen amante para aquella belleza. Por la mañana, con un libro sobre budismo zen apoyado en la placa azul del cielo, tumbado en la arena de la playa, leía cosas así: “Conseguir el satori es permanecer junto a Dios antes incluso de la creación, es acceder al inconsciente cósmico.” Y salvo un cosquilleo en la piel de mi cerebro, no me había aliviado gran cosa. Las noches anteriores las había pasado con el Demian de Hermann Hesse y con la obra póstuma de Carl Sagan, publicada con el título Miles de millones. La búsqueda desesperada de Hesse y las mediáticas, casi televisivas, respuestas de Sagan, junto con las de los maestros del zen, habían creado en mi interior, como siempre, un absurdo desasosiego existencial, no exento de morbo, al que estoy enganchado.
Hastiado de mi frigidez sensitiva, dejé que el sol se quedara ahí solo, convertido en una larga pincelada de acuarela roja sobre una llanura infinita, y bajé a la calle. Allí estaba Luz García regando sus jazmines, despacio, con sus ojos oblicuos de tanto enfocar vida durante casi setenta años. Me saludó con ese cariño intimidatorio que me viene regalando desde hace varios veranos, y me dijo: “¡Arriba! ¡Eh! ¡Arriba! Que no te quiero ver con esos ojillos. Ea…” Una salamandra respiraba serena sobre las paredes de cal y una luna muy árabe pellizcaba el cielo. Yo miré a la buena mujer y le pregunté, de repente, por qué amaba tanto la vida. Ella rió y entornó sus ojos para enfocar bien los míos. Y volvió a reír, rebosante de sabiduría. Yo no reí, desgraciadamente, y recordé a Boecio, un neoplatónico del siglo V después de Cristo que escribió en prisión una obra que se titulaba “De la consolación por la Filosofía.” Grave error el que busque felicidad en la erudición. Donde hay que buscar es en el olor de los jazmines que riega mi amiga Luz todos los días en su callejuela de Facinas.
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David López
@HuertoInfinito