El sacro sueño de la vida.
Unamuno concluye su novela San Manuel Bueno Mártir así:
[…] bien sé que en lo que se cuenta en este relato no pasa nada; más espero que sea porque en ello todo se queda como se quedan los lagos y las montañas y las santas almas sencillas, asentadas más allá de la fe y de la desesperación, que en ellos, en los lagos y las montañas, fuera de la historia, en divina novela, se cobijaron.
Almas sencillas cobijadas en una divina novela. Eso sería quizás la vida humana óptima según el modelo metafísico que ofrece el último Unamuno (1930): un sacerdote del sueño: un enamorado del ser humano. El mensaje fundamental de la soteriología unamuniana sería simple: hay que vivir, lo que significa que hay que soñar. Soñar lo que sea, pero con plenitud, con ilusión. Y habría, por así decirlo, dos tipos de conciencia “humana”, dos “condiciones humanas”: unas plenamente dormidas (“el Pueblo”) y otras, incapaces de dormir (digamos las “insomnes”), se pondrían al servicio de las que duermen y les inocularían mundos (es decir palabras, relatos, mitos) para que fueran felices, para que estuvieran “contentas”). Las insomnes pondrían su sufrimiento al servicio de la felicidad ajena: y la felicidad no sería otra cosa que la fe, la esperanza: creer en la vida eterna (en plan radical, con resurrección de la carne incluso). Cabría pensar en una gran conspiración, una gran manipulación, basada en el amor infinito, no en la depredación. Imaginemos que algo/alguien nos estuviera cubriendo con una manta invisible, para protegernos del frío, como hacemos nosotros con nuestros hijos dormidos.
San Manuel Bueno Mártir, según la majestuosa novela de Unamuno, fue un cura que no creía en la vida después de la muerte, pero que, por amor a su pueblo, ocultó su secreto: le bastaba con sufrir él solo: por amor quería que su pueblo siguiera disfrutando del opio sagrado de la fe en lo que no es real: la “vida eterna”.
¿En qué creía entonces San Manuel Bueno Mártir? En la vida, en el hombre, en el amor… y en la nada que aguardaba a sus queridos seres humanos -y a él mismo- tras la muerte. Creía por tanto en algo concreto: la nada, que rodearía con su límpido vacío metafísico la física del vivir en el tiempo (de vivir en un concreto -matemático- vector de tiempo). Se podría decir que Unamuno parte ya de donde quiso llegar Buda: la nada. La liberación budista estaría ya incorporada en la narrativa de ese mecanicismo nihilista que parece producirle tanto dolor a Unamuno.
Se suele afirmar que las reliciones surgieron, entre otras cosas, para paliar el miedo a la muerte. Las Upanisad (dentro de la tradición védica) o el budismo (ya como negación de los Vedas) apuntarían a todo lo contrario: salir de la vida eterna, de ese juego cósmico-ético que iría arrastrando al ser humano (al alma humana) por un tiempo infinito. La salvación sería caer, como un copo de nieve, lentamente, en un lago: el lago de la Nada (de Dios)… sería lo mismo. Unamuno ofrece en su novela una bellísima imagen de esa nevada de almas (vidas) finitas sobre el lago metafísico de Valverde de Lucerna.
Voy a traer aquí algunos momentos excepcionales de San Manuel Bueno Mártir; y trataré de enfocarlos desde esa cámara infinita que es la Filosofía. Yo disfruto de una edición de 1966 (Alianza Editorial). Se trata de una novela con capítulos muy cortos, muy poderosos, con mucho peso atómico y mucha belleza concentrada. Creo que será fácil localizar las citas en cualquier edición:
1.- Capítulo tres. Se nos ofrece una anécdota que sirve para medir la grandeza del corazón -y la inteligencia, es lo mismo- de San Manuel Bueno. La narra Ángela Carballino, cuyas imaginarias memorias sirven de cobijo (de divina novela) para San Manuel y creo que para el propio Unamuno. Disfrutemos de la belleza de la anécdota:
Me acuerdo, entre otras cosas, de que al volver de la ciudad la desgraciada hija de la tía Rabona, que se había perdido y volvió, soltera y desahuciada, trayendo un hijito consigo, don Manuel no paró hasta que hizo que se casase con ella su antiguo novio Perote y reconociese como suya a la criatura, diciéndole:
– Mira, da padre a este pobre crío, que no le tiene más que en el cielo.
-¡Pero, Don Manuel, si no es mía la culpa…!
-¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe!… Y, sobre todo, no se trata de culpa…!
Y hoy el pobre Perote, inválido, paralítico, tiene como báculo y consuelo de su vida al hijo aquel que, contagiado de la santidad de Juan Manuel, reconoció por suyo no siéndolo.
2.- Capítulo cuatro. La preocupación de Unamuno por España. Curioso:
Le preocupaba, sobre todo, que anduvieran todos limpios.
3.- Capítulo cinco. San Manuel Bueno/Unamuno ante la teodicea (el -a veces feroz- comportamiento de Dios):
-Un niño que nace muerto o que se muere recién nacido y un suicidio -me dijo una vez- son para mí los más terribles misterios: ¡un niño en la cruz!
4.- Capítulo seis. Unamuno insiste en darlo todo por la felicidad “del pueblo”.
– Lo primero -decía- es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo primero de todo. Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera.
5.- Capítulo diez. Inteligencia igual a bondad:
Pero como era bueno, por ser inteligente, pronto se dio cuenta de la clase de imperio que don Manuel ejercía sobre el pueblo, pronto se enteró de la obra del cursa de su aldea.
6.- Capítulo once. Dios.
– Usted no se va -le decía don Manuel-, usted se queda. Su cuerpo aquí, en esta tierra, y su alma también aquí, en esta casa, viendo y oyendo a sus hijos, aunque éstos ni la vean ni la oigan.
– Pero yo, padre -dijo- voy a ver a Dios.
– Dios, hija mía, está aquí como en todas partes, y le verá usted desde aquí. Y a todos nosotros en El, y a El en nosotros.
7.- Capítulo catorce. Unamuno -muy antibudista- sigue creyendo que es mejor creer en la eternidad de la vida individual. Dice que hay que vivir… en decir, “soñar”. Pero, ¿quién sueña?:
– Pero tú, Angelina, tú crees como a los diez años, ¿no es así? ¿Tú crees?
– Sí creo, padre.
– Pues sigue creyendo. Y si se te ocurren dudas, cállatelas a ti misma. Hay que vivir.
[…]
– Y ahora -añadió- reza por mí, por tu hermano, por ti misma, por todos. Hay que vivir. Y hay que dar vida.
8.- Capítulo quince. Los sacerdotes del sacro sueño de la vida: dar la vida a la vida:
Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra y en nuestro pueblo, y que sueñe éste vida como el lago sueña el cielo.
9.- Capítulo dieciséis. Inteligencia y caridad. Borrado de la lucha de clases (de clases en realidad):
[…] y también el pobre tiene que tener caridad para con el rico. ¿Cuestión social? Deja eso, eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no haya ya ni ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees que del bienestar general surgirá más fuerte el tedio de la vida?
[…] No Lázaro, no; nada de sindicatos por nuestra parte. Si lo forman ellos, me parecerá bien, pues que así se distraen. Que jueguen al sindicato, si eso les contenta.
10.- Capítulo dieciocho. La posibilidad de que ni el mismo Jesucristo creyera en su propio mensaje:
Y luego, algo tan extraordinario que lo llevo en el corazón como el más grande misterio, y fue que me dijo con voz que parecía de otro mundo: “… y reza también por Nuestro Señor Jesucristo…”
11.- Capítulo diecinueve. El “segundo Unamuno” (San Manuel Bueno) no quiere más vida, no quiere soñar más. Y olvidar el sueño de lo vivido:
¡Qué ganas tengo de dormir, dormir, dormir sin fin, dormir por toda una eternidad y sin soñar! ¡Olvidando el sueño!
En el mismo capítulo nos habla de “el pueblo” como una “unaminidad de sentido”:
– Recordaréis que cuando rezábamos todos en uno, en unanimidad de sentido, hechos pueblo, el Credo, al llegar al final yo me callaba.
Y ahora nos habla de Dios como lo que no debe ser visto por el pueblo: ¿Una Nada no dualista que elimina la existencia misma del observador individual?
Como Moisés, he conocido al Señor, nuestro supremo ensueño, cara a cara, y ya sabes que dice la escritura que el que ve la cara de Dios, que el que le ve al sueño los ojos de la cara con que nos mira, se muere sin remedio y para siempre. Que no le vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras viva, que después de muerto ya no hay cuidado, pues no verá nada…
– ¡Padre, padre, padre!- volví a gemir.
Y él:
– Y tú, Ángela, reza siempre, siempre rezando para que los pecadores todos sueñen hasta morir la resurrección de la carne y la vida perdurable…
Cabe preguntarle a Unamuno: ¿De verdad cree usted que es eso lo que necesita creer el ser humano?
12. Capítulo veintiuno. Dios: los ojos del sueño de la vida:
– ¿Y el contento de vivir, Lázaro, el contento de vivir?
– Eso es para otros pecadores, no para nosotros, que le hemos visto la cara a Dios, a quienes nos ha mirado con sus ojos el sueño de la vida.
13.- Capítulo veintitrés. Unamuno se acerca a la belleza infinita. Nevadas de luz sobre todos los sueños:
Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja casa materna, a mis más que ciencuenta años, cuando empiezan a blanquear con mi cabeza mis recuerdos, está nevando, nevando sobre el lago, nevando sobre la montaña, nevando sobre las memorias de mi padre, el forastero; de mi madre, de mi hermano, de mi pueblo, de mi San Manuel, y también sobre la memoria del pobre Blasillo, y que él me ampare desde el cielo. Y esta nieve borra esquinas y borra sombras, pues hasta denoche la nieve alumbra.
Todo esto lo ecribió Unamuno en 1930. Seis años después empezó a caer barro del cielo de España. Ahora debemos esforzarnos, creo yo, para que caiga nieve generosa e inteligente sobre aquel barro. Todos debemos convetirnos en sacerdotes del sacro sueño de la vida.
David López
Madrid, 29 de octubre de 2012.